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Virtea repertorio: El negativo del oportunista sin escrúpulos

Elegido por unos que imaginaban el negocio y desechado por otros que adivinaban la ruina, aquel megalómano sin escrúpulos, aquel ejemplo de perfil psicópata, de quien nada meritorio ni noble se conocía ocupó la silla presidencial asentando los reales con la meta indisimulada de perpetuarse.

    “Vayan días y vengan ollas y a mí me las traigan todas”, proclamaba el encumbrado solista en el panal de rica miel con su enjambre corifeo al plato y a las tajadas.

    Ganaron los tramperos la reñida partida del poder, disputada en apariencia más que en el fondo por estar trucadas las elecciones intestinas. Perdieron los demás, tontos y listos, necios e inteligentes, arrumbados al patio de butacas los símbolos emasculados —supuestas glorias de antaño— para la añagaza en concierto, y al gallinero ese resto de quiero y no puedo, de a verlas venir y de reserva sedente y silente que mientras no quita suma en la estadística de los que cortan y pegan.

    La habilidad, si la hubo, pues cabe cuestionarla en visión retrospectiva, de cuantos a la sombra y al solano apostaron a la ominosa figura del ambicioso y le empujaron a decidir los pasos y las carreras hacia el futuro lucrativo, consistió en alumbrar realzando las virtudes inexistentes y oscurecer los defectos tremendos, y en un mismo acto sostenido tergiversar la alternativa, la oposición y la discrepancia.

    Manga ancha al iluminado por el perfil telegénico: Que dijera e hiciera, que con los tejemanejes compensara la inversión realizada”.

    “He de cambiar el mundo”, decidió el iluminado al sentir vibrar en torno la corriente de caciquismo que le ungía. Al día siguiente de su fraudulenta elección empezó a trenzar alianzas con quienes, por supuesto bajo su inspirada guía, pensaba válidos y serviles a cambio de cesiones y pagos sonantes para conseguir tamaña empresa pronto.

    Hasta aquí el resumen de la tramoya. Ahora llega el desenlace.

I

Los pasos del iluminado suenan huecos como la voz de un sandio con galones. A solas con su envanecimiento —que era la compañía deseada— y en marcha evanescente por los pasillos que conducen al centro de operaciones, este personaje de fatuidad paranoide, de andar envarado, pregunta a la máscara que le cubre:

    —¿Verdad que mi carisma sobrepasa las fronteras?

    —Y los continentes y hasta los espacios sidéreos —responde con sibilina fruición la voz de su amo, consejera dilecta del primario consultor.

    Recorre el secreto trayecto, envuelto en misterio, hacia el núcleo de mando agasajado por el vicio solitario de la verborrea íntima —de yo a yo y muevo ficha porque es lo mío—, recreándose en conquistas y trofeos. El presidente del consejo ministerial desfila en el claroscuro protector ataviado de muecas previamente dibujadas en una cuartilla escolar. El autor de las ilustraciones es un colaborador en nómina que vende su arte al mejor postor, de la misma cuerda que el biógrafo y el guionista, que el jefe de seguridad y el director de gabinete, que el coordinador de los portavoces y el de la acción propagandista.

    Los asesores entretienen la espera revisando la dimensión de sus poltronas respectivas: la deidad luminiscente se toma su tiempo de postra a posta con el objetivo de gozar los variados dones con que premia la fortuna.

    “Sin duda merecida”, precisa altanero.

    Reunidos al cabo de la paseada vanidad los mentores con el pupilo, vocacionales de la renta indefinida, sucede, si no media gravedad en el panorama, que departen, más bien tertulian, sobre objetivos y conveniencias, sus fechas y decorados. Allanado el terreno por el que discurre la maquinaria pesada de la demolición, disipadas las dudas internas —inevitables convidados de piedra a los que se despacha dando carpetazos—, que suelen alterar la debida prestancia de los gobernantes miríficos, reforzadas las cautelas exteriores como baluarte en la defensa de la posición primero reclamada y después tomada al asalto, es cómodo e incluso gratificante desplazarse en olor de combustiones sacando la consecuencia, individual y conjunta, de que los visionarios están por encima del mundo de los mortales, criaturas dependientes en grado sumo, preocupadas por la carestía de los productos básicos; criaturas atribuladas por la fragilidad de sus aspiraciones; criaturas agobiadas por el engrosamiento de la columna debe en la economía doméstica; criaturas conturbadas por las infecciones bacterianas y víricas que quiebran episódicamente hasta la salud robusta. En la medida que permite la desafección a los problemas ajenos, los conductores sociales ignoran esos desagradables pormenores adjudicados a la chusma.

    Asunto zanjado. Interesa primordialmente a los asesores controlar al personaje, pues tiende al desvío y al desvarío. La locura fulgente es cosa de genios y no de sucedáneos; materia reservada es la locura rutilante a los caballeros literarios nacidos de un excelso ingenio. El símbolo ahormado para dar lustre a la progresía no está loco ni por asomo se asemeja a una revelación que marca época. ¡Qué ocurrencia delirante la de convertir el oro en plomo! Una cosa es ser útil al propósito y otra, en las antípodas, creerse hechicero.

    Las luminarias del iluminado conocen el artículo que manejan, conocen a la perfección que no es un diamante en bruto, ni puliéndolo extraerían algo más que escoria. Lo que no conoce, ni probablemente sospecha, el diseñado para representar de cara a la galería el gran proyecto que permanecerá vigente una eternidad con ayuda de los medios de orientación de masas, es su condición pasajera, su destino volatinero en los planes del tribunal de la componenda.

    Para recordar al engreído que todo, incluido su futuro político y personal, depende de una voluntad superior —que él rechaza posible a estas alturas de gobierno y popularidad demoscópica—, durante los paseos triunfales del yo con el ego la ambientación musical alterna los sones idílicos, las homilías laicas que serán difundidas por los canales adecuados y las lecciones de teoría pedagógica para enderezar el rumbo al descarriado. Memento mori, salmodian esas moralejas traduciendo la máxima advertencia de que nadie salvo el patrocinador es indispensable, y que lo que hoy se usa mañana se tira al finalizar su provecho. Pero esa letra de música fúnebre resbala en el oído tapiado del elegido para la gloria terrenal, él está a otros menesteres intelectualmente vanos cual aumentar su asignación presupuestaria en función de las múltiples deudas a diario contraídas que no sólo de retóricas viven ni se conforman con horizontes satisfactorios: dinero a tocateja y obras son amores en aras a la reciprocidad.

    “Soy una apuesta formidable”, garantiza el ego al yo.

    El insistente recordatorio del mundanal trasiego le cansa, le sobra —plasta de mensaje—, a ratos le aturde y tensa, en los vaivenes y la sinuosidad de las negociaciones le ofusca, en las puestas en escena le arruga y mengua, le cabrea y solivianta: ¡Acaso el hombre del milenio teme por su futuro! Su elocuencia suasoria bastará para seguir en olor de multitudes por la senda programada, fuera las preocupaciones ridículas, a la hoguera con las prudencias, al vertedero los peligros de poca monta, miedos de superstición con tufo a viejo. A la vista de un presente halagüeño, rebosante de compadreo, anticipo de campañas victoriosas, con el único adversario capaz de mover la silla alanceado día y noche por los elementos cómplices, cualquier alarma es falsa.

    En el largo pasillo que recorre placentero el iluminado danzan lenguas ígneas de incontinencia, conocidos resplandores de oráculo donde practican a resguardo los asesores electos, prestados e impuestos. Cada uno a su ocupación, y el supervisor jerárquico en la de todos, interpretando cifras, datos e informes de las agencias. A los individuos, del primero al último, se les domina con anuncios, se les influye con proclamas, se les obliga con exacciones, se les lleva con resoluciones oficializadas al cercado y a la escucha del orate y a las televisiones en acuerdo difusor y a las redes sociales en convenio de mostrar y ocultar. Lo que se muestra es la verdad incuestionable, lo que se oculta simplemente no existe.

    El pasillo de tránsito, jalonado por cámaras de vigilancia y a los flancos sendos conductos de asistencia inmediata, se reserva a la maquinación de las luminarias y sirve a los controladores de prueba de fuego; una prueba abrasadora, si el cálculo renquea; una prueba cenicienta, si se desmorona el invento. El director del gabinete presidencial, jefe supremo de la fuerza de intervención, maneja los hilos: el títere obedece, el títere responde, el títere juega a ser titiritero con los hilos que le ponen en las manos y se siente dichoso con sus amplios poderes.

II

Complacen al personaje los viajes en vehículo terrestre, aéreo y marino regulados por el protocolo de seguridad. Le entusiasma ser el pasajero que recibe atenciones por doquier, al que se atiende con carácter extraordinario en toda situación y momento de la jornada. Colma su satisfacción, pese a lo difícil de llenar un recipiente gigantesco, que le programen citas y reuniones en diversas fases de pacto, que le organicen encuentros a un nivel clasificado y celebraciones joviales surtidas con viandas de gran reserva.

    “A fin de cuentas sólo se vive una vez”.

    Eso mismo piensan los asesores distribuidos entre el consejo, el gabinete y la cámara. Baluartes del pensamiento único.

    Las visitas de fraternidad solapadas con las de precio, aunque agotadoras, salen resultonas en la fotografía de consumo público. Las imágenes del iluminado en compañía de los suyos de aquende y allende, ufanos, presumidos, repartidas al por mayor como los espacios propagandísticos quieren transmitir dominio y confianza: el dominio de un líder y la confianza de los gobernados en su gestión incansable. La presteza de posado ante la cámara es una característica del acostumbrado a sentar cátedra con sus afirmaciones; el fiarse a las encuestas de aceptación que adereza la demoscopia de cabecera es un síntoma de la ínfula que gasta el retratado —asimismo de los retratados en segunda fila, que asoman la cresta para no pasar inadvertidos; la afabilidad, suma de tolerancia y solidario proceder, es la tercera pata de las pregonadas virtudes que por razón del cargo ha memorizado.

    Excluido de las recepciones y las virtudes está el enemigo registrado en la lista negra, un índice en el que a diario se inscribe algún nombre, alguna entidad y algunos sistemas proclives a la distorsión.

    Envarado al vestir formal e informal, porque el cuerpo longilíneo no da ni con sastre para licencias atléticas, el iluminado tiende al histrionismo publicitario en plaza favorable y al apocamiento encogido en terreno de túmulos y quebradas. En ocasiones de guarda y espera, aislado en su ignorancia promovida del trato mundano y el intercambio de expresiones que superan los monosílabos y el gesto universalmente interpretado, las manos se le van a los puños de la camisa, a las sienes maquilladas, a la querencia del atril, al capirote que encumbra su autoridad, al aspaviento o al peso muerto de la caída grotesca, del fiasco, de la negra adversidad. Le falta cuerda al títere.

    El brillo de la estrella de repente declina. Y si se apaga, los satélites entrarán en la zona de penumbra y de no remediarlo seguirán por la maldita inercia hacia un vacío de memoria y prebendas: el olvido y la quiebra. Mal camino ese.

    Lo que ya no es rentable pierde su atractivo y el favor de los inversores. Cotizando a la baja quedará errabundo el iluminado en las antesalas y los vestíbulos, desasistido de sus luminarias en consejo, gabinete y cámara de presidencia. Sic transit gloria mundi: la sentencia ha sido dictada por la deslizante compañía gubernamental, la escolta, el séquito, la comparsa; cuando vienen mal dadas es un alivio figurar como número dos o tres, todavía mejor como número ocho o nueve.

    El presagio constriñe en mitad de la nada, qué fugaz es la dicha y cuán perenne la desdicha que acude súbita portando la mortaja. Ayer tanto, hoy tan poco, lamenta una mirada aturdida, un semblante descompuesto inhábil para el recuerdo fotográfico. La cabeza en declive cervical, el cuerpo en pendiente dorsal; el recurso huido, la agenda vacante y la desolación en ristre. Aquellas elecciones exitosas no garantizan triunfos venideros, aquellos focos antaño de victoria hogaño alumbran una frustración sin paliativos.

    ¡Menuda pesadilla ha tenido el iluminado atravesando el túnel del tiempo!

    Por fin llega al ámbito de la recepción —se le ha hecho interminable la travesía por culpa de las lenguas pérfidas—, a ver si en un santiamén queda expedito de brumas el paisaje y olvida la insidiosa premonición.

    “A ver…”, tantea a ciegas.

    La escenificación sufre un retraso y con ella los saludos, los comentarios distendidos, la ubicación protocolaria de los asistentes que efectúan habituados los colaboradores. A uno próximo —en distancia física y en pragmatismo e ideología teórica—, que siendo generoso en la evaluación premiosa podría catalogarse de retén en la última instancia, el iluminado mendiga un protagonismo dignificante de sobra merecido por el dispendio que puntual renueva cada sesión presupuestaria. Es de bien nacidos ser agradecidos y es de listos cebar al servicio.

    La idea a extender en la cumbre política, según adopción unánime del consejo de ministros, del gabinete de consultores y de la cámara de asesoría integral, arduamente trabajada desde los compases iniciales de la organización trífida, es la de resaltar la marca presidencial, la de suministro de consignas de fácil retención a los afines y el despliegue de eslóganes dirigidos apabullando a la masa votante y revoltosa. La idea es clara, así como la intención. Pero requiere de una interpretación perfecta y el actor principal anda obnubilado, quizá indispuesto por una mala digestión o una pesadilla en horas de vigilia.

    ¿Qué le habrán dicho?, ¿qué la habrá salpicado los oídos y los zapatos?, se preguntan los productores y realizadores de la emisión.

    Unas preguntas ignoradas por los cabecillas del consejo, el gabinete y la cámara, harto conocedores de las respuestas.

    En el transcurso del acto no se cuelan novedades que recompensen la tarea informativa del común, ni omisiones que ansían los escasos, y fichados, periodistas a la caza y captura del yerro, la omisión y el renuncio: la táctica evasiva pergeñada por los asesores funciona. Sin embargo, estos perseverantes de la comunicación pública en medio supuestamente privado importunan hostigando con preguntas alanceadoras, duplicando las preguntas incontestadas en pos de al menos una frase significada en su contexto, y con proyección realista para lo sucesivo. En vano, porque el iluminado, diana de las cuestiones candentes, invoca un sofisma, amaga una ocurrencia, sonríe a lo tonto con mueca de excusa, mira adelante sin ver cuerpos, avizora los lados temeroso de que ceda el cable y pronuncia sacudiéndose el muerto: “Estamos negociando intensamente para conseguir lo que nos proponemos. Somos aliados, compartimos intereses, no me cabe duda que en breve solventaremos la papeleta y las aguas volverán a fluir por el cauce establecido”. A partir de la sucinta declaración, más huera que plena, es labor estéril hacer recaer las preguntas sobre el tema expeditivamente desechado.

    Por hoy es suficiente. La cumbre de aliados, cómplices y encubridores, proseguirá a puerta cerrada, micrófono mudo y luz apagada; el reparto de papeles minuciosamente orquestado desviará el punto de mira de las plumas afiladas hacia la calle donde impera la algarada de “antis” y “contras”: el sutil entretenimiento de la intimidación. Respira aliviado entre bambalinas el equipo de emergencias.

    Otras reuniones de trascendencia limitada y cobertura mediática reducida ayudan a mejorar la postura y a recobrar unas imágenes en los telediarios y unos textos en las radios, todo cortes miríficos con soluciones esplendorosas y parabienes destinados a la sociedad obediente.

III

La biografía que enmarca, inmuniza y acoraza al iluminado hiede a estafa, es falsa en lo esencial y mentirosa en lo accesorio, intencionadamente diseñada por los olfateadores de la ganancia a plazos, jugadores de ventaja con la espalda cubierta, titiriteros del manejo rutinario que colman de loas al petimetre hasta que anegados por el tufo a podredumbre, que no irrita por familiar y dulzón los atrofiados sentidos del iluminado, sajan quirúrgicamente el cordón umbilical que une al creador con su criatura y cambian preventivamente de hábitat. Ancho es el mundo, estrecha es la vida, saben los viejos diablos.

    Al margen de turbulencias mundanas que se escurren por la coraza, en su feudo y con su hueste —con lo que va quedando de la tropa mercenaria—, el iluminado experimenta una cálida sensación de dominio y asilo a la vez; aquí, entre ellos, lo tratan consideradamente porque encarna el espíritu dador que tanto agrada a sus amigos y aliados. Qué feliz es quien reparte a los suyos lo rapiñado con mil argucias al sufrido contribuyente que no tiene escapatoria. Qué felices son quienes cobran en moneda de curso legal y en especies la tributación pactada con los aliados a levante y poniente. De cara al espejo de los engaños, el iluminado se ve creso, se contempla miembro de la orden plutócrata, se distingue aureolado en la élite de la Internacional progresista.

    A resguardo de las inclemencias periodísticas lanzadas por los excluidos de la dádiva, el iluminado descuida la ocultación de sus carencias, en realidad apartadas de la obsesión tiempo ha merced a las adulaciones. Sus obsesiones viajan por derroteros de grandeza que incluyen todos esos compromisos ineludibles que acompañan a las personalidades. La opresiva actuación de los pejigueros en las ruedas de prensa, difíciles de silenciar esos minutos de fastidio, desaprensivos hurgadores de heridas, loros de repetición con su matraca preguntona, es intrascendente con el auxilio de la ingente fuerza mediática coordinada por el artificio y la propaganda al quite: cada sospecha, cada denuncia, cada insinuación proferida en alto, obtiene una réplica tonante, abrumadora, sísmica, la correspondiente a los merecimientos de un ser excepcional.

    “Idóneo”, se lisonjea a modo de friega reconstituyente.

    Aunque el olor a quemado avanza, los patrocinadores del concurso velan por su estado de bienestar.

IV

Un fogonazo anuncia el final de la estructura protectora. Surge en el extremo del pasillo que se encara una claridad de antorcha, de tea ardiente, de hachón ceremonial; flota en el claroscuro un horizonte de transacción que las partes negociadoras instan.

    El iluminado, crédulo de su capacidad, imbuido aún de legítima justicia en los procedimientos, atisba las paredes, el suelo y el techo, falsos y dobles, desdoblados, plegables, la utilería de efecto. A medida que llega al hueco fronterizo crece el olor a hoguera.

    El acre efluvio de una pira funeraria.

    En el fuego ceremonial chisporrotea el ingrediente mágico y sisea el ingrediente purificador. Al iluminado por barridos de cimbreo el fuego le provoca una contradicción existencial, quizá por sus antagónicos significados. Es sabido, aunque se prescinda obscenamente de tal conocimiento, que la historia fehacientemente documentada, la historia auténtica, y el revisionismo podador que prodiga el multidisciplinario entorno presidencial son incompatibles. Aducen los usurpadores de oficio en su descargo —el ígneo, no el histórico—, que el fuego es un arma pícara y egoísta, de fácil recurso, que puesto a obrar extingue de pasado a presente al objeto y al sujeto. Pero del frío, de la inconveniencia del frío con su muestrario de periódicas glaciaciones, no hay mención que valga en las deliberaciones del consejo. Tampoco se recogen en las actas que firman los negociadores los conatos de rebelión, pese a su evidencia; lo que sí recogen las actas, en escolio, es la transformación del gigante en enano, de la excelencia en prosaico desecho, mutatis mutandi de la calidez meliflua al helador sobrecogimiento. Del calor al frío pasa el débil iluminado en la linde movediza de su carrera. Nota como afloja el armazón que lo mantenía desafiantemente erguido; entonces, vencido por la gravedad cual una máquina agotada su rendimiento, se inclina hacia los lados describiendo una diagonal de fuga que es metáfora de huida. Como un residuo tóxico a la fosa séptica y que el olvido desactive el contagio de su ponzoña.

    Borrón y cuenta nueva, propone el sector crítico de la asesoría luminaria, donde se emplazan, un tanto deslavazada la unidad de acción, los afiladores de cuchillos que van arrancando hojas al calendario de la cuenta atrás.

    Aboga el sector de los luminarios comprometidos —en el que milita el jefe de gabinete, la sombra del presidente, el factótum que nunca pasa desapercibido— por un cambio en la estrategia, el discurso y las relaciones, y el mantenimiento del iluminado en su puesto al que se inocula esta solución que es la única viable en periodo de crisis letal.

    El sector crítico, encaramado a una repisa ventilada, abona la ácida y disolvente frase de quien a hierro mata a hierro muere, referida al jefe de gabinete, sombra y factótum, muñidor de componendas que aplaude la megalomanía del iluminado. Los del sector crítico, desde su apostadero, dejan ir turbiones en desdoro de la reptante sombra factótum

    La partida de influencias es a muerte política.

V

La propaganda esparcida a raudales por el sector comprometido apunta hacia dentro y hacia fuera; la que apunta adentro con las mangueras de espuma ignífuga pretende apagar los conatos de incendio a domicilio, que son terribles avivados por las rachas del ajuste de cuentas, o al menos establecer un perímetro de seguridad a los ya imposibles de sofocar. Primera maniobra.

    Segunda maniobra: la rotación de estudios demoscópicos financiados por el poder político al mando siempre favorables al iluminado anegan, y por ende encharcan, los medios de comunicación favorecidos por la dadivosa contribución del gobierno, y adversos, ayunos de tajada pero que también los citan por mor de la exigencia informativa y para incrementar la oposición asentada en sus audiencias. El aparato adicto titula al iluminado de artífice de la concordia; el aparato crítico, en rodaje, sacudiendo las alas anteriormente presas, pero renuente al abandono del nido por aquello de nadar y guardar la ropa, filtra que el iluminado peca de sectarismo y ambición excluyente y que su estancia en el puente de mando es enormemente perjudicial.

    El reguero de noticia, chispeando en su trayectoria, espolvorea al iluminado. La reacción a la desesperada es previsible: monta en cólera, vomita furor y a gritos histéricos pide la cabeza de los insubordinados; mientras, la nebulosa flamígera atiende esmerada su labor incineradora de cualquier vestigio que evoque al iluminado y a las luminarias prendidas de su halo borroso.

    Duelo de protestas en el redil presidencial.

    Los apagafuegos pugnan ahora en desventaja. La baza de la compra no parece que vaya a ofrecer una tregua, un resquicio para la conciliación, ni la baza de la rendición condescendiente y disfrazada parece que surta de un bálsamo para lenificar la irritación en la piel sensible. La comparsa flamígera sigue con su música atronadora.

    ¡Vaya contrariedad!

    Las contrariedades son de naturaleza inoportuna, igual que los obstáculos y los bruscos giros del viento incendiario.

    Esto ya no tiene remedio, masculla la facción adscrita al poder temporal. El barco naufraga, el suelo se hunde y el techo se desploma: una catástrofe, lamentan los comprometidos en alusión a su futuro.

    Rodeado por llamas de colorido efectista, que de nada vale al iluminado para lustrar su efigie tiznada por el humo de la combustión, boquea unas frases, quizá reivindicativas, quizá de congoja, que el ardor de la batalla enmudece. El monigote arde quemado por la intensidad de las luminarias incluso en el acto de la discordia.

    El pelele tambaleado por las lenguas de fuego escucha el chasquido de la tijera que rompe las vías de sustentación. Con su postrer aliento mandatario, ruega a sus aliados y amigos de ayer un nuevo cargo y un nuevo salario que permitan financiar el estatus adquirido; ingratos habrán de ser si no le facilitan un salvoconducto, tanto que ha hecho por ellos y por su propio beneficio antes de pagar los impuestos confiscatorios.

Post scriptum

Si la cultura asistiera al oscurecido humeante, otrora iluminado por unas luminarias bajo contrato, exclamaría en un rapto de nostalgia: ¡O tempora, o mores!

 

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