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Virtea repertorio: Encuestas

Buscaba un empleo con el que pagar la universidad. Ese dinero le serviría para demostrar su independencia y, de paso, conocer las parcelas flexibles del terreno laboral antes de acudir a las puertas de los posibles empleadores en la iniciativa privada solicitando un puesto para el que estaría cualificada al finalizar sus estudios. Quizá, en un futuro que esconde el destino, su espíritu emprendedor se desperezara para orientarla en la senda del trabajo por cuenta propia, pero tal virtualidad, pendiente de un minucioso sondeo sin fechas acotadas, en el presente se circunscribía a una simulación. Una vez introducida en la didáctica del trabajo remunerado, estaría presta a dejarse la piel para satisfacer el contrato.

    Buscó opciones asequibles a su circunstancia de estudiante, seleccionando las menos gravosas para su interés prioritario de aprobar los exámenes. Como a menudo sucede cuando se dan voces, alguien de su entorno le propuso indagar en el ámbito de las encuestas.

    —Mira que pueden ofrecerte. Yo creo que las empresas que elaboran estudios de opinión siempre andan a por nuevos encuestadores.

    —¿Tú crees?

    —Es una idea.

     Lo pensó deprisa.

    —A priori me parece una buena solución para compaginar las dos actividades.

    —Prueba. No tienes nada que perder.

    Aquella sugerencia ciertamente no le haría perder nada.

    Beatriz dirigió su apuesta a la amplitud de oferta en descripción nominal: toma lo que te apetezca y buen provecho. A simple vista había que barajar las cartas de las encuestas de producto, de valoración y electorales; de las muestras de población para un objetivo concreto; de los análisis de mercado clásicos y de los etiquetados por la tecnología; de las consultoras de investigación social y comunicación; y del mastodóntico tentacular Centro de Investigaciones Sociológicas, órgano encuestador sometido a las directrices gubernamentales. El campo de oportunidad era casi tan extenso, o puede que más según la medición a llevar a efecto, como el trabajo de campo que pudieran asignarle.

    —Tú prueba —le animó de nuevo su asesor ocasional.

    —Voy a probar. Las condiciones me favorecen.

    “¿Y dónde me meto?”, se preguntó. Después de recorrer unos tramos de la experiencia se preguntaría: “Dónde me he metido”, frase enfatizada con diferentes signos de puntuación.

    Probó suerte y enseguida le vino rodada una colocación a tiempo parcial en una consultora que trabajaba para el CIS —miel sobre hojuelas para la novata, quién le iba a decir que a la primera de cambio besaría el santo, y quién iba a decirle que solo a base de cambios podría aspirar a proyectarse en la órbita de las encuestas—, aunque no en exclusiva, pero sí con dedicación total realizaba los encargos que le pedían diversas administraciones públicas. Tarea no faltaba a la consultora ni a sus empleados fijos o temporales. Supo al poco de incorporarse y todavía aprendiendo la mecánica del proceso encuestador, que el director del CIS y el de su consultora gozaban de una amistad añeja, y se daba por supuesto que además un vínculo de sociedad por la vía testaférrea; aspecto vinculado a la materia clasificada.

    Matices aparte, Beatriz se vio izada a una plataforma con futuro personal. “Quién sabe”, se dijo, “hasta es posible que haga carrera en el CIS o en sus aledaños. Por qué no”.

    De ilusiones, apariencias y brillos también se vive. Y si esa ilusión es tan ciega como la representación icónica de la justicia, también en la ignorancia el pasar cotidiano es aceptable.

    A medida que superaba las etapas de aprendizaje condicionado y su obediencia se ajustaba dócilmente a los mandamientos de la casa, adquiría en el orden laboral responsabilidad e iniciativa menos supervisadas. Cobraba puntualmente y hacía compatible el estudio y el trabajo. Pregunta viene, respuesta va, Beatriz recogía los frutos, en el número asignado y tal como le llegaban, y al cabo entregaba la cosecha de opiniones en el grado de pureza que los condicionantes toleraban.

    Beatriz aprendió en la tercera fase del proceso de inclusión en nómina, que la clave para permanecer a flote era la de dar la apariencia de legalidad y objetividad al encuestado y a los canales de difusión autorizados que mediatizaban la opinión pública con el beneplácito activo de los patrocinadores y el pasivo de la audiencia.

    Alguien que había superado ese tercer nivel de adaptación al medio, de nombre Clara, le fue asignada para instruirla en lo sucesivo. La dirección estaba contenta con Beatriz, su trabajo era eficiente y no aportaba complicaciones que requirieran de un control adicional para seguir obteniendo el resultado apetecido del empleado y de su tarea.

    Obediente y callada, a Beatriz se le abría un futuro en la casa.

    —¿Cuánto llevas? —le preguntó de sopetón Clara—. Aquí —, indicó con tono de encuestadora profesional adelantándose a la respuesta—, en la consultora.

    Ni que Clara hubiera sido una asaltante operando contra su víctima en mitad de la calle desierta y apagada, amenazándola con un arma habituada a salir de paseo.

    Beatriz llevaba en la consultora un periodo suficiente para manejarse con cierta soltura.

    —Nueve meses. Un parto.

    —¿Has pulsado todas las teclas? —En su línea inquisitiva de saludo a la bisoña en ascenso, Clara iba al grano sin andarse por las ramas.

    Puede que le disgustara el endoso de una compañera que no había pedido ni necesitaba, y que tampoco conocía, ni le interesaba conocer, por el trato; o, sencillamente, es que la impaciente y protestona Clara —que sabía guardar las formas en los niveles superiores para evitar delatarse— profesaba su autoridad por las bravas. Con las preguntas llegan antes las respuestas y con las certidumbres desaparecen las incógnitas.

    Beatriz no la entendió. Las teclas metafóricas se pulsaban para conseguir un beneficio, por ejemplo, para hacerse con una ayuda imprescindible, para recibir el empujón que sacara de un apuro, desgranaba en su cabeza. Pulsando las teclas blanquinegras, y a compás los pedales, el piano emitía música y palabras la máquina de escribir; en el domicilio de sus abuelos se conservaba en buen estado una pesada Underwood de los años cuarenta del siglo XX, con teclado en español. Como no pretendía adivinar el sentido figurado de la pregunta, pensó en ese instante que la examinadora Clara se refería a una solicitud inconclusa en las casillas a rellenar de su formulario.

    —¿En qué términos hablas? —atinó a devolver el envío para que le llegara comprensible.

    Clara se dio por satisfecha con la expresión de sinceridad agobiada. Esa alumna perlada de inocencia no incordiaría a la maestra; detestaba a marisabidillas y redichos.

    —En términos laborales.

    —Ah…

    El mimo de Clara representó con sorna una escena de aturullamiento.

    —Repito en lenguaje coloquial: ¿has trabajado en todas las facetas de la consultora?

    Aún le quedaban técnicas que aprender, confesó quitándose un peso de encima. Era mejor mostrarse humilde que tentar la cólera divina.

    Clara insistió:

    —¿Has pisado la calle? ¿Pegas la oreja al teléfono? ¿Buceas en los archivos? —El interrogatorio de su jefa, extendido a diario, semanal y mensualmente, pretendía, como supo después, enfrentarla a la disyuntiva de lo que Clara, imperativa en su exigencia de posicionamiento —o estás o no estás, o eres o no eres— marcaba en la dirección de avance o la de retroceso; en la primera aunarían sus fuerzas, en la segunda partirían peras—. ¿Te has relacionado directamente con los clientes? ¿Manejas asiduamente la tecnología? ¿Prescribes los métodos? ¿Organizas personalmente tu trabajo?

    En resumen, Beatriz no había pasado de la disciplinada obediencia en periodo de aprendizaje. Cumplía con lo que se le mandaba en tiempo y forma. La letra pequeña no le atañía.

    —Hago lo que se me pide —se defendió visiblemente turbada y no poco molesta—. Me ciño al cuestionario, por supuesto, recojo la información por teléfono y la paso donde corresponde. Ese es mi trabajo. No piso la calle ni me relaciono con el cliente; ni siquiera sé quién está detrás de la investigación. Hago lo que se me pide. ¿Tú no? —espetó hastiada del interrogatorio.

    Sin embargo, la andanada con los pulmones vacíos carecía de firmeza recriminatoria.

    Clara le lanzó otro de sus gestos tajantes.

    —Esto no va de saber lo que opina la gente sobre lo que sea, sino de ofrecer al cliente el resultado que persigue. Según formules la pregunta la respuesta dará el resultado apetecido. Atiende a la diferencia: versión uno, “¿Cree que era necesario adoptar medidas?”; versión dos, “¿La medida adoptada es la idónea?” Más sutilezas: versión uno, “¿Pide la máxima transparencia en la gestión pública?”; versión dos, “¿Puede ser objetivo un comité nombrado por los que han de ser fiscalizados en su gestión de los recursos públicos?”

    —Hay una gran diferencia en las preguntas —admitió Beatriz—. Vamos, que no son las mismas preguntas.

    —Por tanto, no son las mismas respuestas. O sea, la pregunta condiciona la respuesta y las contestaciones al cuestionario con las preguntas redactadas de un modo concreto establecen el resultado previsible de la encuesta. Es un procedimiento tendencioso. Es una manipulación absoluta. ¿Se te ha caído la venda ya?

    Beatriz estaba confundida. La lógica de Clara era inapelable, pero qué le importaban a ella la formulación de las preguntas y la validez de las respuestas. No era de su incumbencia cuestionar la honradez de la mecánica ni la índole del cliente.

    —Me limito… —balbuceó sin terminar la frase.

    ¿Qué podía replicarle? ¿Por qué le contaba esa historia?

    —A cumplir con tu trabajo, sí. Pues tendrás que decidirte por lo correcto, que trae complicaciones, o por lo infame, que te paga la nómina.

    —¿Tengo que decidir entre las complicaciones o el sueldo? Me parece que estás desvariando.

    Días, semanas y meses de un pulso extraño y agotador para Beatriz; la energía de Clara no conocía la reserva. Por una parte deseaba apartar de su lado aquella plaga reincidente, y por otra tendía a una alianza en el diálogo aspirando a desentrañar el significado del proceder capcioso de su jefa que le atraía a su órbita.

    —Yo actúo a mi manera, tengo mi pauta de trabajo y con ella, que no encierra secreto alguno, obtengo un resultado que difiere del oficial, el que se entrega al cliente, y que me sirve para constatar una realidad que es sistemáticamente ocultada y con la intención final de anularla.

    —Yo hago lo que me mandas. ¿Tú no haces lo que te mandan?  

    A Beatriz le volvió a costar entender lo que le proponía, y eso que ahora Clara hacía honor a su nombre.

    —Alma cándida, las dos hacemos lo que nos mandan. Las dos preguntamos al público seleccionado el cuestionario que nos dan y las dos entregamos las respuestas para que sean cocinadas al gusto del cliente; tarea fácil porque las preguntas han precocinado el menú. El resultado no nos compete, nuestra competencia son los ingredientes del guiso.

    Las preguntas del cuestionario —los enganches, los anzuelos, en el argot de los creadores de opinión— orientaban las respuestas y éstas producían el resultado apetecido siquiera por aproximación. Carecía de relevancia para el objetivo principal la fiabilidad de la consulta. El tejemaneje oficializado, hundida su raíz en la práctica admitida, preservaba a la plantilla de empleados de las denuncias por connivencia en la farsa documentada.

    Semanas y meses de observación alrededor e insistencia a cañón tocante, ora cosquillosa ora molesta, decidieron a Beatriz. La curiosidad es un arma que cuando excede su poder de captación desborda irreprimible.

    Clara llevaba tiempo acopiando resultados divergentes a los publicados por los respectivos clientes y difundidos por los medios de comunicación que se hacían eco rutinario, o con alharaca, de los mismos. Se desvelaba contrastándolos y decía, moderadamente ufana, que su insomnio era por una buena causa.

    —Vamos a colaborar en adelante, ¿de acuerdo?

    Beatriz asintió. La aventura pintaba incógnitas que por el momento distaban de envolverla en oscuros presagios.

    —¿Cuál es mi papel?

    —Seguir con lo tuyo. —Nada emocionante visto así—. Tú sigue formulando al público seleccionado las preguntas del cuestionario, pero las respuestas las anotas en otro archivo digital y en otra hoja física, y estos archivos y estas hojas, respectivamente, en otras carpetas digital y física. Y si puedes, vale la pena el esfuerzo, además de preguntar al público seleccionado le preguntas esas cuestiones que te han escrito a personas diversas que no figuran en los censos de los trabajos de campo. Yo lo hago.

    Visto así ya era emocionante.

    —Me pides un estudio de opinión.

    —Para conseguir una muestra sociológica fiable al unir tus preguntas con mis respuestas.

    Las respuestas que obtenía Clara en su trabajo de campo surgían de las preguntas que ella había redactado en el cuestionario.

    —Mis preguntas con tus respuestas —repitió en voz queda Beatriz.

    —Esas preguntas que persiguen un resultado enlazadas a esas respuestas provenientes de un cuestionario distinto que ofrecen una variación notable.

    Un cuestionario autónomo que por su esencia contrapuesta obligaba al departamento de producción de resultados a una cocina exhaustiva y desaforada para casar la supuesta opinión pública con el manifiesto deseo del cliente y en su caso la directriz gubernamental.

    ¡Vaya si eran diferentes las respuestas!

    Clara sonreía.

    —¿Te sorprende?

    Beatriz comparaba atónita los dos trabajos.

    —Impresionante de verdad.

    —Sigamos recomponiendo el panorama.

    Transcurridos unos meses de actividad frenética por duplicado, Clara parecía haber alcanzado su propósito y mandó un receso. O quizá, muy probablemente dedujo Beatriz, era que el entorno de la burbuja hervía con una agitación de casus belli: los cálculos fallidos propagaban el fracaso a extremo de ridículo.

    —¿Nos han descubierto?

    Clara le invitó a comer. Serena, como de costumbre pese a la vehemencia de su carácter, infundía tranquilidad.

    —¿A todos? —Masticando despacio—. Puede. —expresado con indiferencia.

    Beatriz, confusa con esa referencia a vuelapluma, arrugó el semblante.

    —¿A todos? —dejando de masticar—. Yo hablo de ti y de mí, hablo de nosotras.

    —Una flor anuncia la primavera, pero no hace primavera —dijo Clara señalando las copas de vino—. Hay más de dos actores en esta obra, repartidos discretamente por todos los escenarios. —El ruido distrae hasta a quien lo provoca—. Brindemos por todos los actores.

    En la grata sobremesa, Clara poetizó su despedida.

    —Me voy. —Con un leve suspiro se pone fin a la influencia del mundo exterior, ese mundo flotante que apunta en la dirección contraria—. Necesito un cambio de aires, un auténtico cambio, un cambio en toda regla se me hace imprescindible. Hay revelaciones que me esperan y por su impulso me deslizo. —En un viaje a favor del viento que siempre tiene hojas a su disposición, hojas de árboles, hojas de papel escrito, de papel en blanco, de calendario pasado y futuro—. Las hojas son la plasmación de mi trabajo y del viento.

    Beatriz recibió con un brindis el legado de la complicidad. Un inesperado presente de enorme cometido. Un merecimiento abrumador, frágil y profuso.

    —Que me lleve a mí también el viento —pidió desbordada por la suelta del caudal—. No me quedo sola en la habitación cerrada con las preguntas obedientemente parciales de los cuestionarios.

    —Respira del aliento que mueve la vida y ponte en la vía de salida si es lo que deseas. Yo actúo —recordó Clara. El viento propaga el fuego. La memoria de las lecciones aprendidas es el peso más liviano que se carga en la escuela de la vida. Recordaba Clara con plena conciencia que ella fue un ejemplo de lo probable. Todos somos durante un tiempo indefinido el ejemplo de lo posible—. Me propuse saber lo que para mí era esencial y aplicarlo. Me exigí ser una persona libre, sabia y beligerante contra el relativismo y la inercia programada. —Sin miedo a quemarse—. Una persona voluntariamente integrada que está al acecho de las coincidencias.

    Beatriz había sido una coincidencia de las acechadas.

    —¿Este es el día último?

    —Es el primero de los últimos quince días que legalmente avisan de un cese en las funciones —concretó Clara. Los últimos días no son receptivos. No pasan a la misma velocidad que el resto. Su tránsito es desconsiderado, inconmovible a las peticiones. Los últimos días quieren viajar sueltos aspirando a colmar las expectativas, y mueren deprisa por su discrecionalidad. Fenecen consumidos por su desmedida emancipación. Tempus fugit—. El tiempo pasa volando y la ocasión la pintan calva. Es ahora o nunca; las arenas que engañan el suelo son movedizas.

    “Ahora o nunca”, se repitió una embelesada Beatriz.

 

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