Los viajeros de los caminos que interesa recorrer por la razón que fuere y de aquellos otros, dictados por el tiempo de ejecución, que atraen la curiosidad y despiertan emociones, raro es que no cuenten al final de su aventura lo más llamativo de cada itinerario.
Algo digno de recuerdo.
Andando por tierra antigua, de numerosas y variadas historias testigo, el viajero que con intención y asueto traveseaba una villa de urbanismo estrecho y pino, ilustración al natural de pasada importancia, en una vuelta de calle dio con una efigie sedente, mujer ataviada de oscuro encanto, dicho por el color del vestido, inmóvil en su postura acostumbrada, que semejaba con sumo acierto estar viva si no estaba muerta de lo perfecta que aparecía.
Hermosa y ajena a edades sorprendía la escultura humana al asombrado viajero que había detenido su paso y la mirada fijado en esa correspondiente irradiando poder y misterio a partes iguales. La miró guardando respeto y la distancia que media en un museo la obra expuesta al visitante.
Reanudó su marcha el viajero hasta desaparecer del paisaje, que en su memoria había enmarcado, a la vuelta siguiente con el deseo —un deseo vibrante— de dando marcha atrás parar otra vez ante ella, justo enfrente y cerca, o, sin osar a tamaño atrevimiento, de girar la cabeza al superarla camino a la inversa en un acto de comprobación que ratificara la escultura en su pintoresco sitial.
Tras una leve pugna entre el querer y el deber, interfiriéndose el instinto, se asomó a la calle esculpida y la vio desde otro ángulo, desde una perspectiva suplementaria. Pero no se acercó a ella, ni siquiera le mandó un saludo en descargo de su insolencia, un gesto de brazo y mano habitual en los cruces, de cabeza inclinada, aunque ella pudiera o no apreciarlo pues mantenía invariable su imagen.
Intrigado, no era para menos, el viajero indagó de pasada en el vecindario, como el que no pregunta con sus preguntas, como al que no interesa demasiado con su revelado interés. Y por la pesquisa de turista ocioso supo que la existencia de la mujer era real, mejor dicho, que había sido cierta, pero que abandonada la dimensión de los vivos al llegar su hora llevaba años muerta; que fue admirada a lo largo de su vida, que en vida acaparó detractores manejados por los bajos instintos; que de ella se recitaban loas y que hacia ella partían hablillas. La pesquisa de turista ocioso le confundía aún más que el dilucidar si la visión era auténtica o resultas de ensoñación. Tanto supo del informe recabado que nada en concreto sabía al hacer balance. Una paradoja que aumentaba su intriga.
Lo intentó después, cuando ya se había registrado como cliente en la hospedería del lugar, logrando de la efigie de mirada penetrante una biografía elemental. Se llamaba Elia, y en el grupo de los adeptos, el mayoritario en la rápida encuesta, era de voz limpia, valerosa e inteligente; en el grupo minoritario de los detractores concitaba odios por un recuerdo que permanecía influyente; en el tercer grupo de difícil cuantificación exacta, el de la indiferencia y el desconocimiento, ni se la veía como un vaticinio o una atracción ni de ella se hablaba en cualquiera de los tonos posibles.
Quiso salir al encuentro de Elia esa noche calmada en la villa dormida en reciprocidad al encuentro previo sobre cuyo patrocinio andaba a ciegas, pero a falta de una invitación tangible que justificara la andanza nocturna, fácilmente confundible con la de un merodeador, no resolvió involucrarse en las sombras. Resignado a esperar la luz del día en un duermevela, supuso que no le afligiría un exceso de impaciencia ni a la talla el deterioro. El tiempo acaba pasando de todos modos.
También esta vez amaneció. Y con la mañana de luz natural obtuvo el justificante que le encontraba con la figura quieta y avizor en el mismo paraje, diríase que a la espera de satisfacer su apuesta. Elia en su sitio. Orgullosa de su tránsito, simbólica de su labor, libre de reparos en su cumbre ganada a pulso. Reunido con el deseo que no cesaba de vibrar anunciando algo inevitable, el viajero sintió propio y fuerte el entronque de la raíz con la mística.
Elia le sonrió, vio su sonrisa franca. La señora de aquel mundo dividido en admiradores y enemigos, partido en alturas de honrosos y bajuras de usurpadores, le mostró su mérito con esa sonrisa de impresión profunda, ahora, no obstante, de matiz lejano. Elia le habló, y con su habla el afortunado viajero escuchó su voz que, al igual que la mayoría en su encuesta proclamaba, era limpia, valerosa e inteligente, destinada a convencer de lo que a ella había convencido.
Bastó ese momento de intimidad para que el viajero promoviera un diálogo confiado a la imaginación. Metidos en animada tertulia de puertas abiertas, los dos intercambiaron —porque enseñando se aprende y preguntando se consigue antes la respuesta— pruebas de esplendores con acreditación personal.
Fue cierta la noticia, tan extraña al oírla como todo lo entonces vivido, de que la visibilizada Elia seguía atendiendo sus obligaciones al límite de la extenuación, empeñada en no dejar ninguna tarea pendiente, mientras con su percepción sobrenatural estaba al tanto de las idas y las venidas del mundo y la distinta huella de los caminantes de corto y largo recorrido.
El tiempo se iba con prisa y sin remedio, le dijo Elia. La vida disputaba una carrera contra el tiempo, le dijo Elia. Eran demasiadas las maravillas de la naturaleza y la producción del hombre digna del mejor calificativo para ir despacio a su contemplación y estudio, le dijo Elia.
El viajero dijo a Elia que pretendía verse en sus ojos.
No dijo más el viajero a nadie ajeno a esa causa común. No hace falta contar a los que ya saben ni a los que siempre ignoran, sino apuntarlo en el cuaderno de viaje con escritura diáfana.