Se imaginaba volando alto, muy alto, a una altura impresionante sin el concurso de un medio mecánico dotado de una tecnología punta. Se veía libre de ataduras sobre el manto de propaganda y burocracia de la dependencia instituida.
Imaginando, presentía lo que esa magnífica altura, lograda con unas alas poderosas y resistentes, le iba a deparar: la vista de una serie de rayas y puntos, las líneas cortas y las pequeñas roturas gruesas en lenguaje morse. Una misiva de remitente múltiple y destinatario en vuelo.
La carta que allá abajo, muy abajo, a una distancia enorme por debajo, había sido concertadamente escrita para su lectura desde un observatorio, mostraba la espléndida caligrafía de un acta solemne, la declaración ológrafa de todos esos testigos con una voluntad al unísono de recorrer caminos despejados de ordenaciones tramposas. Los testigos demandaban intervenir a los moradores de las parcelas celestiales; con su carta traslucían al plano elevado una petición de socorro, inclinada al apremio, informando también de una contrariedad de origen provocado que inquietaba en grado superlativo al opresor plano bajo: la fealdad imperante de cuanto es desnaturalizado y de la destrucción de cuanto supone lo propio.
Las rayas y los puntos trazan un relieve débil en el tenebroso solar recipiente de vertidos clasificados por capas disuasorias, falsos paisajes y sumideros. La cavidad laberíntica que es el solar tenebroso expulsa una fosforescencia sofocante, de fantasma consumido por la molicie, y, cabe suponer, un hedor a putrefacción que resume los paseos entre la mazmorra y la tumba de los controlados por los agentes del comisariado progresista.
El funcionario a cargo del dispositivo represor en la parcela de mundo contemplada había aprobado la oposición en el tribunal de onagro, cuya marca de procedencia resalta en dos mitades indelebles su doble condición de alimaña y mecanismo para infligir deterioro permanente.
La tupida red de vigilancia, cuya extensión era equivalente a la amplitud de la criptografía en relieve, sellaba a destajo las escapatorias descubiertas por los elementos de aviso e intervención inmediata.
Un sarcástico onagro, ya algo menos alterado por la magnitud de la fuga, envió una nota por conducto de correveidile a los moradores de las parcelas celestiales: “¿Qué dimensión del Paraíso terrenal rechazan tus pupilos?”
La portavocía de los moradores de las parcelas celestiales, clásica en su proceder, hizo trizas la nota y sopló al vacío con aliento enfadado los menudos pedazos de imposible reconstrucción. “Las civilizaciones antiguas conmueven por la grandeza de sus fragmentos”, murmuró atenta a los indicios en su vuelo demarcador.
A la espera de noticias satisfactorias, onagro humillaba un resto histórico-artístico surcado recientemente por una cicatriz profunda, huella de una tenaz demolición. Ahondando la herida, se preguntó si la alegría y el sufrimiento eran hereditarios y siempre en línea directa. La siguiente nota mandada por el conducto habitual sugería a los moradores de las parcelas celestiales, o en su defecto a su representante: “¿Y si juntamos nuestras mejillas para que parezca que estamos enamorados?” Para que los espectadores crean lo que ven y piensen, dentro de lo que aún son capaces, en imitar tan atractiva escena.
La portavocía de los moradores celestiales imitó en la nueva nota el proceder anterior con el significado inequívoco al remitente de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Prefería leer el epítome de las inscripciones mutiladas y degradadas por las revoluciones: La belleza es cierta, la verdad es hermosa. Es todo lo que conocemos en la tierra y todo lo que necesitamos saber, que guardaba bien protegido en su equipaje de mano. A las fechas registradas a continuación del texto, una lista notable, quiso añadir la del periodo en curso pero no pudo. Tuvo la culpa un movimiento telúrico súbito y potente; un temblor que con las sacudidas iba revelando a los ojos atónitos —nadie acusa a la representación de los celestiales de ceder a la sorpresa por incauta— un sinfín de escaleras sin primer peldaño ni último escalón, sin descansillo ni pasamanos, y cadenas colgantes, tridentes de madera, ruedas dentadas, garitas empinadas con barrotes en las ventanas, norayes desuñados y poleas renegridas, fanales de naos encalladas, pilastras y redes con hilachas. Un vómito de instrumentos de tortura en la cárcel de los esclavos.
“Las fauces demoniacas expeliendo su coacción”, se dijo la portavocía celestial en vuelo cernido de reconocimiento. Desde el anfiteatro, a escasa distancia de la devastación, era una espectadora del Teatro de la Muerte que dirige furibundo el preboste onagro.
Volando por encima de la tremenda gravedad, imaginaba la riña diplomática sostenida entre el espíritu benefactor, dando mandobles de retórica al aire, y el comisionado del totalitarismo prog, sujeto con garras y colmillos a su argumentario propagandista. Mientras la disputa bizantina tenía efecto, unas columnas de humo gemelas ascendían en paralelo unos metros sobre la corrupción al descubierto para luego combarse edificando deprisa un caparazón, puede que un ataúd, o quizá una película de material tan flexible como resistente y opaco. Suficiente cobertura para tapar las endebles muescas que escribían la carta a las alturas. Una misiva que pudieron leer y difundir los observadores exentos de sujeción al consenso totalitario.