Ir al contenido principal

Virtea repertorio: La corriente liberadora

El astrónomo y astrofísico Vicente Medina nos confirma que con tan extraordinario descubrimiento es posible aventurarse, amén de obligatorio pues la revelación bien se lo merece: en alas del Pegaso sidéreo discurriremos de un mundo muriente a un mundo naciente. Su colaboradora Leonor Vázquez, de esencia intuitiva, rápida en el aprendizaje de lo ya conocido y abierta al estudio de los fenómenos captados por la sensibilidad de los instrumentos y la percepción del ser racional, aunque comedida en atribuir tamaña virtud al hallazgo del maestro —que ambos han guardado en secreto cómplice, el de las siete llaves, hasta una total certeza—, asimismo empieza a ponderar en la banda estimable la antaño idealización —una maravillosa expectativa— desde una fe científica impregnada de humanismo, y la perentoria necesidad de romper el cerco.

    Vicente le animaba a creer, y como él disfruta de esa capacidad innata, apreciada por compañeros y alumnos, de asumir su responsabilidad didáctica superando las evidencias empíricas, Leonor se dejó seducir por la hipótesis, partiendo de una certeza —si los ojos no engañan— que también ella podía elaborar en tiempo y forma.

    En el observatorio instalado en la mixtura de jardín y huerto —un centro de experimentación a escala— de su casa de campo, situada en un pueblo pequeño y poco habitado —“estoy en mitad de la nada”, expresa complacido—, el astrónomo Vicente Medina ha localizado, con el apoyo de un telescopio de factura personal y su acorde equipo de ópticas y filtros, una vía rápida —como la velocidad de la luz, como el pensamiento, como el deseo acuciante— emanada de un agujero blanco —su lugar de origen— y dirigida hacia el infinito cósmico, a su paso incitador —qué claro, cuán nítido y diáfano, es el mensaje para un intérprete avezado y dispuesto a leer hasta el más recóndito de los signos— por el confín de la atmósfera terrestre. Aproximadamente a diez mil kilómetros de altura, en la frontera con el espacio abierto, en una zona de nadie descuidada de atención, señorea la corriente de energía magnífica.

    —El vehículo perfecto —anunció a Leonor—, un medio de transporte a propósito de la mayor decisión jamás tomada partiendo de un supuesto realizable. —Leonor no alcanzaba a poseer la tangibilidad del supuesto en los preliminares—. Aparta de ti la rémora incrédula y disponte al vuelo más osado de la historia.

    Vicente Mendoza había informado a su colega, citándola premiosamente, en una de sus reuniones privadas en aquel lugar insospechado de conspiraciones, donde tiempo ha observa el cielo revelador y calcula preciso y entusiasta las apariciones discontinuas de la señal. Leonor Vázquez, que profesa una reverente devoción al maestro y que agradece la excepcional confianza que en ella deposita desde el principio, mantuvo unas cuantas sesiones su criterio astrofísico inmune a la tentación —muy laboriosa en su cometido— de aceptar la existencia de un fenómeno, un proceso fenomenológico, indemostrado.

    —Tú mira, simplemente mira con ojos de investigadora que se enfrenta a una novedad extraordinaria —le sugería Vicente a diario—. Una novedad a la que dedicar el crédito que merece.

    Más fácil decirlo que hacerlo, suspiraba Leonor arbitrando con espíritu agobiado la pugna de antagonismos.

    —Miro y pienso.

    —Intenta ver lo que yo veo, no sólo lo que podemos ver con los instrumentos, aunque gracias a ellos sea mucho y asombroso lo que distinguimos sobre nuestras cabezas. Te pido que lo intentes sin ninguno de esos prejuicios que jamás han lastrado tus estudios, y ahora no deben empezar a dominarte.

    Leonor miraba y pensaba observando los astros y al meteoro luminoso aún innominado específicamente —el bautismo lo reservaba el descubridor para el siguiente acto— y aún con la frecuencia de aparición en el ámbito del misterio, cuya circulación, majestuosa a la par que esquiva, trazaba un camino, un largo camino, un camino fascinador, entre sus extremos. Al lado del maestro y amigo deducía e intuía como científica, en una actitud de carácter propio, y como persona, en el recurso de valoración íntimo; prendida a la magia de las palabras y las imágenes, con denuedo trataba de asimilar el calibre de una propuesta incalificable sin el concurso de los elementos de juicio que la ciencia estima pertinentes.

    —Sé que lo puedes imaginar —le impulsaba el maestro—. Lo increíble ya lo has visto, luego lo demás viene por añadidura. ¿No te parece?

    Leonor absorbía por los sentidos el mensaje de la luz viajera escrito en el firmamento que parecía tocarse con las manos, queriendo interpretarlo a la manera del maestro porque él estaba convencido de la posibilidad. Quizá, reflexionaba ella despejando incógnitas aceleradamente, no hubiera otra manera de entender el fenómeno que con la comprensión planteada por el veterano buscador de realidades lejanas.

    Lo cierto era que la noche de la revelación, acudiendo presurosa a la llamada del maestro, la maravilla sidérea de muy tenue luminosidad aparecía próxima, desconcertaba su proximidad, y, no obstante, invisible para una tecnología rastreadora y para los supervisores de la vigilancia. ¡Fantástica paradoja que mucho, si no todo, indicaba a la lógica incredulidad!

    —Sorprendente —murmuró Leonor entonces de cara al fenómeno que se le mostraba. Su desconcierto danzando entre dos mundos.

    En las siguientes concurrencias le siguió arrebatando la emoción insuflada de temblores, en buena medida animados por ráfagas de miedo atávico, temor de criatura intimidada por la enormidad de una aurora que se hacía visible a intermitencias, según le explicaba el maestro, con una intención determinada.

    —¿Cuánto tiempo lleva a tan corta distancia de la Tierra…, mostrándose?

    —No me preocupa saberlo. Lo importante es su presencia y la oportunidad que nos ofrece. A partir de ahí la elección es sencilla.  

    “La oportunidad que nos ofrece, la elección es sencilla”, repetían los susurros de Leonor en la última sesión que aquí se relata, fija su mirada en el camino hasta grabar la frase en la portada de su memoria.

    —Es increíble… —Atinando con el calificativo, le agitaba el ansia por no quedar rezagada del tránsito esquivo a los controladores de los espacios.

    Vicente le invitó a tomar asiento después de tan intensa contemplación, pero los nervios desatados de Leonor le compelían a moverse en perpendicular y por delante del satisfecho descubridor, pugnando su decisión y su indecisión con reojos arriba y abajo; tamaña inquietud se asemejaba como dos gotas de agua a la que él había sentido en la circunstancia del hallazgo.

    —Esta energía sideral es en sí misma el medio y el fin. La partida, el vehículo, la trayectoria y el punto de encuentro con una vida al cabo recobrada. Su impulso permitirá desplazarse a distancias extraordinarias en fracciones de tiempo terrestre soportables para las personas. La llamo Virtea. No le busques un significado concreto al nombre, simplemente ha surgido; igual que la corriente, simplemente está ahí para nosotros.

    Leonor pronuncia el nombre que lee escrito en el cielo con caracteres rutilantes de estrella y color de viento cósmico.

    —Es su nombre —afirma emocionada.

    Vicente Mendoza averiguó la ruta de Virtea en el límite superior de la exosfera, un lugar impensable para la manifestación de los prodigios. Un lugar ignorado por la potencia de los instrumentos ópticos fijos o en vuelo que barren el universo. Un lugar tan cercano que con la voluntad basta para llegar y dejarse ir. Había descubierto la estela de rayos gamma expulsados del agujero blanco porque la maravilla quiso revelarse a sus ojos e instinto, concediéndole ese privilegio; le puso a prueba las siguientes veces que perspicacia y mirada se dirigieron a ella, advirtiendo su huella en el futuro punto de enlace. 

    —Verdaderamente es un prodigio —convino Leonor Vázquez.

    Pero el hallazgo exige creer, como cree su colega y maestro, en la verosimilitud de una ficción hasta el momento presente.

    Vicente supo de inmediato que descreimiento e inacción harían desaparecer a su bautizada Virtea; la corriente liberadora no esperará eternamente, los elegidos tienen un plazo para ejercitar la ventaja.

¿Cómo es posible que nadie hubiera divisado la vía luminosa que cruza a tan corta distancia de la comprensión?, se pregunta Leonor, de manera retórica.

    Para ver hay que creer. Vicente añade que lo observado por un observador ya no puede ser independiente de él puesto que lo transforma al observarlo.

    —Siéntate y respira hondo —recomienda a Leonor—, modera tu desasosiego para que vaya convirtiéndose en fuerza resolutiva. Por mucho que andes en esta parcela de terreno rodeada de muro no trazarás un camino como el que nos alumbra.

    Leonor se avino a serenarse.

    El investigador del firmamento lleva años interrogando al cielo diurno, al templado crepuscular, al nocturno y a la fresca alborada; con rigor y oficio acechaba la ubicación de una salida al agujero negro que devora el planeta condenado. Cuando dio con ella, gracias a ella, incitado por ella, se aprestó a recoger el fruto maduro del críptico Árbol de la Vida mientras rutilara, antes de que las moléculas orgánicas del impenetrable espacio fenecieran en el tanatorio terrestre.

    Vicente Mendoza señala el camino celestial con su mano abierta ratificando que está a nuestro alcance.

 

Entradas populares de este blog

Las tres vías místicas. San Juan de la Cruz

Siglo de Oro: La mística de san Juan de la Cruz Juan de Yepes y Álvarez, religioso y poeta español, nacido en Fontiveros, provincia de Ávila, el año 1542, estudió con los jesuitas, trabajó como camillero en el hospital de Medina del Campo, e ingresó a los diecinueve años como novicio en el colegio de los carmelitas con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Prosiguió sus estudios en Salamanca y en 1567 fue ordenado sacerdote. Regresó entonces a Medina del Campo, donde conoció a santa Teresa de Jesús, quien acababa de fundar el primer convento reformado de la orden carmelita y que tanto le había de influir en el futuro. San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús Imagen de stj500.com Juan de la Cruz se hallaba animado de los mismos deseos reformadores de la santa, y había conseguido el permiso de sus superiores para mantenerse en la vieja y austera devoción de su orden.; desde ese momento tomó el nombre de fray Juan de la Cruz y comenzó la reforma del Carmelo masculin

Descubridor del Eritronio-Vanadio. Andrés Manuel del Río

Mineralogista y químico, el madrileño Andrés Manuel del Río Fernández, nacido en 1764, es el descubridor del elemento químico Vanadio. Andrés Manuel del Río Imagen de omnia.ie En su infancia escolar destacó en el aprendizaje de latín y griego, posteriormente se graduó de Bachiller en Teología en la Universidad de Alcalá de Henares, y en 1781 inició sus estudios de física con el profesor José Solana.     Andrés Manuel del Río fue un alumno modélico en Física y Matemática. El ministro José de Gálvez en 1782 lo incorporó en calidad de pensionado en la Real Academia de Minas de Almadén, para que se instruyera en las materias de mineralogía y geometría subterránea con los maestros internacionales elegidos para el desarrollo científico e industrial de España. En Almadén dio inició su largo periplo por instituciones científicas de prestigio, forjando la actividad profesional que le caracterizaría. El propósito de la Corona por favorecer el desarrollo de la minería y la metalurgia en España y

El Camino Real de Tierra Adentro. Juan de Oñate

El imperio en América del Norte: La ruta hacia Nuevo México El Camino Real de Tierra Adentro era la ruta que llevaba desde la ciudad de México hasta la de Santa Fe de Nuevo México, actualmente capital del Estado homónimo integrado en los Estados Unidos; y durante más de dos siglos fue el cordón umbilical que mantuvo ligada a esta remota provincia del septentrión de la Nueva España. Cada tres años partía la llamara ‘conducta’, una caravana que trasladaba ganados, aperos y gentes, para mantener la colonización española en aquellas tierras. A través del Camino Real de Tierra Adentro penetró la cultura hispana en el Suroeste de Estados Unidos, ejerciendo aquí un papel semejante al del Camino de Santiago en España. El Camino Real de Tierra Adentro Cuando la corona española decide no abandonar la provincia de Nuevo México, ruinosa en todos los sentidos, sino mantenerla por razones de no desamparar a los indios ya cristianizados, el virreinato de Nueva España organiza un sistema