La espada era un elemento consustancial a la idiosincrasia española; presentes en todas partes, además de los campos de batalla y los establecimientos militares, rebosaban en las universidades, en la corte, en las ciudades y aldeas, portadas al cinto y esculpidas en los escudos nobiliarios. La leyenda grabada en la hoja de los aceros toledanos recordaba a su dueño:
No me saques sin razón ni me envaines sin honor
Los íberos fueron los primeros que forjaron espadas de hierro y de bronce (la Falcata ibérica, por ejemplo), admiradas y copiadas por los romanos; de puño en cruz, tenía la hoja una anchura de tres dedos, dos filos, dos vacíos en su superficie y punta afilada.
Los godos hispanos alargaron la hoja y le dieron más peso para hendir las cotas de malla. En toda la Edad Media se usó una espada de dos manos denominada Montante, que perduró hasta bien entrada la Edad Moderna.
Conforme los ejércitos iban ganando en agilidad las espadas perdían pesa, conservando la tradición española de ajustar en el pomo la reliquia de un santo o una prenda de amor; y la cruz formada en el puño por largos gavilanes.
El apogeo de la espada española comenzó en el siglo XVI y duró dos siglos. El número de espaderos y la perfecta fabricación extendió por doquier la fama de los aceros españoles. Cada espada tenía registrado su punzón o marca, siendo el más afamado punzón el de Julián del Rey, un moro converso que trabajó en Toledo y Zamora, cuyo símbolo era un perrillo, envidiados sus aceros en todo el orbe. Se consideraba insuperable el temple de la marca del perrillo: Julián del Rey introducía la hoja verticalmente en el agua hirviente mientras recitaba una oración, luego giraba el acero formando con la horizontal un ángulo de veinte grados, después, y como la hoja salía del líquido quebradiza, empleaba su destreza con un procedimiento secreto que le aseguraba el éxito.
Las mejores hojas templadas eran las de Toledo, pero también consiguieron alto aprecio por su excelencia las espadas fabricadas en Calatayud, Bilbao, Valencia y Barcelona.
A las espadas españolas de la Edad Media con pequeños gavilanes, sucedieron las de gavilanes largos y artísticos, bajo los cuales lucían bellas cazoletas o lazos, que les daban nombre y servían para proteger la mano y equilibrar el arma.
El equilibrio del arma supone que la hoja propiamente dicha, sin contar con la espiga que es el extremo no acerado que se incrusta en el puño, se divide teóricamente en tres tercios iguales: el de junto al puño se llama “tercio de fuerza”, el del centro “tercio de compensación” y el de la punta “tercio de debilidad”. La hoja va disminuyendo insensiblemente de anchura y de peso desde la empuñadura hasta la punta; pero en las espadas españolas el tercio de fuerza se divide prácticamente en dos porciones iguales: la de junto al puño es más pesada que la de al lado del tercio de compensación al objeto de que la empuñadura pese lo mismo que el tercio de fuerza, con espiga incluida. El propósito es que el peso del arme gravite sobre la mano, de modo que resulte muy ligera. Al equilibrio contribuían los calados de la cazoleta y la mayor espesura del lazo. Por lo tanto, en absoluto era caprichosa la forma de la empuñadura, y esta cualidad de los artífices españoles conseguía que sus espadas fuesen las preferidas en el mundo.
El uso de la espada por militares y paisanos llevaba consigo la necesidad de saberlas manejar, por si había que utilizarla. Los maestros de esgrima eran casi todos oficiales de las distintas armas militares y soldados retirados del servicio.
“De capa y espada”, recibieron ese nombre los tiempos en que arma y prenda eran inseparables en el ejército y en la gente civil. Lucían sus portadores de día hermosas empuñaduras de bronce dorado, de acero bruñido, de plata mate o brillante, predominando el hierro en las horas nocturnas. Se llevaban pendientes de un tahalí de varias correíllas en forma de abanico, para que la espada adquiriese una posición fija, en ángulo con la horizontal, asomando por detrás de la capa a la par que sostenía sus pliegues. A juego con el arma estaban la vaina, el tahalí y los guantes, y los tres se correspondían con el cinturón y el jubón.
De aquellas espadas de la Reconquista, anchas y robustas, a las de los conquistadores de Europa y el Nuevo Mundo, ligeras y fuertes, figuran numerosas variantes acordes con el portador: según su altura y músculos.
“La espada fue arma militar, blasón de nobleza, símbolo de honra, defensa personal y emblema del valor, siempre gozosa del cariño de su dueño y su cuidado. La espada es objeto de coleccionista, motivo de orgullo y memoria cierta de la historia”, nos recuerda el historiador Tomás Bermúdez de Castro.