Resumen comentado del testimonio documental de Félix Schlayer, titulado originalmente Diplomat im roten Madrid (Diplomático en el Madrid Rojo), publicado en español por Ediciones Áltera con el título Matanzas en el Madrid republicano, cónsul y encargado de Negocios de Noruega en la capital de España al inicio de la guerra civil y hasta mediados de 1937.
Félix Schlayer conoció en primera persona el mundo carcelario en el Madrid del Frente Popular a finales de septiembre de 1936, “cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada Cárcel Modelo”.
En esta cárcel de hombres se hacinaban por encima de los cinco mil presos políticos, arbitrariamente detenidos por los miembros de las distintas facciones y organizaciones englobadas en el Frente Popular, pese a que su capacidad se había fijado en mil doscientos reclusos. “No era ya la Policía sino el Pueblo Libre el que con arreglo a su parecer detenía a unos u otros”. El gobierno estimulaba a la plebe en la realización de actos delictivos con el propósito de eliminar a los que catalogaba como sus enemigos. Una vez en la cárcel, por el motivo peregrino y subjetivo que fuera, los detenidos permanecían semanas y meses sin que les fuera tomada declaración alguna, ya que el interrogatorio, en la mayoría de los casos, era irrelevante, habiéndose tomado la de apartarlos de la vía pública y careciendo de jueces legales, que habían sido eliminados los primeros, que dictaran sentencias a voluntad de los acusadores sobre delitos inexistentes en el código penal.
Las mujeres detenidas fueron llevadas al convento de la plaza del Conde de Toreno, previo desalojo forzoso de las monjas allí residentes, junto a las procedentes de la Cárcel de Mujeres, edificio destinado a albergar más hombres igual que el convento de San Antón. Pero como estos improvisados lugares de confinamiento eran insuficientes de la noche a la mañana, tal fue la riada de detenciones, se habilitó como gran contenedor un edificio religioso de la calle General Porlier, denominado por la referencia homónima “Cárcel de Porlier”, que pronto rebosó con cinco mil reclusos.
“En el fondo el Gobierno aprobaba los horrores de las bandas asesinas, pero creía salvar su responsabilidad haciendo como que no podía dominarlas.”
Llegaron al número de seis las cárceles en Madrid, todas a rebosar en un tiempo mínimo, correspondiendo la vigilancia en las mismas y la custodia de los presos a los milicianos de los partidos políticos socialista, comunista y anarquista y a los sindicalistas de la UGT socialista y la CNT anarquista, que habían apartado, asesinando o sometiendo, a los funcionarios correspondientes. “La vigilancia y supervisión la ejercían los delegados de dichas organizaciones, llamados responsables”.
Pronto las seis cárceles, oficiales y extraoficiales, fueron insuficientes para “saciar la locura persecutoria”, por lo que a la vez que las grandes organizaciones políticas y sindicales, otros grupos de activistas revolucionarios menores, dado que podía disponerse de cualquier edificio de la capital, obraron de igual modo incautando, confiscando y deteniendo a quienes apetecía para conducirlos a esas sus cárceles privadas, dejando el trato y la suerte de los prisioneros al criterio particular de cada grupo; aunque en poco o nada diferente a lo aplicado por los gubernamentales. “Cuando yo abandoné España [a mediados de 1937] aún se mantenía tal estado de cosas en lo que se refiere a las cárceles privadas y secretas, dependientes de grupos incontrolados y de organizaciones políticas irresponsables”.
A diario aumentaban las detenciones, requisas, expolios y los asesinatos validados por los tribunales constituidos en las checas por las citados grupos y organizaciones. “Fue entonces cuando una primera catástrofe carcelaria, ocurrida el 22 de agosto de 1936, provocó una protesta extranjera”. Una multitud de delincuentes comunes ataviados como los milicianos irrumpió en la Cárcel Modelo so pretexto de registrar las celdas y a los presos en busca de armas. Lo que de verdad encontraron y se llevaron esos individuos en tropel fueron todos los objetos de valor de las personas allí confinadas y el dinero custodiado por los funcionarios en la dirección del centro penitenciario, además de quemar los libros de registro con los nombres y bienes de los indefensos reclusos. Finalizada la requisa y la destrucción de pruebas, ya en horario vespertino, contraviniendo la norma penitenciaria, exigieron la salida a los cinco patios de los presos que aún no habían sido alimentados esa jornada. Una vez todos fuera de sus celdas, delincuentes comunes y políticos mezclados, los milicianos prendieron fuego a la leñera de la cárcel provocando un incendio que sirvió para dejar escapar a la carrera, y con gente esperándolos en la calle, a los delincuentes comunes, mientras se incitaba a la huida a los presos políticos a los que en el exterior aguardaban grupos armados para matarlos a tiros. Pero como éstos no se movían de los patios y el fuego que avanzaba rápido los empujaba hacia la protección de los muros, desde las alturas de los edificios colindantes y el tejado de la misma prisión comenzaron a dispararles. Era una ratonera para los atacados, pues las puertas hacia el interior sólo permitían el paso en fila india. “Los pobres hombres procuraban protegerse de los disparos apretándose contra los muros situados en los ángulos muertos. A pesar de todo, buen número de ellos murieron; unos sesenta de los más importantes políticos y militares fueron arrastrados afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines próximos a la prisión. Habían sido entregados por el gobierno a las milicias marxistas y anarquistas para que les dieran muerte y quedaran así satisfechas las pretensiones de reducir el excesivo número de los detenidos que abarrotaba las prisiones”.
Durante la noche continuó el asedio y las amenazas a los recluidos en la cárcel que no podían consumarse por falta de luz. Treinta y seis horas sin alimentos y con el miedo presidiendo todas las acciones.
Ante tamaña barbarie, todavía inédita en España, el Encargado de Negocios de Gran Bretaña, que había tenido noticia directa de los sucesos por un testigo y por la embajada de Alemania, en plena noche se presentó en el Ministerio de Marina, lugar elegido por el Consejo de Ministros para sus deliberaciones; la protesta fue enérgica y en nombre de la humanidad para conseguir “el cese sin demora de semejante monstruosidad”.
De manera irregular y sectaria, el gobierno del Frente Popular intervino para moderar los disturbios y las ejecuciones. Pero, con la situación bajo un control ficticio y temporal, los presos en la Cárcel Modelo que continuaban vivos, se mantuvieron fuera de sus celdas y en ayunas hasta las cuatro de la madrugada del día 24.
Una medida adoptada por el gobierno para intentar una apariencia de legalidad sin obstaculizar la actividad criminal de los revolucionarios de distinto signo y mismos objetivos, fue la de constituir un tribunal de justicia, parcial y sin funcionarios de carrera ni oposición, es decir, sin jueces ni fiscales titulados, compuesto por elementos de las organizaciones integrantes del Frente Popular y situado en el edificio de Bellas Artes, en la calle de Alcalá, conocido como la checa de Bellas Artes. Los procedimientos allí sustanciados eran sumarísimos y las sentencias en su mayoría de muerte: el “paseo” nocturno. Esta checa se ocupaba de los nuevos detenidos, no de las personas ya encarceladas; las supuestas fuerzas policiales colaboraban con esta y otras checas suministrando detenidos que no pasaban por organismos oficiales ni cárceles.
Muchas fueron las checas operando en Madrid y pertenecientes a todas las organizaciones frentepopulistas; algunas duraron más que otras o fueron sustituidas en su ubicación y función, tal es el caso de la checa de Bellas Artes sustituida por la checa de Fomento, en la calle de Fomento número 9, también gubernamental como su precedente. “La expresión Fomento 9 alcanzó en Madrid resonancias tan terribles que a cualquier madrileño se le ponía la carne de gallina con sólo oírla”. Los detenidos que a ella eran trasladados permanecían un máximo de cuarenta y ocho horas en sus celdas del sótano, habilitadas para la tortura, luego pasaban al “tribunal” oficioso que trabajaba de noche, emitía la sentencia y mandaba su ejecución inmediata, casi siempre de muerte: entonces el condenado era metido en uno de los automóviles al efecto y en la cuneta de cualquier carretera alrededor de la capital sacaban a la víctima, le disparaban y quedaba abandonada muerta o agonizando si la puntería y las prisas por seguir la tarea con nuevos sentenciados no lograban rematar el cometido. A los detenidos que tras el remedo de juicio se les absolvía de toda condena se les ponía en libertad: “En plena oscuridad de la noche, a la salida del edificio [la checa], unos milicianos muy serviles les invitaban a montar en su vehículo, para llevarlos a casa, y ya no se les volvía a ver”. Quiérese decir que, en connivencia criminal los policías gubernamentales y los elementos chequistas, los primeros expedían a los segundos cédulas con el certificado de libertad para los detenidos, que los chequistas utilizaban para sacar cada noche presos de los diferentes establecimientos penitenciarios y darles el paseo mortal. “En la cárcel correspondiente se registraba en la ficha del desgraciado así ‘liberado’ la palabra; ‘Libertad’, de modo que, al efectuar nuestras comprobaciones [los miembros del cuerpo diplomático] teníamos que averiguar la distinción entre la libertad ‘terrena’ o la ‘eterna’ [a base de preguntas que fueran sinceramente respondidas o indagaciones]”.
Félix Schlayer visitó la checa de Fomento a principios de noviembre de 1936 acompañado por el Delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja a instancias de la embajada del Japón, una de cuyos trabajadoras había sido allí conducida. “El terror estaba en el aire, y el miedo a la muerte que habían experimentado innumerables víctimas continuaba palpándose y cortando el aliento”.
Esta es la descripción resumida de los individuos afectos a las checas: “Había el tipo de los republicanos de izquierdas, algo aburguesado, engreído en su superioridad, poco marcial en su antimilitarismo; había los hombres de aspecto hermético, pero fiero, de la juventud socialista-comunista; y, finalmente, los típicos representantes de los chulos madrileños, los anarquistas de la FAI”.
Fueron casi diarias las visitas de Félix Schlayer a las cárceles a partir de la última semana de septiembre de 1936, efervescente la actividad persecutoria en Madrid. El motivo de las continuas visitas era el de procurar alivio al creciente sufrimiento de los presos, a la par que conseguir una relación estable y en lo posible buena con los funcionarios que se situaban frente a la guardia miliciana y los comisarios políticos. “Servían además para que los propios presos se sintieran comunicados con el resto de la humanidad, ganando también confianza para no caer en el olvido”. Otros representantes diplomáticos obraron del mismo modo, destacando los de Chile, Gran Bretaña, Argentina, Hungría y Austria.
Indica Schlayer que la autoridad policial, como Director General de Seguridad, entonces recayó en Santiago Carrillo, y en él, en última instancia dado el cargo, la responsabilidad de las detenciones, traslados, vigilancia y el trato cotidiano a los presos. Pero Carrillo decía ignorar las sacas de presos para su asesinato en diferentes lugares de la provincia de Madrid: Paracuellos de Jarama, Torrejón de Ardoz, Aravaca, principalmente. Unas sacas que aun habiendo sido denunciadas continuaron sin que Santiago Carrillo ni el general José Miaja, autoridad máxima de Madrid cuando el Gobierno del Frente Popular de la República huyó a Valencia, las impidieran.
Las Fuerzas de Seguridad estaban dirigidas e integradas por bolcheviques que obedecían directrices políticas o, simplemente, a su instinto revolucionario y criminal; de la Policía y la Guardia Civil no quedaba rastro en ambos cuerpos.
“La impotencia del gobierno frente a las bandas asesinas de las organizaciones políticas era cosa que en gran parte se fingía expresamente. En el fondo el gobierno aprobaba los horrores de las ‘bandas’, pero creía salvar su responsabilidad haciendo como que no podía dominarlas.”
En su obra documental, Félix Schlayer incluye testimonios directos de perseguidos, expoliados y presos, que consiguieron refugiarse en la legación noruega tras su calvario o bien que fueron arrancados de un final presumible por la intervención del cónsul. Los relatos y las peripecias han sido fidedignamente transcritos para “hacer pasar a la historia, con toda su desnudez, los hechos reales de aquella época”.
A principios de noviembre de 1936, la presión de las tropas nacionales sobre la capital de España era notoria, lo cual provocó una situación agravada para los presos, que seguían embutiéndose en los centros de reclusión, y sus familiares que eran impedidos de acercarse con suministros básicos y mínimos, y también para conocer personalmente el estado de cada uno, con el propósito de mitigar el desespero y la violencia dentro y fuera, contra los que permanecían encerrados y contra los que llegaban de visita y una sola aunque gran esperanza.
La jornada del 6 de noviembre encontró a Schlayer en el locutorio de la Cárcel Modelo infundiendo ánimo a amigos y allegados. La madrugada del día 7 el gobierno del frente Popular huía a Valencia, y por la mañana, aún más enturbiado el ambiente, quedó obstaculizado el acceso a la Modelo cuando Schlayer y el Delegado de la Cruz Roja a ella se dirigieron para entrar en inspección. Había barricadas, numerosos autobuses y milicianos de mala catadura esperando algo al olor de la sangre. Forzó Schlayer su pase al interior de la cárcel con el delegado sin encontrar al director, quien al parecer, le dijeron, estaba en el ministerio; el subdirector, que sí permanecía en su puesto, a la pregunta de qué representaban todos esos autobuses allí estacionados respondió que iban a trasladar en ellos al penal de San Miguel de los Reyes a ciento veinte oficiales para evitar que se unieran a los nacionales en cuanto cayera Madrid. Schlayer se dirigió a la Dirección General de Seguridad para confirmar la información; cosa que hizo, añadiendo ante la objeción del cónsul por el elevado número de transportes aguardando, que además de esos ciento veinte militares otros del resto de cárceles viajarían también a Valencia. Pero la confusión imperaba en la Dirección General, huido con el gobierno su director, Manuel Muñoz, “un hombre que había que marcar a fuego”. Preguntó Schlayer por el responsable del Orden Público y se le dijo que Margarita Nelken “diputada socialista, judía, de origen alemán”. Sin embargo, la citada no apareció por ninguna parte. “Nos pusimos en marcha con el fin de encontrar a Margarita Nelken, pues nos importaba en grado sumo obtener garantías de que las cárceles estaban custodiadas y controladas por la autoridad del Estado”. En vano. Por lo que el siguiente paso fue el de entrevistarse con el general Miaja, “mando supremo recién nombrado”, en el Ministerio de la Guerra. Puesto al corriente Miaja por el cónsul y el delegado de la Cruz Roja expresó que “a los presos no se les tocaría ni un pelo”, ni por supuesto al abogado de la legación noruega, Ricardo de la Cierva a quien, sin ellos dos saberlo, “hacía ya dos horas que lo habían asesinado”. Ese día se nombraba la Junta de Defensa de Madrid, presidida por José Miaja Menant, y nombrado Delegado de Orden Público a Santiago Carrillo Solares, “un hombre joven, un ‘camarada’ robusto con un rostro de expresión más bien brutal”, que les fue presentado.
El convoy de autobuses con el supuesto cometido de trasladar a militares encarcelados a Valencia lo mandaba el comunista Ángel Rivera, portador de la orden, según informó Carrillo, máxima autoridad policial.
Con Carrillo “tuvimos una conversación muy larga, en la que recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina. Pero la impresión final que sacamos de la entrevista fue de una total inseguridad y falta de sinceridad”., Carrillo pretendía ignorar los sucesos flagrantes, pero aseguraba que Madrid no sería tomado mientras un hombre pudiera sostener un fúsil y parapetarse tras dos piedras, y si pasaba el enemigo sólo encontraría escombros.
“Tal es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción constituye parte esencial de su programa, siendo la envidia y el resentimiento su móvil esencial. Antes de ceder lo que no pueden mantener prefieren destruirlo. Encuentran consuelo y satisfacción en inutilizar cualquier cosa, incluso si carece para ellos de la menor utilidad. Ni que decir tiene que ello no excluye, sino todo lo contrario, el que, frente al resto del mundo (cuyo horror ante hechos tan vergonzosos desconocen), atribuyan tal destrucción al enemigo.”
Ese día 7 de noviembre por la noche, a consecuencia de una información que resultó falsa sobre la suerte corrida por el abogado de la legación noruega, Ricardo de la Cierva, Schlayer regresó a la Cárcel Modelo. En su interior merodeaban con mala catadura e intenciones aviesas los milicianos, convertidos en vigilantes y sentenciadores de los presos. Como Ricardo de la Ciervas no estaba allí, Schlayer preguntó qué había pasado y dónde lo condujeron, preguntas que fueron respondidas de mala ganas: “Dos expediciones efectuadas a lo largo de la noche se habían llevado a gran número de presos, todos los cuales habían salido por parejas, estando ambos presos atados entre sí por los codos y sin que pudieran llevarse ningún equipaje.”
Cuando lleno de dudas, pero aún con esperanza, Schlayer abandona la Modelo, aproximadamente a medianoche, observó la masiva presencia de hombres con cascos de acero y habla y facciones extranjeras: “Se trataba de los primeros Brigadistas Internacionales que yo veía. Acababan de llegar aquel mismo día a Madrid y se quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya defensa asumieron. De no ser por esa repentina ayuda de soldados mucho más bregados que los milicianos, quizá la Cárcel Modelo habría caído en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, con lo cual se habrían salvado los presos que aún quedaban, de tres a cuatro mil”.