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Virtea repertorio: La escuela resistente

En su turno de respuestas, firme y didáctico el profesor Jorge Carreras expuso a la periodista que tanto él como su familia, allegados de todos los ámbitos que a diario el trato humano dispensaba y un significativo número de compañeros docentes, se habían cansado de la lluvia sobre mojado y del helor en las entrañas.

    Era un preámbulo de enjundia que aseguraba la atención de los reunidos desde la perspectiva de la entrevistadora y el entrevistado, ambos salían ganando si dejaban la paja a un lado, bien lejos arrastrada por el viento purificador de mente y cuerpo, y el grano lucía su independencia. La entrevista tuvo lugar cuando había pasado un lustro —según se mire poco o mucho tiempo— desde la fundación al inicio de los años noventa del siglo XX de una escuela para recuperar los contenidos íntegros de las asignaturas —las disciplinas en orden ético y moral, las materias lectivas— cercenadas o sometidas a distorsión ideológica por mandato político, sin atender ni por asomo el que debiera ser preceptivo criterio académico.

    El veterano y combativo profesor Jorge Carreras no tenía pelos en la lengua, ni se la mordía. Afirmaba en todos los foros interesados en escucharle que con la verdad y el conocimiento no hay meta digna que se resista; la voz grave pero cálida del maestro transmitía el mejor de los legados enfrentando las más variadas dificultades. Gozaba de merecida fama en el gremio, aunque como a cualquier inteligencia de recios principios no le faltaban contrarios ni asechanzas por el anverso y el reverso, surgidos impetuosamente en el ámbito profesional, y allende esa órbita, al calor de la efusión progresista, sin que esta lo pretendiera, engrandecían su persona y consolidaban su obra.

    Querido y admirado por suficientes alumnos y compañeros, las clases de su escuela ofrecían el atractivo de aprender lo necesario para poder elegir y valerse por sí mismo en la vida.

    En aquella entrevista realizada en las postrimerías del siglo XX, la periodista manifestó a don Jorge su aspiración de conocimiento que superaba la curiosidad por descubrir al personaje que alteraba los esquemas. Ella quería averiguar la razón de su fama sintiéndose candidata a ocupar plaza de alumna. Don Jorge preguntó a esa muestra de sinceridad, y cabe modestia, que facilitaba el comunicarse en plano de igualdad, si a la candidatura de alumna enlazaba la de docente pues, le dijo, eran bienvenidas las incorporaciones de profesionales en sus respectivas tareas que ilustraran con lecciones prácticas la teoría. Convenido que la fama precede a unos y motiva a otros y la cortesía allana el camino, departieron un buen rato sobre certidumbres y fabulaciones al margen del guion que ella pronto abandonó para dar carta de naturaleza a un diálogo franco, extenso y desinhibido.

    La corriente dominante, surgida como de costumbre allende los mares y como de costumbre traída en olor de multitudes, arrasadora, necia, con el poder adhesivo de una sustancia fabricada en serie para su distribución masiva, perseguía sin escrúpulo ni disimulo crear humanos de sumisión monocorde —futuros activistas de una esclavitud teñida de hedonismo en un mundo urbano y tecnológico y en sociedades apáticas hasta el amorfismo— a partir de humanos sometidos desde el parvulario a un proceso de limitaciones. Aseguraba don Jorge que la dirección de este vasto imperio recae en lo por él calificado de figura sucesiva.

    Una figura sucesiva viene de una anterior y precede a la siguiente de manera ordenada.

    La periodista quiso abundar en el concepto: “¿Qué es, qué significa, qué representa esa figura sucesiva?” “El progreso de un plan trazado con antelación y método”, respondió don Jorge. “Un determinado progreso…”, intuyó ella pronunciándose sobre la cuestión. Don Jorge asintió: “Es la plasmación del progresismo que hacía fortuna en las publicaciones impresas, cuando su papel era el más relevante, y después en los medios audiovisuales unificando determinadas imágenes con determinados sonidos y determinadas conclusiones etiquetadas de infalibles”. Ese progresismo era una regresión impuesta como superioridad por inferiores acomplejados y envidiosos, dejó flotando en el aire el veterano maestro don Jorge.

    Ironías aparte…

    La ironía de don Jorge no ironizaba sobre la infalibilidad de la indefectible figura sucesiva, derivación progresista de la omnímoda, ubicua y omnisciente causa primera, esa causa que en la arcana historia de las revelaciones —de imposible consulta para su verificación sin demostrar la pertenencia al grupo dirigente, por definición exclusivo y excluidor— fue origen, principio y efecto, de la que emana un presente sin pasado y un porvenir asociado al logro de la utilidad prevista por el mando supremo. Una utilidad que había eclosionado, como huevo de reptil al final de su gestación, del acuerdo reservado y a sus anchas, aunque comprando espacios y voluntades por aquello de asegurar el tiro, que debían retornar con creces en un tiempo estipulado lo invertido —la esencia del negocio más impresionante—; el acuerdo que potenciaba la experimentación con humanos en fases diferenciadas y consecutivas.

    Los oligarcas progresistas desde sus oligopolios de progreso marcando el camino a la masa adocenada.

    Don Jorge terminó aquella entrevista que cumple treinta años con una frase extensa, probablemente lapidaria, que la periodista suele consultar: “El objetivo de esos mandamases de la conducta en la escuela primaria, secundaria y universitaria, es una educación ajena a la enseñanza, invasiva contra los progenitores, adictiva cual una sustancia estupefaciente de contrastada nocividad, creando peones sobre un tablero que nunca podrán abarcar, operarios de una gran maquinaria que serán individuos adultos por edad, carentes de sentido crítico e inermes ante el poder, creando individuos de obediencia dependiente rendidos a la imposición y materia consumible del esclavismo en un mundo cantado feliz”.

Esa oligarquía endogámica del progresismo se alimenta del cultivo de sustracciones, enfrentamientos y lenguas hirvientes, mientras produce cuotas de adoctrinados lisonjeros, de paniaguados en constante jinglar y de servidores de la agitación y la propaganda; las armas recurrentes de una ideología totalitaria.

    El primogénito de don Jorge, por nombre Jorge Juan, le sucedió en la dirección de la escuela.

    Otra periodista, que no sucedía a la que entrevistó a su padre, se dio cita con don Jorge Juan estableciendo los dos un puente entre la primera época y la en curso, avanzando deprisa la tercera década del siglo XXI.

    Para Jorge Juan la necesidad de aquella iniciativa de su padre ahora todavía era mayor, confiriendo renovado sentido al ideario de la escuela.

    “¿Ideario contra ideología?”

    Asintió Jorge Juan. El ideario de la escuela corregía las deficiencias y rescataba del olvido la esencia pedagógica con las asignaturas imprescindibles para una instrucción completa y de calidad.

    “Acudiendo a domicilio bajo demanda”, resaltó la periodista con un símil coloquial.

    La escuela heredera de don Jorge fue transformándose con los años, las vicisitudes y las mudanzas en la escuela de sus discípulos, una escuela estable en su irrenunciable cometido, con ubicación fija e itinerante, donde impartían sus conocimientos versados docentes en filosofía y ética, geografía e historia, literatura y gramática, ortografía, dictado y conversación, ciencia con perspectiva investigadora, urbanidad y civismo.

    “Enseñan lo que no se enseña, igual que en época de su padre enseñaban lo que no se enseñaba, pero habiendo ampliado la cobertura”, resumió la periodista en sus notas de trabajo.

    Jorge Juan aprobaba el empleo eficiente, racional e individualmente dominado de la tecnología, entendida como herramienta complementaria y siempre un nivel por debajo de la mayéutica y el peripato, artes clásicas en la enseñanza, en el fomento de la curiosidad intelectual y en la relación de los seres humanos entre sí y con el conjunto de circunstancias o condiciones exteriores.

    “Es decir, el medio”, interpretó la periodista.

    Jorge Juan denunciaba como perjuicio, además de como medio, es decir, instrumento al servicio de un determinado fin, la explotación hasta el límite de la tecnología combinada con el aleccionamiento.

    “Por primera vez acusan los registros que los hijos presentan un coeficiente intelectual inferior al de los padres”, informó a la periodista. Es ya una generación más conformista y superficial, pionera en el declive, aceptando el dirigismo al que se la somete imbuida del beneficio de la esclavitud, una esclavitud actualizada que ni por asomo se conceptúa de tal modo. Quizá por temor a la acepción peyorativa que alguien pudiera descifrar.

    Los registros pronto certificarían de la diferencia a la baja del coeficiente intelectual de los hermanos menores respecto a los mayores.

    “¿Consecuencia de la posverdad?”

    Jorge Juan se reafirmó en su aserto, para acto seguido hacer lo propio con la evolución de la escuela que su padre puso en marcha con visión de futuro.

    La entrevista finalizó con el epítome del ideario.

    Expuso Jorge Juan al tenor de la obra de su padre que de la suma de la capacidad natural y la competencia resultaba la aptitud, y de esta afortunada agrupación surgía la actitud. Una actitud derivada, a su vez, del método de aprendizaje junto a la voluntad e interés de la terna, un trío indisoluble: alumno, profesor y padres o tutores.

    La periodista tomaba nota fidedigna para su edición al público.

 

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