Era consciente de que le sometían a una vigilancia implacable por orden gubernativa; era plenamente consciente de que le aplicaban una opresión escupiendo bilis en el cogote hasta que le pudieran echar el guante por cualquier método de la praxis autocrática sin levantar una abrumadora sospecha.
Cuando sabes a lo que te expones y estás advertido del peligro, cuando te has convertido en una atracción sugestiva a la que no puede dejarse de observar y tu misterio agigantado por la vigilancia genera un escudo de inviolabilidad estable, remite la sensación de que ese riesgo se consume de repente en un atentado, en una detención, en una cacería que ha de terminar con la presa abatida en vez de una acechanza que concluirá al resolver la incógnita del beneficio que aporta la captura. Al tanto de lo cernido sobre él, la ventaja del factor sorpresa estaba de su parte.
La vigilancia de sus movimientos había empezado meses atrás. El responsable del control diario asignó el cometido a unas sombras obligadas a informar de cada movimiento con sus horas, minutos y detalles, de cada novedad surgida de la variabilidad imprevista, de cada intercambio de palabras, miradas o gestos en el curso de las guardias. Estas sombras procuran carecer de cuerpo, escondiendo su fisonomía de una identificación perjudicial llegado el caso.
También sabe eso el vigilado.
Calado con un antifaz sanitario moldeado en el pico de un frailecillo, recorrió ligero el primer tramo de la jornada. Sólo él conocía ese inicio de su ruta, así a diario, cuestión irrelevante para los demás implicados esperando su momento de encuentro en los lugares convenidos y una franja horaria estipulada por el sentido de la anticipación. Aunque llevaba reloj apenas lo consultaba, y aún menos utilidad le daba a la cartera de mano —disponía de dos, una de color gris y otra de color verde—, sin asa ni bandolera, cuyo peso liviano y su apariencia lectiva acompañaba los tránsitos cotidianos.
La mascarilla de tela inmunizada protegía de los virus letales adueñados del ambiente en secuencias programadas. La otra función de la mascarilla opaca de frontal dilatado impedía la lectura de los mensajes orales.
El kilómetro cero de la jornada lo recibió temprano y concurrido. La gente alrededor de aquel individuo llegado como tantos circulaba con prisa, ensimismado cada uno de los transeúntes en el repaso a la película de su vida.
Desde allí, en mitad del mundo inmediato, podía ir directamente a dos lugares; y después, enlazando las vías de comunicación y los medios de transporte, a varios más cumpliendo las etapas de su misión. El kilómetro cero aleatorio solía ser el mejor punto de partida para perderse en la vorágine ciudadana.
Hoy, un día cualquiera en apariencia, por algún motivo que no refleja su rostro cubierto ni su mirada incógnita, demora sensiblemente su decisión.
Paciencia en los distribuidos vigilantes, reclutados entre un personal adepto.
Quizá el de hoy era el día clave, el que cerraba el círculo, el que por fin acabaría con la incertidumbre. El de hoy, tal vez, era ese día magnífico que gracias a un descuido de naturaleza humana o un error insoslayable elimina de la agenda persecutoria una inquietud honda.
Calma y redoblada cautela en la tarea de vigilancia.
Hubiese podido contar al menos tres pares de ojos posados en él con un simple giro del cuello; eran figuras de animación parca soportando las inclemencias atmosféricas, el cansino discurrir del tiempo y las aglomeraciones periódicas que distorsionan el campo visual. Lo peor de la vigilancia es perder el objetivo por un estorbo ocasional, por la fatiga acumulada, por un mal disimulo o por aventurar el interceptador un desplazamiento en la dirección equivocada; y que tal pérdida sea definitiva.
Volvió al estudio de su ruta considerando los desvíos. Tenían la utilidad de los comodines, pues cada desvío, tomado precisamente, ofrecía una alternativa ora diferente ora complementaria en el desarrollo del itinerario. Con el concurso improvisado de los desvíos, el número de ubicaciones geográficas se multiplicaba y con ellas la precipitada ambulación para los retenes de vigilancia. Consideró en segunda instancia como elemento favorable para el despiste el tráfico de vehículos y peatones. Los flujos de la marea suponen al espectador de paisajes la contemplación de un espectáculo hipnótico al aire libre: una invitación a mirar y pensar una suerte de imaginación que abstrae del efímero presente. Abracadabra, por arte de la niebla mágica lo que era ha dejado de ser. Por último, evaluó la posibilidad de adoptar en marcha una identidad camuflada: podía elegir al azar entre cientos de supuestos emisarios a pie que incrementaran la perturbación de los vigilantes. Sólo tenía que acercarse al elegido, dedicarle unas palabras desvirtuadas por la máscara que nadie leería en su sentido literal y desviarse. El viandante anónimo serviría de comodín.
Es una idea cautivadora la de actuar como señuelo para obligar a incurrir en una trampa a los vigilantes.
Alguien desconocido y fuera del reticulado control externo le llevaría adelante o atrás, en diagonal o por la tangente. Esa persona anónima tan corriente como él mismo, tan desapercibida en su pasar callejero hasta entonces a los que fijan su prioridad en la pieza señalada por los estrategas, ese peatón discreto en un mar de introversiones sería un reclamo ingenuo al que seguir de cerca fingiendo una alianza; representaría un nuevo desconcierto en el campo de las sombras, sería un nexo renovado en los cruces que la inventiva persecutoria establece formal en el dietario de la vigilancia.
Era una modificación extravagante en su rutinario proceder que podía dar mucho juego en poco tiempo, exactamente durante el plazo que le dedicara tranquilamente a su altura sabiendo que los paréntesis voluntarios nunca demoran las grandes iniciativas, al contrario, incluso las afianzan al liberar por un rato el pensamiento de sus cadenas.
Los paseantes de mascotas propias aumentan su perspectiva vital y la incubación de sus proyectos esos momentos de asueto tasado —salvo los días festivos y los periodos vacacionales— para el ser dependiente y acostumbrado.
Salvando el puente de la racionalidad que diferencia, teóricamente, al humano del animal, su elegido tiraría de él un tramo de la ruta por el archipiélago urbano. Distraídamente guiado por el lazarillo, calcularía placenteramente el siguiente movimiento de una partida que se tornaba apasionante pese a lo reiterada.
“Cada día tiene su afán”, se dijo. De principio a fin cada jornada es un original muy preciado.
Se pondría a disposición de un guía, elegido al azar, para que le condujera a un paraje intermedio, a una especie de punto ciego, azuzando más si cabe las suspicacias de los harto amoscados secuaces del comisariado prog; llevaban los vigilantes por turnos en ese arduo trabajo una eternidad, deseando en comandita echar el guante al andarín remedo de burlador y pasar a la ejecución de otros espionajes al cerco, liquidados en un santiamén, e inculpadoras delaciones en el órgano pertinente con la sentencia aparejada: el celebrado recuerdo de la práctica chequista.
“Venga”, se dijo zigzagueando en la parcela de ciudad atestada de ojos.
Elegiría un número, una cifra resultante de sumar los dígitos de una fecha, por ejemplo la de nacimiento o la suma de los emprendimientos que destilan enseñanza o, simplificando, elegiría su número favorito desde que recordaba haberse pronunciado al respecto. Era el nueve.
De cero a nueve no se repetían los números y sumaban diez candidatos a la preferencia del elector; el dorsal de las estrellas se rotulaba con el sobresaliente número diez. Pero el suyo era el nueve, un número que a su entender denotaba agilidad e improvisación para sortear los obstáculos.
“El nueve”, canturreó extrayendo la bolita premiada.
Rascándose la nariz por encima de la tela, empezó el conteo a partir de una mujer que le rebasó a paso de carga, y lo finalizó con otra mujer que caminaba mirando a los lados, inmersa en un sosiego peculiar, a la temprana hora de las ocho un miércoles de noviembre en el año que cumpliría su quincuagésimo cumpleaños.
El seguimiento a la mujer vestida con ropa de abrigo de tonalidades oscuras que caminaba despacio, pero no con la lentitud sacrificada de un penitente en Semana Santa, comenzó a tres o cuatro metros. La mayoría de las personas dentro de su campo visual vestían ropa de abrigo de colores oscuros, y él no era la nota discordante. Decidió llamar con el nombre de su número a esa mujer que lo llevaba a ojos vista donde ella iba. Nueve: un nombre directo y cómplice, con letra mayúscula inicial.
“Te sigo, Nueve”.
La seguía sin la obsesión que ciñe a un vigilante, ampliando poco a poco la distancia entre ambos, como quien pretende excusándose negar una certeza. La elección de Nueve quería significar un viaje entretenido a uno de los confines del ocio.
“A tu huella me prendo, Nueve”.
¿Sólo un pasatiempo a la luz del Sol reproducía el seguimiento que fue advertido y denunciado por los vigilantes? ¿Un viaje accidental por las vías urbanas, un esparcimiento entre comidas u obligaciones era toda la pretensión de aquel individuo a quien vigilaba con ahínco la vanguardia incriminadora?
El comisariado prog —en lo sucesivo cepe— negaba la evidencia. A otro perro con ese hueso. Sin embargo, los vigilantes la acogieron unánimes, y ellos, aunque subordinados y de luces cortas, macerados en el empirismo de repetición algo cualitativo podían reportar.
El informe conjunto remitido al cepe sostenía que el vigilado, el emisor de noticias perniciosas, el causante de tales desvelos, seguía a un peatón anónimo tan parecido a cualquier otro peatón que en un despiste se volatiliza en el marasmo del tráfico.
Bastaban unos metros de distancia involuntaria a esa hora punta en el poblado centro de la capital para que la partida de astucia dejara de jugarse. “Atajo de cretinos”, espetó el cepe. ¿Cómo era posible colar una parodia infantil a su depurada red de espionaje? El cepe vomitó su desazón a los peones ordenados: nadie debía abandonar su puesto ni el relevo en la vigilancia. Los excitaba en el celo imprescindible distintivo del vigilante falto de indulgencia, condición sine qua non para revalidar el suculento cargo.
Lo de suculento hacía una referencia futura a empleos apetecibles de mayor retribución y comodidad, un incentivo para los apelotonados en el escalafón. Pero antes de cobrar la recompensa había que rendir cuentas; la espuela del amo en los ijares de la servidumbre devolvía al duro suelo a los levitantes en la blandura celestial. Un trabajo deficiente equivalía a repetir el procedimiento hasta lograr la concordancia a nivel probatorio básico de insinuación —soplo, alusión, seña— y su derivada —materia de reportaje, muestra comprometedora— mecha para la campaña de fuegos artificiales, clarín de anuncio para el espectáculo gratuito y multitudinario de acoso y derribo.
Los vigilantes debían redoblar esfuerzos para acotar las itinerancias del funámbulo. E incluirían en la acechanza a Nueve mientras fuera sospechosa de complicidad sin perderla de vista un segundo.
¿Dónde habían visto a Nueve por última vez?
La habían visto en la misma posición que la primera vez: delante del vigilado, a tres o cuatro metros por delante y mirando los escaparates, las vallas publicitarias, las paradas de los transportes rodados y los rótulos de actividades profesionales con acceso por la calle.
¿Dónde estaba ahora, delante o detrás?
Nueve vestía tan parecido a muchos que al despistarse unos segundos atendiendo la voz del cepe le habían perdido.
Enseguida la encontraron. Andaba con soltura por delante, libre de peso. Era ella… o, ¡vaya chasco!, un calco de Nueve que daba el pego. Los vigilantes bufaron su desespero al frío aire matutino. Nueve se les había volatilizado en sus torpes narices. La reprensión iba a ser de órdago. “¿Seguro que Nueve ya no era Nueve?”, se preguntaron los vigilantes respirando el aliento de la reprimenda si se habían despistado en comandita, cosa que, paradójicamente, alguna vez ocurre a novatos y veteranos en el calor de la vigilancia, o alguien de armas tomar y no un vulgar mensajero idealista, que gastaba su tiempo difundiendo proclamas perseguibles de oficio por la justicia del pueblo, estaba jugando con ellos al gato y el ratón.
Si detenido por la imputación de los vigilantes le interrogara el cepe, le diría con las facciones sinceras que su plan, por llamarlo así, era seguir a Nueve, y no revelaría que Nueve a eso de las ocho horas quince minutos había desaparecido. La primera Nueve había sido engullida por decenas de semejantes con prisa.
Los vigilantes no podían confirmar el paradero de Nueve. Pero tenían localizado y a tiro de salto a su objetivo prioritario.
La prioridad en cada momento no la marcaban los vigilantes, sino la autoridad competente que era del cepe ordenando reproducir el itinerario a la mitad de sus efectivos entre las ocho y las ocho y quince, y a la otra mitad impuso un castigo memorístico para que descubriera un pormenor que atara los malditos cabos sueltos ese cuarto de hora.
No le había costado seguirla, tampoco le supuso un gran esfuerzo permanecer confundido como si fuera otro bosquejo de peatón habituado a vadear la corriente con su idea fija en la cabeza.
Aquende el horizonte se avecinaba la primera disyuntiva tras la elección del guía.
Llegados a la divisoria que se notaba a las claras frecuentaba Nueve, ella optó por la ruta A.
Un mapa mural de consulta señalaba con una flecha, proporcionalmente grande al plano, la bifurcación de caminos.
La ruta A difiere de la B en su trazado sinuoso y en la oferta de servicios, además, naturalmente, de trasladar al usuario a un destino geográficamente opuesto. La ruta A, que recoge un caudal humano superior a su homóloga inscrita en el censo de alternativas viales con la letra B, dificulta la vigilancia estática, pero facilita el seguimiento con sus revueltas y pendientes.
Había pasado, minuto arriba o abajo, un cuarto de hora desde el punto de contacto con Nueve hasta la bifurcación, tiempo suficiente para que operando la magia una persona desaparezca absorbida por los ramales. Una o más personas insignificantes, como Nueve, perdidas de la faz de la tierra. Una cantidad notoria de personas evaporadas en un ambiente denso propiciado por la hechicería salvífica de los hados.
Frente a él oscilaba la afluencia de gente y la luminosidad de la mañana en la divisoria.
Debían de ser tomadas en consideración las posibilidades remotas, incluso las inverosímiles. La sección vigilante del cepe no iba a permitir una fuga en sus narices y a plena luz. ¡Era impensable que hubiera sucedido lo que estaba ocurriendo! A pesar de que la realidad es tozuda y bromista en su versión pesada cuando se despierta con ganas de amargar la jornada al más pintado.
Lo cierto es que la hipótesis de la desaparición múltiple en la divisoria de caminos asomaba en la misma mesa donde quedaba desplegado un mapa de operaciones. Delineantes apremiados a resolver el enigma del vigilado díscolo, comenzaron a definir la viabilidad de las dos trayectorias en la superficie cuadriculada; luego y a marcha forzada, llegó el turno de las conjeturas y los descartes.
Vista la obra pericial de urgencia en un plano oblicuo diríase surgida del caos o el delirio, aunque no hubo atrevimiento en la jerarquía a insinuarlo. Recorriendo con los ojos las líneas de trayectoria posible desde la bifurcación atacaba el vértigo.
Lamentaba hondamente el cepe la ausencia de un confidente en las entrañas del laberinto. Mascullando imprecaciones, la voz del cepe espoleaba para recibir una explicación lógica y sencilla de los asesores, una vez excluidos los esbirros de esa tarea clarificadora. Absortos en el análisis del mapa, los aludidos bosquejaban una suposición.
El más audaz de los asesores colectivizados por la gracia del adjudicador de títulos y prebendas, o quizá temerario, o el menos resistente al aliento siniestro, se apartó cautamente del mapa y a una distancia de brazo extendido señaló la bifurcación entre las rutas A y B. Pero su gesto no era preciso sino ambiguo, pues no indicaba taxativamente ni una ni la otra.
¿La ruta B?
El dedo índice osciló hacia la concreción.
¿La ruta A?
La cinta transportadora de la sinuosa y amena ruta A, con sus frecuentes andenes, los rótulos informativos y la abundante cartelería publicitaria, con el sonido comercial y los avisos acústicos de las paradas y los enlaces.
La ruta A.
Descartada la ruta B que dibuja una montaña rusa sin apartarse notablemente de la línea recta en todo su trayecto ni alcanzar su grado de emoción. La cinta transportadora de la línea B cuenta menos andenes, inferior en número de rótulos y cartelería que la línea A y un sonido estrictamente acorde con el cometido de desplazamiento entre dos puntos.
La ruta A, entonces.
En virtud del asesoramiento, se aceptó el transbordo del vigilado a la ruta A como probabilidad máxima.
La revisión de las cámaras de vigilancia en funcionamiento desde el punto de partida a la bifurcación y las diseminadas en los ángulos elevados de la plataforma requería minuciosidad; por tal motivo y el acucio de la prisa, la versión que aportaran al examinar las grabaciones no pasaba de recurso subsidiario.
Ni una triste mirada echaba el público al mapa mural acristalado. A esa hora de trajines todo el mundo conocía su procedencia, su paradero y su dirección; el mapa era un aditamento exclusivo para turistas y aturdidos, que suele haberlos en las ramificaciones viales.
Apenas transcurridos quince minutos, desde luego intensos, nada parecía igual que al comienzo de la aventura, justo cuando eligió a Nueve como hilo del que ir tirando. Y es que, mucho o poco, el cambio era perceptible a su espalda y a los lados.
Prolongar la pausa en esas circunstancias de expectativa nerviosa tenía su encanto. Por tanto, piensa que te piensa, lo que hizo es arrojar puñados de leña húmeda y papeles viejos a un fuego atosigado, exhibiendo ante los vigilantes una dubitación ficticia. En contraposición a la humanidad orientada en su quehacer, él medía aproximadamente la frecuencia de las paradas y los andenes en cada ruta. El primer andén en la A se halla a mayor distancia de la bifurcación que en la B; según el distrito transitado, cada dos, tres o cuatro minutos suena la grabación con el anuncio de la parada y los enlaces en la A, cada diez, doce o veinte minutos en la B. Si la acumulación de público excede la capacidad de acogida de la inmensa plataforma y, por ende, la fluidez en los desplazamientos, el sistema de medición activa el de prevención que erige, anticipado brevemente por una estridencia acústica, unas barreras tipo muelle de enorme resistencia a la presión humana.
Mientras acrecentaba el nerviosismo en los vigilantes, dio con Nueve aguardando su acceso a la cinta transportadora de la ruta A. Respecto a la disyuntiva de Nueve la ruleta de los asesores había acertado.
Su atención hacia Nueve correspondía a un seguimiento lúdico —meramente a una pantomima que por inadvertida resulta increíble— que no reparaba en esos matices que se registran en un informe de espía. No obstante, el papel de la actriz Nueve desprendía efectos secundarios en su creador y aún más en los espectadores. Un logro de la dramaturgia.
Las cámaras de vigilancia cubriendo la extensión de la plataforma emitían a los controladores el obediente cumplimiento del protocolo de distancia y silencio impuesto por el constantemente renovado decreto de estado de alarma en los espacios cerrados y los gentíos. La distancia imbuida de silencio restaba eficacia al inevitable y temido contagio.
La paciente cola se movía ordenada hacia su embarque, indiferentes los individuos en los ramales al deterioro del prójimo.
La fila de la ruta A, seguida al milímetro por los vigilantes, incluía los dos objetivos preferentes. Entre la mujer bautizada con el nombre de Nueve y el vigilado se intercalaban cinco individuos que debido a su posición captaron la atención de vigilantes, a pie de plataforma, y controladores, en sus garitas avizores informando a la oficina central del cepe. Cada individuo de esos cinco prefiguraba una conexión que diseñaba con diabólica velocidad e idioma informático el algoritmo persecutor.
Ninguno de los cinco sospechosos de relación estrecha con el vigilado.
Avanzaba la cola de embarque de los esclavos en la ruta A con ellos dos embutidos en su pellejo diáfano. También lo hacía, sincrónicamente, la cola de esclavos en la ruta B.
Le hubiera gustado susurrarle a Nueve que su secreto, tan codiciado en derredor, se mantenía a salvo gracias a la publicidad.
Paradojas de la vida en su vertiente humana.
“Qué rabien, Nueve”, le murmuró a la mascarilla de frailecillo.
Como suponía, la vibración en la tela fue advertida, grabada y comunicada en el acto al receptor del cepe.
La figura de Nueve —la mujer bajo sospecha de auxilio a la subversión— presentaba a los vigilantes un mayor grado de estatismo. Una, dos, tres, cuatro, cinco figuras y ella; cinco, cuatro, tres, dos, una figura y el vigilado. La imagen de Nueve al ojo atento era una sumisa —puede que cándida— muestra de aceptación al destino —un destino impuesto a ras de tierra. Ni siquiera los anuncios por megafonía —rara vez novedosos—, regularmente emitidos, consiguieron alterar un ápice el dibujo de su cuerpo para que, ya puestos, impulsara la orden de un seguimiento distinto. Nada en ella era ni sugestivo ni indiciario a simple vista; sin embargo, para la vigilancia toda ella era una incitación a descubrir el lado oculto.
Tenía que existir el lado oculto, arreaba la portavocía del cepe.
Con la insolencia de un provocador aguerrido —“enfréntate a mí si tienes lo que hay que tener”—, fijó su mirada sobre el esquema de la plataforma común en el mapa mural. Aparecían destacadas las dos rutas, A y B, durante doscientos metros paralelas. Luego las hermanas se iban distanciando lentamente, en abanico, a lo largo de quinientos metros hasta perderse de vista sin endecha a coro en el adiós habitual.
A fuerza de sinceridad, era hoy la primera vez que reparaba en un cálculo que no le incumbía. Las mediciones periciales se tomaban sobre el mapa desplegado en una dependencia habilitada para dar respuesta al misterio de Nueve y la ruta opcional.
En esa dependencia sita en un lugar de la ciudad ignoto para los vigilados —que, asimismo, salvo excepciones, ignoraban su vigilancia—, con una gran mesa sosteniendo un mapa de tamaño similar punteado por instrumentos de escritura y rozado por dedos ansiosos que preferirían clavar la garra, nadie aún podía leerlo como un elucidario.
Allá dentro, obsesionados con las filas de esclavos, estaban circulando a trompicones por una vía muerta.
Tajante, la voz de mando ordenó a sus peritos el regreso a la casilla de salida procediendo a la reconstrucción de los hechos para dar con el maldito cabo suelto. El tiempo volaba y el vigilado sacudía las alas irónicamente.
Acompañaba dócilmente a Nueve manteniendo la distancia de los cinco figurantes interpuestos. Los actores principales en las cámaras de vigilancia del recinto eran ellos dos. No sentía celos por compartir la atención de los espectadores de asiento con Nueve; en el universo cinematográfico proliferan los dúos protagonistas repartiéndose el amor y el odio.
Preguntó la voz del cepe si había sido allí.
Exactamente en el lugar indicado por los vigilantes del primer contacto. Pero transcurridos veinte minutos lo llamativo de aquel lugar caracterizado por su concurrencia era la disminución de gente; el escenario se había ido vaciando de elementos superfluos y de sospechosos, y ahora, mondo de añadiduras, exponía orgulloso del pasado su integridad urbanística.
Escalofríos recorrieron las espinas dorsales de los vigilantes en el ágora y en la plataforma.
El equipo pericial se cruzó de brazos.
La voz en esos instantes muda del cepe imponía igual que un bramido.
“¿Tanto cuesta creer la verdad?”, se decía escondiendo la risa en su pico de tela.
La elección de Nueve —a quien no deseaba ningún mal por la trastada que le estaba infligiendo— había sido una casualidad; simplemente una coincidencia numérica. De adivinar todo el revuelo formado, probablemente ella, después del cabreo, también se reiría. Vista desde su perspectiva de seguidor, a cinco figurantes de distancia en la cola de acceso a la ruta A, podía imaginarla divertida participando de incógnito en un pasatiempo tan pueril.
Puestos a imaginar soportando el tedio, se veía a sí mismo gritando a la cámara: “¡inocentes!”
¿Cómo encajarían la inocentada? Mal, muy mal. Y continuarían sin creerse la versión auténtica. Adictos al engaño y proselitistas de la mentira, creer en otra verdad que la fabricada para uso común exigía morir para matar el virus y volver a nacer limpios de polvo y paja.
Nueve le había conducido al intercambiador —un concepto atinado— y colocado en la fila de acceso a la cinta transportadora de la ruta A; entre él y ella cinco personas aguardaban lo mismo que Nueve.
El intruso era él y no los figurantes, que en número de cinco contaban la distancia entre el antiguo vigilado y la reciente vigilada.
Los cuerpos separándoles eran uno, dos, tres y cuatro, contó. Ojeada abúlica en torno y contó: tres, dos y uno. Distinguía con mayor nitidez a Nueve, la tenía casi al alcance del brazo estirado. Uno, dos y Nueve.
Aviso acústico y sonoro.
Una interferencia de mediana estatura, varón con ropa de abrigo color oscuro, el alcance de un ligero empujón le separaba de Nueve.
Aviso, luz y sonido. El mundo en movimiento, a dos pasos la cinta transportadora de la ruta A y Nueve a una vaharada; si estuviera fumando nimbaría su cabeza con una voluta de humo.
Cerca y lejos pululaba un retén de vigilancia extrañado por los diversos comportamientos. Le hubiera gustado hacer ostensible su curiosidad en un instante de giro de cabeza; siendo ya el primero de la fila, el único en la fila, hubiera deseado participar del estupor que causaba en su adversario múltiple antes de incorporarse al trayecto de la ruta A cual vulgar pasajero.
Creyó, o quiso creer, que le llamaban; incluso sintió que pretendían asirle del brazo o palmearle el hombro con cierta familiaridad advirtiéndole sobre algo que iba a suceder. Cosas de la excitación.
La ruta A para el vigilado y para la vigilada.
De nuevo varios separadores inidentificados entre el vigilado y la vigilada.
Había que seguirles, ordenó la brusca voz del cepe.
Contó los figurantes a bordo del transporte entre él y uno, dos, tres, cuatro y Nueve.
Las rutas A y B circulaban en paralelo aproximadamente doscientos metros. Los usuarios de ambas líneas podían reconocerse y, de quererlo, mantener una conversación por señas convenidas. Eso complicaba la tarea de vigilancia.
Qué gracioso resultaba marearlos con los trasiegos de los presurosos que sorteando pasajeros añadían su velocidad a la mecánica: uno, dos, tres y Nueve; seis, cinco, cuatro, tres, dos y el que cuenta.
Durante unos parsimoniosos quinientos metros los pasajeros de ambas rutas pueden despedirse hasta más ver antes de inmiscuirse en los asuntos propios.
Los vigilantes no habían captado ninguna señal de connivencia de trasporte a transporte. Tampoco la detectaban siguiendo al vigilado y la vigilada en la ruta A.
Un gesto fugaz le dirigió Nueve, un gesto que no cabía interpretar. Lo apreció con la visión periférica que le mostraba un intercambio de posiciones: tres por delante, dos por detrás. Una alteración en el orden estipulado para ahondar en el desánimo de los peritos. Tres y dos en lugar de dos y tres. Un giro fugaz de cabeza da tiempo para que un pasajero avance a través de la zona ciega, por el ángulo muerto, dentro de un paréntesis de vacío que modifica la percepción.
Lo que era repentinamente ya no es. El movimiento se había trasladado del transporte al pasaje. Cuatro y uno. El ideal que aspira a fundir el pasado con el presente quedó diluido en un magma oscilante. Cuatro y uno. Lo que era ha dejado de ser.
Había que seguir, ordenaba la voz de mando atornillada en el cepe.
Infatigables y disciplinados los vigilantes tenían que sitiar al objetivo hasta las mismas puertas del infierno y quedarse a comprobar si conocía una salida de emergencia.
¡Seguir e informar con precisión mecánica!
La voz del cepe no era un dechado de facundia ni se le atribuía la elocuencia de quien piensa de forma natural y desenvuelta. El cepe, juzgado sin el sesgo partidario de los sujetos a su poder, carecía de instrumento expresivo. Para mitigar la penuria de su vocabulario y los tropiezos con la sintaxis, el cepe no paraba quieto mientras profería sus órdenes, disgustos, amenazas y reproches, embarulladas las palabras y dispersos los tonos, incapaz de comprender que su dramatismo le sustraía firmeza de carácter acreditando una aplastante deficiencia.
Nueve iba a apearse.
Quiso acercarse a verle la cara para hacer acopio de sus facciones, despacio, circunspecto, leyendo los anuncios de servicios y escuchando los avisos y la enumeración de las paradas.
Arduo disimulo el del señuelo, rio a la mascarilla.
Nueve se apeó y sólo pudo ver de su excusa un perfil en cuarto menguante.
Todavía en la ruta A se propuso encontrar a Ocho: “alguien que me lleve a una cafetería a celebrar el éxito”, dijo al pico de frailecillo.
La frase apuntada en el reverso de la tela protectora despertó el celo de los alicaídos controladores en los cubículos del cepe y de los vigilantes a pie de obra.
Al cabo, se dijo, buscaría a Siete y más tarde a Seis…