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Virtea repertorio: Reportaje denuncia

Mala cara en un cuerpo malo arrastraba cada uno de los vecinos afectados por la epidemia de incivilidad. A simple vista era notoria la degradación del ambiente y el deterioro de la convivencia en su barrio. Si dentro de las viviendas pasaban miedo, en la calle era pánico lo que sentían a diario esos vecinos; si en el refugio masticaban una papilla de indignación, al raso era de asco e impotencia la que mordían, además de la lengua, esos vecinos no pocas veces señalados burlona o amenazadoramente por sus agresores.

    Salir a tomar el aire, dar un paseo, en el barrio suponía correr un alto peligro de contagio nocivo para la salud, mientras que ir a comprar el alimento diario representaba con demasiada frecuencia perder el dinero o las mercancías por robo o sufrir daños físicos de diversa consideración por la violencia desatada, incluso con riesgo vital.

    Pero no todos los vecinos del barrio, ni los comerciantes, aunque afectados en apariencia, compartían abiertamente esa actitud molesta, a extremo de la desesperación y reivindicadora de unos derechos elementales. Parte de los vecinos del barrio y de los comerciantes, que es imposible cuantificar por la oscilación de sus opiniones, pero que podría redactar una estadística por la ausencia de iniciativas, se había colectivizado en el amedrentamiento.

    Los vecinos a las claras indispuestos querían, exigiéndolo a las instituciones y a las organizaciones políticas contrarias al fomento de la ocupación, la venta ambulante ilegal y las algaradas con pretexto caprichoso, poner fin a la terrible situación que sufrían desde años. Pero aun intentándolo con esfuerzo denodado ciertos paladines, la unanimidad de los vecinos no lograba afianzarse en el sostén de la protesta y la maniobra coincidente; una interpretación de la paz social con sesgo despótico adjudicada para su ejecución a los sindicatos de clase, previo unto dinerario, hacía mella en los indecisos e inoculaba indiferencia en el resto ausente de la protesta. Faltaba voz para tener la fuerza suficiente: el ¡todos a una! y el ¡todos para uno! se difuminaban en la atmósfera enrarecida.

    “Se debe a los estragos del miedo”, disculpaban los que recurren a la excusa para justificar tanto una obra como un derribo.

    “Son los adictos al cartel del progresismo los que flaquean”, recriminaban los más dolidos con la afrenta cotidiana.

    Clementes y amostazados estaban de acuerdo en proclamar urgentes e insoslayables sus demandas, pues la insistencia y más en grupo suele dar sus frutos. Los más dolidos objetaban con zozobra que eso de exponer sus demandas por los canales oficiales ya lo llevaban haciendo mucho tiempo con nulo resultado tangible, igual que si lo solicitaran por los canales oficiosos; como esos vecinos y comerciantes hartos de padecer una desidia institucionalizada no creían en las promesas los cargos políticos ya las obviaban; como esos vecinos y comerciantes impetuosos no confiaban en las soluciones que por mandados de tercera fila llegaban a rastras de vez en cuando, ajustadas a los momentos de mayor tensión y presencia de ambulancias, bomberos y vehículos policiales, ya ni se proponían a debate.

    Dejar que escampe era la táctica seguida por los gobiernos concernidos en el orden público y el bienestar ciudadano, una opción adoptada legislatura tras legislatura con independencia del asunto apremiante. La otra táctica, propuesta como el remedio idóneo pese a la complejidad legal y social de llevarla a cabo, era la de trasladar a los indignados al pabellón de enfermos por crisis enervante: un largo tratamiento de reposo pagado por el propio paciente con créditos blandos; una opción que gustaba tratar por debajo de la mesa en las deliberaciones.

    La tercera vía, esa opción comodín entre lo anhelado y lo denegado, resumida en ir pasando hojas al calendario, no satisfacía a nadie.

    Continuaba de puertas adentro y de puertas afuera la batalla entre vecinos de la facción tenaz y progresistas autoritarios pertinaces, sin viso de consenso por la distancia de enroque entre las posturas del “se arreglará para nosotros resistiendo y esquivando” y del “la enfermedad cronificada no tiene cura para nosotros”.

    Bordeando el desafío en la simulada negociación entre los representantes cuando tuvo lugar la última, era necesario un golpe de efecto que lavara la imagen de la administración recaudadora de impuestos y dispensadora de subvenciones. Consideró la autoridad agraviada con la insistencia de aquellos supuestos agraviados, intolerantes a la diferencia, insolidarios con el prójimo de culturas alternativas, ciudadanos de piel sensible y siempre a punto una queja en la boca, que debía zanjarse el pleito sin modificar un ápice la composición del cuadro. En la otra orilla, la de la decepción enojada, se anunciaba como imprescindible un golpe de efecto que removiera de sus poltronas y sus proyectos a los que permitían por acción u omisión voluntaria aquella invasión devastadora. El choque de antagonismos estaba definitivamente servido. A partir de entonces quien actuara primero conquistaría el laurel de la preferencia en la opinión de los introductores de papeletas en las urnas, el factor determinante, el as en la manga, la jugada maestra.

    A la vez —rizando el rizo de la casualidad— se pusieron en marcha los trenes desde estaciones opuestas: el tren vecinal con vagones de manifestantes en recorrido por las principales calles del barrio, el tren de los políticos administradores con vagones de reporteros en tareas de campo.

    Así pues, contenderían en el mismo espacio y fecha el recurso pedestre limitado a su autorización contra la múltiple baza informativa orientada a desacreditar la protesta por exagerada y tendenciosa, como se demostraría con imágenes y sonidos.

    Cogidos al clavo ardiendo de la esperanza, los sufridos vecinos tomaron la calle sin pisar demasiado fuerte en sus desechos, sin hacer excesivo ruido, con evidente falta de práctica, con palpable recelo y la confianza mermada por el imprevisto goteo de deserciones cuando la decisión era firme y había concitado el aplauso de los reunidos en junta extraordinaria.

    —Son los apocados que se desinflan al perder calor.

    —El miedo y las coacciones pesan lo suyo a la hora de posicionarse, qué le vamos a hacer.

    —Los que acaban pensando en sobrevivir y no en vivir son los que se esconden y callan.

    La jornada de reclamación cívica presentaba fisuras, pero aún no había naufragado. Al contrario, el ánimo henchido de convocantes y partícipes, un grupo compacto y numeroso en cualquier estimación honesta, ondeaba su indignación orgullosamente visible a los ojos de los medios de masas desplazados para cubrir un acto que, se apresuraron a informar a sus respectivas audiencias, había levantado polémica, suspicacias y enfrentamientos.

    Curiosos, observadores y comentaristas registraron las incidencias en el circular novato del tren engullido por unas calzadas y aceras sorprendentemente expeditas de obstáculos, fluidos y adherencias, de peleas e intimidaciones, de ajustes de cuentas, exhibicionismos y reincidencias en el declive.

    La ocasión merecía un esfuerzo de limpieza y acondicionamiento.

    Los manifestantes lograron culminar sin percance su marcha flanqueada por los reporteros. Atendieron las preguntas que les formulaban de camino al discurso de cierre y tras él, explayándose con sinceridad alterada y bisoña precipitación; y entendieron que dado el éxito había solución a su problema. Vislumbraron luz ideal al final del túnel. En breve, supusieron ufanos por el resultado, desaparecerían los cabreos y las pesadillas; la vida, suspiraban felicitándose, volvería a pintar el barrio de colores amables. Merced a la tarea informativa —una imagen vale más que mil palabras— la borrasca cedería su ímpetu devastador dando paso a una calma justiciera, pronosticaba un optimismo moderado por razón de las pruebas gráficas que habían acumulado desde los oteros en balcones y azoteas y a ras de suelo con las periciales privadas. Un material incontestable.

    Esto es lo que entendieron los vecinos que se habían manifestado cívicamente y con autorización por las calles de su barrio. Lo que no entendieron, ni siquiera imaginaban en el peor escenario, es que el fenómeno ausente era el problema que les movía a la protesta.

    Cuando a los pocos días se emitió el reportaje, a la mayoría de los vecinos y comerciantes frente al televisor se les cayó el alma a los pies.

    ¿Dónde estaba el problema?, preguntarían en otros barrios y en otras ciudades.

    ¿Era un problema real o ficticio?, ¿una situación coyuntural o un endemismo?, ¿una maniobra artera con fines espurios o un delirio de individuos enfermos?, se preguntarían los espectadores del especial informativo; acusando de extender el prejuicio a esos vecinos inconformistas, a esos comerciantes subidos a una rebeldía discriminatoria.

    ¿Quiénes eran las víctimas?, exigirían saber los espectadores de otros barrios, otras ciudades y otros países que contemplaron, y absorbieron, las conmovedoras historias de marginales plagadas de puntos suspensivos, las dramáticas estampas de marginados resaltadas en la pantalla y las implorantes, en tanto que desgarradoras, peticiones de justicia y derechos apostilladas con acusaciones al mundo entero.

    Con su gozo en un pozo cerraron los televisores los afectados del barrio por la suciedad e insalubridad, la inseguridad y la violencia, las broncas y altercados, las ocupaciones de viviendas y locales y los pisos dedicados al tráfico de drogas; y el desamparo institucional, la burla próxima y el experimento —que no les cupiera duda— a que eran sometidos sin contraprestación de índole alguna.

    Volvieron el cabreo y la pesadilla, que aparecían tan finamente pincelados en el reportaje que desaparecían a los dos parpadeos, a sumirlos en el desespero. Cámara y micrófono trataron el candente asunto del barrio conflictivo, la lucha entre vecinos, ocupadores y transeúntes por el derecho a ser y estar, con equivalente deferencia o indiferencia, igualando las necesidades de los entrevistados, supuestamente al azar, a la magnitud del perjuicio que los unos causaban a los otros. Todos perjudicados en suma, ningún culpable, era la conclusión. Pero esa conclusión, de manera implícita, sí señalaba a unos culpables: en los denunciantes nadie quedaba libre de culpa, nadie al margen de una sospecha conspirativa, nadie exento de pecado original, en los veinte minutos de reportaje. Excepción hecha de la autoridad política, que en cortes progresistas salpicaba el relato informativo que había auspiciado, desviaba la responsabilidad del conflicto hacia la nebulosa de los factores incontrolados, aducidos como inherentes a las sociedades evolutivas, de solución compleja y larga, con requerimientos constantes al diálogo y el acuerdo.

    Entendieron con desazón galopante los afectados, y humillados y descalificados después de la emisión del reportaje, por el vertido contaminante de la autoridad política, cobradora de impuestos, encaramada a un pedestal de prebendas y dispensadora de gracias discrecionales, que se lavaba las manos y el agua sucia la arrojaba con saña a la protesta vecinal.

    Era la respuesta política a su problema. Un problema que la política en curso tachaba de imaginario.

    Con bofetadas de angustia entendieron los afectados la inutilidad de su empeño. Su barrio había dejado de pertenecerles salvo para satisfacer los tributos, las tasas y los arbitrios municipales; su barrio se había convertido en un contenedor donde iba a parar cuanto expulsaban los barrios que podían sacudirse la presión; su barrio era el aliviadero del resto urbano que trazaba un círculo de aislamiento para eludir asépticamente el problema. Un problema real, pero sólo para una fracción del conjunto.

 

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