Es una persona atraída por las certezas, una rareza en los tiempos donde impera la propaganda abrumadora que consolida un engaño ideológico.
En cualquier parte y en todas, busca que te busca, encuentra las certezas pretendidas. Su labor remota y constante se parece, salvando las distancias fácilmente distinguibles, a la de quien rastreando aquí y allá localiza artículos, materias y ejemplares pretendidos, los adquiere con sus bienes al precio pactado y guarda a buen recaudo asegurando su pervivencia.
Diestra en el hallazgo, esta persona andante ejerce la saludable ambición de preservar el legado de la historia en su expresión solvente, a la que une con el mismo afán, pero en un plano secundario, la de aliviar al prójimo de afecciones anímicas y sentimentales.
Asidua a las ferias de doblez que en el mundo habitan, esta persona ha tomado gusto a la compra definitiva de la huella: el hombre pasa y su retrato queda, en frase lapidaria siempre legible y audible.
La vuelta a los lugares impresionados para conseguir el recibo de los momentos sustraídos a la humanidad por los censores de la globalidad es serena y decidida. Compra a compra ha ganado el corazón de los asuntos, órgano impulsivo en el que habita el recuerdo.
Los vocales de la Soberana Junta de Aprecios han examinado el caso de la persona acopiadora de certezas.
—Se ha tenido que batir contra viento y marea en el inmenso erial de la desmemoria fomentada con el arma de su memoria, con la sola provisión de su entretenido ir y venir, su ociosa espeleología y un gran contenedor donde cosechar el fértil producto de sus averiguaciones. Las que ahora valoramos.
—En la boca rugosa de una cueva al fondo de un paisaje abrupto, siendo yo niño me contaba alguien depositario de muchas leyendas que en ese paraje, o similar, se reunían unas señoras feas y malhumoradas, climatéricas y esqueléticas a celebrar el conciliábulo de las brujas; y al salir de su escondrijo, con las instrucciones aprendidas, en vez de volar escoba en ristre se escabullían de la crítica y la persecución convertidas en nubes.
—A Ícaro se le derritió la cera que fijaba las alas a su espalda por acercarse demasiado al Sol. Ícaro nunca fue en verdad un ser de aire con protección ignífuga. ¿Qué había sucedido para aquel final trágico? Su padre, Dédalo, enseñó a Ariadna cómo Teseo podría encontrar su camino en el Laberinto. Teseo mató al Minotauro, acto de mucha trascendencia mitológica que enfureció al rey Minos quien vengó la afrenta encerrando a Dédalo con su hijo en el Laberinto que custodiaba el occiso. Los prisioneros quisieron escapar, pero sus cuerpos carecían de alas naturales u otro propulsor fiable, aspecto que no arredró al temerario. La aventura terminó bruscamente en naufragio; sin embargo, una muestra de aquellas alas combustibles corrió la suerte de los objetos venales: hubo un comprador que pagó el rescate.
—A los incidentes de la vida hay que aplicarles fábulas. Tiempo adelante, cubiertas las distancias, alea en el cristal que el vaho empaña el reconocimiento de una virtud y un mérito, ajenos y poco comunes, ideados para nuestro óptimo.
Un observador de buenos ojos verá sobre los hombros del adquiriente unas sutiles alas que el Sol no derrite; también verá, sin demasiado fijarse dado el tamaño, unos bultos que agrandan su persona.
—Ciertamente, las obras quedan, las mayores y las menores, las decisivas y las accesorias, y en conjunto escriben la historia.
Este gran amor a las certezas explica las frecuentes ausencias de la persona andante.
—Las fuentes y los pozos antes de beberla conservan el agua fresca; anotado en rudo papel de viaje un día de sed.
En su casa protegida por el anonimato, guarda y defiende el tesoro documentado con nombres, fechas y sitios, recogido en sus andanzas de investigador.
Una tarea ingente la de esa persona que sabe ver el grano en los tumultos de paja, además pesquisando tenaz y firme el rompimiento de gloria en la opacidad sobrevenida al mundo cercado.