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Observaciones sobre La Guerra de la Independencia y la Constitución de 1812


Una retrospectiva periodística en 1835



Artículos periodísticos sobre la Guerra de la Independencia y la Constitución de 1812 publicados el año 1835 en la Oficina de Gutiérrez en Castellón.

Guerra de la Independencia: observación primera
La Guerra de la Independencia con que comienza para España la historia del siglo XIX, es sin duda el acontecimiento más grande y memorable de que ha podido ser teatro pueblo alguno. Por mucho que se haya hablado y escrito, tanto sobre el suceso en sí como sus inmensos resultados, nunca se podrá exponerle al público con todos los títulos a la admiración del género humano de que es digno. Una nación de doce millones de habitantes que abandonada a sí misma se levanta en masa y simultáneamente contra el hombre grande y formidable que a la sazón se consideraba como el árbitro de los destinos del continente de Europa; una nación que sin tener en cuenta los ejércitos formidables, dueños ya de sus Plazas fuertes y casi todo su vasto territorio se pronuncia de un modo tan solemne contra esta violencia y agresión, presenta una de las figuras más sublimes que puedan verse en el cuadro de la especie humana. Es seguramente extraordinario este fenómeno; pero se explica considerando la circunstancia feliz de que todos los sentimientos nacionales hubiesen convergido entonces hacia un punto único. Tembló la aristocracia por sus privilegios, y las demás clases dominantes por su influencia; se indignaron los hombres de elevados sentimientos al ver vilipendiado el honor de la nación con una infracción escandalosa de los derechos más legítimos; se irritó el pueblo al aspecto de la opresión y la violencia con que iba acompañada una invasión que reunía a ellas el insulto y el desprecio; se alarmaron igualmente las conciencias timoratas que creyeron ver en este cambio una era de impiedad y de destrucción del edificio religioso. Así grandes, pequeños, instruidos, ignorantes, las clases más elevadas como las del vulgo, todos convivieron simultáneamente y por instinto en que eran preferibles todos los males, y hasta el de la muerte, a la ignominia de tolerar una dominación que se presentaba con tan funestos y humillantes caracteres.
    No entraremos en la historia de las transacciones vergonzosas que nos condujeron a una situación tan crítica.  Consideramos aquí la España en el momento de dar este grito tan unánime, pronunciándose por los derechos de su independencia, y de este punto partiremos para examinar debidamente las consecuencias inevitables que debieron seguirse a un acto tan solemne. Ocupado el interior del país, abandonada la nación de sus antiguos jefes, no quedaba más recurso que formarse un gobierno análogo a la situación particular de las provincias. Cada una confió la dirección de todos los negocios a una Junta de las personas más notables del país que ejercieron desde su principio todos los poderes del Estado, el administrativo, como el legislativo, como el judicial. Jamás el pueblo se metió en averiguar ni el verdadero origen de su autoridad, ni la extensión de sus poderes. Unos mandaban, obedecían los otros sin ninguna repugnancia; y como la guerra nacional era el negocio que absorbía todas las atenciones públicas, todo el mundo trató de cooperar por su parte al desarrollo de un sentimiento único, incompatible entonces con la discusión de teorías políticas.
    Se emprendió, pues, la guerra bajo la dirección de estas Juntas parciales mientras las provincias estuvieron aisladas: era la marcha más sencilla y natural que podían tomar por entonces los negocios. Cuando se vio algo desembarazado el territorio y la posibilidad de concentrar todos los negocios, se formó con delegados de estas Juntas primitivas una sola: era otro progreso natural aconsejado por las circunstancias. Las Juntas provinciales pasaron de supremas y legisladoras a puramente administrativas, bajo la dirección de la Central. No olvidemos un desprendimiento voluntario que hace tanto honor a su desinteresado patriotismo.
    La Junta Central formada de una manera tan sencilla, instalada con aplauso universal, no fue dichosa en su gobierno. Demasiado numerosa para administrar y demasiado poco para ejercer el poder legislativo, se vio objeto de censura en un tiempo en que los ánimos de los españoles ya propendían naturalmente a ocuparse de política. Comenzó precisamente a gobernar cuando a resultas del refuerzo entrado en España con el emperador a la cabeza, se perdió de nuevo todo el interior del país, y se vio la Junta precisada a buscar su asilo en uno de los ángulos de la península. No son hechos los reveses para dar popularidad a los que están a la cabeza de los negocios públicos. Gastada la Junta Central antes de tiempo, agitada en su seno por discordias, objeto de reprobación y de censura; y pareciéndole por otra parte que era ya tiempo de dar a la Potestad suprema una forma más regular y en armonía con las opiniones dominantes, resignó su poder en las manos de una Junta de regencia cuya autoridad fue reconocida sin ninguna repugnancia, como lo había sido antes la suya propia y la de las Juntas provinciales.
    No se puede dar una marcha más sencilla, una progresión más natural en la dirección de los negocios públicos, ni una prueba más evidente de lo dispuestos que estaban los ánimos de toda la Nación a seguir todo el impulso que se les diese, en el sentido de llevar adelante esta guerra de su independencia.

Guerra de la Independencia: observación segunda
El Consejo de Regencia inició sus funciones convocando las Cortes generales y extraordinarias del reino; en esto no hizo más que adherirse a los deseos unánimes que dominaban en aquellas circunstancias.
    Nada había más popular en España que el nombre en cierto modo mágico de Cortes. Recordaba en efecto a la memoria un tiempo en que los Reyes de España no eran absolutos, en que se consultaba a la nación para el manejo de los negocios administrativos y políticos. Sabían muy bien todos de qué modo había sido destruida esta famosa institución por Príncipes de razas extranjeras. No ignoraba nadie que este trastorno había sido el principio del despotismo duro que pesaba sobre España, y que era en parte la administración absurda, nacida de este estado de opresión, la que había provocado las calamidades en que la nación se hallaba envuelta.  Este deseo tan unánime de Cortes responde bien a los argumentos de los que han querido considerar la guerra de la independencia como una expresión del fanatismo, o de un sentimiento de fidelidad puramente pasiva y servil hacia los Monarcas que habían renunciado al trono de estos reinos.
    Ya hemos hecho ver que esta guerra [de la Independencia] era la manifestación de todos los sentimientos que a la sazón animaban a todas las clases de que se componían.
    Convocadas las Cortes en circunstancias tan extraordinarias, no pudieron ser ni metódicas ni uniformes las reglas de elegir los miembros que debían componerlas. Si consideramos que unas provincias estaban ocupadas por los enemigos y otras no; que la mayor parte de las personas influyentes de las primeras se hallaban en el territorio de las segundas, que estaban en otras circunstancias; si hacemos atención a lo embarazoso, a lo inseguro y lo hasta imposible de las comunicaciones, a los desórdenes, a las perturbaciones inseparables del tumulto de la guerra nacional, y a otras muchas circunstancias bien fáciles de comprender, hallaremos que era imposible proceder a la elección como debería ésta tener lugar en tiempos más pacíficos. Lo esencial era tener en el seno de las Cortes hombres de patriotismo y de la capacidad necesaria para desempeñar bien tan alto encargo. Así se vieron en aquel congreso los más distinguidos, los más capaces y de más probidad de que se podía echar mano en aquellas circunstancias. De sus talentos, de su saber, de su eminente patriotismo, de su honradez a toda prueba, dan amplios testimonios las actas de las sesiones de las Cortes en aquella época. La necesidad hacía la ley, y la aprobación y el aplauso con que la nación celebró la entrada de semejantes hombres en el Congreso nacional, hace ver que no tuvo nunca representantes más legítimos.
    ¿Quién no ve hasta aquí un encadenamiento de hechos necesarios, hijos de las circunstancias y hasta independientes de la voluntad del hombre? Primero: Juntas provinciales, sin las que hubiera sido imposible dirigir desde un principio la guerra de la independencia; Junta Central, medida indispensable después que se pusieron las provincias en comunicación; Regencia, cuando se vio la imposibilidad de que esta última continuase con la dirección de los negocios; Convocación de Cortes para satisfacer las justas exigencias de las opiniones dominantes; Elección de diputados del mejor modo posible que las circunstancias permitían. Hasta aquí no hay nada en que no convenga todo el mundo y que pueda incurrir en la censura de los más descontentadizos, a no ser que entonces no quisieron que la nación se empeñase en una guerra para defender su independencia.
    Reunidas las Cortes era su deber ejercer inmediatamente sus funciones de poder legislativo. La nación no tenía leyes fundamentales en vigor, era un caos su jurisprudencia que se refería a épocas distintas, en que las ideas, las necesidades físicas y morales no podían ser las mismas. Eran demasiado visibles y sentidas las fatales consecuencias del poder de legislar, ejercido exclusiva y arbitrariamente por los reyes, para que no se pensase seriamente en evitar para lo sucesivo calamidades tan fatales. Las épocas anteriores al reinado de los príncipes de la casa de Austria ofrecían algunos buenos ejemplos y modelos, mas no podían formar un cuerpo de doctrina, pues se referían a tiempos muy diversos en que la forma de las Cortes y hasta su importancia política habían variado según las circunstancias. Imitar del todo lo que había pasado en tiempos tan antiguos hubiese sido desconocer las necesidades de los nuevos; desecharlo en el mismo sentido no hubiese sido satisfacer los deseos nacionales. Era, pues, necesario asentar las leyes fundamentales sobre bases sólidas, que sin ponerse en oposición con las antiguas se arreglasen a las opiniones y luces de la edad moderna.


Artículo complementario

    Las Juntas de Defensa Nacional en 1808


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Constitución de 1812: observación primera
He aquí lo que hicieron las Cortes españolas convocadas por las exigencias de la opinión, constituyentes por lo imperioso de las cosas. Debían leyes fundamentales, una Constitución al pueblo español y se la dieron.
    Enteramente extraños a sus trabajos y a tan importantes transacciones, no nos corresponde hasta cierto punto examinar dicho código de leyes, de cuya censura, de cuyos elogios no nos puede caber la menor parte; mas como obra histórica, como producción que ha influido tanto en los destinos nacionales, es lícito a todo publicista someterla a las leyes de la crítica.
    Tres defectos de gravísima importancia se han vituperado en la Constitución de 1812, sobre todo después de su caída en 1823 para favorecer la vuelta del absolutismo: primero, su tendencia democrática; segundo, la unidad de su cámara legislativa; tercero, las pocas facultades que dejaba al poder ejecutivo, acusación que entra en buena medida en el primero de los cargos pero que se examinará por separado.
    Cada Constitución política parte de una idea, de un principio dominante, según las opiniones o preocupaciones del país, o la fuerza de los hechos mismos. Consideradas unas como emanación del poder de los reyes y otras como salidas de la voluntad general, o de un cuerpo aristocrático, todas son consideradas como dirigidas a la felicidad del pueblo. La base de la de 1812 es la voluntad de la Nación considerada como soberana y dueña de sí misma.
    Nos e puede negar que el principio de la soberanía nacional es un principio luminoso en teoría. En la práctica puede ser tal vez una abstracción, mas en la Constitución de 1812 figura como un hecho.
    La Nación se hallaba sin Monarca. La corona había pasado sucesivamente por cesión del rey Fernando [Fernando VII] a su padre [Carlos IV], de éste a Napoleón [Napoleón Bonaparte], y de Napoleón al rey que con tanta propiedad fue denominado intruso [José Bonaparte, José I] Los dos primeros actos habían sido arrancados por la fuerza; mas no por eso se había dejado de dar orden a la Nación de prestar su obediencia al último de los cuatro príncipes. No hay duda de que se la Nación la hubiese obedecido nada habría habido que echarle en cara, arreglándose a los principios que consagran el derecho divino de los reyes. Mas habiéndose resistido a ejecutarla, y expuesto a los horrores de una guerra tan violenta y tan encarnizada por defender su independencia, es también incontestable que obraba de hecho como dueña de sí misma. Por conservar esta independencia, por ser libre de no obedecer a quien no la tenía en cuenta, trabajaba, se afanaba y combatía. Por conservar ese derecho veía sus campos devastados, sus casas destruidas y reducidas a escombros algunas de sus poblaciones. Tantas calamidades, tantos sacrificios, tanta sangre derramada, eran más significativos para el código de las naciones que principios de derecho escritos. Jamás se había dado al mundo un testimonio más irrefragable de que la voluntad de toda una Nación era la primera ley, el principio inconcuso de toda asociación humana.
    Las Cortes al extender el artículo tercero de la Constitución de 1812 [“la soberanía reside esencialmente en la nación, y, por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”], que es su base y su principio, no hicieron más que consagrar un hecho público, incontestable, pero evidente a los ojos de todo el mundo que la luz del día. Dijeron lo que pasaba, escribieron lo que dictaban tanta decisión, tanto valor y tanta hazaña. ¿Pudieron, debieron abstenerse de consignarlo en el código fundamental de la Nación? Puede ser este un campo de mucha controversia, mas es suficiente para nuestro objeto el saber que para obrar así no tuvieron que apelar a simples teorías.
    La unidad de la cámara legislativa pudo ser también un objeto de disputa. Si un cuerpo de magnates y de nobles es en muchos casos un freno oportuno a las demasiadas exigencias del Congreso popular, puede también ser un obstáculo a reformas saludables. El error, la preocupación y las pasiones tienen la misma entrada en las cámaras altas que en las bajas. La experiencia y la historia se prestan a las dos hipótesis, y no sabemos si un hombre imparcial al examinar de sangre fría las ventajas y desventajas de una cámara o de dos daría la preferencia a la primera o a las segundas.
    Las Cortes para obrar así no carecían de antecedentes administrados por nuestra propia historia. Las Cortes de Castilla no habían sido uniformemente organizadas en diversas épocas. Si en algunas los brazos del clero y la nobleza habían entrado como partes integrantes, en otras se los vio desaparecer de esas famosas asambleas. Es indudable que una gran parte de los siglos XIV y XV, en que por sucesiones disputadas y menoridades turbulentas ejercieron un poder que no tenían en tiempos más tranquilos, sólo representaron los Procuradores del reino estos papeles tan peligrosos e importantes. En un campo que presentaba tanta diversidad de antecedentes pudieron muy bien las Cortes de Cádiz atenerse a los que les parecieron más propios de aquellas circunstancias. Nosotros no estábamos en sus intenciones, pero es claro que su cámara legislativa no pudo ser una servil imitación de la establecida por la asamblea nacional de Francia.
    Los que acusan a la Constitución de las pocas facultades que dejaba al ejecutivo, hablan así según lo que al parecer ha acreditado la experiencia, mas no reflexionan que esta experiencia aplicada a nuestro caso nada prueba a su favor, ni al de los que sostienen la opinión contraria. No reflexionan que cuando el poder es enemigo de las leyes que hace ejecutar no es posible que deje de haber disgustos, repugnancias y hasta incompatibilidad completa entre dos poderes, que si siempre tienen algo de rivales nunca deben estar en pugna abierta. Toda Constitución supone que el ejecutor de la ley, si bien trata de ensanchar la esfera de su autoridad, no trata al menos de derribar lo que se halla en cierto modo bajo su custodia. Como esto no ha sucedido así en España en las dos épocas de la Constitución, es imposible juzgar bien sobre el asunto; pero la experiencia ha hecho ver que las mejores leyes, que las Constituciones en que con más discreción se equilibran los poderes, son inútiles cuando las aborrecen los grandes funcionarios encargados de su cumplimiento.

Constitución de 1812: observación segunda
Para comprender y poder juzgar debidamente el efecto que la publicación de la Constitución de 1812 pudo haber hecho en los ánimos de la Nación, es preciso examinar en qué clases estaba dividida entonces, y sobre todo la situación en que se hallaban los negocios de la guerra nacional, principal objeto que figuraba en este cuadro. Sin riesgo de padecer equivocaciones podemos dividir la España de aquella época en tres grandes divisiones: primero, clases bajas; segundo, clases medias; tercero, clases privilegiadas y en cierto modo aristocráticas por su influencia y ascendiente moral sobre las otras, debido al nacimiento, a las riquezas u otras consideraciones de mayor grado de importancia.
    Que lo que se llama clases bajas no estaba ni podía estar a la altura de los principios consignados en la Constitución; que no podía comprender ni la verdadera importancia ni el verdadero objeto, ni aun las consecuencias de esta ley fundamental, es una verdad incontestable para cualquiera que examine el estado de nuestras sociedades.  En España y también en otros pueblos mucho más adelantados, las ideas y conocimientos de lo que se llama comúnmente vulgo, no pasa de la esfera de los objetos que habitualmente los rodean. Consagrado a trabajar y a proporcionarse por medios puramente materiales la satisfacción de sus necesidades, no le queda tiempo para ocuparse de abstracciones, para discutir principios, para pesar las ventajas e inconvenientes que no producen para ellos ventajas materiales. El pueblo español estaba acostumbrado en aquella época a obedecer a quien le daba leyes, a respetar el nombre de un rey a quien veneraba como un ente superior, sin mezclarse de teorías ni principios de gobierno que estaban tan fuera de los límites de su inteligencia. Esta máquina, al parecer pasiva, había recobrado una actividad enérgica al principio de la guerra de la independencia, y en lugar de recibir impulso se había convertido acaso en agente principal del alzamiento que la producía. Entonces se despertaron en él aquellos sentimientos fuertes, irresistibles, que las circunstancias extraordinarias y únicas no podían menos de excitar en los ánimos de un pueblo sencillo y generoso. Mas tanta actividad y heroica energía se concentraban a pelear, a obedecer a los que le mandaban en sentido de hacer la guerra a los franceses, a sospechar de traidores a los que le parecían remisos en el cumplimiento de su obligación, y a veces a estrellarse contra ellos empleando medidas de violencia. La guerra era el único objeto de toda su atención, y sus vicisitudes en cualquier sentido cuanto podía afectarlos agradable o dolorosamente. La voz de las Cortes no podía en nada ni con sus hábitos ni con sus preocupaciones, puesto que o no la conocía de antemano o era objeto de cariño a los ojos de las otras clases. La voz de la Constitución tampoco podía serle ofensiva por ningún estilo. En ella se hablaba del Rey, nombre para ellos respetado y venerable; en ella se consagraba un artículo a la conservación, al ejercicio legal sin mezcla de otro alguno de su culto religioso. Era imposible que declaraciones tan manifiestas alarmasen a pueblos tan amantes de su rey, tan adictos a la religión de sus mayores. Los otros artículos de la Constitución no podían tampoco causarles el menor disgusto. A entenderlos, hubieran visto en ellos garantías de un cambio dichoso de su propia condición; no comprendiéndolos, debieron de ser para ellos del todo indiferentes.
    ¿Con qué fundamento dicen, pues, algunos que la Constitución de 1812 chocaba con las opiniones, con los hábitos del pueblo? Lo que podían comprender de ella estaba enteramente conforme con estas opiniones y con estos hábitos; lo que era para ellos enteramente obscuro no podía causarles la menor sensación desagradable. Además, ¿leyó, lo que se llama pueblo, la Constitución? ¿Se puede decir con propiedad que tal o tal sistema está o no en oposición con quien no puede ni sabe comprenderle?
    Es, pues, de toda evidencia que lo que se llama pueblo español se mostró a todo más indiferente hacia la Constitución de 1812. Si tuvieron opiniones y sentimientos en contrario, no pudieron menos de serles sugeridos.
    Las clases medias de la sociedad se hallaban en muy distintas circunstancias. Más instruidas y sin las pretensiones exclusivas de la aristocracia, no podían por menos que aplaudir reformas en política, cuyo deseo se había hecho sentir y manifestar de un modo tan enérgico. El comercio, la industria, los propietarios, los artesanos regularmente acomodados, los abogados, todos los hombres instruidos, las clases superiores del ejército y hasta un gran número de individuos del clero, todos aplaudieron la Constitución como una obra de sabiduría, como un medio necesario para sacar a la Nación de su envilecimiento social, y de ponerla al nivel de la civilización del siglo.  Fue pues considerada su formación como una era de prosperidad, de libertad, de gloria para España, como la más noble recompensa de tantos sacrificios, de tantas desgracias, de tanta sangre derramada en esta guerra desastrosa. Fue el acto de su promulgación objeto en todas partes de regocijos públicos. Se sabe muy bien con cuántos acentos de alegría y entusiasmo general fue publicada solemnemente en todas las ciudades considerables de la Monarquía. Nada era más natural que esta disposición de los ánimos en aquella época. Era necesario no amar la libertad, carecer de toda idea de los derechos de los hombres, para no gustar de un código que proclamaba la igualdad civil, que destruía los privilegios ofensivos para el amor propio, que abría la puerta de todos los honores al mérito personal, que realizaba en parte teorías y principios de que no podían menos de haberse alimentado, pues las luces aunque no generales no habían dejado de cundir en estas clases de que hablamos.
    ¿Había sido bien analizada, bien meditada esta Constitución por sus apasionados? ¿Habían meditado bien sobre su espíritu y comprendían el alcance de sus inevitables consecuencias? ¿Gustaban de ella precisamente por su tendencia democrática, por la unidad de su cámara legislativa, o porque ponía muchas trabas al poder ejecutivo?
    La de los amantes de la Constitución no podía descender a tantos pormenores, ni tenía el tiempo ni aun quizá las luces suficientes para examinar bien este asunto delicado. Le bastaba que el código fundamental prometiese las reformas de que estaba deseosa; que se expresase en este lenguaje de emancipación y libertad que habla con tanta elocuencia al corazón del hombre; que rompiese un yugo que pesaba tanto sobre hombres de regulares sentimientos; que se declarase la guerra a la arbitrariedad, a la intolerancia, al poder absurdo de la Inquisición, a funestas influencias que perpetúan el error, la preocupación y la ignorancia.
    Pasemos ahora a las clases privilegiadas que prosperaban al abrigo de la misma perpetuidad en estos abusos. La Constitución hablaba en nombre de la razón, de la justicia, de la libertad, de la igualdad civil, de la regeneración social en el sentido que pedía el espíritu del siglo. Era, pues, segura la alarma en el campo de los protectores de la ignorancia que tanto les servía, de los amigos de los abusos a que debía su crédito, su influencia y sus riquezas. La Constitución debió, pues, de ser el objeto de su prevención y de sus oídos, el blanco de sus acusaciones y de sus calumnias. Así está organizado el corazón del hombre; así lo enseña la historia de las reformas tanto civiles como religiosas en todas las edades.
    Para contraernos a los mismos tres puntos de acusación ya citados en la observación previa, ¿podían aborrecer estas clases la Constitución porque era demasiado democrática, por la unidad de su cámara legislativa, por las trabas que ponía al ejercicio del poder? ¿Qué les importaban cuestiones semejantes? Si la aborrecían, si la detestaban, era porque anunciaba reformas que dañaban a sus intereses u ofendían su amor propio. Cualquiera otra Constitución hubiese provocado la misma animosidad, suscitando el mismo odio y sido blanco de los mismos ataques y calumnias. ¿Cómo se pudieron haber dado pasos en el sentido de la regeneración social sin pensar en reformas, obstáculos de las mejoras? ¿Y qué reforma, qué descubrimiento, qué innovación aun en las artes no lleva consigo una especie de perturbación y de desorden que paraliza en el principio y hasta compromete los buenos resultados que se esperan de ella, y que nunca faltan con el tiempo? Era preciso, pues, o no pensar en reformas de ninguna especie o atraerse la enemistad de las clases poderosas, por poco importantes que desde un principio las reformas fuesen.
    Aparece, en consecuencia: primero, que la Constitución de 1812 no pudo chocar con las opiniones ni los hábitos de las clases bajas, que a todo lo más no la comprendían; segundo, que debió ser objeto de predilección para las clases medias regularmente instruidas, que deseaban reformas importantes en política; tercero, que debió de ser objeto de odio para las clases privilegiadas por motivos enteramente opuestos; cuarto, que ni el amor de las segundas ni la antipatía de las últimas pudieron haberse contraído a tal o tal artículo, sino a la obra en general por los principios generales que desenvolvía. Para unas clases hablaba de reformas que se apetecían, para las otras de reformas que se repudiaban; no hay cosa más natural ni más sencilla de entender.


Artículo complementario

    Liberalismo. Escuela Española

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