Se conocieron en un congreso de bioquímica celebrado en Berlín y enseguida congeniaron. Las evoluciones de la ciencia los reunió durante años en otros congresos internacionales donde también se hablaba, con mayor o menor libertad, con información realista o hipótesis de trabajo en paralelo, de todo cuanto afecta a los seres humanos sin distinguirlos por su capacidad intelectual, valoración pública, compromiso, ámbito profesional o lugar de residencia.
La buena sintonía entre ambos se mantuvo desde aquel primer ya lejano encuentro. Una frecuente correspondencia los situaba en la proximidad pese a la distancia de miles de kilómetros y otros obstáculos que fueron ganando protagonismo a la par que remitía la anterior fluidez en el contacto. Las informaciones y experiencias que intercambiaban como la cosa más natural del mundo en su condición de científicos reputados y calidad de amigos, en el canal privado de pronto comenzaron a manifestarse si no contradictorias si un tanto disociadas del aspecto que se suponía trataban. Cada vez más inconexas las noticias, como víctimas de una patología sobrevenida que el mismo enfermo aún ignora padece; progresivamente escaseaban los comentarios de índole personal y desaparecieron los relatos que ilustraban con gracia y sentimiento la forma peculiar de vida y la distintiva comprensión del mundo. Esas informaciones y experiencias no se asemejaban a supuestos en estudio, ni borradores para la elaboración de una teoría. Eran, o le parecían al asombrado receptor, simples ocurrencias, vulgares tomas de posición sin fundamento racional ni empírico.
Los correos que de inmediato enviaba a su colega, pues ninguna reflexión científica cabía, demandaban preocupados una aclaración al extraño contenido que tendía al cuento infantil.
No hubo respuesta cabal mientras hubo respuesta.
Ni llamadas telefónicas, ni mensajes de texto, ni cartas certificadas con membrete de institución oficial, ni burofaxes obtuvieron el premio a la insistencia: aquel colega y amigo había desaparecido del mapa. En el presente sólo quedaba de él una serie de documentos dando constancia de su progresivo deterioro.
O se había voluntariamente apartado de toda actividad cognoscitiva y no quería o podía explicar sus motivos, o le impedían la posibilidad de contacto exterior. Ambas situaciones le alarmaban, y unidas a la impotencia le provocaban una ronda de angustia vital.
Al final de la pendiente, de su colega y amigo le quedaban delante de los ojos las historietas descabelladas de un científico perturbado, de un filósofo ido, de un profesor en abandono de su otrora encomiable labor, que utilizaba un lenguaje de mixtura con símbolos, letras y cifras; una multiplicidad de signos sin lógica aparente que serviría de alfabeto críptico a una comunicación secreta para burlar los rastreadores enemigos.
Para mejor captar la esencia de los textos recibidos en su dirección de correo electrónico y tenerlos a mano en toda ocasión los había impreso. Cuando le acuciaba una necesidad entreverada de sospecha los leía en busca de un sentido que burlón, intrigante y retador se escapaba por el aire.
Una comunicación secreta, se repetía como única alternativa a encontrar sentido; una comunicación que se exigía descifrar.
Pero, además de una moraleja, qué podía desvelar en una fábula sin pies ni cabeza; en una leyenda que explica a neófitos, a noveles, a incultos atemorizados, el arcano de la naturaleza con ese lenguaje de pictogramas y jeroglíficos; en una parábola a los discípulos ausentes.
Piensa que te piensa desconcertado, estrujándose las neuronas con un malestar creciente. ¿De qué hablaron en persona durante años, repitiéndolo al venir al caso, que tuviera algún nudo con el lenguaje de símbolos? Piensa. Conservada la memoria de esos diálogos, conservada la intención que los propiciaba, conservado su carácter instructivo, la certeza podría rasgar el telón de incertidumbre. Piensa.
Evaluando una probabilidad remota.
¿Y si fuera cierto?
Si fuera cierto que en un lenguaje secreto, tan extravagante que no suscitara recelos a la censura, su colega y amigo le hubiera dado cuenta de un asunto de máxima trascendencia que a su vez y con presteza debía transmitir a una autoridad competente para su divulgación.
La memoria es un arma determinante que el tirano y el déspota pretenden abolir enterrándola, sofocándola, descomponiéndola, bajo una reiteración de mentiras estructuradas para consumo masivo.
¿Y si era cierto?
Asido a ese clavo ardiendo se sumergió afanoso en la nueva lectura de los documentos impresos que por impulso precautorio ya no residían en el archivo de su correo electrónico.
Recobrar la memoria era clave. Una clave de exigencia mayúscula. Puso todo su empeño en conseguirlo.
La memoria recobrada a fuerza de voluntad cumplió su cometido por etapas, alumbrando la tiniebla hasta describir una odisea de final pavoroso.
“No podía esconder esa información que me quemaba ni sacudirme la preocupación por lo que había descubierto, no podía sustraerme a sus consecuencias. Responsablemente debía trasladarla con urgencia y esperar que ese destinatario la creyera. El tiempo corría en mi contra y como una tempestad soplaba a favor del catastrófico resultado”.
Tenía que salir del cerco furioso. Tenía que escapar de la miseria que iba inoculándose por capas, por segmentos, por esferas, a millones de indefensos humanos, muchos millones de confiados e ignorantes humanos que sólo veían y escuchaban la información que les venía dada. Tenía que arriesgar para dar un valor digno a su vida, sin negarse a perecer en el intento.
“El portar la talega donde había metido la documentación reunida como un elemento más de mi escaso equipaje para un desplazamiento interior era de por sí un consuelo, una acción que me ayudaba a redimirme frente a mi conciencia. La repartición de culpas me alcanzaba como científico relacionado en las fases iniciales de un proyecto que escondía su secreto. Ese transporte peligroso, que adivinaba mortal en cualquiera de los momentos que levantaba cuchicheos y especulaciones según la categoría del individuo a mi paso, lo sentía como un premio. Ahora viajaba por la buena senda”.
Al entregarla a su confiable destinatario, de la talega manaría impetuosa la secuencia de la causa al efecto: el sedimento lo arrastra la corriente y se extiende ilimitado y devastador. Las predicciones de la advertencia mudaron su ficción primigenia para convertirse en una realidad de distopía.
“Conocer el mal, su origen y desarrollo, su transmisión y modificaciones, me orientaba hacia el bien. Mi temor no se refería al mal, sino a la complicidad del silencio y el miedo. Pedía ser escuchado. Pero, ¿quién escucharía a un fugitivo, a un perseguido, a un orate en su inverosímil desatino? Alguien sabio y valiente, me dije infundiéndome ánimo. Alguien que como yo, más muerto que vivo para el mundo, rechazara implicarse en un crimen de lesa humanidad”.
Surgió alguien como él, solemne y enigmático, dispuesto a soportar el acoso y el hedor de la miseria. Los unía un propósito idéntico del que no pudieron hablar metidos en prisas, en laberintos y en la oscuridad de la fuga.
“La talega sería rescatada de la hecatombe, me convencí necesitado de ello. Le dije al depositario: ‘Protege la nariz y la boca de los efluvios malignos, distánciate de tus semejantes en la medida que dificultes el contagio e higieniza tu cuerpo repetidamente para sanarlo de la miasma’. Me dijo que así obraba desde tiempo atrás.”
No preguntó cuánto tiempo llevaba previniendo el contagio. El contenido de la talega había quedado bajo su custodia, misión cumplida, lo demás era accesorio. Ese alivio pasajero le ayudó a conciliar el sueño, le condujo en volandas de la fatiga y la angustia a un prolongado descanso, inocente en su desvalimiento, con los ojos cerrados y la mente viajera. Soñando. El viajero en su fábula onírica abría el contenedor de la verdad al mundo activo y al mundo pasivo, a los científicos inmersos en labor disciplinada, a los instructores de conductas y a los arquitectos del entramado social. Aquel sueño lejos de reparar al dormido lo sitiaba con un clamor de reproche; o quizá fuera venganza. Una venganza fruto corrupto de la envidia. Un cerco de venganza y envidia lo aislaba en el peor desconocimiento. Aquel sueño inducido puede que no sólo por la fatiga y la angustia le bloqueaba, le anulaba. De aquel sueño estupefaciente no volvió. No hubo más noticia de quien nunca estuvo donde se busca.
La memoria depuso con la debida fidelidad en su turno.
Sobrecogido, pero no incrédulo, entendió que había prisa, que se hacía tarde. El efecto de la fuerza centrífuga se dejaría sentir en todas partes.
No le había llegado el contenedor de la verdad, no disponía de la prueba irrefutable ni, por desgracia, del testigo de cargo. Podía intentarlo. De hecho, lo intentó acudiendo donde guiaba la lógica. Y su intento quedó en eso, ridículo aparte. Pero la repercusión de su informe, desprovisto de sostén, cogido por los débiles hilos de una interpretación fantasiosa, le implicaba en una trama oculta de conspiradores.
Paradójico: oculto él, que dio la voz de alarma.
Cuando una alarma molesta se apaga. Y luego se retira.
En el fondo de la bolsa fugitiva yacía la esperanza, que tampoco pudo escapar.