Soy español y me quedo en España
Nacido en el castillo de Ramefort, municipio de Foix, región de Languedoc, en 1775, Carlos José Enrique de España y Cabalby de Esplás (llamado originalmente Charles d’Espagnac y Couserans de Cominges) era el quinto hijo de los marqueses d’Espagne. La Revolución francesa desplazó la familia a Inglaterra y él ingresó voluntario con diecisiete años en la Brigada de los Nobles Mosqueteros que mandaba su padre; a continuación se alistó en el Regimiento Inglés de Emigrantes. Luego se trasladó a Palma de Mallorca donde el capitán general de Baleares le nombró ayudante de campo con el empleo de teniente.
Durante la guerra de la Independencia —en la que cargaba un equipaje de campaña surtido de libros militares y mapas— pasó de capitán con el general Vives a la brigada de los suizos del general Reding; para al cabo incorporarse a las guerrillas de Salamanca con Julián Sánchez. De su aprendizaje en las guerrillas se sirvió para dirigirlas convenientemente, depurando a sus integrantes con el fin de formar soldados patriotas y no bandoleros. Y lo consiguió, a fuerza de valor y energía. De su arriesgada gestión devino la lealtad que le guardaron el cura Merino, Abuín el manco, Juan Martín el empecinado o el citado Julián Sánchez entre los destacados cabecillas guerrilleros. La acción victoriosa de Barba del Puerco, en la provincia de Salamanca, perfiló la fama del conde de España, alcanzando el empleo de coronel a finales de 1809.
En adelante participó en la batalla de Tamames, también en la provincia de Salamanca y acciones del Fresno, Puerto del Pico y Cáceres. Mediado 1810, con poco más de treinta años, asciende a brigadier; su primera acción con este empleo fue la de Torres Vedras, con paso en España y Portugal, a las órdenes de lord Wellington. Luego llegaron las batallas de la Albuera y los Arapiles y después los sitios de Badajoz y Ciudad Rodrigo y la batalla de Fuenteguinaldo, localidad próxima a Ciudad Rodrigo.
Es nombrado Gobernador militar de Madrid hasta que, al mando del IV Ejército español, el 21 de junio de 1813 participa en la decisiva batalla de Vitoria.
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Mariscal de Campo. Por su actuación en la batalla de Vitoria le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando de 3.ª clase, Sencilla.
Durante la retirada de José Bonaparte, el rey José I, desde Madrid a Miranda de Duero pasando por Valladolid, Palencia y Burgos, se tuvo noticia del paso del río Ebro por el ejército aliado de españoles, portugueses y británicos los días 14 y 15 de junio; lo que obligó a replegarse en Vitoria y oponer allí resistencia, en la línea del río Zadorra, al previsible ataque.
Al mando de lord Wellington (Arthur Wellesley), los aliados establecieron su cuartel general en Subijana de Morillas, localidad próxima a Valmaseda, el día 20.
José Bonaparte, a la defensiva, confiaba en reunir pronto a su lado las tropas del general Claussel, actuando en Navarra, y las de la división Foy, operando en la costa cantábrica. Entretanto había distribuido sus fuerzas en la línea del Zadorra y las alturas de la Puebla de Arganzón, al mando del general Gazan; dando frente al río se situó el general Drouet con artillería en el cerro dominando el valle del Zadorra; y el llamado ejército de Portugal, mandado por el conde de Reille, ocupaba los pueblos de Gamarra Mayor, Gamarra Menor y Abechuco además de las alturas inmediatas. Erran 54.000 hombres extendidos a lo largo de tres leguas y a las órdenes del mariscal Jourdan.
Los aliados sumaban 66.000 infantes y 10.000 caballos, y tomaron la iniciativa atacante al amanecer del día 21 desde sus posiciones de partida en el río Bayas. El primer combate lo protagonizó la división del general Pablo Morillo, que con la portuguesa del conde de Amarante y la segunda británica constituían el ala derecha del despliegue comandada por el general Hill. El general Morillo atacó las colinas de la Puebla de Arganzón con éxito, desalojando a los franceses, pero siendo herido; los franceses se replegaron a la otra orilla del río. Liberado el paso, cruzó el río Zadorra el general Hill dirigiendo un ataque contra las tropas francesas acantonadas en Subijana de Álava, también exitoso.
Dadas las afortunadas maniobras, dispuso Wellington que atravesaran el río las cuatro divisiones del cuerpo central del ejército, al mando del general Cole; los itinerarios del despliegue fueron desde Nanclares de la Oca, Trespuentes y Mendoza. Una vez en la orilla opuesta las fuerzas emprendieron un ataque combinado sobre las posiciones enemigas que obligaron a un repliegue escalonado hacia Vitoria. Al mismo tiempo, la alianza hispano británica portuguesa avanzaba hacia Vitoria desde Valmaseda y por Amurrio, lugar de concentración del ejército desplegado a la izquierda, mandado por el general Graham. El día 20 llegó el grueso a Orduña y prosiguió el 21 por Munguía hasta situarse en las posiciones previstas para la inmediata batalla.
El despliegue defensivo francés por la derecha se apoyaba en unas alturas sobre las que se lanzaron la brigada portuguesa del general Pack, la división española del general Francisco Longa, integrante del 4.º Ejército español del general Pedro Agustín Girón, más la división inglesa. A consecuencia del embate victorioso, el general Longa ocupó la localidad de Gamarra Menor y los británicos Gamarra Mayor; mientras el general Graham caía sobre la localidad de Abechuco con la 1.ª división inglesa.
Así pues, quedaron cortadas las comunicaciones del ejército francés en retirada con Bayona.
Los imperiales de Napoleón Bonaparte huyeron atropelladamente por el camino de Pamplona. José Bonaparte se aprestó a seguir la huida frenética de los suyos abandonando enseres, tesoros y dinero, que fueron cogidos por los aliados igual que los ciento cincuenta y un cañones, los cuatrocientos quince carros de municiones, abundante material sanitario, armas y bagajes. Se contaron ocho mil entre muertos y heridos y mil prisioneros; los aliados registraron cinco mil bajas.
El bloqueo y rendición de la ciudad de Pamplona fue la empresa más importante acometida por el conde España en la guerra. Aunque escaso de tropas, las situó de modo que pudiesen reunirse inmediatamente al ser atacadas en los intentos del enemigo por escapar del cerco, mediante ataques por sorpresa que resultaron desastrosos para los franceses, hasta el punto de obligar a la rendición sin condiciones del general Cassan. El conde España resultó herido de gravedad en el bloqueo, pero rechazó la evacuación y entregar el mando, de manera que continuó dirigiendo las operaciones a lo largo del frente habilitado en un carruaje.
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Teniente general. Por su actuación durante la campaña de la Guerra de la Independencia le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando de 5.ª clase, Gran Cruz.
Durante la Guerra de la Independencia combatió al lado de los españoles. Fue ascendido a capitán e integrado a la Brigada de los suizos de Teodoro Reding al inicio de la contienda, luego pasó a la guerrilla de Julián Sánchez el Charro y posteriormente mandó el Batallón de Tiradores de Castilla. En 1809 ascendió a coronel, participó en la batalla de Tamames y recibió el empleo de brigadier. En la batalla de la Albuera, año 1811, a las órdenes del general Francisco Javier Castaños, mandó la 1.ª División del 5.º Ejército; y en 1812, siendo mariscal de campo, intervino en la batalla de los Arapiles. Además de concurrir con sus tropas en los sitios de Badajoz y Ciudad Rodrigo, en 1812 también entró en Madrid acompañando al duque de Wellington. Fue nombrado Gobernador político y militar de la capital de España y desde ella se incorporó a la batalla de Vitoria, antes expuesta, y a continuación se le destinó al bloqueo y toma de Pamplona, entregada el 31 de octubre de 1813 por el general Cassan al general Carlos de España, a quien acompañaba en el sitio el príncipe de Anglona (Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Pimentel, al mando de una división del 3.º Ejército español), tomando prisionera la guarnición rendida.
Cinco heridas jalonaron su activa campaña.
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En 1815, ascendido a teniente general, máximo empleo en el Ejército, mandó la Guardia Real de Infantería.
Recordando su huida de Francia cuando la época revolucionaria, contestó al ofrecimiento del rey Luis XVIII, que ocupaba el trono tras la restauración, lo siguiente:
“Señor, toda la sangre francesa que tenía en las venas la vertí por las heridas que los franceses me causaron; sólo me queda la sangre de mis antepasados españoles; soy, pues, español, y me quedo en España”.
Nunca olvidó los horrores de la Revolución francesa: el aguillotinamiento de su abuelo, el asedio del castillo por la plebe, el miedo, las amenazas, la forzosa huida y la inevitable miseria.
Tal decisión le valió la españolización de su apellido, D’Espagnac, y el título de conde de España con Grandeza, al que se sumaban los de conde de Foix, vizconde de Couserans y de Cominges, barón de Ramefort y de Neubazan. Poseía las Grandes Cruces de San Fernando, San Hermenegildo, Isabel la Católica y la Legión de Honor.
Hombre de férreas convicciones, cumplidor a extremo con su deber, en nada parecía francés ni conservaba recuerdo de aquella patria repudiada. No cedía a la coacción ni se dejaba arrastrar por las corrientes sediciosas. Era tal su fama de ordenancista y solucionador de entuertos que, popularmente, cuando algo carecía de buen apaño se decía “esto no lo arregla ni el conde de España”.
Valga como muestra de cuanto a su respecto se aludía, tres valoraciones de quienes bien le conocían. La del príncipe Félix Lichnowski, que con él sirvió en la Guardia Real: “Yo he visto al conde de España siempre inexorable si se trataba de castigar el vandalismo, la insubordinación, la deserción y las villanías; pero nunca lo he encontrado injusto ni arbitrario. Aferrado a sus convicciones ninguna consideración, ningún ruego, influían en él cuando se trataba de lo que creía su deber; por eso castigaba más severamente a los oficiales que a los soldados, y su rigor aumentaba según la categoría del culpable. Daba a sus justicias la mayor publicidad, para impresionar e imponer a las masas por el ejemplo. Tardaba en sus resoluciones, pero después de pronunciarlas con voz firme ya no había apelación y se ejecutaban”. La del intendente carlista Gaspar Díaz Labandero, también de la Guardia Real: “Hombre de gran talento, de vastos conocimientos y de un carácter dominante, como pocos; no compartía el mando con nadie ni sufría oposiciones o resistencias de ninguna clase; su voluntad había de ser sobre todas, y si en raras ocasiones oía a alguno era para hacer luego lo que le parecía mejor. Cuando se proponía hacer una cosa había de llevarla adelante, hubiera que valerse de cualesquiera medios. Enérgico y sostenido en el mando, era duro en los castigos y organizador como pocos. Llevaba hasta el extremo la subordinación y el orden, y conocía la parte cómica militar como nadie de su época. De una complexión robusta, hacía alarde de desafiar el rigor de las estaciones. Una vez que en la guerra de la Independencia tuvo su división que vadear un río con el agua al pecho, estuvo él sumergido hasta que pasó la retaguardia. Lo mismo dormía en el suelo que sobre un banco o una cama con colchones de pluma. Le gustaba comer bien, pero no era glotón sino obsequioso y galante. En operaciones se contentaba con un pedazo de pan de munición y una sardina arenque o cualquier friolera por el estilo”. Y la del general Fernando Fernández de Córdoba: “El general conde de España era una persona por quien hubiera dado yo la vida. Así es que cuando, después de muchos años y defendiendo distinta causa que yo, supe la manera desastrosa como había sido asesinado por los mismos realistas, tuve verdadera pena, y siempre guardé un respetuoso culto a su memoria. No he conocido un general que supiera presentarse a las tropas con mejor y más aire militar y con maneras más imponentes. Todos los oficiales de la Guardia fuímosles deudores de nuestra educación militar. Ningún jefe fue más temido y más respetado; pero ninguno tampoco tuvo consideraciones iguales con sus subalternos, que le pagaron con el indeleble recuerdo de un afectuoso reconocimiento. Añadiré que jamás impuso castigo severo a nadie por faltas leves, contentándose con ligeros arrestos que no imprimían nota desventajosa ni depresiva. Tenía por la Guardia el cariño de un padre, y cuando en la guerra algún oficial, que seguía distinta bandera, caía prisionero de su tropa, tratábalo decorosamente, acabando por ponerle en libertad”.