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Virtea repertorio: El miedo de los rostros a los rastros

Un pliego de cordel lee, en el justo tono de la composición, la voz de un autor con miles de nombres en su identidad, situado en el medio de todos los oídos que con sus respectivas miradas, cuerpos y espíritus, con la afinidad por bandera y el aplauso en son de premio, asisten en calidad de espectadores imaginativos a la composición del retablo cuyo título define mejor que las ilustraciones al protagonista, y de paso a los necesarios actores secundarios, figurantes y tramoyistas, de la breve historia que ahora se cuenta. Que cada cual emita su libre parecer después sobre este retablo presidencial que ahora empieza.

El déspota tiene miedo: a qué teme, de quién tiene miedo. El miedo sacude como un escalofrío: a qué tiene miedo, a quién teme el déspota.

    Crepúsculo en la fortaleza llamada El Coto. Otro día vencido, otra jornada superada. Un escuadrón de espectros galopa repasando la burbuja defensiva del levante apagado al poniente oscurecido, de las lindes a la marisma, de meridión a septentrión. Aunque habitual, el estrépito de la fuerza disuasoria interrumpe el descanso, el acecho o la vigilia de los heterogéneos pobladores de la región castigada con tanto alboroto.

    “Por aquí nada”.

    “Nada por allá”.

    Anunciaron los vigilantes.

(Pausa dramática)

El miedo es obstinado.

    Un miedo enfermizo que desbanca al que generan las encuestas desfavorables —la cocina a punto, los cocineros al tajo, para cambiar el color del panorama a los ojos exorbitados del psicópata—, al que suscita la prensa independiente —ese anecdotario frívolo, alucinado y montaraz difundido por los comunicadores al margen de los estudios de opinión en nómina—, a la intransigente conciencia —esa incógnita feérica vestida de tul y con varita destellando que persiste en su cometido desmitificador.

    A qué teme, a quién tiene miedo el opresor.

    “Por aquí nadie”.

    “Nadie por allá”.

    Alrededor no se vislumbra ni se columbra una sospecha sólida, líquida o gaseosa, aseguran los celadores del complejo presidencial.

    “Nada hay por lo que preocuparse”.

    La unidad más vigorosa, mejor retribuida y pertrechada del ejército sectario, la flamante Brigada Quitamiedos, envidia de las fuerzas y cuerpos de seguridad, ha sido desplegada en círculos concéntricos de amplitud progresiva y celo exponencial con todos sus efectivos en armas para la prevención nocturna y diurna. Los mandos de los serviles quitamiedos han sido condecorados en premio a pasadas (suprimidas de la memoria oficial y otros registros) y futuras (incorporadas a la memoria oficial y otros registros) acciones de paz terrena, de paz acuática, de paz atmosférica, de paz ecuménica, de paz material e inmaterial. El Coto —la satrapía— es zona fiable para el déspota, familia despótica, informadores acuñados en el despotismo y cortejo bullanguero despótico.

    Apostados en desniveles artificiales, una sucesión de barreras fortificadas, miras y bocas indagan por la tranquilidad del déspota diseminando esencia de ansiolítico perfumado a la jara con trazas de almizcle y envoltorio de fortuna oracular; un suspiro confortador, un reconfortante para el ánimo impreciso en época de tribulaciones.

    «Todo a resguardo».

    «Sin inclemencias de mención».

    El complejo presidencial se ha engalanado para una fiesta nocturna, las vanidades compiten a la sombra del megalómano ataviado con los oropeles importados en maletas de ancho y largo viaje, los cocineros trajinan en sus dominios elaborando aquellas exquisiteces que disipan al consumirlas el frenesí de los temores y funestos presagios. Los exclusivos invitados, puntual y colectivamente transportados, miembros numerarios del club más distinguido en las alturas del poder, hojean los periódicos seleccionados, sintonizan los canales de televisión y las emisoras de radio escogidos por la comandancia censora o revisan las páginas electrónicas minuciosamente elegidas en la red: un compendio de adecuados entretenimientos mientras, y con un surtido de picoteos, se aguarda el advenimiento de la autoridad suprema y su báculo articulado. Los asesores se confunden entre los invitados y vigilan.

    “Ruta despejada”.

(Pausa dramática)

El miedo es sigiloso.

    A qué tiene miedo, a quién teme el sátrapa.

    “Atención…”

    Parecen escucharse murmullos originados en la inexistencia detectada. Pudiera ser una apreciación errónea fruto venenoso de las habladurías en la periferia del complejo presidencial; chácharas, hablillas, infiltradas en El Coto y en El Coto esparcidasa causa de la acumulación de efectivos en guardia y custodia permanente. El jefe de seguridad —que cobra un sueldo exagerado, acorde en la desmesura a la paranoia del protegido— corre a verificar la definición de los ruidos y sonidos captados.

    «Exactamente eso: ruidos y sonidos».

    «Ruidos y sonidos habituales».

    Una neblina cosquillosa, danzante de siete velos, siluetea las inmediaciones de la cautela con trazo reconocible. A lo lejos, siempre a una distancia de prudencia, rebasado el tercer perímetro de seguridad, los moradores e invitados de la fortaleza conversan en sordina —para no alentar suspicacias que llevan aparejada la reprimenda y la salida con cajas destempladas del paraíso— sobre la humana magnitud del miedo, ese inefable compañero al que se le aplican variadas cirugías para desactivarlo.

    Por imperativo paranoide delirante, el festejo prosigue bajo el manto protector de las mil capas de los Guardianes de la Liga Ventajista, sección presidencial de asalto y cierre; las viandas exquisitas circulan en todas direcciones y los caldos de añadas fecundas, reservas de mucho abolengo, insuflan ánimo a los de por sí enfervorizados seguidores de la doctrina impuesta, sustancialmente remunerados. Loas y parabienes al déspota excluyente y visionario, brindis por la nueva era revolucionaria y el viejo orden extremista, por turnos restallan los parlamentos encomiosos y más felicitaciones con denominador común. Jabón y lustre entrada la madrugada.

    Desde los celadores oteros de El Coto la niebla de poso frío y amargo se difumina al igual que esos perversos augures obstinados en infundir temores y recelos, sembrando la discordia en el paraíso: son palabras con marchamo de garantía pronunciadas por la voz autorizada del Servicio Pretoriano de Asistencia Ejecutiva.

    «En calma y sereno».

(Pausa dramática)

El miedo es incisivo.

    A qué teme, a quién tiene miedo el opresor.

    ¿Quién dijo miedo? Al déspota, henchido de carisma, nimbado de vapores, le rebosa la confianza, le sostiene el gabinete de su presidencia.

    No se conoce, ni se espera, un mesías tan arropado en el mundo a remodelar. Los corifeos anuncian el éxito de la gestión implacable.

    «A salvo».

    «A cubierto».

    Los cantos de sirena, por su parte y en armonía, también las augustas libaciones, espolean la conquista del anhelado territorio salvaje, el sometimiento de las tribus bárbaras en sus reductos a demoler y enterrar. El poder en un puño contempla el déspota; el planeta decididamente posado en la palma de su mano. Gira que te gira sumiso complaciendo al amo de los destinos.

    Los cantos de sirena, se sabe de antiguo por las crónicas legadas, subyugan, embelesan, atontan. El déspota, todavía vinculado a la especie humana por el mapa genético, por vitolas de añil sofocado, por tonalidades verdegay acentuadas en el sufijo, por la rojez de las infecciones, pero amarrado flojo y en trance de levitación sugestionada —hechizado por la insistencia palaciega uno al final se cree lo que quiere creer—, echado en brazos de la audacia se desentiende de la sensata advertencia de una voz lírica:

    “Que las rondas no son buenas, que hacen daño…”

    Un edecán favorito presidencial, que tiene por oficio regalar los oídos de quien lo ha colocado en la esfera del poder, anima a su jefe para que salude a cuantos le aclaman en la explanada de los vítores y lluvia de pétalos. Sugiere este consejero experto a su jefe, en nombre propio y del resto, que se dé un baño de multitudes en el estanque de Narciso en justa correspondencia a las aclamaciones que recibe de la grey inspirada, la quintaesencia del mundo exterior.

    Ignorando arrogante y desdeñoso la advertencia de una voz lírica:

    “… que dan penas y se acaba por llorar.”

    Acompañado por una faja de ceñidores hercúleos y un pelotón armado de servidores al dictado, el déspota recorre la alfombra roja que sólo pisan los astros recitando una milonga que le sopla el apuntador.

(Pausa dramática)

El miedo acusa.

    A qué tiene miedo, a quién teme el sátrapa.

    Al cabo, ya iniciada la travesía gloriosa, precedido de una euforia alienante, flanqueado por una coreografía harto ensayada, seguido de un vacío abisal, contra el déspota se desata un viento silbador reacio a la pleitesía imperante; un ventarrón de dardo certero y con la memoria en ristre. Trae un mensaje que entregará a su destinatario cuando desbroce el camino. Ante el difuso horizonte de ensoñación recreada, la neblina proyecta las secuencias íntegras en imágenes y sonidos rechazadas, censuradas, omitidas de la programación pública. Truculenta intromisión en la aciaga madrugada.

    “¿De qué va esta parodia?, ¿qué sarcasmo me embiste?, ¿por dónde se ha colado el mal aire?”, pregunta al tropel de consejeros y asesores, de ministros y directores y colaboradores y secretarios la paranoia del psicópata.

    El presidente ha echado un pulso al paisaje, pero nadie del consejo dice lo que piensa por aquello de salvar cargo y emolumento. Silencio y ojo avizor.

    Los consejeros y asesores, los ministros y directores y colaboradores y secretarios, envueltos en sombra hacen mutis por el foro.

    A solas entonces el fatuo despótico con una corriente heladora, sensación de profundo calado, teme su repentino desamparo y clama en demanda de auxilio al cordón de infantería premiosa y vociferante que arrastra hilachas de vestidura rasgada al desplazarse en la dirección del viento a favor.

    La algarabía troca al siguiente parpadeo en silencio delator.

    “¡Malditas ratas de alcantarilla!”, lamenta el opresor ahora desnudo de protección.

    No obstante el apuro terrible, apretado contra su ego, espalda con espalda, el déspota busca el calor que le niega la velada al aire libre. “¿Y ese olor?”, inquiere a su soledad paranoide: huele a monte quemado, apesta a vertido residual, hiede a cadáver falseado en la muerte.

    La niebla pertinaz encubre una confusión ululando la tragedia: pasen y vean la película sin cortes, no se pierdan los títulos de crédito, disfruten del espectáculo los reunidos en torno a la pira sacrificial.

    El sátrapa izado en su delirio a un pedestal resquebrajado, cuenta la mentira de sus logros sociales al páramo de su auditorio. Pero no llegan los aplausos ni los vítores a rendir pleitesía a la deidad vacilante.

    Qué falta de respeto al prócer del encaje progresivo, de la utopía progresista y de la salvaguarda progresada en el cubículo alcanzado.

    Son abucheos, increpaciones y exigencias de reparación lo que de improviso afluye por los tentáculos de la cobertura pactada con los subvencionados comunicadores, con las saciadas organizaciones de entretenimientos morbosos, con las distribuidoras de contenidos hipnóticos y somníferos.

    “¿Dónde, pues, está el problema si no hay problema; dónde el asidero de la reclamación si las necesidades registradas en la agenda de gobierno están satisfechas por decreto; dónde el proceso judicial si tampoco hay caso pese a la cascada de indicios racionales, las confesiones y el almanaque probatorio; dónde las contradicciones y cambios de rumbo si el viaje responde a las circunstancias?” Pregunta con cara de inocente, con expresión ingenua, con el físico corcovado y el alma ausente, la retórica a la defensiva, a la desesperada, a tontas y a locas la pregunta cuádruple. Por no admitirse otras preguntas de otras voces.

    El déspota exprime turbado sobre el escenario, vacilante el gesto, menguada la figura, deformado el aspecto, el relato de una ficción.

    —Yo soy…

    Una tras otra las víctimas de su sectarismo y la ideología subyacente cobran vida, se presentan y desmienten, culpan, e increpando al autor de sus desdichas confiesan una verdad inconveniente.

    —Yo soy…

    Capítulo a capítulo en progresión cronológica, de vertido a derrumbe y apagón, gentes y lugares introducidos en el complejo presidencial, la fortaleza, El Coto, muestran la puerta de salida, el camino del adiós.

    Ruge el viento electoral.

(Pausa dramática)

El miedo encoge.

    Dado el cariz que toman los acontecimientos, la protección se ha esfumado y con ella el sosiego que hasta una mueca risueña antes abrazaba, y la espumosa caricia de la lisonja y el placer oleoso del baño servil.

    El déspota, quién te ha visto y quién te ve, muda en guiñapo asustado, en criatura inválida llorosa de cuerpo tembloroso y sentidos atrofiados. ¡Quién te adulará el día después!

    Cubierto de luto El Coto, todo de repente vuelto a oscuras, la neblina vengadora humedece el suelo para favorecer un paso en falso del arrastrado y sucio, del inerme y alelado, del cobarde y mendaz venido a menos, muy a menos, tan a menos, tan deleznable y rehusado como la inmundicia —cuán inesperados son algunos giros de la vida—, como el malvado que o pena vagando, expulsado del paraíso, o pena recluso, purgando entre rejas de penitenciaría.

    El déspota abandonado reclama el socorro de su guardia, de su ejecutiva, de su gobierno, de sus voceros, de sus propagandistas, de los sicarios que olfatean el despido por escasez de recursos en las maletas viajeras y las cuentas opacas.

    —Soy…

    Pero nadie de los citados a comparecer rinde obediencia al ídolo caído.

    “Tonto el último en escapar del hundimiento”.

    Es de suponer que vendrán mejores tiempos para los que se salven de la quema.

    “Nuevas oportunidades vendrán a los bien posicionados”.

    La historia es cíclica y débil la memoria enferma, inoculada de olvido.

    “Tal día hará un año y si te conocí no me acuerdo.”  

    Esto es lo que sucede al término de la fiesta.

(Pausa dramática)

El miedo es invencible.

    A qué teme, a quién tiene miedo el opresor.

    Una patrulla vigilante experta en contingencias y desvaríos en servicio de emergencia alrededor del complejo presidencial, una vez avisada acude a tironear del enfangado y conducirlo al refugio por la puerta de atrás, ciegos, sordos, mudos y profusamente condecorados sus componentes.

    Aquí no ha pasado nada.

    El diagnosticado psicópata paranoico tiene la cabeza febril, la garganta reseca y ardiente y la tensión por las nubes. Qué cosas pasan allá fuera. Parecía todo tranquilo, tan domeñado a la medida de la paranoia del psicópata.

    No te puedes fiar de nadie, ni de los próximos ni de los remotos; ni de los vivos ni de los muertos. El manso, ya puesto en vereda para apuntillarlo, resulta que cornea, corre y brama su noticia.

    ¡Qué fiasco!

    El déspota tirita asustado, tiene pánico, tiene sed de extraviado, tiene sueño de cabeza debajo del ala; la sed y el sueño curan con rapidez si el remedio está a mano. El miedo carece de cura si el remedio desapareció por el albañal hacia el escondrijo de los cobardes oportunistas.

    El coro lírico, con unas rociadas de ironía que escuecen como la sarna, entona el estribillo: “Que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan penas y se acaba por llorar”.

    Abotagado en el confín del adiós, el déspota reducido a una caricatura grotesca inquiere a su caletre, la última compañía del naufragio, para que lo ratifique en el olimpo, lugar de parlamentos altisonantes, y en el edén, lugar de solaces.

    —Yo soy el elegido, ¿verdad?

    “Tú eres el elegido”.

(Pausa festiva. Hay que ver cómo son esos periodistas de investigación, esos jueces instructores, esos fiscalizadores espontáneos navegando con las redes echadas)

El autor con miles de nombres en su identidad, tras esa pausa reidora entre sones de campana horaria, epiloga su intervención ante la multitud alegre que le aclama con una frase lapidaria pronunciada en tono jovial:

    —Es el elegido para la gloria del sacrificio. Amén.

 

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