Eran y se sentían españoles
Guerra de la Independencia: Las Juntas de Defensa Nacional
No se recuerda en España algo semejante desde época anterior a los Reyes Católicos. Estamos en el siglo XIX, en el año 1808. El rey Carlos IV y su esposa María Luisa han abandonado España; su hijo y sucesor, Fernando VII, ha seguido la marcha. Los tres, y más, han salido de España cubiertos de ignominia y oscurantismo, traicionando a un pueblo que durante siglos se ha sentido representado y ha servido a la Corona con ejemplar fidelidad y harto sacrificio.
Los españoles llevaban conteniendo su animosidad hacía más de medio año; ya a finales de 1807 percibían una actitud impropia en sus gobernantes y una penetración extranjera indeseable. Las tropas y los políticos franceses campaban sin disimulo infiltrados en el tejido nacional y sus Instituciones, consentidos y avalados, sin reparo ni reproche por parte de la —supuesta— Autoridad Nacional. Pese a la evidencia, los españoles todavía confiaban en que pronto cesaría la provocación —si de una provocación se trataba— o daría paso diplomático a un acuerdo tolerable. Demasiada ingenuidad o excesiva sorpresa: no fue como alentaban. La invasión en todos los ámbitos había comenzado.
Vacante el trono, también las Instituciones se desmoronan: la Junta que dejó Fernando al huir ha consentido ser presidida por el lugarteniente de Napoleón, Joachim Murat, gran duque de Berg y Cleves, y las autoridades tradicionales: Consejo de Castilla, Audiencias, Capitanías Generales, se han plegado manifiesta resistencia a los designios del invasor, pretendiendo mantener al dictado una imposible normalidad en una nación ocupada ya en sus puntos clave por el ejército extranjero. Quedan los españoles, el pueblo español en el sentido genuino del concepto, sin distinción de clases, que en su inmensa mayoría no está dispuesto a que Napoleón convierta a España en una provincia de su imperio; o desmenuce España para debilitarla ganando alianzas, sumisiones, parciales de rendimiento político probado.
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La noticia del 2 de mayo de 1808 fue la señal de insurrección patriótica en numerosas plazas españolas. El 2 de mayo fue más que una gesta épica, que lo fue y magnífica; mucho más y tonante que un grito de desesperación, de rebeldía, frente a una intolerable humillación. Fue el momento que, ante la huida cobarde —cobarde, traidora y convenida desde las cancillerías— y consiguiente dejación de sus responsabilidades por las Instituciones del Reino, alumbró la certeza, y necesidad, de que el poder absoluto del soberano no podía seguir constituyendo el entramado de poder.
La fecha del 2 de mayo enmarca una insurrección de doble sentido: contra el ocupante extranjero, odiado, y contra las instituciones dimisionarias de sus responsabilidades. Una insurrección o levantamiento o alzamiento o sublevación pero sin el concurso de las autoridades, de las jerarquías de toda índole. El carácter intrínsecamente popular de la revuelta queda recogido en todos los testimonios de la época. Se derrumbó el viejo régimen de podrido, venal, entramado; la Nación se recreó a sí misma desde la base. El mismo pueblo que tomó la decisión de no respetar la pasividad en unos casos, indecisión de varios tonos en otros, de los Capitanes Generales, Audiencias y autoridades religiosas, en cambio sí se remitió y se sometió a ellas una vez éstas aceptaron el hecho fundamental de la rebelión frente al ocupante.
Aun afectada toda España por la conmoción, Continuaba y se mantuvo el orden social; paradójicamente, se derrumbaron las Instituciones de la Nación pero sin alcanzar los escombros a los instituidos. Los españoles iniciaron una insurrección popular sui géneris en la que, descompuesta la autoridad tradicional, en ocasiones incluso ejecutada, es el mismo pueblo alzado el que busca en las propias clases del régimen caduco sus autoridades, sus requeridos líderes.
Resulta ilustrativo mencionar que de todos los Capitanes Generales, la máxima autoridad existente en España, solamente uno, el Capitán General de Castilla, Gregorio de la Cuesta, se alineó con el pueblo sublevado; impulsada su patriótica decisión por los estudiantes de la Universidad de Valladolid que, ante sus pusilánimes dudas, estaban preparando la soga y el cadalso para ahorcarlo. Con el tiempo, el general Cuesta resultaría uno de los líderes de la guerra de la Independencia.
Levantamiento simultáneo de las provincias de España contra Napoleón.
Carta dirigida a José Napoleón.
Imagen de http://www.bne.es
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Dieciocho carros, cargados de cadáveres recientes, desfilaron por las calles de Madrid portando en tétrico cortejo a los fusilados del 3 de mayo.
Pero en el pueblo de Móstoles, sus autoridades se habían adelantado a declarar la guerra a Napoleón. El mismo día 2, los alcaldes ordinarios de dicho pueblo, Andrés Torrejón —por el Estado Noble— y Simón Hernández —por el Estado General—, firmaron el famoso bando. Parece ser que sus redactores fueron don Juan Pérez Villamil, director de la Real Academia de la Historia y don Esteban Hernández de León, prócer extremeño quien dio noticia personal de los sucesos de Madrid, que se encontraban casualmente en la localidad (quizá también participaron el andaluz Pedro Serrano y el escribano Manuel del Valle).
A las pocas horas de este acontecimiento, el corregidor de Trujillo, en la provincia de Cáceres, convocaba contra los franceses a todos los hombres útiles de los 82 pueblos de su partido; y el 5 de mayo se levantaba en armas Badajoz. Hubo hasta enfrentamientos con los jefes militares que pretendían contemporizar en la tierra extremeña, pero la decidida intervención del conde de la Torre del Fresno, Capitán General interino de Extremadura, que llamó a las armas a los pueblos de toda la región contra los franceses, decantó la partida patriótica.
Bando del Alcalde de Móstoles
Señores Justicias de los pueblos a quienes se presente este oficio de mí, el Alcalde de Móstoles.Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la Corte han tomado la defensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; de manera que en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre; como españoles es necesario que muramos por el Rey y la Patria; armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del Rey, procedamos, pues, a tomar las activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos y alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son.Dios guarde a V. muchos años. Móstoles, 2 de mayo de 1808.
Firmado: Andrés Torrejón. Simón Hernández.
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Era una primera victoria tras la humillación, el asedio, la invasión y los asesinatos de los sublevados. Pero la victoria, la militar y más aún la civil, es un fenómeno efímero si no se explota el éxito. Pasada la efervescencia ocupa su lugar la urgencia de articular la fuerza de un sistema organizado, en una gestión de gobierno: un Gobierno. Y así surgieron, en un escalón más de la cadena insurrecta, las Juntas Supremas Provinciales. A la par que desaparecieron o fueron ninguneadas las viejas Instituciones: las Capitanías Generales, las Audiencias, el Consejo de Castilla; manteniéndose incólume, sin cuestionamiento ni discusión el edificio social: la Nación.
Esas mismas Juntas Supremas de Gobierno, improvisadas a la carrera, que por absoluto rechazo al Consejo de Castilla podrían haber sido factor y causa de la anarquía, una posterior revolución y en consecuencia la disolución de la Nación española, en todo momento tuvieron presente y constante que eran España. En aquellos momentos cruciales, debido a la atomización del poder, pudieron haberse formado taifas, recreación de soberanías o cantones; sin embargo, ningún territorio derivó hacia el cantonalismo ni el soberanismo.
Juntas Supremas Provinciales que, carentes de coordinación entre ellas, establecieron contactos y acordaron tratados de colaboración con una Inglaterra atónita ante aquellas embajadas asturianas en Londres o andaluzas en Gibraltar que, no obstante su “soberanía suprema”, no ponían en tela de juicio la existencia de la común Patria española: la indubitable e indiscutible existencia del común denominador llamado Patria española. Su pertenencia incuestionable a España. La Nación. En el nombre y razón de España actuaron como mejor entendieron.
Este fue el orden de otra reconquista: primero las ciudades, luego las provincias, inmediatamente después los viejos reinos y, por fin, la Nación española. El solar patrio y sus nacionales uno y a una. Ello en una dinámica de anhelada agregación donde el común enemigo francés conseguía natural, fluido, el progresivo y exultante sometimiento de ciudades, Juntas Provinciales y Supremas regionales o de Reino, a la Superior y unificadora: primero la Junta Suprema Central, más tarde el Consejo de Regencia y, por fin, las Cortes. Cortes unidas, unitarias, igualitarias, sin representación de estamentos sino de personas: las liberales Cortes de Cádiz.
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En todas las provincias de España se escuchaba el mismo grito: “¡Guerra!”; y España se convirtió en un campamento. Temían los españoles por sus costumbres, por su religión, por sus reyes cautivos y vilipendiados, por su Nación, lo que condujo a una determinación con precedentes a lo largo de la feraz Historia de España. De uno a otro confín de España resonó el eco marcial de la movilización contra el invasor: eran apreciables y frenéticos los preparativos para la guerra, para liberarse de la extranjera dominación. Jóvenes y ancianos, mujeres y niños, militares y sacerdotes, gentes activas, gentes eficaces y gentes indolentes, pícaros y esforzados, campesinos y cortesanos, todos a porfía clamando por la defensa de España, por el apresto a la lucha destinado a liberar la Patria. Animados todos ellos de un sentimiento noble, comprensible, aunque iracundo: la venganza. La venganza ante la tropelía, la usurpación, el insulto, el sometimiento, el desprecio. Declaró España la guerra al invicto emperador Napoleón Bonaparte, solemnes, henchidos de orgullo, a tambor batiente, voceando; una catarsis nacional de absoluto compromiso para expulsar al enemigo de dentro y de fuera; enemigos fuertemente aliados. Desde las capitales de provincia, también desde municipios de población menguada se llamó a sumar por la Patria en peligro.
No nos cansemos de señalar cuán sorprendente resulta, también admirable, ver cómo las inmediatas decisiones y aprestos de resistencia y enfrentamiento se tomaban al margen de toda competencia oficial, atribuyéndose los munícipes unos poderes que sólo correspondían al Gobierno Central, tanto en su aspecto de relaciones internacionales como en el militar. Era una faceta añadida de la crisis total, del derrumbamiento del Antiguo Régimen. Fue la soberanía del pueblo la que declaraba la guerra en repulsa a las instrucciones que llegaban de Madrid aconsejando la contemporización con los franceses.
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Aunque el espíritu que anidaba en los españoles era el mismo, la insurrección patria contra el invasor tuvo un carácter fragmentario, reflejo de la complejidad nacional en el aspecto geográfico, del alejamiento y las malas comunicaciones y también de la diversa situación según si los franceses habían o no llegado a ocupar militarmente el territorio. En conjunto, el levantamiento tiene una forma y un fondo claramente revolucionarios. “La rebeldía admite la autoridad de las personas que demuestran su patriotismo, pero se niega a reconocer la de las instituciones, que por lo común no hacen sino transmitir las órdenes del poder central, en manos extranjeras”. Esta fue la tónica en todas las provincias y en todas las regiones en las que el alzamiento se fue convirtiendo en guerra abierta.
A partir del 2 de mayo, las Juntas Provinciales empiezan a surgir espontáneas y firmes por toda España. Puede considerarse pionera la de Asturias, formada por personalidades del Antiguo Régimen y por elementos nuevos que se incorporan con entusiasmo. La adhesión entusiasta es una constante que se repite en casi todas las Juntas; como expresa el poeta, dramaturgo y político Francisco Martínez de la Rosa: “se nombró para gobernar a aquellos cuerpos y personas a quienes el pueblo tenía costumbre de obedecer y reverenciar”, jefes militares de cierto prestigio, autoridades civiles y religiosas, estas últimas en especial, nobleza provinciana, magistrados, burgueses de profesiones diversas.
Ante el vacío de autoridad, con los reyes en aquel paradójico destierro, el clamoroso fracaso del Consejo de Castilla y la subordinación al invasor de muchos jefes, las Juntas se sintieron herederas de la autoridad antigua, apoyadas incondicionalmente por el pueblo, y representantes de legitimidad.
El deplorable papel de la Junta de Gobierno y del Consejo de Castilla
Expone el historiador José Antonio Vaca de Osma que aún se luchaba en las calles de Madrid cuando Joachim Murat, cuñado de Napoleón Bonaparte, dio los oportunos pasos para convertir a la Junta de Gobierno en un instrumento de su política. Disimulaba sus auténticos propósitos, por supuesto, solamente instando al citado organismo en el mantenimiento del orden y la tranquilidad pública. No olvidaba que los poderes de la Junta emanaban de Fernando VII, pero al lugarteniente del emperador le traía al fresco tal considerando. En el colmo del cinismo, tan adecuado a la práctica política, escribía en sus instrucciones a los junteros: “Deseo también que hagáis saber a la Nación la protesta de Carlos IV y que continuéis gobernando en nombre del rey de España sin nombrar cuál”. A Fernando VII, hijo y heredero de Carlos IV, de allí en adelante, se le reconocería sólo como Príncipe de Asturias. El calamitoso infante aceptaba tal situación enviando un billete a la Junta, fiel reflejo de su personalidad:
“A la Junta, para su gobierno, la pongo en su noticia cómo me he marchado a Bayona, de orden del rey, y digo a dicha Junta que ella siga en los mismos términos como si yo estuviera en ella. Dios nos la dé buena. Adiós, señores, hasta el valle de Josafat.”
La Junta, después de la marcha de Fernando, seguía siendo soberana en lo nominal, pero totalmente dispuesta al colaboracionismo y al servicio de Murat, al que Carlos IV, desde Bayona, había designado “lugarteniente general del Reino”. Decreto que llegó a Madrid el 7 de mayo de ese 1808.
En consecuencia, el gran duque de Berg, manu militari, se presentó en la inmediata sesión nocturna de la Junta para sin más dilación ni componenda diplomática hacerse cargo de su presidencia. El conde de Casa Valencia es designado como secretario, y como vocales nueve personalidades, entre ellas los señores Azanza, O’Farrill, Gil y Lemus y el marqués de las Amarillas, algunos de los cuales protestaron por tal designación y dimitieron pronto de sus cargos. Pero una vez recibido el decreto del que se suponía rey, aun en el exilio francés, Carlos IV, la Junta de Gobierno se sintió legitimada para emprender un camino de afrancesamiento que más tarde marcaría por mucho tiempo la ruptura ideológica y política entre los españoles, especialmente entre los sectores más cultos. En tal coyuntura, depositaria nominal de la soberanía, la Junta parece que extiende su jurisdicción por toda España, pero ni tiene autoridad real ni sabe mandar. Es la hora de la lucha para los españoles engañados e invadidos, y son los ejércitos imperiales y los levantamientos patrióticos dispersos los que tienen la palabra.
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Abdicados los reyes de la oprobiosa manera que se conoce, el poder debía haber recaído en el Consejo de Castilla, máxima institución del Reino que concentraba atribuciones políticas, administrativas y judiciales, gozando del tratamiento de Alteza y hasta el de Majestad en ciertas ocasiones.
En vísperas del 2 de mayo, el Consejo se limita a dar instrucciones para mantener el orden y sigue con esa tónica en los días posteriores, ordenando que oficiales españoles colaboren con los franceses en la persecución de los rebeldes madrileños; la obsesión del Consejo es la tranquilidad pública, el previo sometimiento de la predecible insurrección Y la misma norma mantiene en sus instrucciones a todas las Audiencias provinciales; incluso recomienda “a la nobleza y al clero que colaboren para pacificar al pueblo”. Eran las instrucciones exigidas por el gran duque de Berg, y lo que pretendía el Consejo era evadir responsabilidades.
De esta actitud de entrega total al invasor-usurpador, se infiere el tránsito de la cobardía matizada a la cobardía absoluta; ya que el Consejo no obra por convicción ideológica ni por preferencias políticas. Proclama rey a José Bonaparte y le felicita por su elevación al trono de los Reyes Católicos como podría haberlo hecho con cualquier otro personaje designado por el nuevo poder; se proclama también la Constitución dictada desde Bayona, que ciñe la autoridad a quien la esgrime. Sólo la resonante victoria de Bailén cortó de momento aquella afrentosa entrega de España a los designios napoleónicos.
El Levantamiento Nacional. Las Juntas Provinciales de Defensa Nacional
Escribe el historiador y cronista Juan Díaz de Baeza, siguiendo a su afamado colega José María Queipo de Llano, conde de Toreno, que es innecesario averiguar la cronología de los levantamientos, insurrecciones y resistencias por demarcaciones provinciales. Pero como por alguna parte hay que empezar, sea mencionada la provincia de León que ya antes de los sucesos del 2 de mayo no había reconocido la autoridad que Carlos IV delegó en Murat desde Bayona. Alborotado el pueblo leonés ante el intendente que intentaba publicar aquella inaceptable resolución, quedó la provincia desde entonces entregada a sí misma y gobernada por una Junta que se formó después en la capital. Se alistó a los mozos, viudos y casados sin hijos de toda la demarcación provincial y se llamó a todos los soldados licenciados para formar algunos cuerpos de milicia con el genuino y glorioso nombre de Tercios; por último, se declaró solemnemente la guerra a Napoleón.
Lo mismo aconteció desde el principio, como fue avanzado, en todas las provincias que no se hallaban efectivamente ocupadas por fuerzas enemigas.
De modo que en pocos días apareció toda la Nación espontáneamente sublevada contra los invasores-usurpadores, cual si hubiera mediado urgida comunicación oficial, inexistente en aquella época. Estuvo guiado el pueblo español por su instinto y un inmenso valor como primeras armas dados los escasos pertrechos militares, la falta de estructuras defensivas y la proximidad en según que zonas al ejército invasor. En las localidades inmediatas a las líneas de penetración francesas, el levantamiento fue contenido con la presteza que otorga la superioridad en armas y soldados. Segovia, pongamos por caso, creyó que podía defenderse del invasor por hallarse establecida en su Alcázar la Academia de Artillería, fiada al patriotismo de los artilleros y la fuerza disuasoria de las piezas; no obstante, por mucha que fuera la convicción, el armamento y el patriotismo, faltaba tropa que sostuviera las piezas emplazadas en las puertas y avenidas de la ciudad, con lo que sucumbió la defensa al cabo, aun pudiendo librarse del apresamiento los alumnos y oficiales de la Academia, con su director Miguel de Cevallos. De nada valió a Miguel de Cevallos el haber escapado del enemigo, pues a los pocos días fue muerto tumultuariamente en Valladolid al serle imputado el delito de traición en injusta y exaltada sentencia popular que no asimilaba la caída de Segovia como algo inevitable.
Las provincias distantes del ejército enemigo dispusieron de tiempo para instalar su gobierno, levantar y organizar a la gente y atender el armamento, irregular, antiguo y escaso la mayoría de las veces, y la defensa del territorio bajo su jurisdicción. En cada capital de provincia se estableció una Junta que ejercía el poder máximo. El panorama en los lugares libres de la invasión dibujaba gran entusiasmo y frenética actividad, aunque no siempre unido ello al acierto en la disposición y otras decisiones; porque es sabido que una cosa es predicar y otra dar trigo; una cosa es la voluntad, imprescindible, y otra la eficacia; indispensable.
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En Sevilla se conocieron pronto los sucesos del 2 de mayo (al punto que en Extremadura, ya referido el acontecer), quedando la ciudad conmocionada. Llegó después la noticia de las renuncias de la Corona en la ciudad de Bayona —las violentadas renuncias como algunos las definen—, que acabaron de exacerbar los ánimos entre la población. La sublevación contra la autoridad condescendiente con la entrega al enemigo se gestó antes de finalizar el mes de mayo, a la cabeza de la misma el conde de Tilly y otros que idearon el modo y los medios de realizarla aprovechando la indignación popular contra la perfidia francesa. Al anochecer del día 26, conducido el pueblo por soldados del Regimiento de Olivenza, se apoderó la dirección sublevada de las armas y municiones depositadas en los almacenes militares, acudiendo también un escuadrón de Caballería que sumó fuerza y ánimo para la causa.
En Sevilla fue nombrada una Junta que tuvo como secretario al eminente Francisco Saavedra, otrora ministro de Hacienda; se denominó Junta Suprema de España e Indias, con el designio de contraponer la unidad de gobierno a la usurpación entronizada, todavía ignorantes de lo acaecido en el resto de provincias. También en Sevilla hubo represalia popular contra quienes se deducía habían interferido en la espontánea respuesta: contra el gobernador que no supo encauzar los fervores del pueblo y queriendo retirarse de la escena fue muerto por su actitud y arrastrado su cadáver por las calles; contra el conde del Águila, procurador general, acusado de debilidad próxima a la traición, que fue fusilado.
Hay que tener en cuenta que en la región dependiente de Sevilla se encontraban los dos mejores regimientos de España: el del general Castaños, en el Campo de Gibraltar, y el del general Solano, en Cádiz; fuerzas militares que eran indispensables para asegurar el éxito del levantamiento.
Instalada la Junta con el imaginable apremio, dispuso el alistamiento masivo y aquellas medidas correspondientes para la dirección de los asuntos públicos y armamento. Urgía asegurar la vital plaza de Cádiz, preferiblemente con las fuerzas navales surtas en su bahía, como así mismo de la tropa acantonada en el campo de San Roque mandada por el general Francisco Javier Castaños. La Junta envió al general Castaños un oficial de Artillería, reconociendo la autoridad de la misma el general en el acto de la presentación, pues ya andaba días atrás en tratos contra los franceses con el Gobernador inglés de Gibraltar, al que despreció vanos halagos y la oferta del Virreinato de Méjico; los ingleses deseaban establecer una jefatura paralela que al fin y a la postre subordinara a la española que pudiera componerse. Fue Francisco Javier Castaños el único alto jefe militar que por su cuenta y riesgo se puso al frente de la rebelión nacional desde el primer instante.
El siguiente movimiento de la Junta fue enviar al conde de Teba a la plaza de Cádiz donde residía el Capitán General de Andalucía, Francisco Solano, marqués del Socorro. Este militar, ducho en el arte de la guerra, calculaba sólo en la esfera militar la resistencia al coloso napoleónico, considerándola de todo punto inútil y propiciadora de desastres para la Nación —alegaba en su descargo ante quienes denunciaban su tibieza, que los reyes se habían exiliado voluntariamente y que, por lo tanto, no había por qué rebelarse. Esta tendencia reacia a oponerse al invasor por parte del Capitán General y la Junta de Generales sitos en la ciudad gaditana, redactada en un bando que los liberaba del compromiso de la decisión adjudicándola a la voluntad del pueblo, disgustó al conde de Teba que prefería una determinación firme y patriótica exenta de politiqueos. Era sabido, por hablillas, que Francisco Solano y otros generales fueron tentados por Murat, que deseaba atraerlos a su causa con promesas de ascensos y demás provechos personales. Al disgusto del comisionado de la Junta Suprema de España e Indias, la de Sevilla, siguió la natural irritación y de ahí a la exigencia de una declaración de guerra a los franceses y se intimase la rendición de la escuadra que tenían fondeada en el puerto. Accedió Solano, quien anunció a la gente, tras una reunión con los oficiales de Marina, la imposibilidad de cañonear la flota francesa al situarse sus barcos mezclados con los españoles. Lo tomó como excusa la gente gaditana, incluso creyéndolo negativa a atacar, y en arrebato masivo dieron en disparar con un cañón la casa del Capitán General. Solano, advertido de esta guisa, fue a refugiarse en la de un amigo., lo que no evitó su localización y captura para proceder sumariamente al ahorcamiento en la plaza de San Juan de Dios. No gustó la acción exaltada a todos, pues Francisco Solano gozaba de buena reputación en el distrito bajo su mando.
Le sucedió en el cargo el Gobernador de Cádiz, general Tomás de Morla, con aprobación de la Junta de Sevilla. Se juró en seguida a Fernando VII y se estableció una Junta dependiente de la de Sevilla. El día 9 de junio, debido a la insistencia popular gaditana, se bombardeó la escuadra francesa mandada por el almirante Rossilly. Ofrecida ayuda por la fuerza naval británica bloqueando el puerto, fue desestimada por innecesaria, y tras cuatro jornadas de cañoneo y negociaciones, a las siete de la mañana del día 14 se rindió la escuadra francesa.
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Antes de este episodio ya se habían levantado Córdoba y Jaén, reconociendo la autoridad de la Junta de Sevilla. Poco después hacía lo propio Granada, a instancia de la Junta de Sevilla que envió a tal objeto al teniente de Artillería José Santiago, confirmando la plena disposición de los granadinos. José Santiago se entrevistó con el todavía reacio Capitán General Ventura Escalante, quien, no obstante, el día 30 de mayo y acompañado de su Plana Mayor y otras personalidades, paseó a caballo y entre la multitud junto al retrato de Fernando VII con el alborozo del pueblo que lo había solicitado. Luego pidió este mismo pueblo que se formase una Junta, lo que sucedió, nombrando como presidente al citado Capitán General Ventura Escalante que activó los preparativos para la guerra. Se alistó mucha gente, se hicieron cuantiosos donativos y Granada pronto se convirtió en un arsenal de aprestos militares.
La Junta de Sevilla emprendía una tarea negociadora. Envió a la plaza de Gibraltar al notable Francisco Martínez de la Rosa, joven pero ya catedrático en la universidad granadina; allí el Gobernador le facilitó armas y otros útiles bélicos, y en Algeciras, siguiente escala del itinerario, le fueron proporcionados diversos auxilios. Se declaró en Granada, como en las demás provincias alzadas, la guerra a Napoleón. La Junta de Sevilla destinó a Granada al general Teodoro Reding, gobernador de Málaga, que se hizo cargo de la gente que iba armándose, única fuerza disponible, y con un batallón suizo que estando camino de Cádiz por orden del gobierno de Madrid, había vuelto a Granada por mandato de la Junta y reconocido su autoridad. Granada fue una de las provincias donde más afloró el patriotismo y más fruto produjo la lealtad y decisión comunes a todos los pueblos españoles. Aunque la exaltación popular y un celo desmesurado —o algún enemigo oculto, que los hubo en demasía— provocaron las muertes del vicecónsul francés en Málaga y en Granada la de Pedro Trujillo, que había sido gobernador de esa ciudad.
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El 22 de mayo tuvo noticia Cartagena de las capitulaciones de Bayona, lo que provocó el mismo efecto que en los lugares antes descritos. Se alzó la población y se nombró una Junta de la que fue miembro Gabriel Ciscar, distinguido oficial de Marina con papel relevante a lo largo de la contienda.
Como Cartagena era plaza de armas y departamento de Marina contaba en sus arsenales y depósitos con que armar a sus habitantes, y proveer de armas a otras localidades que seguían su ejemplo. El municipio de mayor enjundia que sintió el estímulo cartagenero fue la ciudad de Murcia, donde se nombró una Junta en la que figuraba el anciano conde de Floridablanca, ministro otrora de Carlos III. Dentro del capítulo de sucesos y exaltaciones, en Cartagena fue asesinado el Capitán General del departamento, Francisco de Borja, medroso a la hora de tomar la decisión que exigía el fervor patriótico.
En conjunto puede decirse que en casi todos los pueblos de las regiones andaluza, murciana y castellana, vieja y nueva, declararon la guerra a los franceses. Una excepción fue Albacete, que siguió obedeciendo las órdenes emanadas de aquel Madrid sometido al invasor.
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Los episodios ocurridos en Valencia a partir del momento en que se recibió la noticia de las abdicaciones de Bayona constituyen una de las fases más interesantes del fenómeno político-militar que desencadenó la Guerra de la Independencia.
En la populosa Valencia, una vez conocidas las infames renuncias de Bayona por lectura pública y espontánea de La Gaceta debida a un particular que, enardecido y a los gritos de: “¡Viva Fernando VII!”, “¡Mueran los franceses!”, contagió a toda una población de por sí desasosegada e indignada ante tanto rumor y sospecha. La multitud, enfervorizada y resuelta, elevando el tono y extendiendo la proclama: “Mueran los traidores, muera Napoleón y viva Fernando VII y nuestra religión y Patria”, se encaminó a la casa del Capitán General, conde de la Conquista, quien intentó apaciguarlos; en vano la tentativa, pues por impulso el pueblo ya había elegido al religioso franciscano Juan Rico como jefe del levantamiento. Juan Rico gozaba de gran reputación y predicamento entre la gente.
Como durante siglos, la alianza del trono y el altar, la cruz y la espada, y era el pueblo el que lo confirmaba. También, como siempre, las masas no se exaltan ni se encorajinan solas; hay estados de ánimo que se fomentan, que se encauzan, que se dirigen. El padre Rico, arquetipo del cura guerrillero, arenga, se erige en portavoz y por su cuenta declara la guerra al francés. El Capitán General, de acuerdo con las demás autoridades, pide calma y va dando largas. Se ordena un alistamiento de tropas, pero no se dice si es en nombre del rey o del duque de Berg. Por fin se aclara la cuestión, se rehace el bando, que se encabeza así: en nombre de “Don Fernando VII, por la gracia de Dios, rey de España”.
Empero, los magistrados valencianos se resistían a obedecer sin más las demandas del pueblo, pero hubieron de ceder a la postre los del Real Acuerdo y procedieron al nombramiento del conde de Cervellón como general del Ejército que se determinó levantar. Aun así, muestra de la quiebra en las Instituciones, el Capitán General y la Audiencia dieron parte de lo ocurrido, por conducto reservado, al gobierno de Madrid, excusándose por la cesión y pidiendo tropas para hacerse obedecer.
El 24 de mayo, el día siguiente de lo referido, se presentó a Juan Rico el capitán Vicente González Moreno, con dos oficiales del Regimiento de Saboya, para tratar el modo de apoderarse de la Ciudadela. La reticencia e intento pacífico de impedir el acceso a todos los que acudieron, a una y en masa, por parte de los todavía gobernantes de la ciudad no logró su objetivo; pretendían que únicamente Juan Rico y unos pocos elegidos entraran y se convencieran de la escasa dotación armamentística. Pero entraron todos impetuosamente, favorecido el acceso por el barón de Rus, gobernador de la Ciudadela. El día 25 se declaró la guerra a los franceses y se constituyó una Junta numerosa compuesta de individuos de todas clases.
En esos días de sentimientos exacerbados y preparativos febriles para enfrentarse a la invasión, arribó un buque francés cargado de plomo al Grao de Valencia, metal carente en la ciudad. Venía acosado por un corsario inglés y dio en guarecerse en el referido puerto donde inmediatamente fue apresado. Tal noticia, junto a la del levantamiento de Valencia, se comunicó al perseguidor inglés, entregándole también pliegos para Gibraltar. Con este plomo incautado y las armas y pertrechos de guerra remitidos de Cartagena se abasteció la ciudad.
Los episodios violentos menudearon en Valencia, precursores de la contienda bélica propiamente dicha, desempeñados por un pueblo exaltado, receloso y empeñado en su propósito defensivo, y por personajes como Baltasar Calvo, canónigo de San Isidro de Madrid, quien encabezó el cinco de junio una sangrienta represalia contra trescientos treinta de los aproximadamente cuatrocientos franceses retenidos y custodiados —por su seguridad— en la Ciudadela; el furibundo justiciero Baltasar Calvo fue embarcado dos días después con destino a Mallorca.
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En tierra aragonesa se verificó el alzamiento tan espontánea y naturalmente como en las demás provincias al conocerse, en Zaragoza, los sucesos de Bayona. En un principio hubo reparto de pasquines levantiscos, reuniones clandestinas e inhibición por parte del Capitán General Jorge Juan de Guillelmi, cargo del que fue destituido por presión popular. Algunos patriotas destacados tomaron la dirección del movimiento: Mariano Cerezo, labrador, que se erigió en capitán del pueblo, Jorge Ibort, un paisano con madera de héroe —como otros que alumbró a lo largo y ancho de España esta guerra por la independencia—, el conde de Sástago, Antonio Cornel. La presión popular hizo que el Ayuntamiento se negara a enviar los diputados que se solicitaban para las Cortes de Bayona. A Guillelmi lo sustituyó eventualmente el general Mori al frente de la Audiencia, quien convocó una junta el día 25 de mayo.
Pero los zaragozanos, avisados por naturaleza, desconfiando de los trámites y la parsimonia oficial, enviaron por propia iniciativa una comisión de cincuenta personas a reunirse con el Guardia de Corps José de Rebolledo Palafox y Melci, que habitaba una casa de campo en los alrededores de la capital, para convencerlo de su participación en el alzamiento y conducirlo a Zaragoza. No fue hasta cursada una orden en tal sentido por parte del general Mori cuando Palafox tomó camino y se presentó en el lugar procedente, siendo aclamado por la multitud como el nuevo Capitán General. Metido en el trance histórico, vinculando su nombre al heroísmo de Zaragoza, ambos inmortales al correr del tiempo, convocó José Palafox las Cortes de Aragón para que aprobaran su nombramiento, cosa que hicieron, y formaran una Junta al modo tradicional español, por él presidida, con toda la autoridad en él residiendo. Se procedió al reparto de 25.000 fusiles y de 80 cañones. Esas fueron las armas con las que Zaragoza escribió, con sumo valor y sacrificio, las gloriosas páginas de los famosos Sitios; de extraordinaria trascendencia patriótica y militar.
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Los franceses, militares y políticos, habían ocupado con anterioridad las plazas de Cataluña, aunque no por eso, y pese a los obstáculos iniciales, dejó de levantarse la región por idéntica causa que el resto de las españolas. El orden de unidad no fue el deseable pues comprensiblemente era imposible, con la tropa invasora aposentada en demasiados lugares de importancia, impidiendo o dificultando las comunicaciones entre localidades. Barcelona estaba ocupada por los franceses, y el Capitán General, aunque conservaba oficialmente el mando, se convirtió de hecho en mero figurón al servicio del invasor. El pueblo catalán no contaba con las armas, municiones y pertrechos militares que le eran necesarios para resistir y combatir pues estaban custodiados por el enemigo en las plazas y arsenales donde se almacenaban, sobre todo en Barcelona; con la salvedad que en esta ciudad estaban acuartelados tres mil quinientos soldados españoles, decididos, como Ejército Nacional, contra los franceses.
Al no contar con la ayuda del Capitán General, en toda Cataluña corrió la voz tradicional del somatén y surgieron Juntas locales en Lérida la primera, a continuación Manresa, Villafranca del Penedés. Significativo el caso de Tortosa: El pueblo se subleva al conocer el 18 de mayo que el Ayuntamiento había reconocido a Carlos IV que había nombrado su lugarteniente al general Murat; se forma así una Junta de Pacificación y Defensa que declara la guerra a Napoleón simultáneamente a reclamar a la población su sumisión a las autoridades tradicionales, el capitán general y la Audiencia; La contestación no se hizo esperar, la población asalta el gobierno local y mata al gobernador, al alcalde y otras personas notables, disolviendo el ayuntamiento y nombrando una nueva Junta.
En Gerona, ante unas autoridades que nada habían hecho frente a la ocupación francesa del castillo de San Fernando de Figueras, la mayor fortaleza de Europa, serán los gremios bajo el liderazgo de los abogados Mates y Andreu quienes promoverán la creación de una Junta de Gobierno que promulgará la llamada a las armas del pueblo y se pondrá a las órdenes del Capitán General de Castilla y de la Cancillería de Valladolid.
Los levantamientos en la región, lógicamente, fueron parciales, condicionados al predominio invasor, pero bien encauzados por los gremios. Hasta finales de junio no se consiguió la formación de una Junta que canalizara los ímpetus y el arrojo de las poblaciones todavía libres de la invasión, la llamada General del Principado, con sede en Lérida.
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La España insular, Baleares y Canarias, imitó el ejemplo dado por los compatriotas peninsulares a pesar de las medidas adoptadas por Murat, cuyas órdenes fueron desobedecidas. En ambos archipiélagos se constituyeron Juntas y proclamado como rey al deseado Fernando VII.
Parecidos avatares a los de Valencia sucedieron en Mallorca: órdenes de Murat, rebelión popular, dudas y petición de calma por parte de las autoridades e imposición final del levantamiento patriótico y constitución de la Junta de la que fue elegido presidente el Capitán General Vives. Y en Mahón, previa resistencia de las autoridades, se declaró la guerra al francés, mientras el gobernador y el coronel Cabrera eran encarcelados por la nueva autoridad.
El alzamiento de sus islas vino en dar gran auxilio a España toda, por ser geografía de asilo llegado el caso de huida de la zona continental y por haber permanecido fondeada una parte de la Escuadra Nacional en el puerto de Mahón, ignorando las órdenes de Murat para su traslado al francés de Tolón. También, y no en menor relevancia, porque diez mil soldados —hombres de tropa, denominados entonces— que guarnecían las islas Baleares se unieron, andando el tiempo, a los ejércitos de la Península más un cuerpo de nueva creación que voluntariamente se formó en Mallorca, y que pasó después a Cataluña.
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La región asturiana sublimó su históricamente reconocido ímpetu contra el invasor acordándose de que Fernando era su príncipe, el Príncipe de Asturias. Pudo ser la primera región española en alzarse, también la primera en organizar unos poderes nuevos y revolucionarios frente a las Audiencias y Capitanías del Antiguo Régimen.
En Oviedo se había recibido una orden de Madrid para publicar el bando de Murat el día 3 de mayo. Trataba de publicarlo el día 9 el Comandante de Armas Nicolás de Llano Ponte, con acuerdo de la Audiencia; pero la enérgica oposición popular a las voces de: “¡Viva Fernando VII!, ¡Muera Murat!, ¡A las armas!” lo impidió. La Audiencia fue insultada y apedreada. Encabezó la rebeldía el procurador general Gregorio de Jove. Las escenas de Oviedo se repitieron en Gijón, y el bando de Madrid ni pudo ser leído, mientras llovían las piedras sobre el comandante militar y su escolta. A la sazón hallábase convocada y reunida una Diputación o Junta, que de antiguo existía en el Principado, compuesta en su mayor parte de vocales nombrados por los concejos en que se divide la región. Recibió esta asamblea la visita multitudinaria de los paisanos con afán de exponer su inquebrantable resolución de rebelarse ante la usurpación de los franceses. Tres notables entre los congregados: José del Busto, el conde de Peñalba y el conde de Toreno, apoyaron la demanda popular conviniendo que no se obedeciese a Murat y se dictasen las consiguientes providencias de resistencia. Aquella junta, en consecuencia, se convalidaba en la Junta de Defensa.
Aparece en primer plano los nombres ilustres de la sociedad y la política asturianas: el marqués de Santa Cruz de Marcenado, el anciano general, ilustre tratadista militar que, a petición popular, es nombrado Capitán General, y con él los Flórez Estrada, Jove, Argüelles, Llano Ponte, del Busto.
Sobrepasaba esta Junta sus atribuciones y facultades, que eran puramente económicas; aunque la población sublevada reconocía en ella la autoridad que no aceptaba en otras Instituciones. No obstante, apaciguados los ánimos momentáneamente al encontrarse los de la Junta con los de la Audiencia, se pretendió formalizar un pacto de acatamiento por parte de los primeros hacia los segundos, concediendo alguna satisfacción de éstos a aquéllos. En eso estaban los negociadores, transigiendo con la calma y el avenirse a la nueva situación que dirigía Murat, cuando el anciano presidente de la antigua diputación o junta —ahora Junta—, marqués de Santa Cruz de Marcenado, aseguró “que en cualquier punto en que se levantase un hombre contra Napoleón, tomaría un fúsil y se pondría a su lado”; plasmando con esta elocuencia y disposición la protesta contra la Audiencia y mandos políticos y militares de la región.
Llegó en eso a Asturias la noticia de los sucesos de Bayona, y llegaban personas varias de la Corte, de ella escapando, que contaban a todos los oídos prestos los horrores y atrocidades de los días 2 y 3 de mayo, lo que incrementaba a diario el número de conjurados en la ciudad, en los núcleos de población rural y en los valles. Se manifestaba la gente de toda condición por las calles ruidosa y patrióticamente, hasta que la noche del 24 de mayo anunció un rebato general de campanas el levantamiento asturiano. Acudieron en masa los paisanos al depósito de armas, garantes de la sublevación contra los enemigos de dentro y fuera, asegurando el control de lo allí custodiado. La neonata Junta Suprema de Gobierno se reúne esa misma noche “con todas las atribuciones de la soberanía” y declara la guerra a Napoleón en nombre de la causa del pueblo “exigiendo sostener la libertad e independencia de la Nación contra la infame agresión del emperador de los franceses hasta conseguir que sea restituido al trono de sus mayores nuestro legítimo rey Fernando VII, único a quien tiene reconocido y jurado la Nación”. La Junta asturiana queda imbuida de su soberanía y la mantendrá incluso enfrentándose más adelante al propio Consejo de Castilla.
A las primeras nuevas de lo ocurrido en Asturias, comisionó Murat y la Junta de Madrid a los magistrados Juan Meléndez Valdés y conde del Pinar, para que el uno poeta blando y flexible y el otro político riguroso y duro, reprimiesen aquellos alborotos auxiliando a la Audiencia a la que se comunicaban órdenes severas. A su vez, se mandó al Comandante General de la costa de Cantabria, La Llave, su traslado a Oviedo a encargarse del mando, poniendo a sus órdenes un batallón del Regimiento de Hibernia apostado en Santander y un escuadrón de Carabineros Reales que se hallaba en Castilla. Pese a sus mandos y las órdenes, los soldados de Hibernia participaban del mismo espíritu que los Carabineros: cuando unos y otros llegaron a Oviedo desobedecieron a sus jefes y se pusieron de parte del levantamiento. Estos jefes militares, así como el Comandante General y los comisionados de Madrid fueron arrestados por la nueva autoridad y poco faltó para ser ejecutados, víctimas de la indignación popular; la mediación del canónigo Alonso Ahumada, en nombre de Dios, los libró de una muerte segura.
La Junta asturiana dispuso, y con preferencia como todas las del Reino, el armamento general de la población; a continuación, la distribución de competencias y negocios para el gobierno regional y por último, aunque trascendente, el nombramiento de comisionados a Londres para alcanzar acuerdos con la autoridad británica: Andrés Ángel de la Vega, y el vizconde de Matarosa, conde de Toreno. Llegaron estos enviados a Falmouth la noche del 6 de junio y a la mañana siguiente se presentaron en el Almirantazgo, y poco después celebraban reunión con el ministro de relaciones extranjeras M. Canning, quien aseguró que el gobierno inglés “protegería con el mayor esfuerzo el glorioso alzamiento de la provincia que representaban”, añadiendo que “S. M. estaba pronto a extender su apoyo a todas las demás partes de la monarquía española que se mostrasen animadas del mismo espíritu que los habitantes de Asturias”.
El entusiasmo británico en favor de los españoles estaba motivado por la amenaza que para su territorio y sus intereses económicos y estratégicos representaba el expansionismo irrefrenable, y opresor, de Napoleón. Los comisionados asturianos fueron agasajados y vitoreados por doquier en la isla, y de resultas de su pertinente gestión a la región Asturiana fue enviado un copioso surtido de armas, municiones, vestuario y víveres; también caudales hubiera remitido el aliado, pero los comisionados no lo estimaron oportuno por entonces. Las autoridades británicas nombraron al mayor general sir Thomas Dyer para que pasase a Asturias en calidad de asesor.
Casi tres semanas después arribó a la Gran Bretaña, Francisco Sangro, comisionado por la Junta de Galicia, con la noticia, esperada y buena, de haberse levantado no sólo Galicia sino también todas las regiones del Reino. El gobierno británico envió a La Coruña al diplomático sir Charles Stuart.
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El levantamiento de Galicia fue un calco del resto, con su mismo sentimiento, sus mismas razones e igual disposición de ánimo en la gente. Conocidas en La Coruña las atrocidades de Murat en Madrid, la indignación prendió y corrió como un reguero de pólvora; más si cabe con la llegada de un oficial francés encargado de examinar la situación y poner bajo su mando a la tropa acantonada en la capital gallega.
Era Capitán General de Galicia Antonio Filangieri, ausentado en esas fechas, habiendo delegado el mando en el mariscal de campo Francisco Biedma; hombre malquisto por civiles y militares, proclive a la causa del invasor y fiado a la tropa bajo su mando. La Junta de Asturias había mandado un comisionado a La Coruña para estimular a las autoridades a seguir su ejemplo, pero hubo de retirarse a Mondoñedo, provincia de Lugo, por mandato del regente de la Audiencia a quien se había presentado. Por disposición del gobierno de Madrid acudió a La Coruña el Capitán General Filangieri, a serenar los ánimos de la población que ya conocía el despropósito de Bayona. En vano su cometido, pues algunos vecinos encabezando el alzamiento junto a elementos del Regimiento de Navarra —uno de los cuerpos de guarnición en la plaza—, dispusieron lo necesario para verificar su auténtica disposición.
Este Capitán General, sabedor del movimiento, dispuso que el citado Regimiento marchase a la localidad de El Ferrol; lo que no alivió, para su objetivo, la tensión ciudadana. El día 29 de mayo atravesó a caballo las calles coruñesas un joven emisario de la Junta leonesa vitoreando a Fernando VII y aclamando la libertad de la Patria. El enviado leonés lo fue para animar a los gallegos a declararse contra el opresor siguiendo el ejemplo de asturianos y leoneses. Se presentó el audaz jinete al regente de la Audiencia, quien en el acto le arrestó e incomunicó. La Audiencia se opuso antes a los emisarios asturianos. En vano el apresamiento y la reclusión pues ya estaba la población decidida al levantamiento. A petición popular se izó en baluartes y castillos la bandera real el día de San Fernando por un guarnicionero, “hombre famoso y verdadero tribuno popular”, llamado Sinforiano López de Alia, y retornó a La Coruña el Regimiento de Navarra, revocando así las órdenes de la Audiencia y el Capitán General. Las autoridades fueron perseguidas por los manifestantes, tuvieron que refugiarse en el convento de los dominicos. Los apedreados y hasta apaleados fueron el mariscal Biedma, el general Filangieri y el coronel Fabro. La tropa también favoreció el movimiento de los coruñeses que vieron incrementado su censo con los aldeanos que concurrían a la ciudad, apoderándose de cuarenta mil fusiles y proclamando a Fernando VII como rey.
La Junta formada de inmediato a petición de los amotinados, denominada de Armamento y Defensa, estuvo presidida por el mariscal de campo Antonio Alcedo, decretando el armamento de la región; sin embargo mantuvo a los altos jefes perseguidos horas antes, Filangieri para asuntos de guerra y Biedma para la administración y política. Coincidieron estas medidas con lo anteriormente expuesto: el pueblo en armas reconoce y acepta el mando de los jefes que pueden demostrar su patriotismo, pero con instituciones nuevas, no con las periclitadas desde que Fernando VII se convirtió en un complacido exiliado en el castillo de Valencia, que Napoleón le ofreció como residencia para su solaz y divertimiento.
Queriendo esta Junta dar carácter general al alzamiento, invitó al resto de ciudades gallegas a nombrar representantes para la constitución de una junta de todos ellos; y así fue que un representante de cada una de las siete provincias en que se hallaba dividida Galicia acudió a La Coruña a conformar la Junta soberana, asociando al logro las figuras eclesiales del obispo de Orense, el de Tuy y al confesor que había sido de la princesa de Asturias, primera mujer de Fernando VII, Andrés García.
Entre las fuerzas levantadas destacaba un batallón compuesto por estudiantes de la universidad de Santiago, como se formaron otros de la misma característica en Oviedo y León; todos ellos posteriormente muy dignos y valerosos en el combate, proveyendo, además, de oficiales competentes a los ejércitos que se iban organizando. A esta fuerza de nueva creación se agregaron sucesivamente las tropas regladas que vinieron de Oporto, ascendiendo en total a 40.000 efectivos.
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Aposentados los franceses en el centro de España, aspiraban a controlar los movimientos levantiscos de la provincia de Santander, que una vez sublevada les cortaba las comunicaciones y actuaba de acicate, o espoleta, con las vecinas Provincias Vascongadas; demasiado enemigo la cornisa cantábrica para el invasor.
El mariscal Bessières, que se hallaba en Burgos, mandó una delegación a Santander conminando a las autoridades a restablecer el orden so pena de castigos ejemplares de no conseguirse. Las tropas del general Bessières, días atrás ocupaban gran parte de la zona leonesa, pero la llegada de 800 hombres armados enviados desde Asturias hizo inclinar la balanza a favor del levantamiento patriótico provocando la retirada de los franceses, acantonados desde entonces en Santander. El resultado, aquí también, fue contrario al previsto por los franceses y el delegado en connivencia con los invasores, el Gobernador La Llave, pues los santanderinos se amotinaron amplia y patrióticamente: salieron los tambores tocando generala por las calles de Santander que recorría un inmenso gentío a los famosos gritos de “¡Viva Fernando VII!” y “¡Muera Napoleón!”. Sucedió esto el día 26 de mayo, y al siguiente se nombró una Junta presidida por el obispo de la diócesis Rafael Menéndez Laredo. En poco tiempo, la montaña y la costa santanderina nutrieron con 8.500 efectivos beligerantes el alzamiento.
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En Logroño y sus tierras también se alzó el estandarte de la sublevación contra los franceses, pero estos acudieron raudos desde Vitoria y sofocaron los deseos a sangre y fuego.
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Otro centro del levantamiento español fue la ciudad de Valladolid, donde al principio las autoridades respetaron las órdenes emanadas desde Madrid, pero pronto la efervescencia popular dio lugar a la formación de una de las clásicas Juntas. Valladolid se puso en pie contra el invasor. Residía en esta plaza el Capitán General de Castilla la Vieja, Gregorio de la Cuesta. Este militar era reacio a la sublevación dada la cercanía del ejército francés, pero la población, en la calle, enardecida, patriótica, rechazaba las razones de falta de defensas naturales, tropa, baluartes y armas en abundancia. Recorrían la ciudad proclamas valientes, de honor y dignidad, junto a otras de amenaza contra la traición y la demora. Cedió al fin el Capitán General y se formó una Junta Provincial de Armamento y Defensa; y otras similares en cada una de las cabezas de provincias como Ávila, Salamanca y Zamora, de cuya plaza, así como de la de Ciudad Rodrigo, se surtieron de armas y municiones las demás localidades. No faltaron episodios de refriega y exacerbación popular en estos lugares, aunque no excesivos, pues las autoridades no atendieron prestas o bien dispuestas las reclamaciones de los naturales soliviantados.
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Lo mismo ocurrió en Ávila y Zamora, donde las gentes amotinadas exigían armas para luchar. En toda la región se producía una situación contradictoria, pues simultáneamente se formaban Juntas, pero las autoridades seguían atendiendo instrucciones de Madrid e incluso llegaban a designarse diputados para asistir a las Cortes convocadas por Napoleón en Bayona.
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Comprimida estaba la lealtad nacional de Navarra y la de las limítrofes Provincias Vascongadas, ocupadas las plazas de San Sebastián y Pamplona por el invasor, transitando diariamente tropas francesas de la frontera hacia Castilla la Vieja. Mas no por ello dejaron de contribuir al esfuerzo patrio de la liberación, procurando que la escasa tropa española que en esas tierras todavía quedaba se uniera a los Ejércitos Nacionales en zona libre, dando oportunos y puntuales avisos de los movimientos e intenciones de los enemigos (sí, más de uno, no sólo el francés), y a enviar con disimulo cuanto auxilio a los demás pueblos levantados les era factible; y otros servicios de similar naturaleza.
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España, a qué dudarlo, vivía una revolución nacional, con trastorno completo del orden civil (el impuesto y deseado por el despreciativo invasor). Causa admiración, siendo objetivos, el que no se cometieran en mayor número excesos contra los “afrancesados”. Suponía el pueblo español, con perspicacia y argumento, que estaba mandado por autoridades aborrecidas, cual “criaturas de Godoy”, en muchas de las cuales sospechaba afición, tendencia o entrega al pérfido invasor, objeto de su odio, execración y venganza. Si se estudia la historia de las revoluciones acaecidas hasta esa fecha, difícilmente se hallará una en que, sopesadas todas las circunstancias concurrentes, se hayan cometido menos atentados que en la apropiadamente denominada Revolución Española, tan universal, profunda y corajuda.
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El filósofo español nacido en Vic, provincia de Barcelona, Jaime Balmes, plantea al final de la guerra de la Independencia la cuestión de por qué España se mantuvo unida en torno a la idea y el sentimiento nacional.
“En 1808 todo brindaba con la mejor oportunidad para que, si la monarquía hubiera sido en España una institución postiza o endeble, se despegase y se hiciera trizas, presentándose el provincialismo federal con su carácter propio y sus naturales tendencias. Pero no sucedió así: la Nación fue más grande que sus reyes… La aparición de innumerables Juntas en todos los puntos del reino, lejos de indicar el espíritu de provincialismo, sirvió para manifestar más el arraigo de la unidad monárquica; porque pasados los primeros instantes en que fue preciso que cada cual acudiera a su propia defensa del mejor modo que pudiese, se organizó y estableció la Junta Central, prestándose dócilmente los pueblos a reconocerla y respetarla como poder soberano. Este solo hecho es bastante a desvanecer todas las vulgaridades sobre la fuerza del provincialismo en España, y a demostrar que las ideas, los sentimientos y las costumbres estaban a favor de la unidad en el gobierno. Y hay todavía en esta parte una singularidad más notable, cual es el que sin ponerse de acuerdo las diferentes provincias, ni siquiera haber tenido el tiempo de comunicarse, y separadas unas de otras por los ejércitos del usurpador, se levantó en todas una misma bandera. Ni en Cataluña, ni en Aragón, ni en Valencia, ni en Navarra, ni en las Provincias Vascongadas se alzó el grito a favor de los antiguos fueros. Independencia, Patria, Religión, Rey, he aquí los nombres que se vieron escritos en todos los manifiestos, en todas las proclamas, en todo linaje de alocuciones; he aquí los nombres que se invocaron en todas partes con admirable uniformidad. Cuando la monarquía había desparecido, natural era que se presentasen las antiguas divisiones, si es que en realidad existían; pero nada de eso; jamás se mostró más vivo el sentimiento de nacionalidad, jamás se manifestó más clara la fraternal unidad de todas las provincias. Ni los catalanes vacilaban en acudir al socorro de Aragón, ni los aragoneses en ayudar a Cataluña, y unos y otros se tenían por felices si podían favorecer en algo a sus hermanos de Castilla (…) españoles, y nada más que españoles eran…”
La inmensa mayoría de españoles se sentía tanto parte de una común nación como presentía también el común enemigo. Así afirmaban España y a ellos mismos, negando a Francia y a su ejército de ocupación.
Una Francia que en el caso de Cataluña trató incluso de anexionarla al Imperio con añagazas, prometiéndole en 1810 un régimen autonómico propio y el reconocimiento de la oficialidad de la lengua catalana Ofrecimientos que fueron respondidos con la lucha guerrillera más feroz, junto con Navarra, de toda España.
Jaime Balmes reflejaba fielmente el acontecer de aquella Cataluña. Decían los franceses a los catalanes que prestaban oídos: “No venimos a poneros un yugo. Nuestro emperador nos envía para ayudaros a sacudir el yugo de España”. Los catalanes de 1808, como los de 1793, ni deseaban ni querían la libertad nacional que Francia les ofrecía; eran y se sentían españoles.
Españolidad y resistencia que también constató el mariscal Berthier: “Ninguna otra parte de España se ha sublevado con tanto encarnizamiento como Cataluña”.
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Sin ejército, sin administración, sin autoridades, sin gobierno, valencianos, gallegos, los territorios exentos de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya (que no el País Vasco, que siempre careció de estructura unitaria), navarros, asturianos, castellanos, andaluces, catalanes, murcianos, extremeños, leoneses, aragoneses, riojanos, cántabros o baleares y canarios, ninguno reivindicó particularidad, Cortes, Generalidad, leyes o instituciones propias. Unánimemente todos ellos invocaron, lucharon, murieron y vencieron en pro de una idea y un sentimiento común que llamaban España.
Baste una muestra en las proclamas de las diferentes Juntas Provinciales de tres regiones distantes entre sí; en ninguna de ellas encontramos la reivindicación de fueros, la reconstitución de la soberanía (para las oligarquías) que imperaba en la época de los Austrias.
Así, la proclama de la Junta Soberana de Galicia invoca:
“Españoles: Entre arrastrar las cadenas de la infame esclavitud o pelear por la libertad no hay medio.
“Españoles: esta causa es del Todo poderoso; es menester seguirla o dejar una memoria infame a todas las generaciones venideras”.
Cosa no muy distinta de la proclama de la Junta Suprema de Cataluña que el 9 de julio de 1808, en su proclama a los habitantes de Gerona, solicitaba la participación de todos en la lucha contra el invasor:
“Ninguna clase, ningún estado puede eximirse de tomar las armas y organizarse debidamente para repeler la agresión que sufren los derechos del Altar y del Trono, los intereses de la Nación española, su dignidad e independencia”.
Y exacta a la “Proclama de los Vascongados a los demás Españoles”:
“Españoles: Somos hermanos, un mismo espíritu nos anima a todos, arden nuestros corazones como los vuestros en deseo de venganza, y con dificultad contienen nuestra prudencia y patriotismo hasta mejor ocasión nuestros indómitos brazos, que ya quisieran derramar sobre el enemigo la muerte que nuestros generosos pechos saben arrostrar intrépidamente.
“Aragoneses, valencianos, andaluces, gallegos, leoneses, castellanos, etc., todos nombres preciosos y de dulce recuerdo para España, olvidad por un momento estos mismos nombres de eterna memoria, y no os llaméis sino Españoles.”
La inmensa mayoría de los textos producidos por la Junta Suprema de Cataluña se redactaron en español. Esa misma Junta Suprema de Cataluña que de manera permanente invocaba la Patria Española desde su propia Constitución, en donde bajo juramento se comprometieron a defender la religión católica, todas las provincias de España y la Inmaculada Concepción.
Las relaciones entre la Junta de Cataluña y la Central o Suprema, van a ser cordiales, manteniendo la de Cataluña una actitud de respeto y obediencia.
Ya en julio de 1808, en comunicación a la Junta Suprema con sede en Sevilla, le escribía la de Cataluña: “La erección de esa Suprema Junta al tenor de la de este Principado, se deja ver penetrada los vivos sentimientos de honor y lealtad para sostener la buena causa de la religión, del legítimo soberano y de la Patria, debiendo en consecuencia tener ambas entre sí la más íntima unión en todas sus operaciones, no omitirá ésta la mejor armonía en las providencias que entendiera corresponden a los objetos que a todo español anima”. Reiterando el 15 de octubre su acatamiento: “Ha acordado la Junta que se les conteste a sus diputados en la Central, que está pronta en cumplir los acuerdos y que ha mando publicarlos y circularlos”.
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La participación masónica a favor del invasor
En 1807 algunos agentes franceses de la masonería establecieron logias en España, con la intención de crear un caldo de cultivo favorable a la invasión napoleónica. Cuando ésta tuvo lugar unos meses después, el trabajo de zapa masónico se desplomó.
Los propagandistas de Napoleón alegaban que bajo la égida del Emperador fulgía el progreso y la libertad. Sin embargo, lo que los españoles mayoritariamente veían y percibían era que las tropas francesas profanaban iglesias, saqueaban domicilios, museos y palacios, pretendían elevar al trono a un extranjero, despreciaban las tradiciones y creencias nacionales y aplastaban despiadadamente cualquier resistencia. Esta guerra de Independencia y Liberación supuso la pérdida de un millón de vidas de españoles.
Las logias creadas por militares franceses no obtuvieron el éxito confiado a su efectividad y dirección, por lo que la masonería recurrió a crear logias españolas como instrumento de sumisión. La primera logia fundada por los invasores fue la de San Sebastián, el 18 de julio de 1809; siguieron otras en Vitoria, Zaragoza, Barcelona, Gerona, Figueras, Talavera de la Reina, Santoña, Santander, Salamanca, Sevilla y Madrid; ciudad donde se instaló la Gran Logia Nacional de España, en octubre de 1809. Una frenética actividad proselitista napoleónica “el héroe que asegura la paz de las conciencias” envolvió la tarea de los pocos infatigables masones españoles “el emperador filósofo”; y hacia su hermano, el intruso José I, del que se afirmaba en las logias:
Viva el rey filósofo
Viva el rey clemente
Y España obediente
Escuche su ley.
Por el contrario, España a través de la inmensa mayoría de los españoles, no creía que “Pepe Botella” fuera ni filósofo ni clemente, ni estaba dispuesto a obedecerlo. Es significativo que no hubo masones ni en el levantamiento nacional de 1808 contra el invasor francés ni en las Cortes de Cádiz, de las que surgió la Constitución de 1812. Los propios liberales reunidos en las Cortes gaditanas eran declaradamente antimasones, y mediante una real cédula de 19 de enero de 1812 que confirmaba el real decreto de 2 de julio de 1751, volvieron a prohibir la masonería en los dominios de las Indias e islas Filipinas.
La circunstancia es de especial relevancia al poner de manifiesto la impronta de los liberales de Cádiz. Su liberalismo era de corte anglosajón y no francés, que había degenerado en el Terror, primero, y en la tiranía de Napoleón Bonaparte posteriormente, de raíces parlamentarias, nacionales y cristianas. Una combinación enfrentada a la masonería.