Crítica racionalista
Benito Jerónimo Feijoo es una de las primeras y más genuinas figuras de la Ilustración española. Sus escritos ejercieron una influencia muy beneficiosa para la cultura española de su tiempo.
La aparición de su obra señera, Teatro crítico universal, escrita a partir de los cincuenta años y publicada en ocho volúmenes entre 1726 y 1739, levantó una enconada polémica entre los lectores. Acusado de heterodoxo, en 1748 el rey Fernando VI publicó un decreto encomiando los escritos del fraile benedictino.
A la par, Feijoo empezaba a publicar otra obra de similares características, Cartas eruditas y curiosas, entre 1742 y 1760.
Ambas tienen una intención de crítica declarada, atacando las supersticiones, las falsas afirmaciones, los mitos y prejuicios científicos. La voluntad enciclopédica de Feijoo le lleva a abordar todas las materias: religión, historia, literatura, estética, geografía, filosofía, moral, ciencias físicas, ciencias químicas, matemáticas, etc. Conocedor de la obra de los grandes pensadores y científicos de su tiempo: Galileo, Descartes, Newton, Gassendi, Pascal, Bacon, Montesquieu, Voltaire, Feijoo se opuso a los abusos de la escolástica y preconizó el uso de la razón, apoyada por la experiencia, como único método válido para la ciencia.
Defendió y recomendó la lectura de los autores extranjeros para suprimir la impermeabilidad de la cultura española hacia las nuevas corrientes del pensamiento europeo; siendo él mismo un gran divulgador de los estudios de los principales científico de la época.
Teatro crítico universal
(Fragmento)
Para desconfiar del todo de la voz popular, no hay sino hacer reflexión sobre los extravagantísimos errores que en materia de religión, política y costumbres se vieron y se ven autorizados con el común sentimiento de varios pueblos. Cicerón decía que no hay disparate alguno tan absurdo, que no lo haya afirmado algún filósofo: “Nihil tam absurdum dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophorum”, (Li. 2, de Divinitante). Con más razón diré yo que no hay desatino alguno tan monstruoso que no esté patrocinado del consentimiento uniforme de algún pueblo.Cuanto la luz de la razón natural representa abominable, ya en esta ya en aquella región, pasó y aún pasa por lícito. La mentira, el perjurio, el adulterio, el homicidio, el robo; en fin, todos los vicios lograron o logran la general aprobación de algunas naciones. Entre los antiguos germanos, el robo hacía al usurpador legítimo dueño de lo que hurtaba. Los hérulos, pueblo antiguo poco distante del mar Báltico, aunque su situación nos e sabe a punto fijo, mataban todos los enfermos y viejos, ni permitían a las mujeres sobrevivir a sus maridos. Más bárbaros aún los caspianos, pueblos de la Scitia, encarcelaban y hacían morir de hambre a sus propios padres cuando llegaban a edad avanzada. ¿Qué de enormidades no ejecutarían unos pueblos de Etiopía, que según Eliano tenían por rey a un perro, siento este bruto, con sus gestos y movimientos, regla de todas sus acciones? Fuera de la Etiopía, señala Plinio los toembaros, que obedecían al mismo dueño.Ni está mejorado en estos tiempos el corazón del mundo. Son muchas las naciones donde se alimentan de carne humana y andan a caza de hombres como de fieras. En el palacio del rey de Macoco, dueño de una grande porción de la África, junto a Congo, se matan diariamente, a lo que afirma Tomás Cornelio, doscientos hombres, entre delincuentes y esclavos de tributo, para plato del rey y de sus domésticos, que son muchísimos. Los yagos, pueblos del reino Ansico, en la misma África, no sólo se alimentan de los prisioneros que hacen en la guerra, mas también de los que entre los muertos no tienen otro sepulcro que el estómago de los vivos. Todo el mundo sabe que en muchas partes de Oriente hay la bárbara costumbre de quemarse vivas las mujeres cuando mueren los maridos; y aunque esto no es absoluta necesidad, rarísima o ninguna deja de ejecutarlo, porque queda después infame, despreciada y aborrecida de todos. Entre los cafres, todos los parientes del que muere tienen la obligación de cortarse el dedo pequeño de la mano izquierda y echarlo en el sepulcro del difunto.