Detractores ilustres del abuso cosmético
El uso y abuso de la perfumería y la cosmética fue de antiguo censurado por voces eminentes. Tanto a hombres como a mujeres, más a ellas que a ellos en honor a la verdad, alcanzó la burla, el reproche y la extrañeza por parte de mujeres y hombres que no entendían el motivo del celo y del exceso por camuflar defectos propios de la condición humana o, incluso, fingir aspectos físicos y engañar con apariencias falsas que antes o después salen a la luz acentuada su carga de fealdad y también carencia.
Baltasar Gracián reconvino el recurso femenino de tales artes valiéndose para su crítica de autoridades clásicas como Aristóteles, Menandro, Antífanes, san Cipriano, san Ambrosio, san Clemente Alejandrino, Tertuliano, san Pedro y san Pablo.
Los arreglos femeninos, en especial, sufrieron el señalamiento disgustado en la literatura de la Edad Media, siendo el Arcipreste de Talavera uno de los destacados atacantes.
En la época barroca, viajeros europeos por España describieron las prácticas decorativas de cara y cuerpo con asombro y desagrado.
Antoine Brunel escribió: “[las mujeres] se ponen las mejillas de color escarlata, pero de un modo tan grosero que parecen haber trabajado para disfrazarse más bien que para embellecerse”.
Robert Alcide de Bonnecase afirma que “[las mujeres] se pintaban tanto que apenas se les podía ver la piel”.
Madame d’Aulnoy (Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, Baronesa d’Aulnoy) cuenta de una de sus amistades: “cogió un frasco lleno de colorete y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la frente sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Díjome que así se pintaba todas las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse; que no le agradaba mucho acicalarse de tal modo y que de buena gana dejaría de usar el colorete, pero que siendo una costumbre tan admitida no era posible”.
Enrique Cock afirma que “las señoras y las jóvenes desfiguran su rostro y su belleza natural por medios artificiales y así engañan miserablemente al pobre diablo que cae en sus redes”.
Personalidades de las letras nacionales inciden en el desagrado que les produce el dispendio de arreglos para eliminar o encubrir taras o despliegues naturales. Francisco Santos, en su Día y noche de Madrid, menciona a las “quitadoras de vello” a domicilio, que iban de casa en casa celestineando y vendiendo productos de cosmética: “canutillo de albayalde, solimán labrado, habas, parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas, enrubiar el pelo, mudas para el paño de la cara, aderezo para las manos.”
Lope de Vega, en El llegar en ocasión, versifica burlesco a una sufrida beldad por artificio:
Martirizábase toda
con mudas, aceites y aguas,
y por momentos tenía
todo el Gran Turco en la cara.
Abusos que no eran exclusivos de las damas, jóvenes o viejas, pues desde épocas tempranas los varones dieron en emperifollarse con el mismo o mayor esmero e idénticos o parecidos resultados y señalamientos reprobadores.
Bartolomé Ximénez Patón en 1639 editó su Discurso de los tufos, copetes y calvas, donde denuncia a los caballeros con afición a la cosmética y avisa a las damas de que “no se dejen engañar destos enrizados con tufos, ni copetes, ni de los que se afeitan y componen la cabeza con ungüentos olorosos, ni de los que visten muy pulido y traen sortijas en los dedos”, añadiendo a continuación y como advertencia: “los hombres envanecidos, teniendo paciencia para ponerse dos horas en manos de un barbero, con exquisita diligencia quieren ser afeitados y gastan más tiempo en hacerse la barba, torcerse el bigote, levantar el copete, peinar las guedejas y ampollar los cogotes, que la más hermosa dama”.
También las modas son puestas en el disparadero y no menos los símbolos externos de opulencia o influjo extranjero, frívolos y veleidosos, llevados a juicio y a la sátira.
Fray Cristóbal Avendaño, reprensor de costumbres que califica de nocivas, clama tonante contra el lujoso esnobismo de los galanes de Madrid: “¡Qué de pavones en esta corte, que ya no aprecian para su adorno las sedas de Granada ni las telas de Milán! Ya tienen por cosa ordinaria las perlas ricas, los costosos diamantes. ¡Qué de galas inventan cada día, qué de libreas costosas dan a sus criados para mayor autoridad de sus personas!”
Al mismo son, fray Juan de Luna, en 1609, se explayaba contra “los negros hombres que se miran con tanta o más atención a los espejos que las mujeres, y se componen tan despacio como ellas, […] se afeitan el rostro y enseban las manos, y toda la mañana ocupan un paje con el espejo en la mano en que se están mirando los negros hombres, si merecen este nombre y no el de maricones afeminados…”
El doctor Andrés Laguna, médico humanista dedicado a la farmacología y a la botánica médica, critica que “algunas simplecillas mujeres, dejando sus naturales y muy agraciados gestos, busquen otros postizos, y de tal suerte anden enjabelgadas con afeites puestos unos sobre otros que las podrán fácilmente cortar un muy buen requesón de cada carrillo”.
El humanista, filósofo y pedagogo Luis Vives, en una línea higienista que aparte el camuflaje de la práctica más natural y sana, reprende a las mujeres por no lavarse nunca la cara ni quitarse las costras que se ponían, acostarse emplastadas, levantarse de la cama emplastadas y estar en casa emplastadas.
Y sea una pregunta de fray Luis de León, al hilo de su crítica a los afeites femeninos por naturales y pringosos, la que concluya esta exposición curiosa e instructiva, en alguna o mucha medida tan vigente hogaño como lo fuera antaño: ¿Y si las pone sucias [los afeites], como de hecho las pone, ¿cómo se pueden persuadir que las hace hermosas?”
Personajes y citas recogidos del historiador, economista y docente Pedro Voltes.