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Virtea repertorio: El discurso

Era urgente su intervención. Con carácter propio, dignidad más allá de la obligada por el cargo y el valor que se supone a una autoridad, había que acudir sin demora al rescate prescindiendo de las advertencias, las recomendaciones y los consejos recibidos en el tono habitual por diferentes embajadas. Le correspondía actuar desde un cometido responsable asumido con todas sus consecuencias, incluso las que aparecen menos desenvueltas y aquellas rayando la ficción en los manuales y los protocolos.

    Leyó con absoluta serenidad y plena conciencia el mensaje breve: “Urge manifestarse con meridiana claridad”.

    El mundo de las ideas y el mundo de los actos quedaban vinculados por la necesidad de acudir al rescate de ambos. Ignorar la demanda —de modo similar al que ilustra el gesto de lavarse las manos, el de encogerse de hombros y doblar la cerviz, o el de poner en fingida acuñación de moneda conmemorativa el perfil sumiso— sería causa de reprobación pública, constante en el futuro —un futuro de paisaje emborronado— y de vergüenza perpetua. En su comprensible desesperación, si se produjera en quien no debe ni en justicia puede un silencio de oídos sordos y palabra muda, las víctimas recordarían en adelante la ignominia de esa mezquina complicidad con la ruina moral y material, la vileza de la perturbadora dejación de funciones en el momento de asumir el gobierno de lo propio, grabado a fuego de condena en la memoria el tránsito ominoso del todo a la nada, de la luz a la tiniebla, de lo racional a la vorágine. Jamás se perdonaría, aunque la condena fuera dictada por unos pocos resistentes, esa conducta abyecta producto de cesiones y componendas.

    Todos los caminos en el mosaico de itinerarios partían del mismo origen y llegaban al mismo destino; en todos los caminos a la vista figuraba único el sentido de la marcha.

    Leyó el mensaje breve: “Sólo cabe un significado en el discurso”.

    Sólo cabía una interpretación a diestra y siniestra, un sentido único en cuanto inequívoco.

    Se enfrentaba en solitario al acierto y al error en el discurso. En realidad, se dijo, su discurso cobraba tintes de alocución. Una alocución en tiempos de guerra. Héroe o villano según el juicio interesado.

    Su inquietud, fronteriza con la desazón, estaba justificada en su fuero interno y en la conciencia de quienes le depositaban una confianza de último asidero; de él dependía una salvación consistente en mantenerse erguido, firme, dispuesto y capaz sobre un pedestal de obras son amores y no buenas razones. Un fundamento sólido, de raíz profunda y de brillo perenne, de narrativa épica, de historia genuina y extensa, integradora e inmarcesible; un cimiento a prueba de seísmos, refractario a las trampas. Había que darse prisa en amplificar la voz de alarma y acompañarla del remedio, pero no había que incurrir en el victimismo lacrimoso ni enturbiarse con el frenesí yacente en el desprestigio.

    Tenía que sentirse importante porque lo era su misión; tenía que saberse decisivo y apoyarse en las dos condiciones de servicio, a la nación y a los nacionales, indisociables de su persona.

    Mientras, de puertas afuera, se sucedían las llamadas y se acortaban los plazos entre tiempo y reflexión. Apremiaba el trasfondo de insistencia y se solapaban los mensajes y las órdenes que conocía tanto en su procedencia como en su pertenencia.

    Pugna de mensajes en pro y órdenes en contra, incrementada su virulencia en la linde del contacto. Para reír si no fuera trágica la situación. El tira y afloja menudeaba en el límite de la simulación al otro lado de la puerta, del dispositivo de comunicación, al otro lado del espejo de cuento.

    Necesitaba respirar, tomada ya la decisión, después del ajetreo.

    “¡Sea!”, animó su espíritu en aquel trance crucial. La tribulación es mala consejera, pero impulsa el valor y agudiza el ingenio. “Sea antes que después”.

    En una dependencia contigua a la estancia principal se recurría a los símiles para atenuar la tensión que aguarda el discurso de quien, sobreponiéndose a las adversidades, a las turbulencias y a los conatos de asalto, no va a defraudar. Entiéndase que defraudará a los ambiciosos de las caídas estrepitosas y ridículas, pues nunca llueve ni se habla a gusto de todos los que esperan sucesos incompatibles.

    “¡Sea ahora!”

    En la dependencia contigua a la estancia principal donde comienzan a fluir las palabras de calado, se recuerda a compás la historia del náufrago feliz en su aislada condición. Debido a su aislamiento, tan voluntario como forzado, el náufrago desconocía la causa del naufragio, puede que se le hubiera olvidado al echar mucho despiste encima o puede que la explicación resultara gravemente comprometedora; y como el fin absuelve de pecado original a los medios empleados había sido redimido para sucumbir ante el hecho consumado, del que era observador difuso, y para no sucumbir ante el hecho consumándose, del que era observador privilegiado. El náufrago desperezado acabó por tomar partido y se integró a una de las dos corrientes —la tercera corriente era simplemente nominal, de adorno—, relatándose a sí mismo, en función desdoblada de maestro y alumno, los sucesos cotidianos y los matices del paisaje que para un náufrago dependen de los puntos de referencia elegidos.

    El discurso esperado discurrió al estilo de las olas y no supo igual a los de la vía única que a los de la apuesta por la decisión reclamada ni a los orquestados en el sopla y sorbe. El discurso, en realidad alocución, pronunciado a conciencia y en son de aviso que se acerca al último, atajaba desde el principio la deriva esclavista que se iba imponiendo socialmente como penetran las filtraciones de los agentes tóxicos en el agua y en el aire.

    “¡Dicho queda!”

    Náufragos y navegantes habían escuchado la voz aún no silenciada.  

 

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