De profesión sus memoriales, podía decir en justicia cualquiera de sus allegados si se le preguntaba en una charla distendida por Joaquín Cánovas, persona cordial en el trato, cultivada su formación y distante en las relaciones humanas que dependen de la proximidad física, que daba un valor supremo al aprendizaje continuo, advirtiendo circunspecto de la diferencia entre educar, competencia inherente a la familia, y enseñar, competencia otorgada al Estado surgido de la Nación, si alguien le preguntaba sobre el asunto. La familia era el núcleo de las sociedades pasadas y presentes, declaraban sus estudios históricos; respecto al panorama que depararía el futuro a un siglo vista —expresado en números redondos— guardaba un reflexivo silencio que contenía una duda inmensa.
Identificado por su principal actividad exenta de retribución dineraria, el círculo de afines de Joaquín Cánovas, un investigador de las repeticiones que escriben la historia, se reducía con cada barrido del tiempo, algo natural si junto a su firme propósito aislacionista, para mejor concentrarse en la absorbente tarea, se contemplaba el devenir de los años, la incursión de las enfermedades y los cambios de parecer y domicilio producto de la vida en su primera acepción lexicográfica. Esas novedades de la existencia privada que impedían el retroceder a situaciones precedentes —al menos lo dificultaban en gran medida, a pesar de cierto dispendio en la voluntad por revertir la marcha—, carecían de una correlación precisa en el voluminoso libro de la historia única, aseveraba Joaquín Cánovas, persona de curiosidad innata y sucesivamente promovida inclinada a coleccionar las páginas sueltas —despegadas o pendientes de incorporación— de esa misma historia ora aludida como argumento de autoridad ora denostada en las asambleas manejadas desde la trastienda, con recados en la mochila del correveidile de turno de naturaleza incontrovertible.
Se había cansado de anunciarlo por cuantos medios estaban a su alcance: la historia se repite, la historia vuelve, hay que conocer la historia y no hay que desdeñar ni ignorar su didáctica. Recalcitrante con su maníaca sabiduría en el uso arrebatado de la palabra para advertir de un peligro redivivo dando razón a sus anuncios. Pero ese obsesivo afán transmisor de largo recorrido acababa chocando con el desprecio o el hastío o la resignación del prójimo, o con un acuerdo suscrito entre los antiguos tertulios, suficientemente convencidos y desbordadamente ilustrados que no requería de más importunidad y que, a fuerza de martilleo incrementaba la amargura sin poder alejarse de la onda expansiva. En la apreciación desencantada de Joaquín Cánovas, bien fuera por la nula trascendencia que se le daba al saber lo que nos estábamos jugando o porque aun con la oposición enérgica de los avisados inconformistas lo que iba a suceder era irreprimible —por aquello de los ciclos con los que se entretiene la historia—, nada hacía presagiar un desvío en la trayectoria de colisión prevista.
Más que un asiduo pesquisidor de la fenomenología del proceder humano en los templos del saber, Joaquín Cánovas era un bibliófilo que habitaba en régimen de alquiler y con permiso las bibliotecas privadas y públicas que despertaban su interés; y a guisa de complemento a tales averiguaciones, solicitaba información en las hemerotecas y videotecas abiertas a la utilización de los investigadores titulados. De las instituciones públicas dedicadas al archivo, exposición y préstamo de libros su preferida era la Biblioteca Nacional, embelesado con su prolífico catálogo de originales y rarezas, de sencillas lecciones que alientan el espíritu rústicamente encuadernadas y de complejas demostraciones en pocas o muchas páginas reclamando transferencia con el decoro del maestro paciente; de las privadas, su preferida la tenía en casa.
Aplicado con intensidad a sus lecturas e indagaciones comprobatorias, en disputa con el tiempo restante, varios peldaños por encima de lo esporádico le alertaba la sensación de haber experimentado algo semejante, por supuesto en otro lugar, que le resultaba difícil establecer de un modo fehaciente. La imagen que le acudía de súbito —desde luego impulsada con intención— llenaba la escena en la que se había sumergido, a la par que una deducción con propósito clarificador pugnaba por identificar el momento, la situación y el estado de ánimo que motivaban la confluencia mental. No obstante, entre una imagen y su reflejo mediaban diversos capítulos de la historia única, algunos menguados en sus probabilidades de adquirir la relevancia que un día tuvieron, algunos un tanto adornados en su ubicación expulsora surgían con brío develador. A éstos les dedicaba Joaquín Cánovas, ratón de biblioteca, los cinco sentidos.
La conexión era cierta, a todas luces incuestionable, refrendada por los documentos que obraban en su poder y en el de cualquiera con esa voluntad reveladora.
La InterProg (con las siglas IP o el acrónimo Ipe), Internacional Progresista su denominación protocolaria, había emergido de su intrincada sesión fundacional en la segunda mitad del siglo XVIII como una sociedad oculta, pero notoria, parodiando el juego del escondite, que actuaría fanática, inflexible y porfiada en la exclusiva pretensión de conseguir sus objetivos. La razón estaba en su seno y la verdad en sus manifiestos, proclamaban; el mundo conocería una nueva era prodigiosa bajo su mandato; los poderes terrenales quedarían concentrados en su gobierno de tentáculos visibles e invisibles; impondrían su fe y su ciencia en los foros y desde las tribunas; someterían por los medios imaginables a los indómitos y a los resistentes, castigando con sumo deleite y especial ejemplaridad la disidencia. La Ipe redimiría a la humanidad de sus atávicas creencias y de su servilismo mágico ofreciendo una nueva lista de virtudes inserta en un viejo directorio de obediencias de inexcusable cumplimiento. La Ipe desplegó un insidioso ejército de zapa en el mismo instante de su eclosión. Sin embargo, el anunciado camino de rosas hacia la cumbre interfiriendo en todos los aspectos de la relación social, tropezó con impedimentos de una enjundia nunca sospechada por los fiados administradores de la dicha y el placer. Los antecedentes del marxismo y el anarquismo en el último tercio del siglo XIX, movimientos impetuosos a la greña cainita y fuera de control parental, dieron origen a las secciones soviética y maoísta, de vecinos malavenidos, a cual más atroz en su práctica, causando problemas en la directriz de mando con sus luchas intestinas y purgas sistemáticas y con esa perniciosa tendencia a la hegemonía del vástago rebelde. Tras la caída del muro de Berlín, y por sacudirse los cascotes de un pasado inconveniente, la InterProg cambió su denominación en una solemne y pomposa ceremonia cifrada de recónditos déspotas: de internacional a mundial; la ruina pretérita cimentaba la erección de las columnas futuras a puerta cerrada. Ya era MundiProg (con las siglas MP o el acrónimo Emepe), la Mundial Progresista, habiendo captado las ideas aprovechables de las revoluciones a sangre y fuego, transcritas al lenguaje actual, y habilitadas para un uso inmediato y prolongado los colectores de las diferentes zonas de influencia y diseñadas sus nuevas derivaciones ejecutivas en la burbuja volante de la propaganda.
Joaquín Cánovas escribió en un margen de la hoja de papel: “Por el humo se sabe dónde está el fuego”; y al final de la hoja, sin apenas cabida para una frase lapidaria: “Tirando del hilo se llega al ovillo”. Con los espacios definidos, el abierto, competencia mediática, y el cerrado, jurisdicción de los miembros numerarios, las coincidencias delatoras de identidades y actividades quedaban circunscritas de tal manera que desaparecían a la luz y se iluminaban en la oscuridad; una solución intermitente que eliminaba los yerros del pasado. Suprimidas las coincidencias en la esfera pública, por aquello de guardarse las espaldas, en los espacios abiertos se fraternizaba gratis et amore con las casualidades impredecibles, aquellas exentas de artefacto impulsor reconocible a primera vista y las que disciernen al figurante del protagonista.
Sentado a una mesa abarrotada de libros, cuadernos y hojas escritas con anotaciones rápidas, Joaquín Cánovas desarrollaba la ilación de su tesis casi avergonzado de remarcar la evidencia. “Para qué servirá mi esfuerzo y el de otros”, se preguntaba a ratos. Se obligaba a incidir en los pasos de la historia igual que hacían otros para recuperar la esperanza en la conversión de la distrofia en agudeza. Una obligación que suponía la necesidad de rebelarse humana e intelectualmente contra la imposición del pensamiento único, la corrección política y la perversión del lenguaje, y para afirmarse como esos otros en la utilidad de impartir una pedagogía abatida incesantemente por la furia de los que limitaban el alcance de la investigación con criterio y la historia documentada. Aunque siendo todo lo enunciado motivo para rebelarse contra un sometimiento programado, había que añadir el valor de la iniciativa, el aprecio por la diferencia y la calidad moral del empeño.
Siguiendo el rastro desde la caída del telón de acero —por la efusiva celebración del acontecimiento al menos en medio mundo, era posible creer que se había llegado al final feliz de la historia—, fue un hecho, que pasó demasiado inadvertido, el pronto rescate de los fragmentos dispersados por el alborozo —en ningún caso enterrados o incinerados— para recomponer la estructura masiva con agregados de variada procedencia, encantados de integrarse en un proyecto subvencionado y con horizonte de poder absoluto. La MundiProg, como siempre convencida de su hegemonía sociopolítica y de su inteligencia organizadora para configurar el orden mundial, en secreto característico elaboró su plan de alianza con la naciente Rusia —tutora de las balbucientes repúblicas ex soviéticas— y con la China posrevolucionaria y de sistema dual bajo la dirección sin competencia del partido único. Pagada de sí misma cual marca de origen, la MundiProg puso en funcionamiento su múltiple aparato de propaganda para convencer al mundo libre de que domadas sobre el tablero de juego las dos fieras del viejo y del nuevo socialismo real, el porvenir se avenía disciplinado y manso a su autoridad globalizante y totalitaria. Pero emplear artificios de sofisma y retórica frente a jugadores fulleros, con dilatada experiencia en la trampa y el cartón, es un ejercicio inútil. Así que feneciendo el siglo XX, ahíta su memoria de convulsiones, y alboreando el XXI, confiado su porvenir a la solución tecnológica, mientras la Emepe se frotaba las manos celebrando el éxito de sus acuerdos, en la creencia megalómana del camino despejado hacia sus escalonados objetivos, los tahúres rusos y chinos, cada uno por su lado en apariencia, pergeñaban una sonada irrupción que los transformara de vasallos en amos y a sus patrones, al igual que obraban con sus censados, en esclavos de por vida por muy progresistas que se titularan. El siglo XXI fue enseguida sacudido por esos movimientos de ofensiva que pillaron desprevenida, por soberbia e incrédula, a la reina del baile MundiProg. Para cuando quisieron reaccionar los delegados de la Emepe, al menos para que no los sacaran de sus asientos con cajas destempladas —al viejo estilo revolucionario—, asimilando a duras penas la magnitud del corrimiento, sujetaron a base de promesas y cesiones los muebles cambiados de sitio en el habitáculo de los pactos. De la China comunista salían refuerzos ingentes de peones y mercancías para su expansión colonial; a la par, Rusia trastocaba los planes y el bienestar de aquellos ilusos occidentales con pirateos informáticos devastadores, eliminación metódica y novelesca de los opositores avalados con la habitual tibieza a poniente de su inmensa frontera y reiteradas amenazas de índole múltiple en el tono adecuado para mantener en vilo a los perplejos destinatarios. En un abrir y cerrar de ojos metafórico, el imperio chino se había apoderado de los resortes financieros e industriales del planeta, de la economía de hogares y empresas en términos generales, de los recursos con los que la naturaleza regalaba a los corrompidos y tiránicos gobernantes del calificado como tercer mundo, de estructuras sociales en las que ningún poder democrático se atrevía a interferir y de infraestructuras esenciales para su expansión en territorios de los cinco continentes proclives a la subasta.
Los libros de consulta y el archivo manuscrito en los cuadernos podían explicar una parte del proceso a Joaquín Cánovas; la otra parte, la que correspondía testimoniar a los individuos, a su juicio no estaba publicada con la debida profusión. Le hubiera gustado seguir entreteniéndose —que significa investigar con detenimiento— averiguando las razones primera y última de unos comportamientos obviamente sometidos al engaño y al terror. Puede que bastaran dos o a lo sumo tres preguntas a cada interrogado para satisfacer el ansia de conocimiento. A las respuestas inteligibles se llega antes con las preguntas directas, aseguraba Joaquín Cánovas a sus irreductibles compañeros de fatigas.
El terrorismo de antaño, el practicado desde finales del siglo XIX por los anarquistas y en las postrimerías del XX por marxistas y otros grupúsculos también sicarios del totalitarismo en sus variantes funcionales, se había actualizado en el XXI con la adopción de la táctica guerrillera en los autodenominados movimientos antisistema, de profunda raíz bolchevique, financiados en el vértice de la pirámide por la ingente rentabilidad del narcotráfico y el cobro de comisiones por los servicios prestados a cargo de los potentados del mundo.
Poderoso caballero es don dinero, escribió a desgana en una hoja suelta cortada por su mitad el estudioso del fenómeno destructivo, encendiendo y apagando el flexo de su despacho con morosa distracción; el vaivén de la percepción momentánea en el cruce de la claridad con la oscuridad le ayudaba a pensar en la salida del atolladero.
Desestabilizados en su interior los Estados y los pueblos, todavía resistiendo las naciones cuya fuerza en el contrapeso era más simbólica que patente, infiltrados progresivamente los agentes de la nueva autoridad totalitaria en el organigrama director y en la sala de máquinas de los engreídos guías de la Emepe —cuya arrogancia iluminista, despreciativa y patológica, ignoraba el advenimiento de la oscuridad—, contenida la disidencia en sus mismos cauces de expresión, regulados en la dimensión de una cabina de audiometría, proseguía en máximos históricos el avance de los colonizadores.
De la noche a la mañana, la presuntuosa MundiProg pasó de ser el eje alrededor del cual gira la Tierra a ser una caricatura con el balance puesto en cuestión, arrastrada con soga de ahorcado fuera de su pedestal. El negocio de la compra de voluntades en Occidente cambiaba de dueño y de cotizaciones a la velocidad de la marea roja venida del extremo Oriente continental. La estrepitosa alarma antidesbarajustes —ni siquiera concebidos en pesadillas— estrenaba su aviso tardíamente, confundiendo a los otrora dispensadores de hedonismo popular, pillados a contrapié por su desaforada seguridad de poder tecnológico y mediático. Ya que el dominio sobre los individuos y sus actos se les venía abajo, los más pragmáticos —es decir, los menos inconscientes ante el declive y la previsible zozobra— se decidieron por la opción del reparto. Y para que fuera en lo posible una negociación equitativa, inter pares y de salvar la cara —que traducido a la dura realidad significa de lo perdido saca lo que puedas—, los rectores de la MundiProg la disolvieron, oficiando un réquiem apresurado, y acto seguido se constituyeron en junta de plutócratas, con sede, por supuesto, en el californiano Valle del Silicio (Silicon Valley) —hay cosas que no admiten modificación—, y delegaciones en las costas atlántica y pacífica de los Estados Unidos de Norteamérica, la city londinense y en el núcleo fundacional de la Comisión Europea. Este movimiento de respuesta ideado por los plutócratas de la progresía para tender puentes con el comunismo chino arrollador —si no puedes con tu enemigo proponle una alianza de la que sacar tajada a dúo, en teoría de pillos—, que los miraban sarcásticos en plena marcha expansiva, tiene por nombre continuador de las glorias pasadas PlutocProg, y carece de siglas o acrónimo al ser una denominación meramente indicativa de lo sabido que procura obviarse en los títulos de crédito. El pacto de no agresión entre cresos, como han sucedido todos los pactos homónimos en la historia, firmado entre acuerdos de reparto echados al vuelo y rostros telegénicos, era papel mojado para el kremlin prosoviético, que andaba a la zaga en la fotografía pero en vanguardia del jaqueo institucional en Occidente, y quedaría en agua de borrajas en cuanto su utilidad perjudicara los intereses del imperio comunista asiático.
Los asociados en la PlutocProg se afanaron en consolidar sus capturas de datos personales a través de las redes sociales, instrumento de orientación y control de masas en boga y sin rival, en gestionar el comercio electrónico, la difusión de noticias, mensajes e informaciones, los contenidos multimedia, las plataformas audiovisuales y en canalizar los estímulos impulsados con la propaganda y los reclamos de oferta forzando la demanda. Los plenipotenciarios chinos contemplaron impasibles el enroque de los plutócratas del progresismo, teniendo ellos en su recinto blindado las riendas planetarias de la economía y la industria. Jamás se había conocido un negocio tan redondo como el conseguido en unas décadas por los comunistas chinos herederos del aniquilador maoísmo: importación de cerebros, fábricas, materias primas, componentes electrónicos, mecánicas y cadenas de montaje para su ejército obrero y exportación de productos esenciales para abastecer a los habitantes del mundo de las carencias autopropulsadas. El trueque de precios bajos a cambio de producción exclusiva —yo te doy graciosamente para que tú me entregues los encargos a precio barato y dejes de enviarme carne de cañón— resultó el peor acuerdo de la historia para la sofisticada petulancia de Occidente y su frívolo estilo de vida.
Joaquín Cánovas cerró suavemente los libros y los cuadernos, devolviéndolos con mimo a sus estantes y cajones. Concluida la encomienda que se había impuesto, la de mostrar lo palmario a una sociedad ofuscada por las realidades paralelas, se le aligeraba el peso de la obligación pendiente; ya podía dedicarse a otros menesteres en la misma línea gratificante del espíritu, en la misma línea reivindicadora de la elección personal: la que da sentido a la vida.
El sentido de la vida, proclamaba el estudioso de la historia pura. Había elegido denunciar con su legado la relación de la causa al efecto.
El nuevo orden mundial del hombre nuevo en la teoría marxista era una filfa; como también lo era el proyecto controlador del gran hermano en el mundo feliz del Occidente tecnológico, del Occidente moldeador de posverdades, del Occidente constructor del pensamiento único y de la voluntad subrogada a lo que venga confiando siempre en obtener beneficios sectarios; falacias, en definitiva, rebasadas por un acto contundente que requirió de ensayos progresivos hasta lograr el resultado propuesto. Nadie en Occidente, el primer mundo, el espacio de las marañas progresistas, sospechaba remotamente de un ataque vírico a escala mundial con la vigilancia severa que los organismos pertinentes ejercían sobre los atrabiliarios grupos con esa idea en la boca o en la recámara. Pero la ceguera no es un freno y el virus mortal llegó en sucesivas oleadas, y en uno de los transportes exprés con origen en la China comunista se implantó en la vida cotidiana como un chip de identificación en las mascotas. Las instrucciones de la nueva e irrevocable autoridad planetaria estaban escritas en caracteres perfectamente comprensibles para todos los públicos, y así se dictó el bando: la esclavitud como forma de vida social, el partido único como forma de gobierno y la supresión del ámbito privado en sus vertientes distintivas de libertad y propiedad.
Jaque mate, partida finalizada, el final trágico de la historia. Ante el hecho consumado, un notorio gestor de la PlutocProg, comisionado para la redacción del tratado de fraternidad entre las autoridades salientes y entrantes, profetizó que en el futuro —un tiempo venidero que en realidad ya había empezado a cursar— la gente, es decir, la humanidad, no tendría nada, porque nada le haría falta con el suministro organizado por los amos, y sería feliz con su servidumbre al poder absoluto y con su residencia carcelaria, ajena a los horizontes y a las expectativas, ignorante de cualquier elección, anulado el raciocinio, predispuesta a la obediencia de ir, hacer y decir lo que se le mandara, harto satisfecha con la existencia adjudicada del nacimiento a la muerte.