Los Oliver-Palau siempre han sumado un perro a la familia. Desde que se casaron los iniciadores de la saga y hasta el momento presente, a la familia Oliver-Palau se la ve en los espacios públicos al aire libre con un perro al menos.
Padres, hijos y nietos, en sus respectivos lugares de residencia, pasean con traza y afición al perro que con ellos comparte hogar y época; unos perros que a la vista de todos resultan de carácter apacible, morigerados en sus maneras y con el instinto obediente.
—¿A la calle?
—Vamos.
El perro del matrimonio Oliver-Palau sale tres o cuatro veces al día a recorrer y olfatear el mundo —el pequeño, gran y único mundo—, salvo inclemencia atmosférica o fuerza mayor que reduce más la duración que el número de las salidas, cogido delicadamente por el arnés y la correa. El tiempo de paseo es variable dentro de una pauta que establece la necesidad, ese mismo factor de amplio concepto que determina el itinerario con sus paradas discrecionales. El perro, de procedencia mestiza y tamaño mediano, a fecha de hoy cumple diez años ausentes de patologías que exigen atención veterinaria intensa; la salud física y mental del perro no supone a los dueños un problema que lidiar a diario. El obligado ejercicio que realizan con su mascota ayuda a mantener sana en los tres la forma y el espíritu.
La salud física y mental del matrimonio Oliver-Palau tampoco implica para el perro una dificultad que cargar en su ánimo de la mañana a la noche.
En el hogar, el perro del matrimonio Oliver-Palau es tranquilo; en la calle, avizor y sosegado; en las ufanas visitas al monte y a la playa, donde echa unas carreras supervisadas a corta distancia y curiosea espacios sin la premura del plazo urbano, tampoco muestra propensión al barullo. Amos y perro se asemejan en el comportamiento: discurren la vida como mejor saben, se buscan la mirada, se hablan en un idioma de gestos, frases breves y confidencias, y deciden para ir y volver la ruta más segura que no siempre es la más entretenida.
La vida se gobierna bien si la sagacidad impera.
—¿A casa?
—Vamos.
El perro del matrimonio Oliver-Palau tantea el suelo que nunca ha pisado; cauto, no obstante fisgador, activa con sus armas el recuerdo de una situación comparable y propone seguir adelante, si el veredicto es favorable, o retroceder, si anticipa un perjuicio.
—Venga, chico.
—Oigo un ruido…
El matrimonio observa con cierta extrañeza, producto de la novedad, la escucha y consiguiente reacción del perro alzando la cabeza, el morro apuntado hacia ese hontanar de alboroto.
—¿Qué notas?
—Lo que yo noto es jaleo cerca de aquí.
Al hilo de la indagación del perro, que les causa expectación, el matrimonio recuerda la noticia, que les provocó un dolor indignado, emitida en los informativos de la víspera: un grupo de manifestantes contrario al cumplimiento de la ley y a favor del acoso a menores de edad y sus familias, haría ostentación de fuerza coactiva en las inmediaciones del colegio, si no podía bloquear la puerta, a la concurrida hora de salida, acción auspiciada por las organizaciones gobernantes denominadas progresistas. El objetivo declarado en las redes sociales y medios de comunicación afines era el de expulsar a los alumnos del centro de enseñanza y a las familias de la región: muerto el perro se acabó la rabia.
—Venga, hombre. ¿En qué te emperras?
—No quiere volver. Algo le pasa… Pero no está asustado.
Molesta al perro ese tumulto que rompe el plácido equilibrio del paseo. Ya es mayor para soportar el estrépito, y nunca será demasiado viejo para advertir el peligro e incluso la injusticia. Percibe a las claras que esa trifulca en las inmediaciones le afecta en su irracionalidad sensitiva más allá del jaleo enturbiando el ambiente.
—¿Dónde vas?
—¡Quiere ir al follón!
El perro de los Oliver-Palau tira en la dirección que reclama su instinto protector.
—Esto es muy raro.
—Sí, lo del perro es raro, y lo de esos bárbaros es repugnante.
Tironeando con ímpetu de arrestos, pero serenamente responsable de la disminuida movilidad de los seres que alternativamente sujetan la correa, y que no le prohíben avanzar por la tierra de nadie, el perro desentumece los músculos camino del enfrentamiento.
—¡Estamos en el ajo!
—¡Pues me alegro!
Suelta un ladrido de advertencia a la chusma, cual salva intimidatoria. “Aquí estoy yo y ellos”, anuncia. Ladra con ganas, gruñe, enseña los dientes. “Aquí estamos para desbaratar el plan infame”. En tensión el cuerpo cruza su valiente postura en la trayectoria criminal de los acosadores. “Aquí nos quedamos nosotros y ellos”. Y por detrás de esta determinación instintiva está la racional y sensitiva del matrimonio que increpa, con voz humana, a la jauría apenas frenada por el cordón policial.
Planta cara el perro a las amenazas y dicterios, revitalizado con su noble proceder. La planta el matrimonio recriminando al extremo que se ha llegado. Terceros incorporados en defensa de los agredidos señalan a su vez la intervención laxa en los garantes de la seguridad ciudadana.
—En la línea de la componenda política.
—En la línea de no apagar el incendio.
Los violentados salen indemnes del penoso trance. Prueba superada. Poco a poco el ruido va cesando y los bandos se dispersan, con los policías en actitud fronteriza.
—¡Qué mala impresión!
—Muy mala.
Orgullosos del perro, el matrimonio Oliver-Palau regresa al hogar con la legítima satisfacción del deber cumplido.
—Hemos hecho lo correcto.
—Es lo que teníamos que hacer.
El perro por delante, a su marcha pausada, siente la caricia de la gratitud mientras abre camino con el instinto alerta por si acaso.