La divisa de la asociación cultural Liceo de disquisiciones reza: Siente, averigua y atiende, subrayando con estas tres palabras elevadas a la categoría de concepto la importancia de ser consciente en todo momento de lo que ocurre y su influencia en el ámbito personal. Es la tal divisa un principio que asumen como lema y modo de actuación sus heterogéneos miembros, a propuesta de los ideólogos y aceptada por unanimidad en la reunión constituyente, ocasión solemne aquella en la que también se aprobaron los estatutos y el comité rector.
La mayor dificultad a la que tuvo que se ha enfrentado la junta directiva desde la fundación, y posteriormente cada uno de los asociados en el ejercicio de sus respectivas actividades sometidas a la opinión ajena, es la censura. Situada por encima de las intromisiones descalificantes, del acoso y de la injuria con derivación hacia la calumnia, que pronto llovieron a raudales al avenirse la asociación y un buen número de liceístas a los usos comunicativos de la era tecnológica, la censura se convirtió en el principal obstáculo para introducir y dar a conocer al mundo el sentido del Liceo de disquisiciones a través de las aportaciones individuales y de firma colectiva, éstas asignadas a un versado asistente de medios, y relacionarse libremente con todas las personas y entidades nacionales y extranjeras afines al intercambio respetuoso de pareceres, información y estudios.
Alcanzada una fama sólida en los foros digitales gracias a la metódica actividad de los intervinientes en nombre de la asociación, la censura aplicada de manera sectaria ora por los creadores ora por los siguientes propietarios de los espacios, fue la piedra en la evaluación de las redes sociales y las páginas digitales que admiten comentarios previo registro. Una censura ejemplificada mundialmente como sanción a los infractores de la conducta social al uso impuesto, dictada por los patrones tecnológicos y una miríada de publicaciones generadas a partir de un centro de poder mediático internacionalizado a satisfacción de ciertos gobiernos, ciertos patrones y ciertos intermediarios en la clase de negocios que reparten pingües beneficios de toda clase; cualquiera de los tres jueces de contenidos reconocibles a poco que se preste ojo y oído en la identificación. Las sanciones dimanadas del olimpo tecnológico vierten su censura en los determinados artífices del malestar causado a la estructura de acogida y al departamento regulador; las normas no escritas, arbitrarias por definición —yo mando y clasifico, yo autorizo y rechazo— prevalecen sobre las cláusulas del contrato, los términos legales, y las interpretaciones rigoristas o delirantes de los usuarios.
La censura de quien manda, clasifica, autoriza y rechaza, viene acompañada de sanción, para no dejar el asunto en un mero trámite de frases que por aquí entran y por allá salen. El objeto de la censura es la nulidad y la sanción, por descontado inapelable; y el castigo público y notorio de la sanción supone para el declarado infractor aceptar las condiciones o desaparecer sin el homenaje de las exequias fúnebres ni el consuelo del entierro plañidero.
El efecto dominó, cuyo subtítulo en una película de intriga sería la maldición extendida a la prosapia, empuja al redil de la censura a todos los que se expresan en nombre del Liceo de disquisiciones, a todos sus asociados manifestándose de modo particular, pero ya señalados por el estigma, y a cuantos adeptos a las publicaciones de la asociación y los asociados reiteradamente mostraron su apego, simpatía e inclinación, y después, a causa del castigo impuesto, su enfado, solidaridad y ánimo.
Detengamos aquí el resumen del proceso para situarnos en los dos hitos que ofrecen una perspectiva adecuada.
En las asambleas periódicas, los liceístas de a pie solicitan de la junta la inclusión en el orden del día de un compendio exhaustivo de cuanto acaece en los espacios públicos de Internet al conjunto social desde la última reunión, así como turnos de palabra para que individualmente sean expuestos los detrimentos, en general ya sabidos, y opciones de mejor resultado para los miembros que no renuncian a participar en las redes sociales —las contrarias a sus declaraciones y comunicados, se entiende— y en los canales de comunicación. La censura es posterior al incordio afrentoso de los troles y los bots.
El trol es alguien humano, con la identidad oculta y la intención obvia, que dedica su tiempo a servir al amo en las redes sociales y los canales de comunicación. La suya es una tarea remunerada de diversa forma por esa instancia ordenante y pagadora, consistente en interferir el desarrollo normal de la emisión de un mensaje y de la conversación aparejada, provocando con distorsiones de mal tono, calificables de delitos o faltas, el trastorno, el cruce de acusaciones furibundo y luego la respuesta equivalente a la violenta incursión. A ver quién la suelta más gorda. Con el tira y afloja abonado de odio, se corta el hilo racional y la idea planteada queda en suspenso, la propuesta desvirtuada y las emociones afectadas negativamente. Repuestos de la sorpresa inicial por las acometidas salvajes de los bandidos enmascarados, la ofensiva de los liceístas, previamente acordada, consistió en pretender departir con los asaltantes de vía estrecha como si ello fuera posible. Planteamiento ilusorio. Descartado este mecanismo de respuesta, la actuación coordinada fijó la estrategia en el polo de la ignorancia, pero manteniendo a la vista esos comentarios interpuestos por los troles para idealmente avergonzar a los autores clandestinos, para recluirlos en su miseria. Pero muchos de los liceístas no aceptaban esos baldones en sus espacios que dolían como heridas abiertas; fracasada la pedagogía e insuficiente el desaire, la alternativa final derivó en la tajante aplicación del bloqueo. A grandes males, grandes remedios y a otra cosa.
La otra cosa, llamada gráficamente bot (acortamiento de robot) es el otro malestar urticante en las redes sociales y los canales de comunicación. Propiamente este virus se define como el aparato fiscal de los censores, un fiscal implacable que endosa la carga de la prueba a la víctima, vedándole la presunción de inocencia. Nombrado por su aféresis y extraído de las páginas de una novela de ciencia ficción, el robot propiamente dicho multiplica a la enésima potencia el comportamiento humano reiterando tareas de suplantación y envío de mensajes, noticias y demás informaciones al servicio de su programador. Este engendro cibernético dio miedo a los liceístas; el trol daba asco o risa, producía fastidio o hartazgo, pero se le podía enfrentar como humano. Al bot no cabía oponerle racionalidad o una inteligencia superior y combativa en igualdad de condiciones. Es un agente infiltrado, peligroso al estilo de los patógenos, que te enferma colocándote en el disparadero al atribuirte una información falsa o un comportamiento delictivo. Contrarrestar los ataques de tal abominación refugiada en la impunidad del anonimato resultaba imposible sin un filtro de protección especial.
Algunos enemigos prestigian, incluso gusta debatir con ellos; sin embargo, los enemigos automatizados consiguen desesperar a la víctima seleccionada, romper el equilibrio de la lucha entre iguales y, a la postre, obligar al desistimiento de sus participaciones precipitándola al ostracismo del ilota.
La providencia adoptada por los liceístas ante los ataques de troles y bots fue la de informar documentadamente a los gestores de las redes sociales y los canales de comunicación donde, por su contaminación, tenían lugar los percances. Era el paso lógico y legalmente establecido, que no sirvió para nada, pues la respuesta de quienes debían velar por el juego limpio se pareció, metafóricamente, al viento de gigante que escupe desprecio, y puede que con trazas de veneno, a la cara del enano. El siguiente paso de los liceístas, suspirando por recuperar la libertad arrebatada, fue el de concertar un escrito publicado conjuntamente que les desagraviara a ojos vista, propinando un agravio ético e intelectual a la caterva de humanos inducidos al ultraje y a los asaltantes robotizados. Con el título Ateneístas.
Cuánto saben para ejercer en exclusiva el “arte” que se adjudican.
Hay qué ver lo que valen —lo que cuestan, lo que pesan y posan— los crematísticos de la “florinata”, duchos en apartar la competencia a los que por la vía nepotista toman, sacan y reducen. “De mí para ti y a la inversa” y ciérrese el círculo para impedir los goteos y las fugas.
Mucho hablan en el espacio protegido para resumirse en consignas e invectivas culturetas, abundosos desafueros y un sinfín de desprecios a los enemigos de su prosperidad.
Ateneístas por invitación, pagada la cuota por el pueblo lerdo y zafio —del que provienen— que requiere de su guía y arropo; a cambio, en aras de la gratitud, el pueblo necio y burdo consume, al modo de la absorción, el menú de soflamas y panfletos, y cede el sueño y la legítima aspiración a no ser un cero a la izquierda.
Ateneístas inclinados al cobardeo fuera de las tablas a medida, el circo retransmitido a hora de máxima y tonta audiencia. Ateneístas proclives a la trifulca por ocupar el “estrado” o la “cátedra” en el recinto de los orates, cedido por el mecenas a quien rinden pleitesía de la mañana a la noche.
Ateneístas del progreso —poder doy, poder recibo—, pontificando sobre la fraternidad universal y el ilustrado camino de la plenitud colectiva; progresan los ateneístas gerundios fabulando quimeras y pergeñando mentiras y acosos, censurando, vetando, engañando y cobrando por lo aplicado de sus conductas.
Ateneístas de la propaganda ideológica, recolectores de masa y dinero, prestos inversores de la ganancia sicaria, sumisos correveidiles y lameculos del que paga y manda: “servidor de usted de aquí al paraíso estipulado en el pliego de adhesión”.
Ateneístas de carné y dicterio, proclamados a difusión batiente instructores de la gente del pueblo —que anda por libre y feliz cuando no se la sujeta—, militantes de la riña tumultuaria como mérito para el ingreso en la partida con acceso al presídium y la práctica de la ruleta rusa de venir mal dadas.
Es improbable que los aludidos alcancen el grado de entendimiento suficiente para sentir la daga de la ofensa. De hecho, a esta réplica no le sigue dúplica sino la callada, el vacío en el desierto. Quizá, envueltos en silencio corrosivo y aturdimiento por el golpe original que les han asestado, los activistas del acoso, la mentira y la difamación se lamen las heridas agazapados en sus escondrijos virtuales; algo también improbable porque carecían de la necesaria sensibilidad que infunde al vate. Tras el desconcierto que lastra al novato y al bienintencionado, las ráfagas de pedrizo cotidianas habían sido respondidas con un rejón de fuego en todo lo alto. Quien las da las toma, se vanaglorian los liceístas en el breve tiempo de victoria. Una vez asumido en los puentes de mando de las redes sociales y los canales de comunicación que las “advertencias sutiles a los señalados” —regañinas a niños traviesos que deben ser puestos en vereda— no doblegaban el empecinamiento del Liceo de disquisiciones y su tropa afecta, numerosa y en marcha, cuestionando a diario las verdades oficiales, la estrategia del oligopolio se ciñó a suprimirlos de un plumazo tecnológico como elemento fijo del paisaje: borrón y cuenta nueva. Así de fácil atajan el problema los amos de la conducta, los jueces de los pleitos, los dueños y señores de los destinos.
Y en este punto llegamos al colofón de la censura, que devino absolutista tras de los incordios preparatorios. Con la adopción de la censura para reprimir la disidencia, queda meridianamente claro que a los agitadores de conciencia no se les permite vencer a los agitadores de masas. Un aluvión de denuncias tan falsas como nunca verificadas justificó la medida drástica. Eliminados, pues, de la competición.
Inhabilitados los díscolos liceístas para los restos del mandato oligárquico, que se presumía eterno; y también de una forma sencilla: aunque las víctimas del proceder arbitrario migraran de espacio para continuar difundiendo libremente sus lecciones, la persecución no cesaría y ese espacio servidor acabaría con el acceso prohibido y la funcionalidad anulada.
El Liceo de disquisiciones y su tropa en éxodo remitió un artículo a los medios de comunicación que quisieron publicarlo y a cuantos particulares, asociaciones, grupos y plataformas, se adhirieron a la protesta cívica. Lo titularon Dislate academicista.
Anda de capa caída lo de llamar a cada cosa por su nombre. Se impone, nunca mejor dicho, para tragedia del oído y pesar de la inteligencia, la sustitución del nombre de una cosa por su erróneo, por su desviado, por su aberrante acomodo a la práctica de lerdos y zafios.
El fenómeno de la involución en el uso cotidiano del idioma, del retroceso aniquilador en la normativa de los lenguajes hablado y escrito, sucede por ese mandamiento político siniestro que expresa la voluntad dirigente de modificar a cualquier precio los ámbitos sociales de relación y comunicación en beneficio del invocado nuevo orden, adicto a divulgar la ignorancia, que procede del viejo caótico y alienante desorden -prorrogado sine die-, de la ensalzada revolución inconclusa.
La que inviste de razón, con dignidad solemnemente adjudicada a través de un concurso cerrado, a la sinrazón.
En la asamblea ordinaria de los “acadezados” (dícese de los académicos de la lengua propagadores de ideología) trasciende la estulticia allende lo en juicioso rigor soportable. La vanguardia de la tumultuosa futilidad ha conquistado nuevos territorios en línea vertical descendente, de forzoso declive enjaezado de feria.
Transige, fija y perjudica, es el lema que puño a puño y de boca en boca desparraman los “acadetarios” (dícese de los académicos de la lengua inscritos en la nómina del sectarismo) reunidos en comisión permanente para ensuciar y deslucir lo que otrora limpiaba y confería esplendor.
Travestidos de la ignorancia y el descrédito, los “acaderantes” (dícese de los saldos de recluta que el fomento de la incultura nombra académicos y subsidia a cargo del contribuyente) celebran con insano regocijo los éxitos en la gestión encomendada que mudan hacia el pasmo y la desolación el semblante de los afectados, inmersos en una decretada indefensión.
En esta fase de la guerra, con las armas humeantes esgrimidas, los liceístas celebran una sesión extraordinaria para acordar unánimes la reivindicación de su ideario. Precepto arriba o abajo, carente de importancia el orden en su enumeración, se incide en la lectura atinada de la cortina de humo, en la no elusión de la responsabilidad personal ni de la realidad por estremecedora que aparezca, en tenerse en pie y la dignidad en ristre contra las muchas exteriorizaciones de la adversidad, en atender aquello que ha pasado desapercibido, en distinguir el recuerdo de la invención, en predicar con el ejemplo, en tomar conciencia de la vida y el mundo, y en moverse y elegir como única e irrenunciable muestra de libertad.
El portavoz decano del Liceo de disquisiciones, exhorta a los presentes con su autoridad electa y su reputada experiencia para que asimilen por hábito la información procedente de los indicadores y que vayan sumando etapas al viaje emprendido.