El aparato mediático de obediencia prog (léase los medios de agitación, propaganda e infundio afines al progresismo totalitario y en su nómina), hegemónico tirando a aplastante en el panorama de la comunicación social, rechazaba que la víctima se defendiera de su agresor con técnicas de defensa personal bastas o depuradas, infligiéndole un daño susceptible de reclamación en el tribunal correspondiente —un dislate en el colmo de la aberración garantista—, salvo que fuera mujer y que la agresión física proviniera de un varón o que un varón al margen de sospecha actuara expeditivo en favor de una mujer previa demanda inequívoca. Estos eran los límites establecidos por la arbitraria corrección política para que alguien pudiera defenderse o se le pudiera defender sin intervención exclusiva policial aunque llegara tarde. La reacción instintiva, lógica y natural de la víctima quedaba circunscrita al grito, al aspaviento y a la huida.
Cuando un día igual que otro a primeros de mes, a una hora bañada por la luz solar, cierta persona hasta entonces desconocida para los reporteros, los presentadores de informativos y público espectador en general, acudió rauda y dispuesta a lidiar en una plaza de riesgo en auxilio de un anciano al que dos individuos más ágiles, fuertes y jóvenes pretendían intimidar violentamente con finalidad de robo, la urgencia informativa tomó un giro inesperado, polémico y duradero. La noticia tuvo recorrido mal que pesara a demasiados gabinetes, y además con una sola versión de los hechos, también a pesar de esos mismos. El septuagenario portaba en un sobre guardado, y comprimido, en el bolsillo interior de su chaqueta, el dinero que había retirado minutos antes de una sucursal bancaria. Probablemente aquellos dos bravatos lo tenían vigilado, y sin disimulo fueron a recaudar ese tributo al indefenso contribuyente. Con zarandeo previo a la recepción del golpe que advierte de lo que va a pasar si no hace lo que se le manda, el anciano sintió un instante el miedo de no salir bien librado al oponer resistencia, o sea, de caer fulminado por el rayo que ha elegido su árbol como diana, un miedo que un instante después atenaza y luego, mecánicamente, entrega lo que se le pida y ruega para que el mal pase de largo sin ensañarse. A punto de impactar un segundo golpe, de mayor potencia, que iba a la cabeza y daría con el setentón en el suelo, el asaltante que lo lanzaba quedó inerte boca abajo arrasado por un huracán, mientras su compinche segundón, aún en pie, confundido por la brusca sucesión de los acontecimientos, dudaba entre plantar batalla a la furia justiciera o tomar las de Villadiego en busca de refugio. Indeciso, pero agresor al cabo, echó mano de una navaja, el filo amenazante, el pulso nervioso y la mirada turbia, pero cobarde, tan sucia e infame como la intención que no pasó de ahí: en un abracadabra perdió la verticalidad, el arma y las ganas de permanecer en un escenario hostil.
Avisada por los vecinos presentes, la Policía cerró el episodio callejero. Tímidos aplausos de fondo, incrementados enseguida —unos empiezan y otros siguen—, premiaron al ciudadano valiente en el marco de su hazaña. El anciano no daba crédito a su desdicha y a su fortuna, parejas en el desarrollo, palpando el bulto cobijado en su bolsillo. Pensó que un ángel de carne y hueso le había salvado la vida y la hacienda.
El ángel de carne y hueso se llamaba Benito Aguirre. Era un brigada del Ejército de Tierra en la reserva que pasó volando sin alas del anonimato a la popularidad por su civismo en grado heroico. Una popularidad efímera, no obstante, por llamativa e inconveniente según quien la juzgara; y hubo juicios en todas las direcciones, y prejuicios aireados en nombre de una racionalidad programática y del inefable control político que no tolera suplantaciones ni cuestionamiento práctico alguno por honrosa que sea la iniciativa.
Benito Aguirre quiso pasar desapercibido, no tanto por restarse mérito —había actuado en conciencia desechando un cálculo preciso de las consecuencias— como para evadirse de una presión mediática tendenciosa. Le sonaba raro que el protagonismo del hecho recayera en su modo expeditivo de impedir la comisión de un delito en un espacio público a plena luz y con testigos. Le parecía fatal el sesgo y la reiteración de esas preguntas encaminadas a tenderle una trampa. Pero ni se arredró ni ocultó, simplemente continuó viviendo a la manera que había decidido.
Aparte esos enviados a recabar información, y de paso, hurgando en la sensibilidad, impresiones comprometedoras que demolieran al mitificado, donde ya nada quedaba por extraer, la familia, allegados y vecinos de Benito Aguirre se felicitaban por tenerlo cerca.
—Escucha, Benito, te pido un favor.
El vecino de salud frágil, empujado por el temor a lo sucedido, rogó le acompañara a una gestión. Acuciados otros vecinos con sus trámites y recados, solicitaban al brigada Aguirre que, si no le molestaba, si no era inconveniente, si le venía bien, fuera a su lado ofreciendo la necesaria seguridad para moverse.
—Con mucho gusto.
Y allí que iba tranquilo con su escolta a resolver el asunto inexcusable. En señal de gratitud, qué menos, si procedía, el beneficiado invitaba a Benito a un desayuno, a un aperitivo o a una merienda, según el momento del día cumplido.
El ejemplo de Benito Aguirre cundió espontáneo, de modo que una exhibición disuasoria de voluntarios anónimos pronto cobró auge. Jubilados, estudiantes, desempleados de larga duración y personas dedicadas a sus labores ayudaban desinteresadamente —gratis et amore— al prójimo necesitado, pero sin sustituir a la persona en su ida y vuelta cotidiana. Visibles a diario, aunque no se identificaran por lucir uniforme, cinta al cuello, brazalete o insignia en la solapa, en movimiento cívico de calle, en espera de asiento donde lo hubiera, de compra, de charla, pendientes alrededor sin esfuerzo interpretativo, solidarios con paciencia, desarrollando dos tareas a la vez o alguna más.
Se notaba, y en su defecto presentía, a la tropa protectora en el espacio ciudadano, y el contento de los usuarios con el servicio altruista. Por ende, la ejecutiva censora echaba espumarajos por la boca: aquel altruismo en la obra social descomponía la trama en red subvencionada de organizaciones no gubernamentales urbanas (ONG’s) urbanas y asociaciones vecinales contrarias a la admisión en sus dominios de elementos refractarios a la sujeción ideológica, entrometidos de voluntad ingobernable, intrusos de actuación encomiada por la conciencia, muestras circulantes de competencia desleal y finalidades tan diferenciadas como las que separan la caridad del inducido desamparo.
El enfado de estas organizaciones recolectoras de partidas presupuestarias asignadas por la administración local era ostensible en grado estentóreo. Sabedoras de su fuerza en los círculos políticos, orquestaron una crisis reflejada en los editoriales y columnas de opinión afines, urgiendo a la toma de medidas que encauzaran de inmediato a esos disidentes esparcidos en torno como una plaga. Los argumentos a emplear para su desactivación serían los recurrentes: que si fascistas con la rienda suelta, que si intolerantes agrupados bajo unas siglas concretas, que si violentos enmascarados de almas generosas, que si racistas, xenófobos e insolidarios coartando las manifestaciones de subsistencia de colectivos desarraigados y en grave peligro de exclusión. El descrédito revestido de campaña machacona solía ganar la batalla en los opinantes, y derivaba a menudo en la eliminación del incordio para que todo siguiera un curso programado.
Los disuasores-protectores —a elegir por cada uno el título que mejor les casaba— sufrieron estoicamente el acoso mediático y vocero, como si no fueran con ellos los calificativos, las reprimendas y las acusaciones, las exhibiciones de presión y los jaques coactivos.
Incomprensible pero cierto: la actitud benemérita sobraba, era contraproducente, provocaba división y enfrentamiento. El mundo al revés, se dijeron, entre otros, los antiguos compañeros del brigada Aguirre, decididos a sumar efectivos en una concentración de apoyo y desagravio.
Peor sentó esta solidaridad notoria a los autoproclamados con énfasis y amplificación buenistas, a extremo de situar en el campo de la delincuencia a los tachados de rebeldes. Y nada mejor que una prueba aireada con el recurrente estrépito para demostrarlo: había que contaminar al enemigo con infiltraciones.
Benito Aguirre y las decenas de voluntarios ignoraban las maniobras de zapa, ausentes ellos de la trifulca interesada que por un oído entraba y por el otro salía. Pero los allegados y, especialmente, los beneficiarios, estaban atentos a la introducción de esa baza activista que daría al traste con lo positivo realizado.
—Hay que andarse con ojo —advertían.
—Con los dos ojos abiertos —afirmaron.
Simplemente era cuestión de rechazar el ofrecimiento de alguien sospechoso de traer camuflado un engaño.
En principio nadie iba a desistir de su idea ni a cambiar de bando.
Una mañana soleada y de estar agradable, Benito Aguirre paseaba entretenido con el recuento de sus obligaciones. En eso, un vecino de aproximadamente su edad y guiado por el hábito ya radicado de asistir al desvalido, se le acercó saludando a distancia.
—Me ronda la cabeza… —empezó.
El tema de los impuestos.
Benito Aguirre se lo quedó mirando.
—Eso nos escuece a la mayoría. Y nos sobrepasa.
El vecino asintió.
—Lo sé. Pero tú imagina si pudiéramos hacer algo que ayudara a tantísima gente afectada.
—Respecto a qué, hombre.
El vecino preocupado se refería a la injusta e ilegal doble imposición en las sucesiones y donaciones.
—Es una canallada que se grave a los bienes relictos.
—Una canallada de padre y muy señor mío, desde luego —convino Benito Aguirre.
El vecino soñaba despierto.
—Supón que nosotros, a nuestro estilo, pudiéramos echar un cable en esto. ¡Cuánta gente lo agradecería! Yo el primero, qué caramba. Y la que liaríamos en Hacienda.
Benito Aguirre distrajo la mirada en el cielo aguijoneado por los edificios. Si únicamente con proponérselo fuera posible…
—Lo supongo con mucho gusto.
Siguieron andando juntos un trecho en animada conversación de ideales.