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Virtea repertorio: Mensajeros del borrado

Una vez más y con el añadido de premura la orden era tajante: había que convencer a todo el mundo de que las apariencias engañan, de lo que parece no es y de que lo sucedido es una especulación tendenciosa e interesada.

    La tropa encargada de eliminar el criterio perturbador y cambiar la opinión contraria de periodistas, comunicadores y votantes tenía que ponerse el traje de faena para corriendo la posta y con las mañas precisas —ceñidas al procedimiento de emergencia— repartir el argumentario urdido por el gabinete nuclear del Departamento de Información y Propaganda.

    Consignas aparte reproducidas por doquier hasta la saciedad, los borradores de la impresión cierta, originada en el manantial de la verosimilitud, debían confundir el paisaje —emborronándolo a extremo de distorsión— de manera que fuera creíble, lo suficiente creíble o, en su apurado defecto, mínimamente creíble, lo que a las claras era otra cosa, es decir, parecía lo que era.

    Ardua labor disuasoria, pese a lo bien retribuida y lineal, esperaba a los mensajeros del borrado para lograr persuadir de que no era tal la evidencia pintada por esas maniobras de una oposición perversa, sino un engaño, una ilusión engañosa, que sí era tal, pero como si no lo fuese cual pretendía mostrarse zanjando la irritante polémica. O sea, que sí pero no y viceversa.

    Acostumbrados a trabajar a destajo cuando sonaba la alarma del peligro incendiario, de la proximidad de fechas con acontecimientos ineludibles, los mensajeros salieron alocadamente de sus capullos a cumplir el cometido vital. Inoculados con dosis múltiples de fervor mesiánico —sabedores de lo que se jugaba cada uno en el envite— las caricaturas reptantes de sus amos invadieron las conducciones para distribuir el texto sagrado con la buena nueva de la verdad oficial.

    En esta cuestión como en todas las demás de trascendencia, recordaba el jefe de personal —el que quita y pone antes de ser apartado del cargo si su trabajo, léase si el trabajo que manda realizar, es deficiente o insuficiente— a sus servidores por la vanidosa pretensión de soltar la última palabra, el fin justifica los medios que sea menester utilizar.

    Los veteranos de la embajada en cuanto finalizaban las instrucciones del modus operandi fluían del apostadero por la ruta marcada, desempeñándose con el automatismo de una maquinaria a punto. Suyas eran las misiones de censura en las comparecencias de políticos y técnicos asimilados a la política, especificando antes de dar inicio las preguntas o el tipo de preguntas a formular y los preguntantes o la procedencia de los preguntantes que las expondrían sin embozo ni rubor; suyo el dar la cara con desmentidos por afirmaciones improcedentes o precipitadas, suyos los cortes a las exposiciones inconvenientes y suya la confección de tapaderas a medida de hechos consumados o en vía de producción que debían pasar inadvertidos.

    Los eventuales del recado puerta a puerta, requeridos por la acumulación de trabajo en una campaña extensa, ellos mismos solicitantes del empleo por la ambición de ir trepando hasta las alturas, al término del aleccionamiento escampaban de la sede y corre que te pego, manguera en ristre, acudían a sofocar hogueras locales, esas de combustión espontánea que de no apagarse pronto, vigilando después el humear de los rescoldos, alcanzan terrenos inflamables por contacto y el lío aumenta. El régimen interior era su campo de acción y desarrollo —los trapos sucios se lavan en casa, los negocios se ventilan en secreto cómplice y encubridor y nada, nunca, sea ante micrófonos o juez, de dar tres cuartos al pregonero—, pero teledirigidos por un guía experto en las maniobras que algún riesgo entrañan.

    Los borradores veteranos y de confianza probada ensayaban entre bastidores los monólogos que luego recogerían las cámaras y los micrófonos; los borradores novatos y eventuales ejercían su tarea controladora en la base de la pirámide. A los veteranos solía bastar una llamada, un mensaje o una indicación más o menos sutil para resolver el asunto prioritario; a los novatos y eventuales suponía una lidia de fango el devolver las aguas a su cauce. Los veteranos guardaban en la memoria y en la agenda las señas relevantes de sus interlocutores, con margen de tiempo y forma para establecer modificaciones: o con este o con esto; los novatos y eventuales portaban a mano la lista con los nombres y las direcciones de sus visitas y un recordatorio de las directrices para uso compartido, sin margen de ninguna clase para cometer errores: o apruebas y sigues escalando peldaños o suspendes y te vas con la espada de Damocles en tu cabeza.

    El tiempo es oro en estos casos, aunque, probablemente, ni jefes ni veteranos ni novatos hubieran oído hablar de las Horas mitológicas, que eran tres: la diosa de la floración, la diosa del crecimiento y la diosa de los frutos en sazón; pero de floraciones, crecimientos y frutos sabían mucho los eslabones superiores del escalafón.

    Uno de los eslabones inferiores, de nombre José Alberto Díez, joven militante con ganas de medrar, como el resto de sus compañeros, pero cuya supervisión, a diferencia del resto de sus compañeros de promoción, revelaba el síntoma inquietante del pensamiento crítico, tras el recitado de instrucciones y la posesión de la carpeta con el logo y el color del partido, sintió una arcada, todavía ligera y baja con relación a la boca, que lo detuvo unos minutos camino de su destino.

    Una pausa de sosiego reflexivo metido en un bar, rodeado de gente entre la que únicamente levantaba sospecha de llegar tarde a sus citas mientras le apremiaba el reloj de pulsera y el de pared enfrente de su mal estar, y los acarreos de consumiciones, los roces del tránsito y la incomodidad por dentro.

    El eco de la arcada persistía al cabo de un rato, pero ya no podía seguir prolongando la demora ni tampoco suprimir de un plumazo la angustia por su aflicción moral.

    “Cuán duro es hacer lo que no se quiere hacer”, se confesó. A un comercial listo ese prejuicio no le ocasionaría desvelo, admitió resignado a perder, aún peor, a condenarse tomando una dirección o la opuesta. Continuó su razonamiento desesperado, que le iba hundiendo en un mar de brumas ocultando arrecifes, con el ejemplo del agente comercial que tenía como objetivo vender un producto, una idea, una utilidad o incluso una patente de invención —le vino a la cabeza ese supuesto como una ráfaga de aire fresco que alivia la presión asfixiante de un ambiente impuro—, a toda costa vender eso para ganarse la vida honradamente. Y él, de nombre José Alberto Díez, militante a disposición del partido, militante para servir a los intereses del partido, militante para actuar de correo y correa en beneficio del partido, igual que el agente comercial tenía que vender, mejor dicho, tenía que convencer a sus compañeros de militancia, ambiciones y simpatías de que el color negro era el color blanco, de que lo que ayer estaba invalidado hoy era válido, de que lo escrito y firmado no era exactamente lo que había sido escrito y firmado, y de que lo prometido era una mera excusa, harto aceptable, para cruzar en primera posición la línea de meta. El fin justifica los medios, proclamaba a diario el jefe de personal, y él, un militante sin padrino, lo único que debía hacer era ratificar el aserto y su derivada de acatamiento a las agrupaciones y sectores que le habían encomendado.

    En definitiva, esa frase hecha de largo recorrido condensaba el argumentario de la acción política en la que militaba. El otro argumentario desplegable con ruda afirmación, en realidad ideario por bandera, era el de que la única verdad que cuenta y prevalece es la de nuestra mentira, un dogma creído con fe militante. Argumentarios concretos y categóricos inoculadores ambos de la vacuna tragadera.

    Al inseguro José Alberto Díez le preocupaba la reacción —que le vomitarían encima por ser un correveidile— de aquellos leales pero no estúpidos, de aquellos transigentes pero no lerdos y de aquellos receptores en grado indiferente muy dados al corte de mangas y a los gruesos comentarios descalificadores —gestos nunca exhibidos ni expresiones nunca pronunciadas delante de un capitoste de la organización— que, no obstante la zafiedad en el desahogo, aceptarían la decisión contradictoria del aparato que impulsaba el partido, sus filiales y el reguero de empleos. Pero lo que más escocía al dubitativo mensajero es que esos otros militantes a la espera de consignas que vocear y órdenes que cumplir le tomaran por un fullero vendedor de coladores.

    “El negro es blanco, lo inválido es válido, lo escrito y firmado se va por el sumidero, las promesas son un brindis al sol y cuentos a la masa”, se repetía amustiado.

    Cómo si no lo supiera. Cómo si la mayoría no aceptara las reglas de un juego llamado tú haces y a mí me das.

    Y qué si le recibían con aspavientos y cachondeos, y qué si le cubrían de improperios, y qué comino le importaban esos cobardes, esos rastreros, esos oportunistas, si sus reclamaciones y quejas en vez de espetarlas a los superiores se las escupían a él. A él, un simple mandado, un peón obediente.

    Se convenció de que nadie podía recriminarle que hiciera eficientemente su trabajo dando curso a la estrategia adoptada en el partido. El militante José Alberto Díez cumplía, y eso era lo que contaba.

    El mensajero se complicaba su fácil misión con tanto devaneo.

    «Hazlo y en paz», se animó dando un respingo.

    Con las frases “nuestro fin justifica nuestros medios” y “la verdad es lo que nosotros afirmamos”, despacharía el trámite y los inconvenientes de un golpe. Esa técnica de convicción la dominaban los curas que había tratado, ellos astutamente trasladaban la instrucción escrita a homilía sin interrupciones ni demandas posteriores.

    “Hay que aprender del que sabe”, concluyó José Alberto Díez su pausa de manos sudorosas con esta recomendación.

    Y añadió con voz interior potente que imitaría a sus compañeros en la transmisión de las órdenes y consignas: “A callar, que donde hay patrón no manda marinero y lo que me vale es el beneficio a sacar. Punto”.

    Luego, perdida la mirada en un revuelo de sensaciones, el joven militante atribulado tropezó con ese punto, con su egoísmo y su ceguera.

 

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