Peculiar es lo propio o privativo de cada persona o cosa, define el diccionario de la Real Academia Española. En el caso que nos ocupa, la peculiaridad se atribuye a un hombre, un hombre de esos que cualquiera conoce y uno de tantos que ni conocemos ni, probablemente, conozcamos jamás por razones obvias.
Lo singular de este hombre, mal que nos pese significarlo como excepción, era la confianza —asesor de sí mismo— para tomar decisiones que enarbolaba pertinaz corrieran a su alrededor las duras o las maduras. Fiado a su voluntad y a un instinto de orientación en vela de día y de noche, desde niño fue capaz de superar los contratiempos —las pruebas que depara la vida— con la mejor disposición y un espíritu práctico que, sin embargo, no le postergaba las capacidades innatas y adquiridas a lo largo de su trayectoria. Su único temor, y a fe que le amargaba imaginar las consecuencias del arrollador dominio, un temor de sufrimiento patológico, era el de perder su apego a esa confianza que le daba aliento. Cuanto más ascendía la pendiente de su periplo vital, camino del punto de inflexión, más se congratulaba de su desarrollo, validando jornada tras jornada de ruta en su persona aquella lejana intuición y aquella compañía imaginativa, munificente como un hada madrina para alcanzar las metas propuestas por difíciles que se antojaran.
Muy difíciles de alcanzar algunas por culpa de los obstáculos.
Unos obstáculos diseminados para el tropiezo y el cerco que en los avisados, aun los críticos con la didáctica del pesimismo bien informado, presagiaban la importancia de la captura en los planes de los captores.
Con los ojos que no parpadean en el exceso tapador de la ceguera y que se mantienen limpios con el agua y el aire, advirtió las trampas en el juego de los tahúres, y unas consignas de propaganda después de la apariencia, envuelta en sombras la maquinaria de construcción cavando un foso muy profundo, desmemoriado, y erigiendo un muro muy alto, infranqueable.
Ante una realidad travestida, que por evidente pasaba en secreto consentido, sin recurrir al engaño —suponiendo que se hubiera manejado con soltura en el ejercicio falaz— lanzó el desafío de proclamarse un emisor de energía centrífuga ubicado en el centro del universo personal, en una actitud de guardia de tráfico regulando los flujos en la intersección más peligrosa. Tan patente en el cometido, aunque a escala reducida, como su antítesis opresora desbordando a gran escala. En alas de su confianza, una confianza de loco reacio a la locura diagnosticada por el oficialismo, y porque, en sencilla explicación, desaprobaba las “bondades” del servilismo tendente a la esclavitud o a esclavizar, según el mandato recibido, se convirtió delante de los ojos y las pantallas en un foco irradiando luz de paso, en un jugador de riesgo apostando siempre al mismo número en la misma ruleta y a cara descubierta.
Su incandescente mundo de oposición le protegía de los fuegos cruzados que de inmediato surgieron de arriba, abajo y los lados, ofuscando la luz primigenia, y él cuidaba de no cejar en el empeño de oponerse al deslumbramiento y los atentados, mientras la maquinaria en marcha profanaba la sustancia y levantaba con los escombros.
Foso hondo para caer, muro gigante para encerrar; simbiosis adecuada al propósito destructivo. Cómo para no verlo, cómo para no creer en la ejecutoria del plan, cómo para asistir impávido al cierre del paisaje, cómo para pensar que se vive mejor en el engaño y que la ignorancia da la felicidad.
Su confianza nunca le dijo que alguien le vendría a salvar del encarcelamiento si aguantaba con resignada actitud un cambio favorable; su confianza nunca le indujo a esperar con paciencia y fortaleza un prodigio vecinal que obrara por él la solución al cautiverio amurallado si no era generalmente considerado un problema. Su confianza desconfiaba del advenimiento espontáneo de una reacción inteligente capaz de superar el proceso en marcha desde una posición en franca inferioridad.
El foco, todavía visible, siguió alumbrando la puerta de salida, todavía posible, pero su anuncio carecía de altavoces y medios de difusión a diferencia de los rugidos y llamaradas de su omnipresente rival. Sólo un deseo, alucinado y pronto al desgaste en el diagnóstico de los facultativos en nómina, no bastaba para resquebrajar, ni siquiera interferir con visos de éxito, la estructura carcelaria puesta en funcionamiento en el interior del muro.
Una lucha tan desigual acaba por fenecer en la anécdota. Era cuestión de muy poco tiempo que la luz al final del túnel se diluyera en la oscuridad arrojada por el muro.
Confiado en su certeza y obstinado en su idea siguió de guardia, de referencia en la tiniebla y alumbrando con su peculiar energía atacada por las interferencias; erguido frente a la adversidad del gran tirano siguió con su labor a la contra. Hasta que para desasirse de inercias y absorciones agregadas a las interferencias, echó el vuelo recurriendo a sus impulso de confianza. Gracias a ello pudo sortear la jaula que pretendía atraparlo en la zona contaminada y luego, retransmitido en directo con el despliegue de las ocasiones, contagiarle el virus que transforma al “insolidario” en otro cero a la izquierda.