La Reconquista: Las hazañas del Cid Campeador
Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, nació en Vivar, provincia de Burgos, el año 1043, en el seno de una estirpe familiar de segunda nobleza. Crónicas árabes y cristianas, como la Historia Roderici, escriben sobre tan legendario personaje dando fe de su existencia más allá del mito y la leyenda.
Monumento a Rodrigo Díaz en Vivar.
Imagen de burgosconecta.es
Las mocedades de Rodrigo Díaz de Vivar
Pronto huérfano de padre, creció y se educó en la corte de Fernando I el Grande o el Magno, que por ambos honrosos calificativos se le conoce, en el séquito de su hijo el príncipe Sancho. Cuando éste fue coronado en 1065, por haber fallecido su padre, se convirtió en el primer rey de Castilla, como Sancho II, y Rodrigo, ascendido a la condición de caballero en 1060, recibió de la regia voluntad el nombramiento de Alférez del Rey, equivalente a jefe de la milicia real.
Disputas y alianzas entre hermanos con la intervención de Rodrigo Díaz
La fraternidad brillaba por su ausencia en los hijos del rey Fernando, pero también un sentido práctico de unión ante enemigos comunes. Sancho II había derrotado a su hermano Alfonso VI de León, el primogénito de la familia, en la batalla de Golpejera, año 1072, donde dirimieron la supremacía de sus reinos y ganó el de Castilla, lo que convirtió a Sancho en rey de Castilla y León; aunque antes, los dos juntos y espada con espada, conquistaron Galicia que había correspondido en el reparto de la herencia al menor de los varones, don García.
La parte del ejército leonés huido de la derrota se refugió en la plaza de Zamora, dominio de doña Urraca, primera hija del rey Fernando a quien se la legó, como la ciudad de Toro a su otra hija, doña Elvira. Lo que no fue óbice para que el flamante rey de los unificados reinos de Castilla y León, Sancho, pusiera sitio al lugar con ganas de concluir su victoria. Cosa que no sucedió, al contrario: Sancho murió asesinado ese año de 1072 a manos del italiano al servicio de doña Urraca y por ende de los leoneses, Bellido Dolfos; y las tropas castellanas levantaron el cerco y dieron en retirarse cediendo toda la herencia de Fernando a Alfonso VI.
Con la salvedad de aspectos legales y morales. Sancho murió sin descendencia, por lo que el Fuero Juzgo, cuerpo legal vigente, determinaba la sucesión del trono en su hermano Alfonso. Pero como sobre él pendía la sospecha de haber participado de alguna manera en el asesinato, la comisión de caballeros castellanos presidida por Alvar Háñez Minaya, a la sazón alférez de Rodrigo Díaz y una de las mejores espadas de la cristiandad, sólo superada por la del Campeador, piden a Rodrigo Díaz de Vivar que sea el nuevo rey de Castilla. A lo que éste no accede y arguye que conforme a la partida XII de la Lex visigothorum su deber es pedir juramento a Alfonso y si éste jura que nada tuvo que ver con la muerte achacada le besará la mano en señal de vasallaje.
Monumento al Cid Campeador por Juan de Ávalos en 1964.
Imagen de esculturaurbana.com
Tras la Jura de Santa Gadea
Rodrigo Díaz obliga a Alfonso que jure, en la iglesia de Santa Gadea en Burgos a finales de 1072, que nada ha tenido que ver en la muerte de su hermano Sancho, asunto que dejará huella de recelo en Alfonso que desposeerá a Rodrigo de su rango de alférez real, un cargo de confianza y no sólo de valía.
Rodrigo, entonces, se retiró al monasterio de San Pedro de Cardeña, en la localidad burgalesa de Castrillo del Val, y al mundo vuelve cuando es convencido de su utilidad fuera de los muros religiosos por el abad Dom Sisebuto. Es en Cardeña donde conoce a Eximina (Jimena o Ximena), y el rey Alfonso el Bravo le procura ese buen matrimonio con la asturiana, bisnieta de Alfonso V; y en adelante, reincorporado al servicio del monarca, le encomienda tareas de responsabilidad como la de cobrar los tributos (parias) que los reinos de taifas musulmanes, en situación de inferioridad ante el rey cristiano, pagaban al monarca de Castilla y León.
Uno de los contribuyentes forzados es el rey Motámid de Sevilla. Rodrigo cumple su cometido, y camino de regreso hace un alto en el castillo de Luna, en la localidad leonesa de los Barrios de Luna, para saludar a don García, hermano menor de Alfonso que allí lo ha confinado; el conde de Nájera, García Ordóñez el Boquituerto, enemigo del Cid, aprovecha esta ocasión para robar las parias y urdir una mentira, matando dos pájaros de un tiro a su conveniencia, acusando al Cid de confabular contra el rey en la inopinada visita.
El primer destierro
Alfonso VI, crédulo, a finales de 1080 destierra al Campeador, quien acompañado de fieles caballeros (vasallos o mesana) cruza la frontera para adentrarse en tierra de moros; primero son 300, y al cabo 5.000, número de armados que forma a ojos vista un poderoso ejército. Pero Rodrigo Díaz, cansado de guerrear, no busca pelea, por lo que acepta el ofrecimiento del rey Al-Mutamín de Zaragoza, hombre culto, y en esta ciudad, protegiendo al dicho rey de las querellas belicosas de su hermano Mundir, gobernador musulmán de Lérida, aliado del rey de Aragón y del conde de Barcelona, permanece viviendo en un palacio a orillas del Ebro.
Y llegó la hora de combatir nuevamente. Rodrigo vence a la coalición de Mundir en la batalla de Almenar, y con motivo de tal celebrada ocasión, se le bautiza como Sidi, señor, por los favorecidos musulmanes de Zaragoza. De tal apelativo deriva el sobrenombre de Cid.
Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, sigue sumando victorias en territorios de Levante y acrecentando su fama.
La guerra desatada
En 1086 se quiebra la armonía entre moros y cristianos.
Alfonso VI ha reconquistado Toledo, lo que supone un peligro cierto para la hegemonía musulmana en el sur de la península. La respuesta al avance cristiano por parte de las taifas musulmanas es la demanda de auxilio militar a un ejército africano de almorávides con ganas de sangre y poder.
Los fanáticos almorávides, al mando de Ben Yussuf, emir de los creyentes, desembarcan en la península para imponerse al resto de musulmanes y cristianos. Derrotan a Alfonso en Sagrajas, 1086; y consciente el monarca de la amenaza, se congracia con el Cid para que los derrote y proteja Valencia, como así sucede. Pero este perdón dura hasta que otra acción rencorosa y cobarde del conde de Nájera, que acusa al Cid de llegar tarde en la defensa del sitio de Aledo, en Murcia, decide al influido rey Alfonso volver a desterrarlo.
El segundo destierro
Las tornas han cambiado en este renovado destierro. El Cid Campeador es más fuerte y más sabio que antaño; conoce dónde puede situarse en el Levante ya recorrido y decide emprender por y para sí mismo una campaña de dominio sobre la codiciada región mediterránea.
Arriba con su gente a Sagunto y obliga al gobernador de Valencia, Al-Qadir, a pagarle tributos. Por su parte, el temeroso rey de la taifa de Lérida pide ayuda a Ramón Berenguer II, conde de Barcelona; así que el Cid derrota a los dos coaligados. Ya domina todo el oriente peninsular a excepción de la taifa de Zaragoza. En esas, los intereses y los recelos se imponen, huestes castellanas, aragonesas y catalanas atacan Valencia en acción demostrativa de su poder contrario al del Campeador. Pero en vano. El Cid vuelve a triunfar y, aprovechando la inercia, ataca territorio riojano y obliga a la tropa de Alfonso VI a que retroceda en busca de cuarteles protectores del ímpetu del Cid.
Toma de Valencia
Discurre el año 1092 cuando una guerra intestina entre musulmanes se salda con la muerte del protegido de Rodrigo Díaz; justificación sobrada para que intervenga sitiando Valencia con un poderoso ejército que ha armado gracias al apoyo del judío Elifaz, rico admirador del Cid, y tomándola el 15 de junio de 1094.
El Cid y su familia se sienten a gusto en Valencia por lo que allí se establecen. Feliz Jimena, su esposa, y bien casadas sus hijas, Cristina con el infante Ramiro Sánchez, hijo del rey de Navarra, y María con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, las tribulaciones de una vida belicosa quedaban pospuestas. Las hijas del Cid nunca se llamaron Elvira ni Sol.
Monumento a Rodrigo Díaz de Vivar.
Imagen de historiaespana.es
La amenaza almorávide
Hasta que Rodrigo Díaz no tiene más remedio que afrontar el peligro almorávide que con gran ejército va remontando la península desde la base de partida meridional. Será a las puertas de Valencia, de la mano con la hueste de Pedro I de Aragón, en el lugar llamado Cuarte el año 1094 -poco sosiego tuvo el Cid-, y la alianza cristiana venció. Cabe destacar que esta batalla registra por primera vez en campo cristiano el uso de escudos de madera con bastidor de hierro, que superaron en eficacia a los de piel de hipopótamo empleados por los almorávides.
La alianza del Cid con el de Aragón alcanzó tierras de Castilla para apoyar a Alfonso VI del empuje musulmán; Diego, el único hijo varón del Cid se ha sumado al combate. Pero esta vez la suerte es adversa y los cristianos son derrotados y fallece Diego luchando por la causa.
La venganza del Cid, no obstante, se consuma de inmediato.
Y aquí acaba la historia, pues no tardará en morir Rodrigo Días, señor de Valencia, en su ciudad, el 10 de julio de 1099, enfermo, a los 56 años y minado por las muchas heridas de su azarosa existencia.
Rodrigo Díaz y su esposa doña Jimena reposan en el monasterio de San Pedro de Cardeña.
Sepulcro de Rodrigo Díaz y Doña Jimena en el monasterio de San Pedro de Cardeña.
Imagen de museodelcid.es
La leyenda del Cid
Finalizado el último capítulo de la vida y obras de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, comienza fulgurante la leyenda del Cid, el inmortal Campeador, cuyo resumen es tan sencillo como edificante “¡Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!”, caballero leal, súbdito fiel, señor audaz, abnegado, generoso y cabal: ejemplo de ética, honor y sacrificio; personificación de la idea de libertad e independencia de criterio con argumentos de razón y de espíritu; fuente de la imprescindible conciencia nacional.
Dice de Rodrigo Díaz el maestro Ramón Menéndez Pidal que el Cid vence al enemigo exterior, que es el invasor musulmán, y al enemigo interior, que son la envidia y la ceguera.
El Cid Campeador, cuenta la leyenda, incluso muerto siguió ganando batallas a lomos de Babieca, portando sus victoriosas espadas Tizona y Colada.
Espada Tizona
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Espada Colada
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Hazañas
Destacan por su significado:
Recuperar la villa de Graus para el infante Don Sancho, de quien era tributario el rey moro de Zaragoza, y en contra de Ramiro I.
Recuperar la plaza de Barbastro, perteneciente a un rey moro tributario de Castilla, ocupada por el normando Guillermo de Montreuil.
En la disputa por unos castillos situados en la linde fronteriza del momento entre Sancho de Castilla, Sancho de Navarra y Sancho de Aragón, los tres descendientes de Sancho III el Mayor de Navarra, y conforme al código de caballeros imperante en esa época medieval, es un combate singular que entablan los alféreces designados por cada oponente el que decide la victoria y consiguiente toma de posesión. Gana Rodrigo Díaz de Vivar, alférez de Castilla Jimeno Garcés, alférez del rey de Navarra. Con este triunfo recibe Rodrigo el título de maestro del campo de batalla, Campi Doctor, que significa Campeador.
Derrotar en los campos de Medinaceli al súbdito del rey de Zaragoza Háriz, que salió al encuentro del Cid cuando éste iba a cobrar los tributos que el musulmán debía a Sancho.
El Cid tiene en Navapalos, provincia de Soria, una visión en la que el ángel Gabriel vaticina éxito a sus aventuras.
Batalla de Alcocer, en la provincia de Zaragoza, contra el ejército musulmán enviado desde Valencia.
Batalla del Pinar de Tévar, lugar de frontera entre las actuales provincias de Castellón y Teruel, o también llamada Victoria de los malcalzados: el Cid derrota a un poderoso ejército al mando del conde catalán don Ramón Berenguer.
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El episodio legendario de la Afrenta de Corpes.
Cerca de Castillejo de Robledo, provincia de Soria, en Robledo de Corpes, provincia de Guadalajara, las hijas del Cid, Elvira y Sol, sufrirán golpes y abandono a manos de sus esposos, los infantes de Carrión, en este paraje inhóspito y solitario. Siendo posteriormente rescatadas y cumplidamente vengadas para salvaguarda de la dignidad y el honor.
Figura en el cantar tercero del Poema de Mío Cid.
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Establecimientos militares
Cuartel general en el Poyo del Cid, un cerro donde Rodrigo Díaz emplaza su fortaleza para dominar la zona de Teruel y Zaragoza con Guadalajara.
En Olocau del Rey, frontera de Castellón con Teruel, sitúa el Cid una de sus fortalezas principales denominada el Nido del águila.
Fortaleza de Peña Cadiella, en la frontera de Valencia y Alicante, para controlar los pasos hacia Valencia.
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Estatuas del Cid Campeador en el mundo
Las ciudades de Burgos, Valencia, Sevilla, Nueva York, San Francisco, San Diego y Buenos Aires, cuentan con sendas esculturas del héroe castellano de la Reconquista; cinco de las cuales esculpidas por la artista norteamericana Anna Hyatt Huntington.
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Cantar de Mío Cid
Per Abbat (Pedro Abad), burgalés de Gumiel de Izán y canónigo de Osma, es el único autor del Cantar de Mío Cid, texto que redactó en 1207 (alrededor de 1180). Así lo afirma Timoteo Riaño Rodríguez, catedrático de Literatura Medieval ya jubilado y autor de diversas obras sobre el Cantar.
Este celebérrimo poema de gesta fue dado a conocer a través de una copia del manuscrito de Per Abbat efectuada en el siglo XIV; pues el origen del texto se remonta a una fecha anterior situada, según los indicios documentales, entre 1099, año del fallecimiento de Rodrigo Díaz de Vivar, y la citada que firma Per Abbat.
El poema se divide en tres cantares de extensión similar, escrito con sencillez expresiva y formularia.
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Prólogo al
Romancero selecto del Cid
por Manuel Milá y Fontanals, catedrático de Filología y Estética en la Universidad de Barcelona y presidente honorario de la Academia de Buenas Letras.
La historia literaria nos señala como objeto de incomparable nombradía a los héroes que ocupan el primer lugar en las grandes y poco numerosas epopeyas, hijas legítimas del genio de un pueblo. Al retratar el poeta venusino, y por cierto con colores nada halagüeños, el carácter de Aquiles, no encuentra epíteto que mejor le cuadre que el de celebrado (honoratum). Igual calificativo pudiera aplicarse a los dos héroes predilectos de las tradiciones heroicas de Francia y España. “El Cid”, dice el docto Puymaigre (nota 1.ª) “es tan popular allende los Pirineos como aquende lo fue Roldán”. Y, en verdad, si el nombre del paladín francés traspasó inmediatamente los linderos de su tierra natal y se extendió por dilatadísimas comarcas, los españoles han recordado el del héroe de Vivar con sin igual perseverancia, y ni un solo día ha dejado de ser proverbial y propuesto como dechado de guerreros y patricios.
Rodrigo o Ruy Díaz el de Vivar, llamado también el Castellano y el Campeador, y más comúnmente el Cid (nombre de origen arábigo que significa Señor), hijo de Diego Laynez, descendiente del juez de Castilla Laín Calvo, nació en Burgos o en la próxima aldea de Vivar a mediados del siglo XI. Hubo de figurar ya en los últimos tiempos del primer Fernando. Le armó caballero y le nombró su alférez Sancho II, a quien, después de la batalla de Golpejares, aconsejó el Cid que atacase al victorioso y ya descuidado ejército de su hermano Alfonso VI de León. Consta que venció en singular batalla a un sarraceno y a un pamplonés. Acaso ya por entonces casó con doña Ximena, hija del conde de Oviedo.
Muerto Sancho por Bellido Dolfos en el cerco de Zamora, doce caballeros, entre los cuales se contaba Rodrigo, exigieron del nuevo rey de Castilla, Alfonso XI, que jurase no haber tenido parte en la muerte de su hermano. Asistió el Cid algún tiempo en la corte, pero por el recuerdo de la jura o por otro motivo de desazón o por hablillas de los envidiosos, fue desterrado al finalizar el año 1081 o poco más tarde.
Fue Rodrigo a Barcelona y luego a Zaragoza, donde entró a reinar Al-Mutamin. Sirvió a éste victoriosamente contra su hermano el rey de Denia, favorecido por los soberanos de Aragón y Barcelona. Siguió el Cid unido al hijo y sucesor de Al-Mutamin, con cuyo auxilio rechazó a los Almorávides, llamados por Al-Kaadir, rey de Valencia, sitiando después esta ciudad. Tres veces se allegó a Alfonso, pero n o tardaba en separarse, saliendo la tercera nueva mente desterrado.
Muerto Al-Kaadir y entronizado el traidor Ben-D’yajaf, después de varios incidentes y de haber rechazado la invasión del almorávide Abou-Beer, se apoderó el Cid de Valencia en el año 1094. Mostróse al principio clemente, pero luego condeno al fuego a Ben-D’yajaf y otros musulmanes. Alcanzó nuevas victorias, mas derrotado por los almorávides su pariente y amigo Alvar Fáñez y parte de su propio ejército, murió de pesadumbre en 1099. Su viuda tuvo que dejar Valencia después de haberse mantenido en ella dos años. Salieron los cristianos en procesión con el cadáver de Rodrigo, el cual, como también después el de Jimena, fue sepultado en San Pedro de Cardeña. Le sobrevivieron sus dos hijas, Cristina, casada con Ramiro, infante de Navarra, y María, que lo fue con Berenguer Ramón III de Barcelona.
La historia no nos presenta al Cid como héroe sin mancha: no siempre se mostró vasallo reverente y su energía se convirtió a veces en crueldad, su prudencia en astucia; pero atesoró grandes cualidades que le valieron la admiración de amigos y enemigos musulmanes, uno de los cuales le proclamó prodigio del Señor. Sus victorias, de que se aprovechó toda la cristiandad, su vida aventurera y hazañosa y sus prendas personales y domésticas le convirtieron, a no tardar, en héroe de épicas tradiciones.
Pocos años después de su muerte, sino ya en vida, según opina Baist, fue el Cid celebrado en un poema latino, y consta que a mediados del siglo XII era ya cantado con el nombre de Mío Cid.
Dos son los poemas o cantares de gesta relativos a este célebre personaje histórico que se han conservado. El que versa sobre hechos más antiguos, publicado en nuestro siglo por Mr. Francisque Michel, ha sido llamado la Crónica Rimada o el Poema de las mocedades del Cid y pudiera llamarse simplemente El Rodrigo, pues tal es el nombre que da constantemente al héroe. Este poema cuenta la historia fabulosa de la juventud de Rodrigo, la cual comprende la muerte dada a un supuesto conde de Gormaz, injuriador de su padre, su casamiento con Jimena, hija del mismo conde, sus primeras victorias ganadas a caudillos árabes y la imaginaria expedición a Francia, a donde, según se supone, acompañó al rey D. Fernando, para oponerse al tributo que a Castilla exigían los monarcas extranjeros.
El otro cantar, llamado comúnmente el Poema del Cid, fue publicado en el pasado siglo [s. XVIII] por el Pbro. Don Tomás Sánchez [Tomás Antonio Sánchez de Uribe], y pudiera distinguirse de El Rodrigo, apellidándose El mío Cid, pues así denomina al de Vivar. Menos apartado que aquél de la realidad histórica, es, a nuestro ver, más antiguo, y nos presenta un héroe nada muelle ni apocado pero grave y comedido, sin los impetuosos arranques atribuidos a sus mocedades. Refiere las hazañas del Cid después de su último destierro, la toma de Valencia, el casamiento, sin duda alguna fabuloso, de sus hijas con los infantes de Carrión, la cobardía de éstos y el mal tratamiento que dan a sus esposas, las cortes convocadas por Alfonso, la sentencia pronunciada contra los infantes y los nuevos casamientos de las hijas del Cid con el infante de Aragón (así dice) y el de Navarra.
Fueron narrados también sus cantares perdidos, el testamento y la muerte de don Fernando, el cerco de Zamora, la muerte de Don Sancho y la jura de Alfonso.
La Estoria de Espanna o Crónica general compuesta o más bien dirigida por Alfonso X, que contiene un gran depósito de relatos históricos y poéticos de la vida del Cid, ha conservado otras tradiciones, que sin duda no fueron cantadas, tales como la de haber el Cid libertado a don Sancho en Santarem, y amonestado y corregido al cobarde Martín Peláez en el cerco de Valencia, y las del converso Gil Díaz y demás que dan cima a la biografía del héroe.
Leves rastros de alguna otra tradición se perciben en la Crónica particular del Cid, que por el intermedio de la de Castilla redactada en tiempo de Alfonso XI, proviene, según observó un ilustre crítico, de la obra histórica del Rey Sabio (nota 2.ª).
En la época de la formación de los romances, llegó el Cid a ser el héroe predilecto de estas composiciones populares que tanto valimiento alcanzaron. Fue, además, el único de cuyos romances se publicó una colección especial, empresa llevada a cabo por Escobar con su Romancero e Historia del muy valeroso caballero el Cid, Ruy Díaz de Vivar, impreso por primera vez en 1612 en Alcalá. Esta colección comprende 102 romances, algunos de los cuales tomó Escobar del Cancionero publicado en Amberes, primero sin fecha y por segunda vez en 1550, otros de los compuestos o publicados por Sepúlveda y Timoneda y, finalmente, y en mayor número, del Romancero general, añadiendo algunos que, como los últimos, pertenecen al género de romances nuevos o artísticos. La colección de Escobar ha sido impresa en España a lo menos diez y ocho veces, y no pudo eclipsarla, antes bien quedó poco menos que desconocida la publicada en 1626 en Barcelona por Francisco Metje con el título de Tesoro escondido de todos los más famosos romances así antiguos como modernos del Cid… con romances de los siete infantes de Lara (nota 3.ª).
Los romances del Cid (y en esto no fueron únicos) inspiraron composiciones dramáticas, siendo sin duda las primeras las dos tan famosas de Guillén de Castro. A éste siguió Pedro Corneille en varias escenas de su celebérrima tragedia del Cid, si bien al defender el carácter que había atribuido a Jimena, adujo la autoridad, no del dramático español, sino la de dos romances. La obra de Corneille fue el principal origen de la fama del Cid fuera de España. En la llamada Bibliotheque universelle des Romans (2.º volumen del mes de julio de 1783) se publicó una versión bastante libre (¿por Couchut?) de varios romances del héroe de Vivar. Esta traducción fue puesta también libremente en lengua alemana por el famoso Herder, cuyo libro se divulgó en gran manera entre sus compatricios. Han dado estos, sin embargo, más fieles traducciones y publicado de nuevo los originales J. (Julius) con un prólogo castellano y una biografía del héroe por Muller, Keller que aumentó a Escobar y Carolina Michaelis que ha reunido 205 romances.
Todos los comprendidos en la colección selecta que damos a luz se leen en el incomparable Romancero general de Durán, a excepción del Yo me estando en Valencia y del Junto al muro de Zamora que descubrieron [Ferdinand Joseph] Wolf y [Konrad] Hofman en el segundo tomo de la Silva de Romances de Zaragoza, publicándolo en su Primavera y Flor de Romances, [en 1856], y del Banderas antiguas tristes que proviene del Tesoro de Metje y ha publicado [Reinhold] Köhler en su Herder’s Cid, [en 1830], con variantes del Jardín de amadores [siglo XVII] (nota 4.ª). Nuestra elección no ha seguido exclusivamente un criterio estético. Hemos procurado en especial dar al lector una narración seguida, evitando, con alguna excepción casi necesaria, la repetición de un mismo hecho. Entre dos romances de igual asunto no siempre hemos preferido el más antiguo, como hubiéramos hecho en una colección de índole científica, sino el más satisfactorio en su género. Al que nos tildase de haber omitido alguno de los viejos y admitido un gran número de los artísticos, contestaríamos además que varios de los últimos han adquirido gran celebridad y se echarían de menos en un Romancero del Cid, y que algo se ha de atender, en una publicación como la presente, al gusto del mayor número de lectores.
Pertenecen a la clase de los llamados primitivos y que con más o menos rigor son acreedores a este título los: 6, Cabalga Diego Laínez; 7, Día era de los Reyes; 17, Por el val de las estacas; 19, A concilio dentro en Roma; 25, Doliente se siente el rey; 26, Morir vos queredes, Padre; 27, Rey don Sancho, rey don Sancho; 31, Apenas era el rey muerto; 32, Afuera, afuera, Rodrigo; 33, Riberas del Duero arriba; 34, Junto al muro de Zamora; 35, Guarte, guarte, rey don Sancho; 36, De Zamora sale D’Olfos; 39, Ya cabalga Diego Ordóñez; 43, Tristes van los zamoranos; 45, Por aquel postigo viejo; 46, En Santa Águeda de Burgos; 76, Helo, helo por do viene; 83, Por Guadalquivir arriba; 84, Tres cortes armara el rey; 85, Yo me estando en Valencia. En estos romances, por lo común bellísimos, hállanse el corte popular y la expresión ingenua que no pudo después imitar el arte, y no tan sólo en los asuntos, pero aun en los pormenores guardan preciosas reliquias de los antiguos cantares, transformados a menudo por la fantasía popular y algunas veces por la inventiva del poeta no menos que por el influjo de las crónicas. En el 46 se nota la mención de trajes relativamente modernos.
Los romances 8, Reyes moros en Castilla; 9, De Rodrigo de Vivar; 14, Sobre Calahorra esta villa; 15, Muy grandes huestes de moros; 28, Llegado es el rey don Sancho; 29, Entrado ha el Cid en Zamora; 30, El Cid fue para su tierra; 56, Ese buen Cid Campeador; 57, Adofir de Mudafar; 68, Aquese famoso Cid–con gran razón es loado; 74, En batalla temerosa; 94, Estando en Valencia el Cid; 96 Aquese famoso Cid-de Vivar triste yacía; 101, Vencido queda el rey Búcar; 102, En San Pedro de Cardeña son de la colección de Sepúlveda; el 13, Celebradas ya las bodas, está fundado en otro del mismo origen. Estos romances, que han debido incluirse para completar la narración, no son sino transcripción versificada de la crónica: más aunque ayunos de inspiración poética, agradan por lo que conservan de las antiguas narraciones. El 60, Apretada está Valencia, aunque anterior a los de Sepúlveda y más arcaico en la forma, pertenece también a la clase de los tomados directa y literalmente de la historia escrita.
Los demás romances de esta colección son de los que se llamaron nuevos y que la crítica ha denominado artísticos.
No diremos de ellos lo que dijo Marcial de sus epigramas, pero no cabe duda en que los hay medianos y algunos maleados en sumo grado por los vicios a que propende este género, es decir, la afectación de antigüedad en el lenguaje y el abuso de una fecundidad razonadora y palabrera. No obstante, en general puede afirmarse que son bien hechos y de agradable lectura y se ve que los poetas no sólo atendían al lucimiento de su ingenio, sino que miraban con cierto respeto y seriedad el asunto. Algunos particularmente son verdaderas joyas del arte; tales como el 2, Cuidando Diego Laínez, donde con tanta viveza y maestría se expone la prueba que hace de sus hijos el sucesor de Laín Calvo; el 5, Llorando Diego Laínez, de tan dramático efecto; los 10, A Jimena y a Rodrigo, y 11, A su palacio de Burgos, recomendables por su gracia y por la viveza (ya que no por la exactitud arqueológica) de sus descripciones; el 12, Domingo por la mañana, que parece hecho para competir con el 11; el 20, En los solares de Burgos y 21, Pidiendo a las diez del día, notables, según observación de Federico Schlegel, por su delicada ironía; el 22, Salió a misa de parida, modelo acaso del 12, y que emula si no vence a los 10 y 11; los 23, Acababa el rey Fernando, y 24, Atento escucha las voces, tan preciosos en su género que no hemos podido desecharlos, a pesar de ofrecer el mismo argumento que dos bellísimos primitivos; el 41, El hijo de Arias Gonzalo, modelo de sentimientos caballerescos y de elegante sencillez; el 49, Fablando estaba en el claustro, que forma un cuadro completo en que parece adivinarse la decoración romántica; el 67, Victorioso vuelve el Cid, que tan bizarra apostura y tan discretas razones atribuye al héroe; el 70, Acabado de yantar, que con bien escogidos toques cómicos pinta la cobardía de los infantes; el tan sentido 78, Al cielo piden justicia; el 82, Recibiendo el alborada, que participa de la gala de los moriscos, etc. Dígase lo que quiera, pero algo han de tener estas composiciones cuando muchos de sus versos quedan perennemente grabados en la memoria de quien los leyó y saboreó en edad temprana (nota 5.ª).
De las diversas épocas a que pertenecen los romances (aunque menos apartadas entre sí de lo que muchos han opinado) se deriva para las obras componentes del Romancero del Cid una divergencia de estilos en gran manera opuestos a la idea de los que lo propusieron como prueba y ejemplo de epopeyas formadas por una serie de breves cantares. Esta misma divergencia desagradará sin duda a quien busque, con ánimo severo, una construcción regular y homogénea; mas puede contribuir al deleite del que prefiera una perspectiva curiosa y variada.
Motivo más formal de aprecio se halla en el valor relativamente moral e histórico del mismo Romancero. Se extrañará la primera calificación, que damos únicamente como relativa, si se atiende al primer hecho ruidoso que se atribuye al Cid (fundado en preocupaciones que la recta razón desaprueba) y a los ímpetus de su bravío carácter, con respecto al monarca y aun al sumo Pontífice (nota 6.ª): todo los cual proviene de las fabulosas narraciones transmitidas por el poema de El Rodrigo; mas fuera de esto y si se atiende al efecto general, se ve retratado el Cid como varón de nobilísimo carácter, defensor de la fe, de la patria y de la familia, amador del derecho, bueno para los suyos y rendido en el fondo a un monarca que ni siempre le trataba con justicia. Por otra parte, levísimas supresiones han bastado para que resultase una expresión constantemente limpia y decorosa (nota 7.ª).
Por lo que hace a la parte histórica ¿quién negará que se han entrometido muchas ficciones en la vida poética de nuestro héroe? Es fabulosa la reyerta de Diego y su hijo con un Gormaz (o Lozano o mejor Lazano) que nunca ha existido, y toda la expedición de Fernando y de Rodrigo a lejanas tierras; eslo también, aunque con más visos de verosimilitud, el casamiento de los infantes de Carrión, y distan mucho de ser auténticas la mayor parte de anécdotas que de los posteriores años se refieren. Mas casi todos los personajes, un gran número de hazañas, el hecho importantísimo de la toma de Valencia, la resistencia a los almorávides, las desavenencias y reconciliaciones con Alfonso y un cierto ambiente general que en los romances se respira, son verdaderamente históricos.
Por tales dotes, menos comunes de lo que se creyera en narraciones de esta clase, por el sinnúmero de belleza poéticas que sólo muy someramente hemos indicado, por el interés e incomparable variedad de las situaciones, queda justificada la predilección de propios y extraños por el Romancero del Cid, que el célebre estético Hegel (en demasía célebre como filósofo) puso por encima de los demás ciclos poéticos populares y equiparó a un collar de perlas.
Notas
Nota 1: Petit Romancero.
Nota 2: Lo que acaba de leerse es brevísimo resumen de nuestro libro De la poesía heroico-popular castellana, páginas 219 a 270. Desde la última a la 300 se estudian el origen y la índole de los romances viejos del Cid.
Nota 3: Véase Durán, II, 682, para el Romancero de Escobar y sus trece reimpresiones españolas, hasta la mutilada de González de Reguero, Madrid, 1818, a las cuales deben añadirse una de Barcelona, otra de Palma y dos de Madrid, posteriores. Acerca del Tesoro de Metje, véase el mismo Durán y Köhler Herder’s Cid. Añadiendo a esta colección las diez y ocho impresiones españolas del Escobar, las colecciones de Julius, Keller, Durán (1.ª y 2.ª edición) y Michaelis, sin contar las muchas repeticiones de romances aislados de nuestro héroe en colecciones generales, tendremos que el presente Romancero (o Romancerillo) del Cid es, cuando menos, el vigésimo quinto.
Nota 4: Hemos cambiado el segundo verso de este romance que decía: Victorias un tiempo amadas en De victoria un tiempo amadas, siguiendo la corrección propuesta por Damas Hinard.
Nota 5: No pretendemos que los nombrados son los únicos romances artísticos de mérito entre los del Cid. Aun en los que lo tienen en grado inferior, suele haber rasgos notables; por ejemplo el 64: Partíos ende los moros ofrece el siguiente, hablando de las arcas entregadas a los judíos Raquel y Vidas:
Que aunque cuidan que es arena
lo que en los cofres está,
quedó soterrado en ellos
el oro de mi verdad.
Rasgo que, si mal no recordamos, atribuyó Dozy a un depurado idealismo moderno y al ingenio del poeta francés Delavigne, que lo adoptó en su drama titulado Les filles du Cid. No hemos nombrado entre los mejores romances el 75: Tirad, fidalgos, tirad, a pesar de ser obra de Lope de Vega y de no carecer de ingenio, ni incluido siquiera en la colección el celebrado Al arma, al arma sonaban, que lleva el número 745 en el Romancero de Durán, cuyo estribillo:
Rey de mi alma y d’esta tierra conde
¿Por qué me dejas? ¿Dónde vas? ¿Adónde?
Pareció al ya citado Dozy digno de un mal libreto de ópera; así como se nos antoja que lo tuvo presente Cervantes al poner en boca de Altisidora:
Cruel Viriato, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe, allá te avengas.
Nota 6: El satírico Francisco Sánchez en su libro La verdad en un potro y Cid resucitado, encaminado a censurar las patrañas que del Cid se referían, enojóse especialmente de los supuestos desacatos al Padre Santo. No son éstos históricos ni pudieron serlo, pues no hubo tal expedición a Francia ni a Roma; ni el Cid, por lo que sabemos, salió en su vida de España.
Nota 7: La de seis versos que pertenecen, no al Cid, sino a los infantes de Lara, en el romance 7, de cuatro ingenuos con exceso en el 25 y de dos harto groseros en el 85.