El matrimonio de Josema y Lita funcionaba después de una década con las prestaciones de un motor puesto a punto. Se casaron con veintitrés y veintiún años respectivamente y tenían dos hijos en edad infantil, con gran parecido físico a sus padres. Lita trabajaba en una cadena de supermercados y Josema en un despacho de material para la construcción, los dos en la misma ciudad en la que nacieron y vivían. El piso que estrenaron al poco de culminar felices la luna de miel era de propiedad, abonado con ayudas familiares y una hipoteca que en la fecha del relato terminaban de satisfacer. Por lo tanto, liquidada la deuda habían restado una preocupación y sumado un motivo catalizador para idear proyectos, en realidad para impulsar un proyecto que una vez libres de la carga económica antigua, por venir incubándose en la ambición conjunta, empezó a cobrar forma a toda vela con visos de certeza.
Josema y Lita querían salir de la ciudad, despedirse de sus trabajos por cuenta ajena y emprender un negocio para ellos y por ellos dirigido. Desde novios estuvieron de acuerdo en crear un negocio a su alcance y del que pudieran vivir —el suyo fue un noviazgo de diecisiete meses—, situando en el horizonte que no anda escurriéndose de las manos esa posibilidad de convertirse en autónomos, quizá en pequeños empresarios, en pagadores, al fin y al cabo, de sus propias nóminas. También acordaron, aunque después del primer sueño, el buscar una residencia menos urbana y más campestre que se adaptara a los cuatro. Luego el negocio tenía que enraizarse en un terreno apto para la innovación y que necesitara del impulso foráneo.
La experiencia de alternar a diario con las provisiones alimentarias, la higiene y el cuidado corporal y la limpieza doméstica, y los suministros para levantar estructuras habitables, coadyuvó a decantarse. Ilusionados comunicaron a la familia que su porvenir se labraría al frente de un hotel rural en cuanto localizaran su destino. Tarea que exigiría meticulosidad además de arrojo. Sería un edificio de arquitectura autóctona bien equipado y coqueto en su característica rusticidad; diez o doce habitaciones, que deberían estar ocupadas todo el año, con estilos diferenciados sin alterar la armonía del conjunto, de colores suaves en la fachada y las paredes, mobiliario cómodo y espaciado, cerámica y madera de tacto firme, un salón comedor polivalente y un par de salas con ambientes específicos ofrecidas a esas celebraciones con requisito de privacidad, zona ajardinada y aparcamiento reservado a los clientes.
Informada preceptivamente la familia y obtenida su conformidad, Josema omitió de las conversaciones entre compañeros de trabajo y amigos su plan de futuro. Manera de actuar que imitó Lita salvo por una excepción que ella no consideraba ni revelación de secretos a oídos hostiles ni riesgo de inconvenientes en su todavía desempeño laboral ni causa de distanciamiento en su asentada relación. La salvedad era su amiga del alma, y por extensión, el marido de su amiga del alma.
Sincera y confiada, Lita le dijo a Josema que había contado a su amiga del alma el proyecto; y era presumible, indicó Josema a Lita, que ella se lo hubiera trasladado con añadidos particulares a su marido. Algo lógico, convino Lita extrañada por la inquietud aparecida en el rostro de Josema. ¿Qué escama le comenzó a rondar oída la noticia? Se lo preguntó.
Josema pensó su respuesta; no quería herirla con una apreciación que a ella pasaba inadvertida porque la amistad tan fuerte repudia las sospechas. La sopesó un instante que se hizo largo a Lita, calibrando el beneficio de introducir la duda que en él era una verdad añeja. Expelió una bocanada de aire y, con la delicadeza de quien pisa un suelo de cristal, metamorfoseó sin eludir su respuesta en una pregunta.
La franqueza de Lita reconoció que su entusiasmo al contar el proyecto no había contagiado a su amiga del alma. Pero es que su amiga del alma era poco efusiva y en ocasiones tardaba en reaccionar, la justificó. Agregó para tranquilizarle que su amiga del alma permanecería muda al respecto.
A lo hecho, pecho, resolvieron a la par eludiendo la discusión estéril. Ellos dos iban a seguir adelante hasta alcanzar su meta.
Lita se prometió cerrar la boca hasta disponer de las invitaciones impresas para la inauguración, porque ella quería esa publicidad directa para el arranque del negocio. Pero antes de anunciar jubilosos el acontecimiento que despediría una época dando paso a otra tenían que hallar el lugar idóneo.
Transcurridos algunos meses desde aquella confesión privada a su amiga del alma y varios descartes, Josema y Lita descubrieron, eso deseaban, la tierra de promisión.
Sin embargo, apenas había pasado una semana de esa misma confesión a su amiga del alma, cuando se desencadenó una tormenta de sensaciones a espalda de Lita. Cierto día de esos aproximados siete, la amiga del alma, que andaba de gestiones vespertinas por la zona, entró en el supermercado a por unas compras que llevaba anotadas. En ese periodo de la jornada laboral no estaba Lita en su puesto de trabajo, puede que su amiga del alma lo supiera, pero tal especulación es en vano. La cosa es que al salir del supermercado con su compra metida en una bolsa, una cajera supo por la versión autorizada de alguien que conocía por haberle sido presentada y por haber compartido ratos de charla con ella, que su compañera y amiga Lita iba a cambiar de aires despachándose con un portazo de los que sueltan de lejos un despreciativo “¡ahí os quedáis!” y la apostilla de “¡que os zurzan!” Huelga decir que a la mañana siguiente la información era la comidilla en la trastienda, recibiendo aprobados, suspensos y desidias en tono de “a mí qué me importa” de los enterados. Y claro, Lita, centrada en su labor cotidiana e ignorante del asedio, mal que bien, disimulando cuanto pudo su contrariedad y los detalles del proyecto, tuvo que explicarse.
Nada contó a Josema del inesperado episodio que había organizado por indiscreta —era un suponer— su amiga del alma, ni del requerimiento que le hizo por teléfono para afearle la conducta que la dejaba al descubierto sin tener la sucesión garantizada. Su amiga del alma se disculpó por el desliz con la voz contrita, ella creía que habiendo sido la primera en saberlo ya era de dominio público porque hay cosas que no se pueden llevar de tapadillo a la tumba, bla, bla, bla. Molesta y, lo peor, insegura de cómo actuar imaginando la reacción de su marido, Lita aguantó la retahíla de excusas y los comentarios a borbotones traídos por los pelos queriendo enmendar el acusado yerro —asimismo en suposición cándida.
Se propuso Lita olvidar el incidente pasando página, y al respecto ni una palabra a Josema; cargaría en su conciencia el asunto por el bien mayor de la estabilidad marital. A fin de cuentas, quiso convencerse, un fallo lo tiene cualquiera y estaba descartada la intención negativa en su amiga del alma, porque era su amiga del alma.
De haber sido informado puntualmente Josema de aquel percance con la amiga del alma, se hubiera ratificado en su concepto sobre ella de celosa y, por añadidura, sobre su marido de envidioso, compitiendo a trompicones ambos en su guerra singular por manifestarse el reflejo del otro. Josema les soportaba como amigo consorte, a regañadientes cuando salían con ellos, mordiéndose la lengua en casa cuando venía a cuento sentarse a leer el relato pormenorizado de una trastada que debía afectarles, y sin atreverse a plantar cara a Lita espetándole que su amiga del alma y marido, tal para cual en limitaciones, eran proclives al desinfle y al derrumbe de las opiniones y las iniciativas que no partían de ellos, y a la insidia que pareciera siempre dirigida a terceros.
Dedicado a llevar el proyecto a buen término en su norte, Josema se sacudía los compromisos que pronto, anhelaba, formarían parte de la historia. Así que, por razón de esa causa prioritaria esgrimida en la intimidad, demoraba las reuniones periódicas establecidas entre los matrimonios cuyo origen se remontaba a la época de soltería. Tiempos lejanos y caducos que en lo a él tocante borraba deprisa de la memoria y del hoy inquieto. Postergaba ese fastidio periódico, pero no podía cancelar de un plumazo una relación de tamaño arraigo sin que Lita se hubiese opuesto y en la refriega ardido la mecha de la discordia; a no ser que una premonición en sueños o el vaticinio de un poso de café con leche o el augurio leído en una bola de cristal, advirtieran con suficiente antelación a Lita lo que se le venía encima en el transcurso de la cena programada el sábado en el domicilio conyugal de su amiga del alma.
Un jarro de agua fría con el segundo plato, el principal, la estrella de la velada, cayó en el ánimo distraído de Lita, y de agua hirviente en el alertado de Josema. Sin solución de continuidad, notorio el desagrado y la turbación, diferentes en cada uno de los invitados, llegaron los sermones. La amiga del alma sugería que se dejaran de fábulas de negocios y emprendimientos y siguieran atornillados al empleo fijo; su marido, a la comparsa, versado en ciencia mundana según las ínfulas dispensadas, recomendaba como único cambio de vida aceptable, pese a lo hipotético de su consecución, el ingreso en la nómina de los funcionarios adscritos a la burocracia, sillones mullidos, responsabilidad supervisada, horarios reducidos, salario garantizado, absentismo acordado, bla, bla, bla. Lita estaba sintiendo en su aún lugar de trabajo los efectos del pecado cometido por su amiga del alma al largar de un modo canalla una confidencia —ahora emitía esa valoración al sufrir en vivo el segundo y más directo ataque—, colocándola en la balanza que oscilaba a intervalos imprecisos del vacío al respaldo pasando por la indiferencia en la reducida dimensión laboral. Lita sintió la puya impregnada de resentimiento y cerró los ojos un momento de dolor intenso: no había vuelta atrás ni en lo dicho ni en lo hecho, constató escaldada; todo lo que un día nace un día muere. Sic transit gloria mundi.
Una plétora de disculpas vertió en Josema la pena de Lita. Más valía caer del guindo tarde que nunca. Lo importante para ellos era dar el salto sin mirar atrás. La suerte bendice a los audaces. Josema había indagado un paradero que prometía felicidad con mucho esfuerzo y absoluta predisposición a jugarse el resto. Visitaron aquella oportunidad, llovida del cielo a los valientes, y les cautivó en el acto la estructura de la casona, su acertada ubicación, la finca cultivable aledaña y una vivienda contigua, residencia bastante para los cuatro, liberando habitaciones del edificio principal para los clientes.
Con la venta de su piso en la ciudad, el recurso de los ahorros, el aval de la familia y el préstamo financiero, se obraría el milagro.
Los plazos iban cumpliéndose, la inauguración en la fecha prevista se acercaba. Todo estaba bien encaminado, pero quedaba un cabo suelto. Una cuenta pendiente que Lita dispuso para su ajuste en vísperas de la partida.
Solos ellos dos en el piso casi despejado de muebles esperaban una visita concertada.
Josema: ¿Vendrán?
La amiga del alma y su marido a la cita de reencuentro que lima asperezas.
Lita: Vendrán.
Todo preparado para el estreno. Los dos estaban preparados en los bastidores.
Josema: ¿Se asegurarán por teléfono?
Lita: No sonará el teléfono antes de que lleguen a la puerta.
Josema: Presiento que están al caer.
Puntuales a la conciliación.
Traían en son de paz a la cena una botella de vino y una bandeja de repostería. La amiga del alma y su marido querían mostrarse generosos en esa circunstancia especial. Se prodigarían en besos y abrazos al entrar en el piso para seguir, como de costumbre, con su vida amistosa en la ciudad.
Josema: Les espera una sorpresa.
Lita: Una sorpresa desagradable.
Josema: No se esperan la confirmación de la despedida.
Lita: Una despedida sin retorno.
La hora de la cita sonaba en los relojes de pulsera.
Josema: Oigo una puerta.
Lita: Es la puerta de la calle. Son ellos.
Josema: Han venido.
Lita: Era obligado. Hoy es día de visita.
El timbre de la puerta sonó llenando los huecos dentro y fuera. Silencio de pasos y voces. Incidió en su llamada el timbre segundos después.
Una botella de buen vino a temperatura ambiente y dos copas de cristal fino brindarían en la gala de despedida.
Una tercera llamada nerviosa insistió ante el cerrojo de doble llave y el pasador en el día del velatorio.
La puerta cerrada por defunción.