Los boletines meteorológicos de los canales de noticias integrados en la red de consignas, al comienzo de cada estación del año pronostican un clima más seco y cálido sobre la parcela terráquea de su competencia informativa. Indefectible la prognosis recitada cual letanía y asimismo el rictus doliente de esos locutores a cargo de la mala nueva, su parco mensaje de revelación apocalíptica memorizado a fuerza de repeticiones aisladas del contexto científico, con un decorado de perspectiva sombría en funciones de telón visual para los recalcitrantes opuestos a la versión oficializada. Leída la nota global, el sedicente pasaba a otro asunto mudando de aspecto.
El dictamen trimestral de otoño, invierno, primavera y verano, publicitado en tono luctuoso por las emisoras suscritas al observatorio de la fe climática, confirmaba punto por punto el vaticinio, achacando a los gobiernos de las democracias liberales —las únicas democracias reales homologadas por el Estado de Derecho—su alta cuota de responsabilidad en el desastre inminente por dejación y por egoísmo, ignorando los vertidos contaminantes a la atmósfera, los terrenos y las aguas de los gobiernos totalitarios asentados en la órbita socialista y el tercer mundo y los gobiernos de esos llamados países emergentes. En las cumbres del clima pomposamente organizadas, totalitarios, emergentes y vinculados al círculo doctrinario del progresismo dispensan a diestro y siniestro sus cortes de mangas a las recomendaciones y denuncias del otro lado, por lo general, todo hay que decirlo, tenues como la difusa luz del amanecer y el crepúsculo y condenadas al fracaso. La conclusión principal de estas cumbres es la de culpar de los males ambientales al monstruo consumista de Occidente por sus raíces y ramificaciones capitalistas. Sentencia firme: hasta la próxima en algún lugar exclusivo al que únicamente el dinero y la influencia permite el acceso.
Este galimatías respecto a la culpa y las soluciones proclamado con la oratoria solemne de un fedatario a unos aburre, a otros alienta para convocar movilizaciones y al resto no involucrado en las apuestas deja a la temperatura ambiente. Las repeticiones machaconas con la señal de catástrofe en el calendario acaban por cansar y luego descreer a los espectadores críticos, porque de repente caen chuzos de punta, porque a menudo, por no decir siempre, tras el anuncio de fuentes secas la riada se lleva los puentes y los vendavales los techos, muros y árboles.
Sirva lo anterior para dar paso a lo siguiente, no sin antes dejar constancia de la metáfora que escribe en un relato docenas y cientos y miles de experiencias cotidianas, de las cuales no pocas surgen, como si tal cosa, de un comentario sobre el tiempo atmosférico, tema recurrente donde los haya para iniciar o despedir el cruce de dos o más vidas racionales, y por ello supuestamente inteligentes, supuestamente valiosas. La del tiempo atmosférico es una metáfora de comprensión asequible al público en general.
Y ahora cuente la historia su metáfora y también su moraleja.
Un invierno que será recordado por lo tragicómico que le sucedió a un vecino, puso de manifiesto a los testigos del episodio la conveniencia de tener el criterio avizor en vez de enajenado, que demasiada fe en la sapiencia del prójimo oracular acarrea perjuicios de calado, además de choteos y en el mejor de los casos jocundas a modo de sambenito a costa de un infortunado seguidismo.
El protagonista, suponemos involuntario, pues no consta en registro alguno que le rondara la idea del suicidio ni la vanagloria del mártir, del episodio invernal tragicómico tenía su filiación legal y un cartel de persona sin complicaciones, vulgar por lo corriente, ni pleitos de los que tengas y ganes. Ocultando su identidad por respeto a él y a sus abochornados deudos, y porque a nadie más que a los afectados importa quién era el temerario y lo que equivocadamente hizo, le llamaremos Seguidor, con mayúscula inicial como si ese fuera realmente su nombre y no sólo su atinado calificativo.
Aquel invierno se reivindicaba ante la amenaza de extinción anunciada por los agentes mediáticos del clima. Y eso que era tan invierno como cada invierno allá donde llega y pernocta el invierno los meses de rigor; un invierno portavoz de invierno proclamando a los desmemoriados su poder ancestral. Pese a la evidencia, hubo quien no lo creyó esgrimiendo dos razones fundamentales: su resistencia natural al frío y, lo decisivo, aquella unanimidad de comunicados meteorológicos en la televisión, en la radio, en los periódicos impresos y en los digitales. En verdad, la resistencia al frío de Seguidor estaba tan comprobada como su fe ciega en la información meteorológica suministrada a través de pantallas y receptores. Una resistencia al frío acompasada por una exagerada debilidad al calor. Por ejemplo, sin ir más atrás, el verano pasado dio muestras de perder comba en la clasificación de estíos calurosos del siglo —desde que se toman mediciones—; sin embargo, apretando la canícula lo justo, Seguidor boqueaba falto de aire, en trance de asfixia, al estilo agonizante —que daba apuro verlo— de un forzado a las calderas de Pedro Botero. Por el contrario, en su piel desnuda no hacía mella el helor del bajo cero al menos mientras le hervía la sangre encendida por su convicción a ultranza.
Iniciado marzo, un mes que para la meteorología es de primavera y para la ciencia astronómica es de invierno hasta que Piscis cede la presidencia del cielo a Aries, la crudeza del frío obligaba a conservar puesta la ropa de abrigo.
Seguidor iba por la calle en mangas de camisa y al menor contacto de un rayo solar se arremangaba.
—No te juegues la vida que la perderás por cabezota.
Las alusiones a su monomanía le importaban un bledo. Había escuchado a los medios de comunicación de masas la advertencia de la sequedad y calidez de ese invierno. No le cabía duda de tal certeza.
—No te creas todo lo que nos cuentan, alma cándida.
Seguidor no era una lumbrera ni un dechado de perspicacia, pero tampoco era un farsante de los que trafican con los sentimientos ni un lerdo al que se embauca con unas cuentas de colores. Simple y llanamente Seguidor era un crédulo del oficialismo amplificado al que no hacía falta subvencionar para que engrosara la nómina de propagandistas.
—Haz caso a la gente de campo. Ellos sí que saben.
Seguidor aducía en su defensa la prédica de la mañana a la noche ejercitada por comunicadores, políticos, científicos telegénicos y demás portavoces del bienestar social administrado.
—Oye, ¿a ti que te dice el pálpito?
—¿Qué te cuenta la sesera cuando te pilla a solas?
Si hubiera contradicción entre idea y acto le ocasionaría inestabilidad emocional y por ende un conflicto anímico de los que producen insomnio. Al parecer, Seguidor dormía a pierna suelta y andaba de acuerdo con su caletre.
—Me haría gracia si no me diera pena.
Era caluroso por naturaleza. No obstante, con calor o con frío reinante, consumía a diario un humeante carajillo de anís —un perfumado— en el bar que frecuentaba al finalizar su jornada laboral como empleado de mantenimiento. Exageraba sus pasiones, sin atentar al decoro, eso sí, y la lealtad al que manda a distancia con gran aparato.
—Lo de creer a pie juntillas lo que dice según quien perjudica la salud.
Las chanzas y las puyas caían en saco roto: ándeme yo caliente y ríase la gente, quizá espetara Seguidor a boca cerrada y puño prieto.
Con la boca cerrada y los puños prietos se mantiene el calor que roba la temperatura gélida.
—Abrígate, que pega fuerte.
Él sentía una temperatura de primavera avanzada. Enfático aseguraba que la calidez del ambiente le vestía el cuerpo.
—¿Se lo cree? —dudaban algunos, los conocidos y desconocidos.
—Se lo cree —certificaban la familia y allegados con rasgos pesarosos o divertidos.
Seguidor se lo creía sin amago de duda. Ninguna influencia oral o visual del prójimo, ninguna arremetida del viento, la lluvia y la niebla, ninguna impresión de escarcha, nieve o hielo en la campiña y el asfalto, en las aceras, vehículos y tejados, afectaba su conducta, su irreprimible deseo de sentir ciertas las profecías de la autoridad climática mundial. Ese supuesto frío que atacaba a los incrédulos enardeciéndoles la nariz, las orejas y los dedos, a él, en posesión de la verdad, ni le inmutaba. Ese hipotético frío que se cernía burlando las doctas previsiones oficiales era producto de la imaginación y de la superchería retrógrada.
—¿Qué dijo anoche el parte meteorológico?
Seguidor respondía por elevación y con finta, con el discurso grabado, a remedo del vividor de la política que acusaba la incomodidad de una pregunta concreta.
—Este invierno es el más cálido y seco de la historia, dicen los que saben. ¿Acaso no está claro…?
Estuvo en un tris de cerrar la frase con la puntualización “como el día”, pero se mordió los labios porque el día, mirase por donde se mirara, transitaba cubierto de nubes en la banda oscura de su gama de grises y destilaba un frío mordaz.
—Échate una pelliza hasta que pase la ola polar o te hará dormir el sueño eterno. Eso sí está claro.
A Seguidor no había quien lo sacara de sus trece. La versión oficial era sagrada. Por más que pretendieron disuadirle de su obcecación, tan divertidos como preocupados, nadie doblegaba su terquedad de apóstol. Lo curioso, quizá lo más sorprendente de cuanto concernía al empecinamiento de Seguidor, era que en las tertulias o en los comentarios de pasada nunca enarboló una bandera de ideología, no hablaba de la jornada deportiva o del siguiente partido en disputa por el campeonato ni polemizaba, siquiera por meter baza en un debate improvisado, con los cotilleos, miserias, dimes, diretes y manifiestos que cada ámbito social divulgaba por separado. Lo suyo era informar las veinticuatro horas del tiempo meteorológico en un plano abstracto y futurista.
—Seco y caluroso, muy seco y muy caluroso, extremadamente seco y extremadamente caluroso. Dicho por los que saben: ya no hay inviernos, se ha acabado el frío. Y como nunca más tendremos frío la ropa de abrigo sobra.
—Más sitio en el armario, según tú.
—Sitio para ropa de verano y sábanas y una colcha ligera, con eso nos apañamos según tú.
Condescendiente, aunque reprobador y pedagógico, alguien le advirtió del peligro de congelación acechante.
—Estos presupuestos de gabinete climatizado no rigen donde vivimos, aquí y en otros lugares que guarda la memoria no entroncan con la versión oficial; aquí, te digo yo que soy hijo y nieto de esta tierra, hace un frío que pela cuando le dan carrete; los inviernos son tradicionalmente fríos por estos pagos, unas veces más y otras menos, pero siempre son inviernos y fríos con independencia de su duración e intensidad.
Inasequible a la racionalidad, quizá porque la transmitían sus obtusos vecinos, Seguidor, en mangas de camisa bajo la niebla heladora, agrietados los labios por el frío, amoratadas las orejas y con sabañones en los dedos, denunciaba el sesgo calorífico en la dimensión medioambiental.
—Como en primavera estamos, y en dos días como en verano.
Seguidor no entendía, ni daba un ápice por entender, que una cosa es el poder creciente del Sol, la innegable y notoria influencia de la actividad solar, su irrefrenable dilatación que en aproximadamente cuatro mil millones de años aniquilará toda vida en la Tierra y, aproximadamente, mil millones de años después con su adiós dramático provocará la destrucción consecutiva de los planetas de su sistema, que otra cosa es la infectiva actividad humana diseminada en diferente cuantía en territorios específicos localizables en los atlas geográficos, y otra muy distinta que en otoño y en invierno cuando el Sol pugna con adversarios de raigambre el frío haya pasado a la historia de la conveniente utilidad.
—¿Y el vaho que expeles por la boca es brisa tropical?
Intentos baldíos. El imperio comunicativo de los plutócratas superaba con creces a la pura y dura realidad. Seguidor rechazaba la contumacia insumisa de los rudimentarios habitantes de la parcela compartida. Se sacudía con aspavientos las réplicas contra su fe incondicional, aunque los ejemplos que se le ponían delante para ilustrar la incongruencia de las afirmaciones devastadoras fueran lógicos y científicos.
—¿Qué respondes a eso?
Seguidor fruncía el ceño, calaba las manos en los bolsillos, resoplaba y mascullaba imprecando contra la climatología rebelde y los indóciles a los extendidos postulados. Lejos aún de tirar la toalla, los presuntamente ofendidos, conscientes de la perturbación, invocaban al resto de cordura que permanece activo antes del último aliento.
—¡Si los perros, los gatos, los gorriones, las ovejas y los patos tiemblan al verte tan desamparado de vestido!
Seguidor se hartaba de los reproches de aquellos seres primarios incapaces de apreciar el cambio a seco y caluroso preconizado por los agentes del regulador climático mundial, abanderados del progresismo salvador. Acalorados el rostro y la voz huía en el clímax de la refriega, con la camisa remangada y abierta por el pecho, lamentando que su magisterio no contribuyera al progreso comunitario.
—¡Tápate que arrecia!, le gritaban los flojos viéndole congestionado desafiar la inclemencia.
—Esa tos, esos mocos, esos lagrimones.
Poco tardó en advenir lo previsible. Seguidor ponía cara risueña al mal tiempo con la mirada fija en un porvenir cálido, o más: sofocante. Fue la suya una expresión apacible, sosegada, casi perdida, puede que feliz en su circunstancia. Es posible que al final, sin poderlo convencer de la inconveniencia de la difusión mediática, del invocado cambio climático desde poderosos oráculos con intereses múltiples y beneficios contantes y sonantes, el incauto Seguidor hubiera comprendido que no hay tozudez ni convencimiento ni exposición retadora que prevalezca frente a la sentencia ancestral del invierno, la primavera demorada y el otoño precipitado, ignorada en comandita por los voceros de la oficialidad asaz retribuida.
Sea como fuere, Seguidor partió absuelto de sus pecados en busca de un clima apto para acelerados creyentes de la nueva era. Entre los asistentes a la despedida, impasible, el frío.
Por si acaso y en aras a la reconciliación en el más allá, el cuerpo presente de Seguidor iba bien abrigado.