Fue un día aciago porque la verdad cayó a plomo sobre los infundios de los perversos. Fue un día más en la lista de los sucesos fatídicos que entorpecen la marcha triunfal cantada por los instrumentos de agitación y propaganda.
“Nos ha mirado un tuerto”, plañían los tropezados progresistas.
“Aún no tenemos los puestos copados”, deploraban los teóricos de la conquista.
Declaraciones captadas por la indiscreción de una grabadora activa en lugar prohibido.
A lo largo de cualquier vida que parezca y, en definitiva, sea por comprobación digna y honrada, hay que lamentar unas cuantas fechas de índole perversa inscritas en el almanaque de la ignominia que describe con pelos y señales una ejecutoria siniestra, artera y meticulosa, encubierta o difuminada de no poder taparse, que suman objetivos en un proceso constante desarrollado por el influyente mecanismo del grupo director. Pero la versión funesta de esa jornada que auguraba en su planificado desarrollo tanta felicidad vertió un jarro de agua helada a los promotores del miedo, las miserias y la mentira: la triple eme.
Organizada a veces, aprovechada siempre la circunstancia favorable, la alevosa previsión resultó a la par efímera y fallida al desaparecer la presunta evidencia, que relaciona al actor con la víctima, ante la irrefutable prueba de que ni el actor era tal ni la víctima tampoco. Esta vez —y van ciento en la lista de fracasos que no aparece publicada— el tiro salió por la culata; esta vez la verdad, la simple, llana y pura verdad, no yacerá sepultada bajo toneladas de comunicados coleccionables, aturdidores, un sinfín de intereses esparcidos a la conveniencia déspota del beneficiario; que de eso precisamente se trata.
Un diagnóstico erróneo acarrea consecuencias nefastas. Ya sea el de un médico sobre el paciente quejoso, el de un arquitecto sobre el inmueble afectado por deficiencias estructurales, el de un historiador sobre las causas de lo sucedido —al margen de ucronías apropiadas para los guiones de cine y televisión—, el de un docente respecto a las dotes y la voluntad de aprendizaje en el alumno, el de un mecánico respecto al fallo en el motor del vehículo, electrodoméstico o dispositivo, el de un ingeniero respecto a la consistencia de los materiales y el trazado de las vías, el de un politólogo acerca de las tendencias y las intenciones de gobernantes, mandatarios, grupos de presión, grupos presionados y grupos a sueldo; ya sea en positivo o en negativo, el diagnóstico erróneo surte de un resultado negativo que únicamente a él se debe.
La importancia del buen diagnóstico queda fuera de toda polémica.
De igual modo el efecto del diagnóstico acertado debería ausentarse de polémicas; sin embargo, por el conducto de la apostilla o el matiz trompeteado afluye la controversia.
“Si no lo niego, pero no lo afirmo”.
El interrogador pretende una respuesta concreta; le basta para concluir su obra un monosílabo afirmando o negando.
“¿Qué niega y qué afirma?”
El investigado, testigo, confidente o perito tiene claro lo que decir y lo que callar, no sea que por exceso o defecto la culpa recaiga en el inocente y la inocencia en el culpable. El investigado y el testigo de parte escurren el bulto de la responsabilidad según manda el estado de apuro personal y por extensión colectivo —dos es plural, tres multitud—; el testigo de cargo facilita el acceso legal a la imputación; el confidente cumple su obligación pactada y el perito se limita estrictamente a peritar, aunque su peritaje aleja del veredicto la definición solemne del hipócrita, el cobarde y el traidor. El veredicto de magistrados políticamente electos y el de jueces titulados por la oposición clásica contemplan las variables en liza desde perspectivas antagónicas.
El interrogado se defiende sacudiéndose la polvareda: “No es lo que parece”. Y con la lección aprendida a fuerza de repeticiones y ejemplos, achaca su desgracia al ambiente y a la sociedad y por elevación al sistema y al régimen y a la pluralidad de mundos opinantes. Luego cambia su declaración inicial y despeja las incógnitas que con idea había esparcido: “Ha sido otra cosa”.
Aupados a los hombros de la experiencia, los interrogadores establecen que lo sucedido el día de autos en nada se asemeja a lo que ciertos intereses han difundido proyectando una ficción estridente. El tropel de la acusación rabia con la bilis acumulada: ni los muertos y agredidos, ni las amenazas teatralizadas a nivel de grosería, ni los informes de falsedad ad hoc, ni las obscenas manifestaciones en la calle aprovechadas como tapaderas y excusas, sirven para refrendar los trazos gruesos con que se redacta la política del presente a la eternidad.
“Así no hay manera de ganar crédito, tiempo, espacio y elecciones”, los corresponsales acreditados testimonian el abatimiento de las fuentes consultadas.
Con tanto material debatible puesto en juego, los votantes que cambian de rumbo con el rolar del viento y los abstencionistas casi irredentos entablaban un diálogo de convenio: desconocían la repercusión de lo ocurrido; lo imaginaban; el declive iba pronunciándose muy rápido; la mecha estaba prendida por al menos tres puntos; y qué se le va a hacer si no somos más que números, más que mandados, más que obedientes a la obediencia.
“¿Qué hemos hecho?”, dio su réplica una voz penitente, tímida por marcada actitud sincrética, desconcertada con el devenir turbulento en alturas y bajuras, no atinando a encontrar la salida o siquiera un ramal de escape.
“¿Qué han hecho?”, refutó al eclecticismo una voz de duelo, añadiendo: “¿Qué harán después para borrar las huellas, el rastro y los indicios racionales de criminalidad?”
La voz acusadora impacta contra el muro de silencio y la barricada de oprobio protegiendo la urdimbre de los objetivos, pero no lo altera en su sólida configuración. La respuesta a la pregunta de qué maquinarán para eludir la acción de la justicia, si esta llegara a producirse un venturoso día, era patente: incrementar la presión en las calderas mediáticas, en la superficie y por debajo repartir beneficios, comprar voluntades pedigüeñas e infiltrar agentes de distorsión donde más se precise.
“Respondido queda”.
“¿Y del asunto enquistado qué hacemos?”
Era imposible tapar los sucesivos fallos y el espectáculo bochornoso sin acabar previamente con la resistencia tenaz y acerada.
Un traspié lo da cualquiera, hasta el mejor escribiente emborrona sus cuartillas. El manual de la imposición y el sometimiento resuelve que se debe conservar la calma y desviar la atención de las facciones molestas con bulos, cortinas de humo e insinuaciones corrosivas apuntando a la línea de flotación; tales medidas suelen bastar para salir del trance. Si hoy no ha colado, si hoy la vorágine ha revertido su dirección, mañana traerá nuevas oportunidades fabricadas por el organismo pertinente, y como la memoria del vulgo es frágil —una dádiva para los cómicos y los políticos— y a los de cierto signo e inclinación copando las instancias que orientan y difunden se les perdona y tolera y acepta y defiende hagan o deshagan, engañen o distraigan, cubran o desvíen, paguen o cobren, nada hay que temer salvo la irrupción en la escena política al uso y en el escenario judicial de un delator, denominado coloquialmente un tirador de manta —el que amenaza con llevarse por delante a muchos significados si a él lo condenan por uno o varios delitos encargados—; con la excepción de este elemento caído en decepción por la promesa incumplida y el polvo atrás en la huida puesto a rastras en el disparadero, el castigo al que lo merece es un asunto de mera retórica que se sustancia con la omisión o, en aguas bravas, con los fuegos de artificio y el estiramiento contorsionista de los plazos, recurso habitual del asesor áulico.
A cambio de protección y un luengo pasar acomodado, el delator —el acusica de la infancia, el chivato— anuncia que también para su ventaja el fin justifica los medios: “O nos libramos todos o no se libra nadie”.
“¿Qué anticipan las cloacas?”
“Efluvios hediondos a espita rota.”
Secreciones del rencor y humores de la felonía destilados por la memoria de la conveniencia. ¡Cuán desconsiderado el solitario en el banquillo que se enfrenta a penas de cárcel e inhabilitación, aislado de los otrora coligados en el feliz remate a puerta vacía! Los climas políticos, mediáticos y financieros, que excluyen con cajas destempladas a la competencia que surge por deseo de un público dotado de criterio, elevan y derriban siglas y nombres de acuerdo con los intereses nunca ocultados de gobernar el esfuerzo ajeno, encauzar sus extraviadas energías, orientar las atribuladas conductas y regir sus actos cotidianos.
“A grandes males, grandes remedios. La inercia es tozuda, impetuosa y ubicua, mantiene a flote el barco y hunde al enemigo. La solución come en la mano”.
Al otro lado del muro separador de credos, vidas y universos, percutía una demanda:
“Más obstinada habría de ser la voluntad.”
A uno y otro lado de la profunda frontera repiqueteaba como las gotas de lluvia en los canalones la siguiente pregunta:
“¿Cuál de ellas?”
La voluntad de imponer el arbitrio a partir del maquiavelismo de las tres emes combinadas: mentira, miseria y miedo. La mentira por la insidia y la tergiversación conducente al engaño; la miseria por la ruina y el caos; el miedo por la algarada en su fase previa al terror.
En una sociedad puesta en el disparadero y con individuos embrutecidos por el gobierno de los creadores de opinión es un mentiroso el que denuncia la hipocresía, un intolerante e insolidario el que denuncia la cobardía y un desleal el que denuncia la traición; y un vendido el que denuncia a los vendidos.
Esto pasa y así se cuenta en la dimensión absorbente del progresismo totalitario.