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Victoria incruenta de las armas españolas. Ramón María Narváez y Fernando Fernández de Córdoba

Primavera-verano de 1849: Cuerpo expedicionario de liberación  

La reposición en el solio de Pío IX



A finales de 1848, los revolucionarios italianos penetran en la Ciudad Eterna. Roma es un botín muy cotizado, pero caro de conseguir. No obstante logran sus objetivos Garibaldi y Mazzini, capitanes de la invasión, y ponen sitio al Vaticano regido por el papa Pío IX. El gobierno pontificio es sustituido por un triunvirato y una Asamblea Constituyente sustentado en dos batallones de anárquicos soldados poco menos que de fortuna.
La guardia del Papa era testimonial, por lo escasa y decorativa, ante lo que el pontífice decide llamar al embajador de España, Francisco de Paula Martínez de la Rosa, quien aconseja al solicitante la salida de Roma dada la situación en las calles. El Papa se acoge a Gaeta, el puerto del reino de Nápoles más cercano a Roma, del que era monarca el rey Fernando, tío carnal de la reina de España Isabel II. En Gaeta aguardaba el embajador de España en Nápoles, Ángel María de Saavedra y Ramírez de Baquedano, duque de Rivas, militar y poeta como su colega Martínez de la Rosa.
Pasados unos días, llegó a Madrid noticia exacta de lo sucedido. Presidía el Gobierno el político y militar Ramón María Narváez y Campos, duque de Valencia, quien ordenó comunicar a todas las potencias católicas de Europa los hechos y las consecuencias, pidiendo una reunión urgente del Consejo de embajadores para examinar las circunstancias, pues España iba a intervenir con las amas para restablecer el solio de la cristiandad.
La iniciativa tuvo éxito, pese a las consabidas reservas. Austria, a la que convenía mucho intervenir en el mosaico que era la península itálica, organizó un fuerte ejército; Francia, república presidida por Luis Napoleón Bonaparte, envió una división de siete mil efectivos, reducida en cuanto a número y dotación, al mando del general Oudinot; y España dispuso un Cuerpo expedicionario con el general Fernando Fernández de Córdoba y Valcárcel al frente (cuyo apellido y título: Gran Capitán, sonaba en aquellas tierras con gloria).

Fernando Fernández de Córdoba y Valcárcel

Imagen de ICHM

Aunque el cardenal Antonelli, nuncio de Su Santidad, Martínez de la Rosa y el duque de Rivas acuciaban a Narváez para que enviase la tropa, el jefe de Gobierno español deseaba que llegara la última después que los franceses se decidieran, e iba retrasando la partida sin descuidar el operativo.
Embarcó al fin la primera brigada, compuesta por los regimientos de Infantería Inmemorial del Rey, Reina Gobernadora y batallón de Cazadores de Chiclana, más una compañía de Ingenieros y un brillante cuadro de jefes y oficiales.
En Gaeta recibió Pío IX al general Fernández de Córdoba y su ejército con entusiasmo y parada militar de cortesía. Todo muy lucido y fervoroso. El Papa bendijo la bandera del regimiento Inmemorial del Rey, en representación de todo el Cuerpo expedicionario, colgando de su moharra la cinta de color morado de la Orden Piana.

Pío IX bendice al Cuerpo expedicionario español en Gaeta.

Imagen de ICHM

Los franceses habían desembarcado y puesto sitio a Roma, atacando con tanto brío como desacierto, sumando demasiadas bajas para seguir arremetiendo. Cosa que elevó la moral de los revolucionarios que allegaron a sus filas nuevos voluntarios asentando, a la par, sus previas y también las aspiradas conquistas.
La tropa española, a la que prometió unírsele una División napolitana, al mando asimismo del general Córdoba, no podía intentar operación alguna, pues el rey Fernando de las dos Sicilias cambiaba de parecer y plan a cada poco, aturdido por los acontecimientos y retirado al límite de su frontera. Córdoba se ofreció a los franceses para pelear juntos en el cerco de Roma, pero Oudinot opuso que aquello era competencia de la honra y su ejército habría de tomar la ciudad sin más ayuda que la propia.
Pese a lo limitado de los efectivos, la brigada española se puso en marcha el 2 de junio de 1849, para establecerse en Terracina, donde constituyó su base para acometer el terreno que el acuerdo internacional había concertado a los españoles.
A los pocos días, el general Zabala desembarcaba en Gaeta con los batallones de Cazadores de Ciudad Rodrigo, Las Navas, Baza, Simancas y el regimiento de Caballería Lusitania, más dos baterías de montaña y una rodada.
Los franceses, ya reforzados, acababan de entrar en Roma a viva fuerza, después de un furioso bombardeo con cañones de sitio y de Marina, que dio origen a la protesta colectiva de los representantes diplomáticos de todas las potencias residentes en Roma, acusando a Oudinot, en términos amenazadores, de haber faltado al derecho de gentes, a las leyes de la guerra y al respeto que los monumentos romanos merecían. Y sea por la protesta o por el deseo de no indisponerse con los revolucionarios, que los franceses no desarmaron a las huestes de Garibaldi n de los voluntarios internacionales.
Con catorce o quince mil hombres, Garibaldi se retiró libremente de Roma acampando a menos de cuatro leguas de la ciudad, proclamando que se disponía a aplastar a los españoles. Lo que no tuvo efecto quedando en bravata. Los españoles, en lugar de fortificarse, avanzaron al encuentro de los revolucionarios, llegando a Piperno, no lejos de Valmonte, establecimiento de los garibaldinos que viéndolos venir decidieron marchar a Terni, cruzada la cordillera de la Sabina.
Reunida en Piperno la División española, con los generales Lersundi y Zabala, el plan de campaña de Córdoba era atravesar la Sabina, ocupar el desfiladero de Tagliacozzo que tan importante papel jugó en las guerras del Gran Capitán, y caer sobre el enemigo que sólo contaba con la opción de hundirse en el mar o perderse en los Abruzos, rodeados por el ejército austriaco.
Dispuestos a ello la tropa, visita el campamento el general Nunciante, jefe del ejército napolitano, para conferencias acerca de la situación en Nápoles. Córdoba le expuso su plan y el napolitano le dio que conduciría a su ejército a la catástrofe ya que la zona era inhóspita y virgen del paso militar a lo largo de la historia; tampoco contaba con postas, salidas o refugios ni posibilidades de suministro.
Respondió Córdoba a tal paisaje que él había superado los habidos en España similares o de mayor dificultad.
En diálogo de estrategias imposibles estaban ambos cuando se les unió el general prusiano Willisen, comisionado por su rey para estudiar la organización de las tropas españolas y asistir a las operaciones, de tanto riesgo como atractivo, con permiso del Gobierno español.
Puso marcha la División de amanecida, con la mínima impedimenta individual y de grupo, ocupando pronto terreno arisco; las diminutas siluetas de los flanqueadores pincelaban las crestas de las montañas. El trazado era pésimo, pero aún era más peligroso el paisanaje.
Iba de cronista en la expedición el escritor Gutiérrez de la Vega, y de auditor de Guerra, también escritor, Estébanez Calderón, ambos constituidos en cicerones del general prusiano, contagiado de literatura, enviando a la prensa de Berlín artículos de loa hacia los españoles. Le asombraba que tras marchas de seis y siete leguas por terrenos de montaña, llegaran los soldados a los pueblos o a los vivaques con ganas de confraternizar y divertirse al ritmo de la música autóctona.
Al llegar a la ciudad de Enrola, una localidad amplia en comparación a las transitadas, cansados de verdad todos, se hallaban dormidos todos cuando se desencadenó una gran tormenta acompañada de vendaval. La noche fue de aúpa y el remojón de órdago; pero la tropa, animosa siempre, pidió “Diana con música”, para pasar el mal trance y cobrar impulso. Así fue: charangas, tambores, clarines y trompetas a saludar el Sol.
De Enrola en adelante el camino era otra cosa. Alcanzaron Rieti, sorprendiendo a una población que esperaba a los garibaldinos, pero que supo acomodarse con presteza a los españoles. Ya quedaba poco para el desfiladero de Tagliacozzo, desde cuyas cimas esperaban divisar los campamentos de Garibaldi; quien enterado de la aproximación española escapó hacia la Toscana, perola región ya estaba ocupada por los austriacos, por lo que continuaron la huida hasta el poblado de Narni.
Desde Rieti los españoles marcharon a Terni, superado el desfiladero, y allí quedó el grueso de la tropa pues la pretensión de conquistar Narni venciendo a Garibaldi se esfumó al recibir noticias, luego comprobadas, de que el revolucionario y su hueste, minorada ante la aproximación de los españoles, volvía a huir eludiendo el enfrentamiento. Los españoles regresaron a Rieti a descansar.
Explicaba Garibaldi a quienes prestaban oídos, que él conocía a los españoles, por haberse batido con ellos en Río de la Plata, al lado de los insurgentes, y por tanto los creía capaces de la proeza que se les atribuía al cruzar la cordillera con infantes, jinetes, artilleros y mulos.
De los franceses se supo que Oudinot había enviado al Para, a Gaeta, las llaves de Roma, entrando en ella el Pontífice en olor de triunfo. Y de Nápoles, que el general Nunciante, todavía impresionado por el plan español, había propuesto, en nombre de su país, al Consejo de Embajadores, que la División española quedara guarneciendo indefinidamente a Roma y los Estados pontificios.
El resultado obtenido por el Cuerpo expedicionario español fue el apetecido; y aún mejor, si al éxito se suma la ausencia de bajas por combate (algún estrago causó la malaria y el terreno). Se repuso en el solio a Pío IX; Garibaldi huyó a América; los revolucionarios de diversos países abandonaron la península italiana y los italianos callaron sus ímpetus en espera de ocasión propicia. La iniciativa del Gobierno español fue, pues, de la mayor eficacia para el in perseguido. Y la campaña, realizada sin combatir como se ha expuesto, obligando por la maniobra a que el enemigo se disolviese, demostró que la doctrina militar de aquellas épocas no prescribía la destrucción del enemigo, sino reducirlo a la impotencia por medio de la estrategia y de la táctica.
Al Teniente general Fernando Fernández de Córdoba y Valcárcel le fue concedida la Cruz de 5.º clase, Gran Cruz de San Fernando, por Real Decreto de 4 de marzo de 1850, en virtud de sus distinguidos servicios al mando del Cuerpo Expedicionario Español a los Estados Pontificios del mes de mayo de 1849 a febrero de 1850.

Isabel II


Ramón María Narváez y Campos


Francisco de Paula Martínez de la Rosa


Ángel María de Saavedra y Ramírez de Baquedano, duque de Rivas



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