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Virtea repertorio: El aval de los apellidos

Leonor evoca a solas, con nostalgia de un tiempo irrecuperable para ella y teme, con fundado temor, también para sus coetáneos, descendientes y compatriotas en general, las reseñas elegantes y coloristas de las publicaciones en exclusiva dedicadas a los ecos de sociedad. Su añoranza está justificada.

    Cuánto de lo que configuró su mundo y el del espectáculo galano y gentil se lo ha llevado a la cámara mortuoria el impetuoso viento del negocio tribal. Leonor suspira su desencanto, parpadea su tristeza, entona un responso sentido y con muchas ganas recuerda lo que le pertenece y no enajenará nunca por bienes materiales que tan pronto vienen como se van. Ni el cine con sus actores principales y secundarios se parece desde hace décadas al deslumbrante de la edad dorada, ni los personajes ni la información relativa al mundillo de la prensa entonces del corazón guardan sintonía con los actuales tonos sanguinolentos, ictéricos, pajizos y amarronados de vísceras y secreciones que repugnarían a los pervertidos y descuartizadores decimonónicos inmortalizados por la literatura. Ninguno de aquellos sentimientos de admiración y curiosidad opuesta a la envidia o al deseo de atraer el mal, afloran en el presente de los medios de comunicación que ofrecen a una audiencia que cede incondicional vista y oído espacios de cotilleo, burla vejatoria, rencores y venganzas servidas en platos calientes y fríos. Tampoco los periodistas o reporteros de dichas crónicas burdas, que desnudan más que visten y emborronan más que lustran, pero que supone cobran un dineral por ese trabajo sórdido que persigue a unos mientras en otros incita a la comisión de actos delictivos, se salvan de la quema: tal para cual, condena Leonor.

    Puestos a condenar sin ambages, el juicio particular de Leonor señala culpables a todos los que viven de ese cuento gracias a la permisividad cómplice de un público consumidor a espuertas de tan barato menú, una bazofia, quizá por falta de alicientes o por pérdida insuperable de la iniciativa o por haber caído bajo arrastrados por un lastre. Contundente Leonor en su juicio, supone que la frase de estar al día, de andar con la época, pronunciada en descargo de la acusación que ella formula es la excusa cómoda para eximirse de una responsabilidad aborrecida por vieja y firme según la voz de su amo.

    Con los años y su aporte de experiencia la personalidad está servida: al hablar Leonor sienta cátedra.

Madre, tía, abuela y viuda, Leonor protege el legado que ha recibido y en torno a su figura de robustas creencias concita un espíritu del que se enorgullece y piensa debe priorizar en su herencia.

    Cuando se junta la familia para celebrar una fecha recurrente, un suceso gozoso, un cambio positivo, sientan a Leonor en la presidencia y llegado su momento posa una voz decidida y, si procede, con matices irónicos en el silencio expectante. La matriarca siempre tiene en mente algo divertido, entrañable, instructivo, que contar a su fiel parroquia; se esfuerza para que así sea.

    La historia elegida por Leonor para amenizar la última celebración familiar era reciente. ¿Quién le iba a decir a ella que ocuparía un asiento en la grada de un plató de televisión mientras se emitía en directo uno de esos programas tendenciosos que denostaba? Se lo propuso su amiga Felicitas, su buena y veterana amiga, casada con Donato, a su vez el buen y veterano amigo de Leonor. La intención de la propuesta acabó difiriendo de la realidad. La cosa es que casi sin querer, por aquello de probar a través de una invitación repartida aleatoriamente, Donato, Felicitas y Leonor acudieron a presenciar el cruce de acusaciones y lanzamiento de cuchillos que la productora del supuesto magacín lúdico había organizado esa tarde para la audiencia televisiva y los espectadores en la orilla del escenario.

    A los pocos minutos de empezar aquella bronca rufianesca que sacaba del graderío risotadas y clamores varios a partes iguales con indiferencia de la cuestión tratada, las únicas expresiones que mostraban una reprobación severa a diestro y siniestro eran las del trío. La curiosa Leonor, queriendo aprovechar el tiempo que restaba hasta finalizar el grosero batiburrillo de noticias sesgadas, fisgoneos e indiscreciones, advirtió que los aplausos y los abucheos sonaban a coro, por turnos orquestados desde los timbres y gestos detonantes de unos alborotadores colocados a tal efecto por detrás de las cámaras. Ahora risas, ahora abucheos, ahora aplausos, ahora protestas. La presentadora y los tertulianos pausaban sus intervenciones para dar cabida a esa efusión en pro y en contra que con sus resortes dirigían a voluntad.

    —No me imaginaba esto.

    —Ni yo.

    —¡Anda que yo!

    Leonor, Felicitas y Donato se preguntaban por el sentido de la reyerta encadenada y oscilante, pues a toque de guion los adversarios se aliaban y los socios de parecer se enemistaban con la disparatada ristra de situaciones o la introducción de personajes viejos, frecuentemente utilizados en el negocio, y nuevos, evaluando prácticamente el juego que daban, en el relleno. Pero siempre —pudo comprobar Leonor desde su estrado y cualquiera despierto e interrogante— con una intención marcada por completo prevista de la que no cabía apartarse un milímetro. Los guionistas exigían circular por el carril único, y los productores eran estrictos con la selección del público que ambientaba a su favor el espacio y los contenidos. Los guionistas respondían con su trabajo al mandato del gabinete prog encargado de los contratos y la supervisión; los productores, un peldaño por encima, garantizaban con el formato las directrices comunicadas por el comité de expertos de la interprog en los aspectos orgánicos. Elegido a satisfacción —con un error mínimo subsanable— el jurado presente en el tribunal alternativo del derecho y la justicia, la función con toda su carga de vertidos podía comenzar.

    —No estoy de acuerdo —protestó Leonor rechazando lo que se vivía en el plató y la grada.

    —Qué chasco me llevo —se lamentaba Felicitas.

    —Aprovechemos el intermedio para largamos —sugirió Donato incómodo en su asiento.

    El equipo detrás de las cámaras y las pantallas se percató enseguida de la borrasca y el controlador al mando activó la alarma.

    Los tres díscolos habían sido detectados por el ojo avizor. Los tres, increíble e imperdonablemente para los vigilantes, se mantenían al margen de las pautas. Una anomalía por triplicado que en el peor de los supuestos podía iniciar una revuelta de esclavos aún no homologados contra la alienación y de carácter independentista contra la desidia inoculada por los canales mediáticos.

    —¡Cómo se puso el patio de las fieras con nosotros! —dijo enfatizando Leonor a su familia—. Hay que ver lo mal que sientan las críticas a esos.

    La ofensiva no se hizo esperar. El equipo delante de las cámaras, que tenía aprendida la actuación de emergencia por si acaso, lanzó andanadas de escarnio para denigrar en directo al trío disidente. Les tildaron de carcas, retrógrados y otros improperios que dañan la sensibilidad.

    —¡Estúpidos! No ofende el que quiere, sino el que puede —les espetó entonces y ahora.

    Con redoblado ímpetu enfilaron sus descalificaciones a los tres impertérritos que capeaban el temporal sosteniendo la mirada a sus difamadores.

    —Por fin salimos de la jaula de grillos, qué digo, del estercolero salimos —especificó pinzándose la nariz con los dedos índice y pulgar—, y si te he visto no me acuerdo.

    La familia rio y a la par deploró esa aventura televisiva. La madre, tía y abuela se metió innecesariamente en un riesgo. Aquella gente era peligrosa con sus dardos, opinaron. Aunque deseaban quitar hierro al asunto.

    —A mí esos individuos no me obligan a decir, pensar o hacer de una manera determinada, ni me marcan el camino ni me adulteran el sentimiento. Es más, si tiran para un lado, y vaya que tiran, yo tiro para el otro con más razón que un santo y si es preciso me enfrento que me sobran redaños —sentenció Leonor.

    La familia en bloque asintió.

    —Tómalo como una anécdota y que les vayan dando.

    —Desde luego.

    Sin embargo, hubo voces discrepantes en tono jocoso. Leonor y sus amigos debieron quedarse todo el programa con sus caras agrias.

    —La vida es muy corta para aguantar sandeces —refutó la propuesta Leonor.

    —Te perdiste el capítulo frívolo de la jornada.

    —¿Seguro que me perdí algo? —preguntó retadora Leonor.

    —Yo te lo resumo, tía. Está que arde…

    Leonor negó con la cabeza.

    —Lo resumo yo —dijo a los reunidos para su sorpresa—. Y lo enfrío de harto convencional.

Érase de un triángulo escaleno que el interés propio, tres en uno, y ajeno, caterva de famélicos busca escándalos, etiquetaba de triángulo amoroso. La pareja inicial, con los habituales altibajos explotados por los que viven del chismorreo y las puñaladas traperas, la formaban la niña Cloe y el niño Artireno; niños por la mentalidad y comportamiento infantiloide que de paso los promueve y sustenta, que por la edad transitaban de veintena a treintena. Los padres de la niña Cloe y del niño Artireno eran gente famosa, cantantes los de ella, actores los de él, con merecimientos en las respectivas trayectorias y apreciable discreción en el ámbito privado; lo que no es negocio para los caza deslices. La niña Cloe y el niño Artireno querían recibir el trato de sus padres, puestos a pedir, aunque distaran años luz en talento, esfuerzo e interés constatable; era cuestión de que los padres influyeran las decisiones que meten en la pomada. Y si no podían aspirar a tal categoría, que evidentemente no podían ni con calzador, su aspiración se decantaba a vivir de lo que sus padres siquiera una temporada empujando con los apellidos, llamando a las puertas que contratan actores y cantantes con el ariete de los apellidos. Oportunidad para hacerse un nombre tuvieron el niño Artireno y la niña Cloe, incluso para convertirse en ídolos de barro y que les quitaran lo bailado. Pero ni con padrinos o favores cuajaban una actuación que tuviera un pase. O sea que pasaron del primer objetivo profesional y fueron raudos a por el segundo: exhibirse como modelos de pasarela o anuncio, lo que surgiera por la tarea cojonera de sus representantes. Otro resbalón. Mal estaban y mal daban. El penúltimo cartucho lo dispararon en televisión: la apuesta de ser presentadores de cualquier programa o espacio dentro de un programa o cuña publicitaria resultó un nuevo fiasco. Igual que el amor que decían profesarse. Y con ese fuego de artificio corrieron a inscribirse en la nómina de personajillos concursantes en la rentable aventura de la confesión disoluta y paleta ante una cámara y una audiencia insaciables de chabacanería. Encajados al gusto de los patrocinadores y del equipo productor, exprimidores al alimón de niñatos vividores, la pareja Arti-Cloe dio escaso morbo, aburrían con sus historietas de estar por casa; el enésimo fracaso se veía venir. Pero un avispado manejador de atracciones obscenas puso la guinda al insulso pasteleo: la tercera en discordia. Hizo su aparición zafia la niña Balocha, con la risa boba de sus progenitores al fondo, cuya abultada virtud para un serial telegénico consistía en haber sido tratada quirúrgicamente al cruzar la frontera de la mayoría de edad. El cuerpo de la retocada niña Balocha no guardaba relación con el desarrollo natural distante de la operativa estética, pero esa variante pronunciada en regiones de su anatomía era su boleto para el reparto del tesoro. Otro personajillo a la greña, al plato y a las tajadas, con el sainetero ándeme yo caliente y ríase la gente impreso en el vestuario. A la niña Balocha la juntaron con el niño Artireno provocando la reacción airada de la niña Cloe en los platós y los concursos. Morbo a raudales para satisfacer a la clientela adicta.

    —¿Hace falta seguir tirando del hilo? —concluyó Leonor.

    Confundía los nombres en su ardor guerrero, pero no se le tenía en cuenta porque la descripción de hechos e intenciones casaba adecuadamente con independencia de la filiación exacta de los aludidos.

    —No sigas que les dejas sin madeja.

    Tal como llegan se van los peones de la partida.

    —No sigo que me da ardor de estómago.

    Espolvoreo de pimienta al guiso.

    —Puede ser peor si mudan de piel y feria para eternizarse en la vida del cuento.

    Leonor teatralizó una cara de espanto.

    —¡Ay, Dios! Me huelo que alguna organización política del espectro progre ensayará ficharlos para hacer bandera de la estulticia. ¿Eso da o quita votos? ¿Lo sabéis a ciencia cierta vosotros que recorréis a diario el mundo que os ha tocado en la ruleta?

    La desfachatez insana de marionetistas y marionetas equivale a la medida de las tragaderas del público.

 

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