Llamaba Fabiola Confidencial a su canal de difusión, un nombre apropiado, de calculada imprecisión, que era bien acogido por su creciente audiencia; pero hubiera podido llamarlo con la misma propiedad El mayor desprecio, título este sí preciso que deriva de ignorar consciente y selectiva las voces furibundas del acoso y derribo actuando contra su voz, sincrónicas y en comandita a la orden de una instancia vociferante superior pagadora a las secuaces en bienes o servicios.
Era el de Fabiola un canal doble, no sólo en el sentido de circulación comunicativa en ida y vuelta, favorecida la participación, sino también en que las emisiones viajaban el mundo por las vías digitales de sonido e imagen. Un aprovechamiento eficiente de la tecnología.
Su Confidencial desde el mayor desprecio, arrostraba una vigilancia intensa y preocupada. Molestos por la amplitud de los contenidos, pendientes de la innegable repercusión de los mensajes, los controladores de la progresía se revolvían coléricos a través de su piélago mediático en red, enfilada la díscola confidencialidad de Fabiola, batiendo con bárbara oposición cualquiera de sus aportaciones. Mientras ella, imperturbable, como si oyera llover, a diario ejercía su labor voluntaria al margen de la censura de los comités audiovisuales, los consejos de administración infestados de políticos en segundo o tercer destino y los gabinetes de programación y contraprogramación. Probablemente esa actitud significada en el mayor desprecio era la herida purulenta que ningún tratamiento específico lograba sanar.
A lo suyo, Fabiola rechazaba todos los ataques pasándolos por alto. No respondía a los intereses de una fábrica de votos ni a la disciplina de una maquinaria política embutida en el envoltorio de una organización social; con su iniciativa adquirió el protagonismo de quien decide en su vida de la cuna a la sepultura, y de paso daba visibilidad y palabra a cuantos se sintieran representados.
Electores de presente y futuro, en suma.
Un gran problema para los controladores y sus vigilantes.
La presencia de Fabiola infunde valor y confianza en la propia fuerza. Su aportación es contundente, sus relatos creíbles, su experiencia en grado total compartida. Al concluir cada uno de los episodios cierra un enigma y abre un interrogante implicando al público comprometido, profética en aquello elemental cotidiano.
Sugiere a su audiencia de aquende y allende que desde la individualidad del ser libre e inteligente improvise como buenos músicos de una orquesta excelente.
No hay gobierno ni logia ni asamblea ni agitación ni propaganda que frene su impulso, porque, sencillamente, hace caso omiso de esas radiaciones. Su facultad y su corazón aterran a los tiranos, a los sátrapas y a la recua de opresores en nómina. Es invencible por valiente, directa, paradigma de aislamiento ante lo negativo y cauce de expresión que recoge un sinfín de afluentes en su curso.
La facultad discursiva de Fabiola en su Confidencial desde el mayor desprecio exaspera los caracteres violentos y sombríos.
Con ella nació su audacia. A partir de entonces ha ido completando —con el deseo de no acabar jamás tan apasionante instrucción— una obra que por delante gana adeptos y a la zaga detractores, que a medida de su consolidación le permite elegir —la pieza maestra en el tablero de la vida— plataformas de izado y baluartes donde estrellar la acometida de la hueste perturbada.
Es insobornable, reiterativa y tenaz, virtudes que la malquistan en el yermo de la intelectualidad venal.
Las descalificaciones calumniosas, la denigración provocadora, el denuesto y menoscabo, prolíficamente vertido para incendiar mente, cuerpo y relación, caen en saco roto para yacer en una fosa séptica abismal. Mueren las criaturas ahogadas en la miseria que las origina.
El escenario es ella, el camino el que se labra, los sentimientos y las emociones las que afloran, el acento personal, la presteza innata y la sabiduría adquirida al precio que vale.
Fabiola retratada en el altar del triunfo edificado por constructores de variada procedencia, y con sus ruinas también aportan material sólido y estable los demoledores. Pero no duerme sobre laureles que vana complacencia y falta de resguardo mustian.
El viaje iniciado hace mucho tiempo sigue, ha de seguir. Es imprescindible que siga.
Fabiola guardaba con orgullo en su feraz archivo esa cosecha prolongada de opinión crítica. Suponía un prontuario de lectura obligada antes de que el cíclico decaimiento afectara la influencia de sus mensajes, crónicas, informaciones, propuestas y anuncios.
En su fuero interno, su insomne conciencia, la resistencia al calor que agota y desertiza y al frío que cala y desespera pugnaba en una guerra sin cuartel —en la que el menor descuido, la vacilación imprudente o la precipitación ciega daba al traste con todo lo edificado y armas a un de por sí enemigo implacable— contra el desistimiento de las tareas, contra el seguidismo alienante y la mezquindad de la corrupción en su abanico de incidencias.
“Aparte los ojos y los oídos al que le disguste”. No entrando al trapo de la provocación se protegía de la oscuridad y dejaba en evidencia, aún más si cabe, a las revueltas y pestilentes criaturas de la ciénaga.