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Virtea repertorio: El provechoso servilismo de la autocensura

La lluvia que había caído con ganas a lo largo de varias horas, sembrando el caos y la prisa en la circulación de peatones y vehículos, en una de sus acciones positivas, difícilmente aceptada en el sujeto pasivo si no media el amor o la poesía, dejó el ambiente público olorizado a colada y un rato con siseo y percusión de agua desvaneciéndose en el ruido que iba recobrando su insípida normalidad. Unas sensaciones de reinado efímero, más breves que una pretensión de felicidad, eran bien acogidas por los seres capaces de reconocer la diferencia sonora.

    Gabriela distinguía ese contraste, que en cierto modo acudía en su ayuda, mientras trataba de explicarse por enésima vez otra diferencia: la que hay entre disputar con un fantasma o con el silencio, rivales ambos de mucha entidad y persistencia. Respecto al fantasma, la sugerencia cabal era la de hacerse a la idea; en cuanto al silencio, la recomendación sensata era escucharlo. Luego, apartada de las obsesiones, podría interpretar las opciones elegidas.

    Por las calles húmedas, de asfalto encharcado, imbornales atragantados, alcorques rebosando y aceras deslizantes poco acostumbradas a esos remojos, camino del hotel llevaba las manos en los bolsillos de la gabardina —hizo caso a las previsiones meteorológicas—, su amplio bolso en bandolera y las gafas hincadas al caballete de la nariz. Le acompañaba en el paseo de retirada —sin ella haberlo solicitado— un aspirante a medrar en el arte de gesto nervioso, bordeando la excitación impaciente, y quejoso de hambre.

    Estaba famélico, anunció, motivo por el cual podían ir a comer algo y seguir con su interesante conversación.

    Una conversación que sostenía él, o sea un parloteo de ocurrencias traídas al vuelo, y a Gabriela no le parecía interesante abundar en aquel monólogo insípido. Se excusó de continuar la senda emprendida aduciendo que era tarde para ella, necesitada de unas horas de sueño profundo antes de que su tren saliera de la estación puntualmente a las nueve de la mañana. ¿No tenía hambre?, quiso compartir esa necesidad aferrándose a una propuesta de mínimos. Gabriela le respondió, administrando condescendiente su desaire, que había picado de todas las bandejas ofrecidas en la galería, suficiente para saciar el apetito y esperar al desayuno.

    No se dio por vencido el aspirante a introducirse por alguna trampilla en el mercado del arte; a su alcance estaba aquella noche una llave, al menos una opinión de peso que si era favorable y la publicitaba serviría de palanca y lo demás ya iría llegando. Gabriela andaba lejos de postularse como adalid de una biografía impresa en una hoja con dos fotos, una del pintor, la otra de su obra más caracterizada, y seis líneas que apenas cuentan para una evaluación seria.

    Procurando mantener el equilibrio entre el deseo y la compostura de quien sabe que va a perder más que ganar si tira demasiado, el aspirante moderó su ímpetu juvenil y casi en un susurro le propuso acercarse al Bardian, que venía de camino, un lugar de artistas frecuentado por diversas tendencias en convivencia armoniosa, de visita obligada para todas las personas relacionadas con el arte.

    En honor a la verdad, Gabriela estaba despejada, no le acuciaba la fatiga del trasiego, quizá por el influjo de la lluvia —encasquetado el gorro impermeable para proteger gafas y cabello de un repentino aguacero o del calabobos residual que asimismo acaba empapando—, y le apetecía seguir despierta un rato en el Bardian aunque tuviera que escuchar las sugerencias del aspirante para mejorar las promociones de la vanguardia artística.

    Retrocedamos unos minutos antes de proseguir la narración. Jacobo Valbuena y Gabriela Liaño se habían cruzado en el vestíbulo de la galería, tal vez por casualidad, cuando a eso de las veintidós horas, finalizado su trabajo, ella se despedía del acto y alguno de los protagonistas. Jacobo Valbuena, uno de esos protagonistas, aireaba el prospecto de la muestra conjunta gallardeando de su participación; a Gabriela ese irrumpir enfático le evocó a un diletante con el programa de mano de un poema sinfónico más que la presencia de un pintor en la jornada de su oportunidad buscada. Apurando la agenda con la galerista María Vences, una recensión privada de lo vivido y el avance de los siguientes compromisos, Gabriela entonces únicamente deseaba volver a guardar su equipaje viajero en la maleta y relajarse en la habitación del hotel Embajador con baño caliente incluido. El encuentro lo provocó Jacobo Valbuena, después se lo dijo a Gabriela, confiando en que ella le aceptara esa apostilla laboral.

    El hotel Embajador erigía su arquitectura clásica, esplendorosa en un pasado reciente que las paletadas del progreso por encargo suprimía de las imágenes destacadas en los recorridos turísticos, situado a distancia equivalente de la Galería Vences, del Bardian y de la estación de ferrocarril.

    Manoseando el folleto publicitario, ora plegado en dos partes ora enrollado, mientras aguardaba inquieto, como era él, la aceptación de su propuesta, Jacobo Valbuena se declaraba fascinado por la sinopsis; una técnica de artista que facilitaba la comprensión de lo importante en su definición. Como Gabriela aún no daba su brazo a torcer, Jacobo Valbuena siguió perorando a pie quieto en mitad de la acera: no hay que confundir al personaje con el ser ni al suicidio con la muerte, dijo viniera o no a cuento, añadiendo que aquella fecha de cundidora inspiración que fenecía en un ambiente húmedo de calle, sometido a la prueba comercial, tan deseada como temida, de la que conocería el resultado más adelante, se le había revelado la trascendencia del compendio y la autocensura.

    A un paso del desvelo, con el interés en creciente por la última palabra escuchada, Gabriela abandonó la idea de la excusa definitiva. Aceptó meterse en el Bardian —el bar del trotamundos veterano y polifacético Diego Ángel— hasta la hora inicial de las brujas, sin prórroga.

Jacobo Valbuena era un joven pintor cotizable, su talento real probablemente se aproximaba al que le había adjudicado la galerista María Vences al presentarlo con dos cuadros por ella seleccionados a la muestra de vanguardias. En la elección de la obra convino Gabriela llegado su turno de examen —a veces basta con un botón—, pues ambos lienzos sostenían un nivel artístico prometedor.

    Tal valoración la imaginaba Jacobo Valbuena y colegía al igual que sus jueces que su inspiración nacía distante, belicosa y embarullada cual mar de volutas. Y aunque fuera excesivamente anticipado y hasta perjudicial para su carrera, que veía trazada por delante de su natural ambición, ya calculaba el momento en el que debería regalar un cuadro de trazos fulminantes a una institución o a un particular marchante de opciones y futuros: su tarjeta de visita y un pago a la correspondencia del hoy por ti, mañana por mí.

    ¿Se equivocaba con la estrategia?

    Preguntó a Gabriela si creía que su plan inversor era un mero ardid de uso habitual y no siempre convenientemente recompensado.

    La observación de Gabriela, divertida con la franqueza mordaz del aspirante a vivir de su obra, mezcla de pasión y raciocinio, se dirigió hacia el conjunto de los críticos de arte, indicándole que puestos a repartir futuro, sorteando la trampa del cohecho, no descuidara al gremio de los juzgadores.

    La cosmogonía del debutante no lo contemplaba en la medida de una acción favorable, correría riesgos innecesarios a cambio de algo que no pretendía. El comienzo había sido prometedor, imaginaba ardoroso, y quería seguir en esa línea de independencia.

    También con riesgo, le recordó Gabriela; la independencia en cualquiera de los periodos del artista es un arma de doble filo: o cortas o te corta, o exige que nunca cedas un ápice o te exige sin soltar la presa. Complicada decisión si quien tiene que tomarla recapacita sopesando los pros y los contras evidentes.

    Nada complicada para él, replicó vehemente, muy seguro del terreno que iba a pisar en cuanto levantaran las barreras.

    Aludía a Gabriela. Ella era su principal opción de aval porque sabía que le gustaba la originalidad de su obra, la expuesta y la pospuesta para mejor ocasión que pudo estudiar en privado, el desafío intelectual que plasmaba y el valor implícito del argumento pictórico. Lo sabía porque Gabriela se lo dijo a María Vences y alguien, que pululaba cerca de ellas sin mediar soborno, se lo transmitió a él.

    Con ese antecedente obsequio de los hados solicitó de Gabriela una crítica veraz por escrito, un texto promocional ilustrado con la elección de su gusto. A su gusto exclusivo, recalcó.

    Jacobo Valbuena fue conciso.

    Gabriela le pidió que profundizara en el asunto de la autocensura. Sinceridad por sinceridad, prometió.

Conocedora por intuición y tropiezos de las fluctuaciones en las que se desenvuelve un negocio provocado, la galerista María Vences apostaba por los artistas que adquieren una fama súbita y compensan la inversión en ese mismo plazo. Aparentemente en el extremo opuesto, Gabriela Liaño prefería valorar el trabajo realizado por el artista, en ciernes, desde el comienzo de su trayectoria hasta el anuncio de la exposición y luego hasta la fecha de muestra pública. Con esta determinación ajena al lucro inmediato, Gabriela alternaba el papel del espectador ducho o lego en la materia, simple y llano curioso de novedades, antes que la postura de un visitante ocasional que reconoce talento si la obra le conmueve o de un asiduo a los actos de revelación acordada. También en ella decidía el instinto.

El Bardian era un colector de intimidades arracimadas y como su propietario indiferente a los prejuicios. Diego Ángel Felices, llamado Dian, creador y gerente del espacio, había perdido la fama de artista itinerante al volverse sedentario principalmente a causa de los años vividos con mucho trajín y los achaques a cuestas —no hay forma humana de omitir a esos parásitos—, y ganado unas cuantas estrellas en la guía de sus clientes. Dian acertó al cambiar de artes. Al entrar en el Bardian por el motivo que sea —sólo hay un acceso para el público en general—, la primera vez como quien estrena una vivienda o la enésima por el placer de estar y sentir, y tras inspeccionar lo que es una incitación a descubrir lo posible y lo imposible, hormiguea el deseo de rellenar los huecos que existen a propósito. Pero es una impresión distorsionada en el neófito y extravagante en el parroquiano. El Bardian estaba sutilmente completo, olía a rescoldo de aventura portentosa y sonaba a gorjeo y arroyo de líquido esencial. Su cocina era naturalmente sencilla, modestamente deliciosa al paladar agraciado con las selectas materias primas y de una originalidad hogareña: “el mercado manda”, “veamos que nos depara la despensa”, “improvisemos”.

    Gabriela Liaño y Diego Ángel Felices se profesaban un afecto remansado, de viejos amigos que coinciden en los tránsitos, compañeros de experiencia crítica y algún vuelo por los cielos del mundo. Jacobo Valbuena era un aprendiz en territorio de maestros; sus ínfulas, lógicas en un aspirante, iban por derroteros de introducción.

Jacobo Valbuena habló sin rodeos de sí mismo, de la proyección que daba a su obra, de las perspectivas favorables que merecía un estilo definido y personal —personalmente definido—, del miedo a un fracaso inducido por enfrentarse a las tendencias, y de las dudas que propiciaba el ir contracorriente no sólo en su concepción del arte; aprovechando el tiempo que le fue otorgado enumeró sus logros y sus fines encadenándolos sin recato hipócrita.

    Gabriela le aflojó metafóricamente la soga de la prisa anudada al cuello. La calidad de la velada intercedía en favor de alargar el plazo estipulado. Acomódate y respira, vino a decirle. Y quería meter baza, porque con las preguntas directas e intencionadas llegarían antes las respuestas que más le interesaban; no en vano una conversación requería al menos de dos voces.

El Bardian lucía magnífico en su generosidad con los sentidos clásicos —los cinco primordiales que se aprendían en las clases de ciencias y el sexto innato o asimilado a base de sacudidas—. Después de unos meses ausente, Gabriela lo apreciaba en todo su esplendor, y lo agradecía como se agradece la permanencia de lo satisfactorio. Presumía Dian de lo simplemente bello en cuanto aborreció la fealdad y la degeneración y se puso a rodar con la belleza intemporal. Ya había bastante obscenidad y degradación en torno, fomentadas por estamentos directores en muchos casos, como para alardear de ellas día y noche por el mero hecho de integrarse en un paisaje modelado con disonancias y sacar partido de esa adhesión egoísta.

    La fealdad y la degeneración en el Bardian ni siquiera eran notas discordantes.

Contrapuesta a la viveza del habla, la imagen de Jacobo Valbuena reproducía el estatismo de quien ha entregado su destino a la sentencia inapelable del juez. Había logrado captar la atención, por insistencia, de una personalidad en la crítica de arte, y ahora su obligación, para no desaprovechar el momento —que quizá no volviera a repetirse con esa privacidad y esa predisposición—, era la de atraerla a una dimensión esférica de acceso limitado para enseñarle su realidad, la que nadie conocía plasmada en lienzos. Y que Gabriela descorriera las cortinas. Ella podía evitar que por necesidad mercantil fuera arrastrado al círculo, que tuviera que sumarse al círculo para remar conjuntamente en la dirección única como un miembro pasivo del clan mefistofélico que por no disentir consigue plaza de marioneta a sueldo. El círculo le provocaba arcadas, pero el quedar fuera de la nómina de artistas le restaba energía combativa. Un dilema traído de casa a esa velada que caminaba a su fin.

    Denodado, Jacobo Valbuena se lanzó al vacío. Si le acompañaba la diosa fortuna —seudónimo entonces de Gabriela Liaño— su efusión habría valido la pena; en caso contrario, si su anhelo se hubiera estrellado contra la roca Tarpeya, quedaría hundido en el fangal del círculo, si era admitido, para hacer bulto generoso con el papel de las cuotas, por supuesto con una obra diferente, muy diferente, absolutamente diferente, a la que enseñó a Gabriela en fotografías tomadas con su cámara. Una rebelión en imágenes para el examen de una mirada crítica.

    El círculo era una mala solución para un dilema inaceptable.

    Así prefería manifestarse en su pintura, dijo orgulloso a Gabriela pasando ansiosamente las imágenes.

Los dos cuadros elegidos para la exposición de vanguardistas noveles en la galería de María Vences colocaban a Jacobo Valbuena en la linde del que está, por una razón a la que no se atiende, pero no es y se nota, y si desaparece del cartel no habrá lágrimas que añoren a la anécdota inadvertida; adiós al toque exótico en el carácter homogéneo de la muestra, una pequeña, ínfima, retrospectiva sobre la vanidad del perdedor.

    Gabriela repasó todos y cada uno de los cuadros en fotografía, despacio, concentrada, pendiente de las sensaciones que le iban inspirando. Finalizada la sesión cogió el prospecto con las seis líneas biográficas y las dos obras intercaladas, Danza de pies ligeros y Aves de cuello largo, le buscó los ojos y asintió con leve movimiento de cabeza.

    Había visionado un catálogo de arte bello.

    Aquel momento, en hora cercana a la medianoche, el artista bisoño adquirió conciencia de su valía beligerante y, en alas del eco que vibraba fuerte, precipitó su incorporación a las filas del simbolismo reactivo.

    La crítica estuvo de acuerdo.

    Ciencia y arte se confabularon para desagradar al régimen. Pero Gabriela cortó entonces la velada pese al ruego del artista entusiasmado; a la mañana siguiente acudiría al estudio de Jacobo Valbuena para la exploración presencial de su obra. Después subiría al tren con toda la información.

Gabriela Liaño dedicó su desvelo a Dian Felices, el cuadro de dos amigos sentados a la mesa tranquila de la evocación corriendo una aventura al margen de la historia.

    Jacobo Valbuena se despidió de ellos contento e impaciente por ver la luz del alba y el ojo crítico de su reválida; el cuadro de la telaraña rota.

 

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