Episodios legendarios y una carta de respuesta
Junio de 1808
Cuando Aníbal pone pie con sus legiones en el recinto de la ciudadela de Sagunto siente el espolazo de la victoria, tanto más codiciada cuanto más difícil. Ha llegado el momento de dar por liquidados todos los afanes, odas las vicisitudes de una lucha pertinaz a las puertas de una fortaleza, acorazada reciamente, más que por los sillares por el patriotismo de los héroes que la defienden. Los saguntinos no aceptan la capitulación.
Aníbal acomete con todo y a punto está de sucumbir a las puertas de la ciudad; pero, por fin, penetra en ella sediento de sangre, enloquecido como fiera herida, en busca de presa en que saciar su venganza bien que ya tardíamente.
Los resistentes de Sagunto no quieren ser vencidos. Toman sus ajuares, joyas y enseres para con ellos apilados prender una hoguera. Los que no pueden tomar las armas para batirse se precipitan en el fuego buscando así la santificación de su sacrificio por la Patria; los que logran aún esgrimir las armas ofrecen el pecho a la muerte y abandonan el recinto, para morir y también para matar.
Expone el militar e historiador Joaquín A. Bonet que a fuerza de admirar a los vencedores de contiendas y litigios, demasiadas e injustificadas veces queda en la penumbra de un segundo plano la grandeza merecida e imponente de los vencidos.
Recordamos a Sagunto. Y también a Numancia, las guerras de Numancia, que parecían invención de un espíritu romancesco, creador de temas para unos cuadros patéticos con espadas y torsos desnudos, caídos como ruinas de un circo romano, o para unos poemas henchidos de un sentimiento casi desconocido, por inactual, llamado patriotismo. En Numancia nuestras simpatías se inclinan por el lado de los vencidos. Tenía que ser. Los ocho mil hombres que resistían el empuje de los treinta mil de Pompeyo, se agigantan en nuestra admiración cuando los vemos crecer en la defensa de su honor.
El río Duero, vena española que circunda Numancia, ofrece a los numantinos la cuna de su álveo y el vehículo de sus aguas, para que de ellos se sirvan en la conquista de bastimentos. Escipión es quien ciega el camino fluvial; vigas enormes erizadas de púas cierran el paso a barcas y nadadores. Numancia va a sucumbir sobre sus propios escombros; como los numantinos, que han de morir matando entre las huestes romanas o entregando al veneno o al fuego las vidas que codicia el bárbaro invasor. Y hay quienes hunden en su propio pecho la espada de que se valieran para matar a los suyos antes que éstos puedan caer en manos del enemigo.
Allí, al pie del Duero, estaba España. Estuvo España en Rocroi: ¡Contad los muertos y sabréis los que éramos! Estuvo España en el cuartel de Simancas: ¡El enemigo está dentro. Disparad sobre nosotros!
Tiene Miguel de Cervantes una gran tragedia escrita que lleva por significado título Numancia, donde hablan símbolos eternales y también la Patria. Teógenes, el caudillo de los numantinos, dice una gran letanía de octavas reales:
Y pues nuestros designios descubiertos
han sido, y es locura aventurarnos,
amados hijos, y mujeres nuestras,
nuestras vidas serán de hoy más las vuestras.
Sólo se ha de mirar que el enemigo
no alcance de nosotros triunfo y gloria;
antes ha de servir él de testigo
que admire y eternice nuestra historia,
y si todos venís en lo que digo,
mil siglos durará nuestra memoria.
El sentido de la Patria va cobrando en nuestro pecho gran hondura y excelsa majestad en nuestro entendimiento. Era un valor que resucitaba, con la pureza de lo nuevo, de lo creado otra vez.
En la época moderna hay ocasión de percibir la nitidez de esa fuerza eterna que mueve a los pueblos.
Sentimos el fragor de nuestra guerra de la Independencia, aquel gran levantamiento nacional que ha dejado en el aire español el polvillo dorado de una esencia inmarcesible. No la vemos vinculada sólo en los generales y en la masa que les sigue. La tocamos al repasar aquel episodio, de escasa resonancia en la Historia, pero profundamente estremecedor, de Gaspar Melchor de Jovellanos, cuando regresa a la Península después de atravesar la triste laguna de siete años de inicua persecución en Mallorca. Es junio de 1808.
Festeja el pueblo la vuelta del ilustrado Jovellanos, le agasajan los próceres. José de Palafox —que habiendo dispuesto una representación pública de la Numancia, de Cervantes, acaba de conmover con tan sabio arbitrio el espíritu patriótico de Zaragoza— es quien mejor le acoge y ensalza, a su paso por la ciudad aprestada a su defensa, porque en él reconoce no ya la sabiduría sino la virtud fundamental que es directriz de su vida: el amor a España.
Francisco de Goya acude a retratarle, vibrante todavía su paleta de haber reflejado dramáticamente los fusilamientos de la Moncloa. Acaso va a Zaragoza requerido por el propio general Palafox, para que su pincel recoja el heroísmo de aquellos sitios; pero antes quiere retratar al gran desterrado, que es una cumbre del honor nacional, cuando el varón ilustre descansa en la alcarreña Jadraque. A la vez que el pintor, se acercan al otrora prisionero de Bellver muchos hombres que representan la negación de la Patria. Allí están los afrancesados, no en persona, sino con sus cartas llenas de lagoterías para atraer al hombre incorruptible. Meléndez Valdés, su viejo amigo, el dulce Batilo, le llama; también su protegido Leandro Fernández de Moratín, y Mazarredo, y Cabarrús, y tantos más. Incluso el rey intruso, José I, hermano de Napoleón Bonaparte, le ofrece la responsable cartera de Interior. El propio Napoleón ordena que el gijonés, Jovellanos, vaya a Asturias a reducir a sus paisanos levantados contra el invasor gabacho. Le escribe, tratando de persuadirle también, el general francés Sebastiani.
Pero Jovellanos, con la dignidad y la firmeza de un patriota y tras aceptar un puesto en la Junta Central —la Junta española sublevada contra el poderío y las influencias extranjeras—, contesta a todos en términos que resumen estas palabras enviadas a su antiguo amigo el conde de Cabarrús: “Desde que dejasteis de ser amigo de España, dejasteis de serlo mío. Desde Gijón a Cádiz, desde Lisboa a Tarragona, no suena otro clamor que el de la guerra. La justicia de la causa da tanto valor a nuestras tropas como desaliento a los mercenarios que vendrán a batirlas. El dolor de la injuria, tan punzante en el honor castellano, aguijará continuamente el valor y la constancia de los nuestros; y crea Vm. que cuando el triunfo sea posible el conquistador verá su trono sobre ruinas y cadáveres, y ya no reinará sino en un desierto.”
Así expresa el patriota el sentido de la gran epopeya de 1808.
Gaspar Melchor de Jovellanos. Pintura de Goya (h. 1798). Museo del Prado, Madrid.
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Gaspar Melchor de Jovellanos, nacido el año 1744 en Gijón, fue político, poeta, autor teatral y prosista. Estudió en Oviedo, Ávila, El Burgo de Osma y Alcalá, hasta ingresar en la magistratura y en 1767 es nombrado alcalde del crimen en la Audiencia de Sevilla.
En la capital hispalense asistía a la tertulia que con un grupo de amigos ilustrados organizaba el gobernador Pablo de Olavide, a su vez escritor, jurista y político. Más adelante Jovellanos también sería conocido en los círculos literarios de Madrid y Salamanca.
Elevado al cargo de alcalde de casa y corte (institución jurídico administrativa castellana de antiguo origen, siglo XIII), marchó de Sevilla a Madrid donde durante doce años, entre 1778 y 1790, participó activamente en la reforma política y cultural de la nación. De este periodo es su paso por la Sociedad económica, la Real Academia Española, la Real Academia de la Historia, la Real Academia de San Fernando, la Real Academia de Cánones (de Sagrados Cánones, Liturgia, Historia, y Disciplina Eclesiástica) y la Real Academia de Derecho y Práctica (de Jurisprudencia y Legislación); habiendo ingresado en cada una de las citadas. Además de involucrarse en la Real Junta de Comercio, Monedas y Minas aportando informes, memorias y censuras de libros.
Cayó en desgracia a la muerte de Carlos III y sufrió destierro en su localidad natal, de 1790 a 1798, ciudad en la que fundó el Instituto asturiano de náutica y escribió, entre otros, el importante Informe sobre el expediente de la ley agraria y la Memoria sobre espectáculos.
Cuando Godoy (Manuel Godoy y Álvarez de Faria), primer ministro del rey Carlos IV, nombró ministro a Francisco Cabarrús, éste condujo a Jovellanos de nuevo a Madrid para adjudicarle la cartera de Gracia y Justicia, año 1797, comprometido ministerio en el que tuvo poco tiempo para ejercitarse. Volvió a caer en desgracia y padeció otro destierra en Gijón y al cabo prisión en Mallorca, entre 1801 y 1808. En su reclusión aprovechó para escribir unas memorias y otras obras reflexivas y de consideración general.
Al ser liberado, habiendo estallado la guerra contra el invasor francés, se unió a la Junta Central de Defensa Nacional sita en Cádiz; lugar de patriotas liberales.
Un año antes de su muerte, en 1811, escribió una Memoria en defensa de la Junta Central.
Gaspar Melchor de Jovellanos tuvo gran influencia como poeta en José Cadalso y la escuela salmantina; y como prosista, a través de sus Diarios, en todos aquellos escritores de prosa autobiográfica.