El Imperio en Europa: el coronel Diego García de Paredes
Salía de su ciudad, con la aurora el cielo despertando, el hijodalgo Diego García de Paredes, caballero en un cuartago tordo de gran alzada y anchos pechos, canturreando la copla:
Porque me parto lejos
llora mi amor;
ya reirá cuando vuelva,
si lo quiere Dios.
Recordaba uno de sus galanteos nocturnos, más célebre y narrado de boca en boca porque “arrancó la reja que le molestaba mientras cortejaba a una dama”, “la prenda de su alma a quien no vería sino en sueños al llegar el alba, y Dios sabe si nunca ya con los ojos”.
“Dejadme estar a vuestro lado” —pidió a ella— “que es estar en el cielo, y yo haré que el agua no pueda denunciarnos”. En aquel instante de arrebato amoroso, víctima del que fue la reja, la lluvia era tromba y el viento vendaval.
Horas después las nubes vacías arrumbaban otro horizonte y la Luna reflejaba su esplendor en los charcos. El mozo y gallardo Diego salía por el espacio mismo de la impetuosa entrada y mientras la joven se llevaba a los labios una mano blanca su voz, con pausas de sollozo, murmuró:
“Nadie creerá mañana que mi honra no necesita hierros que la guarden, porque sólo Dios es testigo de que como me hallasteis quedo. Esta reja torcida será pregón de mi perdida fama y mis padres morirán de vergüenza y de dolor”.
A lo que replicó Diego:
“No harán tal vuestros padres, vida mía, o tendrán que morir muchos vecinos de Trujillo. Adiós, que te guarde como sabes guardarte tú, y aguárdame, que yo prometo venir aventajado en honra y en fortuna”.
Partió a por honra y fortuna escogiendo de camino las casas donde vivían doncellas, abriendo o arrancando las rejas en cincuenta viviendas, librando así, se supone, de castigo, murmullo o maledicencia a su amada.
Marchaba don Diego camino de Andalucía, para embarcar en Huelva rumbo a Italia. Atrás también quedaba su destacada participación en las últimas fases de la Reconquista; desde 1483 hasta 1492, Diego García de Paredes contribuyó con sus proezas, que maravillaron a propios y extraños, a la victoria cristiana.
Las aventuras y hazañas militares del coronel Diego García de Paredes (1468 – 1533), natural de Trujillo, hijo de Sancho Jiménez de Paredes y de Juana de Torres, de la casa de los condes de Castrillo, prosiguieron y parecerían leyenda si su mismo autor no hubiese dictado a su vástago, el alférez Sancho, el relato puntual.
En las guerras de Italia y de Alemania le conocieron, temieron y admiraron por el apodo del Sansón extremeño. Sus fuerzas sobrenaturales no se adivinaban en su aspecto, pues era de estatura media, corpulencia normal y rostro enjuto; lo que a nadie hacía sospechar lo peligroso de enfrentarse a él (señala el historiador Luis Bermúdez de Castro). En otro sentido describió la fisonomía de Diego García de Paredes el escritor y político italiano del siglo XIX, Massimo D’Azeglio, en su obra Ettore Fieramosca o la disfida di Barletta (El condotiero Ettore Fieramosca o el desafío de Barleta).
“El español (en referencia a Diego García de Paredes), el hombre más audaz y forzudo de todo el ejército, y acaso de toda Europa, producía la impresión de que la naturaleza, al formarlo, había querido mostrar en él el tipo de hombre de armas, en las cuales tanto más grande era el éxito cuanto mayores la robustez y la fuerza muscular. Su estatura aventajaba en mucho a la de sus compañeros, y en un temperamento como el suyo, de acción incesante, el ejercicio había enjugado sus carnes de toda grasa, dando a sus músculos un tal desarrollo, que su pecho, su espalda y la complexión toda de sus miembros semejaban la de un coloso de la antigua estatutaria, de formas atléticas y bellísimas a un mismo tiempo. El cuello, grueso como el de un toro, sostenía una cabeza pequeña y engallada, coronada en lo alto de la nuca por un penacho de cabellos crespos; su rostro, viril y de expresión firme y decidida, pero sin sombra de jactancia ni de altanería. No faltaba a su aspecto cierta gracia natural, y en sus ojos se leía a las claras la simplicidad de un espíritu leal y lleno de nobleza”.
Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, le ascendió a coronel muy joven; fue un leal amigo de don Gonzalo y uno de sus discípulos predilectos, a pesar del recelo inicial hacia Diego por haber sentado éste plaza en las tropas pontificias en vez de hacerlo en las españolas. Otros ilustres nombres de nuestra Historia obraron del mismo modo y a la vez: su hermano Álvaro García de Paredes, Juan de Urbina, Pedro Navarro, Cristóbal Zamudio, Villalba (posteriormente coronel Villalba) y Gonzalo Pizarro; hombres de armas y reputado valor. Pasando estrecheces más que acusadas, acogiéronse los citados a la protección del cardenal de Santa Cruz, don Bernardino Carvajal, a la sazón tío de Diego y Álvaro, quien les procuró sendas plazas de alabarderos en la Guardia Pontificia. De breve duración el empleo pues, urgida una disputa de juego entre varios, los españoles se vieron acorralados y no hubo para salvarse sino que pelear a más y mejor, tomando la iniciativa de la liberación del cerco Diego García de Paredes, que con una barra en ristre, acabó con la reyerta y la vida de unos cuantos. El Papa Alejandro VI aceptó la versión española y mandó prender a los atacantes extranjeros todavía vivos, pero despidió a los nuestros del servicio.
Les valió que a los pocos meses el Pontífice, los Borja o Borgia y la familia Orsini declararon la guerra a Próspero Colonna —a quien protegía el Gran Capitán—, y requeridos los licenciados a engancharse se formaron seis Banderas: cuatro de Infantería y dos de caballos, dando una compañía a Diego —la primera que mandó—, quien nombró alférez a Juan de Urbina, sargento a su hermano Álvaro y cabos de escuadra a Pizarro, Villalba y Zamudio.
Mostraba el Papa predilección por Diego, aunado a lo referido por el cardenal de Santa Cruz una hombrada de niño allá por su Extremadura natal. Así se cuenta: Salía Diego de misa con su madre y, habiendo olvidado ella tomar el agua bendita, queriendo volver al templo la detuvo su hijo quien, ni corto ni perezoso cual suele decirse, entró en la iglesia, arrancó de cuajo la pila de mármol y la presentó, reverente, a la pasmada mujer, ante los no menos asombrados ojos de los testigos.
La leyenda de Diego García de Paredes dio inicio y paulatinamente fue agrandándose con sus gestas guerreras y las victorias que aportaba a las causas que defendía. Por ejemplo, para empezar, el asalto, a escala vista, de Montefrascon o Montefiascone, en el que su compañía, dueña de la muralla, se adentró y diseminó por la villa venciendo a los defensores, mientras el capitán, corriendo a la puerta fortificada, mataba a los de la guardia y arrancaba a puñetazos los férreos cerrojos para que accediese al recinto el resto de la tropa. Diego, durante el combate, animaba a los suyos gritando: “¡España!, ¡España!”.
Entre combate y combate, asalto, toma, defensa, celada y carga, no faltaron lances de honor en la trayectoria del hercúleo español. Un capitán apellidado Romano, italiano él, le llamó traidor; batidos más que en duelo en feroz pugna, Diego le separó la cabeza del cuerpo de un certero mandoble. Lo prendieron y escapó matando al centinela y a la soldadesca que de la guardia salió a perseguirle sirviéndose de las armas cogidas al centinela. Luego de la escabechina fue a parara las órdenes del duque de Urbino, Guidobaldo de Montefeltro, y su gente, enemigo de los Borja-Borgia, que le recibió encantado para guerrear en territorio de la Romaña Finalizado este episodio, sin poder retornar a las filas papales ni engrosar las inexistentes españolas, dio en incorporarse al campo del condotiero (jefe de soldados mercenarios) Próspero Colonna; y con él, al cabo, el alférez, el sargento y los cabos de la primera compañía de Diego.
Volvía Diego a los estandartes de España y con ellos a cimentar su leyenda. Fue enviado al asedio de la ciudad de Cefalonia, a luchar contra los jenízaros, hueste de renombre bélico al servicio del imperio otomano. Y a fe que se distinguió, introduciéndose en la fortaleza aprovechando un artilugio de captura turco y sosteniendo combate individual contra los asediados durante tres heroicas jornadas; al cabo, herido y famélico, se entregó al enemigo le respetó la vida creyendo que valiendo tanto para el ejército sitiador pagarían en correspondencia una suma formidable de dinero. La respuesta, tras cincuenta días de sitio, fue un ataque demoledor, con artillería, que permitió a los infantes sobrepasar las murallas poniendo pie en la plaza. Tuvo lugar una lucha encarnizada en la que intervino el cautivo García de Paredes. En el fragor de la batalla Diego quebró su encadenamiento a viva fuerza, derribando la puerta de su mazmorra y acabando con el centinela cuyas armas cambiaron de manos que dieron tajos y mandobles en pro de la causa de los atacantes.
El mito de un coloso resistiendo tres días contra una guarnición de soldados turcos encontraba parangón en las hazañas de los aguerridos Hércules y Sansón, figuras de leyenda admiradas por los soldados. Desde entonces, y bien ganada la fama, a Diego García de Paredes se le conoció como El Sansón de Extremadura, o como El Hércules de España y El Sansón de España.
Acantonado en Sicilia quedó el Ejército español. Pero Diego no asimilaba tal situación de calma y expectativa siendo su temperamento de ardoroso guerrero, bulléndole la sangre al vislumbrar el combate; por lo que de nuevo fue a prestar servicio se armas al Papado pues César Borgia retomaba la empresa de conquistar la Romaña. El capitán Paredes contribuyó decisivamente a la toma de Faenza, Rímini y Pésaro, y también dejó su huella de noble guerrero. A una orden de ajusticiamiento masivo a los derrotados por parte de César Borgia se opuso gallardamente el español: “No esperéis tal cosa de mi brazo, yo os ayudo aquí como soldado y no como asesino, y no he de permitir ensangrentar una victoria”. Hubo amnistía para los aterrados civiles.
Finalizó bruscamente la campaña militar por reclamación ineludible de la alta política, y Diego emigró a tierras con menos burocracia y más acción.
El retorno al Ejército español fue celebrado por los mandos y la tropa. Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que tenía buen ojo para la selección de soldados e inteligencia para difuminar rencillas, puso a las órdenes del Sansón extremeño tres Banderas (cada Bandera similar en número de efectivos al Batallón) de escopeteros y un escuadrón (entonces denominado Corneta) de Caballería, con el empleo (título) de coronel.
Hubo guerra contra el francés en la península itálica y muchas batallas en las que la de por sí gran reputación de Diego cobró nuevos y, cómo no, envidiados bríos. Se sucedieron las batallas y con ellas los hechos memorables. En la de Rávena, que se perdió porque los franceses triplicaban a los españoles, la coronelía de Paredes protegió la retirada tan obstinadamente que cayó la mitad de su gente. Gonzalo de Córdoba le felicitó y en prueba de reconocimiento le dio la vanguardia en la batalla de Serrrarés, que fue victoriosa. También en ésta quedó diezmada la coronelía, lo que hizo soltar al coronel Palomino que la acción había sido de poca honra para Paredes, porque más que valentía fue saña; la maledicencia de la envidia habla por todas las bocas y en todos los idiomas. Llegó la acusación al criticado que, solicitando permiso al Gran Capitán, siéndole concedido, envió al maldiciente un cartel de desafío.
Siendo señores del campo del honor Córdoba y Colonna, tuvo ocasión el duelo, recibiendo Paredes una cuchillada desde el codo a la mano y perdiendo Palomino un brazo, al corte. Cuando el vencedor iba a separar la cabeza del tronco derrotado, intercedió el Gran Capitán por el vencido dándolo por muerto; con lo que accedió Diego al punto final.
Comenzó la segunda guerra de Nápoles entre el rey Fernando el Católico de España y Luis XII de Francia por el Reino napolitano en 1501. Campaña triunfante que registró las conquistas de Cosenza, Manfredonia, Tarento y Rossano, ésta rendida a sangre y fuego tras recuperarse el coronel Diego de Paredes de una herida de arcabuz que estuvo a punto de acabar con su vida. Luego, y en la inercia victoriosa, luchó Diego heroicamente en las más famosas batallas libradas en aquella época cual las de Ceriñola y Garellano de 1503. Durante una de las fases de esta última batalla, Diego llevó a cabo la considerada a nivel historiográfico más célebre de sus hazañas bélicas.
Se cuenta que el Sansón extremeño herido en el orgullo tras un reproche injusto del Gran Capitán relacionado con el curso de la batalla (una sugerencia en aquel momento enjuiciada desaforada y a los pocos días puesta en práctica), se dispuso con un montante (que es un espadón de grandes gavilanes, que es preciso esgrimir con ambas manos, empleado por los maestros de armas para resolver contendiendo las batallas demasiado empeñadas) —o una alabarda, citan otras fuentes— a la entrada del puente del río Garellano, desafiando en solitario a un importante destacamento del ejército francés. Diego García de Paredes, blandiendo con rapidez y furia el descomunal acero, provocó una matanza entre los franceses que solamente podían acometerle mano a mano por la estrechez del paso, ahora repleto de cadáveres, incapaces de abatir al español, firme e irreducible, sin ceder un paso ante la comprimida avalancha francesa. Quizá las palabras del Gran Capitán le infundían sobrehumana fuerza y desvelo hasta lo infatigable, concibiendo a ojos vistas la legendaria heroicidad en cantos de gesta transcrita: “Con la espada de dos manos que tenía se metió entre ellos, y peleando como un bravo león, empezó de hacer tales pruebas de su persona, que nunca las hicieron mayores en su tiempo Héctor y Julio César, Alejandro Magno ni otros antiguos valerosos capitanes, pareciendo verdaderamente otro Horacio en su denuedo y animosidad”.Acudieron algunos refuerzos españoles a sostenerle en aquel colosal empeño entablándose una sangrienta escaramuza en la cual entre muertos a golpe de furibunda espada y ahogados en el río, fallecieron quinientos franceses.
Apretado el francés hasta la derrota en los lugares citados, pidió tregua; concedida que fue por el Rey Católico. Mas la tregua no alcanzó a todos con la misma intensidad ni el sentido propio que es público.
En 1502, el 19 de septiembre para más señas, los sucumbidos franceses en las batallas previas, provocaron un duelo de caballeros con los siempre dispuestos a la pendencia españoles. Concertado el desafío en el lugar de Barleta, donde, por así pomposamente decir, los principales paladines de los dos ejércitos defenderían el honor de su patria, y mientras los franceses seleccionaban tras exhaustivo entrenamiento a sus doce campeones, los españoles dejaron el asunto de la elección en manos de la cabeza militar, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.
Entre lo mejor de los franceses se encontraba el célebre Pierre Terraill de Bayard, que ha pasado a la historia como el caballero sin miedo y sin tacha, el cual gozaba de enorme prestigio entre los suyos que le consideraban el más hábil caballero de armas del mundo.
Por la parte española, Diego García de Paredes andaba reponiéndose de importantes heridas. El Gran Capitán fue a conocer de su estado físico y de paso le dijo que era uno de los once elegidos para luchar contra los franceses. Diego se mostró cauto, preocupado de no dar la talla que le adornaba ante el mundo al no acabar de concretarse su convalecencia. El Gran Capitán le replicó que así como estaba había de ser uno de los designados para el desafío. Y no opuso ninguna objeción más el valiente Diego.
Fueron los paladines españoles: los coroneles Paredes, Villalba, Aldama, Pizarro y Santa Cruz, y los capitanes Alvarado, Haro, Gomado, y dos de gente de armas y otros dos italianos que la Historia no cita.
Vencieron en justicia y poderío los españoles; pero no con la plenitud a la que aspiraba el coronel Paredes. Los franceses, pie y el resto del cuerpo en el duro suelo, reconociendo la derrota pero eludiendo que sus rivales remataran la faena, solicitaron que allí quedara todo y cada cual a su retiro y como si no hubiera pasado nada. El negocio no gustó a Diego que adujo tonante que “de aquel lugar los había de sacar la muerte de los unos o de los otros”. Y para dejar constancia que él no hablaba por hablar, luciendo sus fuerzas prodigiosas y su temperamento “con muy grande enojo de ver cómo tanto tiempo les duraban aquellos vencidos franceses”, viéndose con las manos desnudas tras haber quebrado las armas durante el combate, comenzó a lanzar a los franceses las enormes piedras que delimitaban el campo de batalla, causando grandes estragos, ante el asombro de la multitud, de los jueces y de los propios caballeros franceses, que, no sabiendo donde meterse ante semejante demostración “salieron del campo y los españoles se quedaron en él con la victoria”.
No obstante, esta contundente victoria no satisfizo del todo al Gran Capitán, porque no todos los franceses quedaron tendidos, pues al darle Diego cuenta que los españoles e italianos se habían portado como buenos, respondió Gonzalo: “No por buenos sino por mejores os envié yo”.
Del anterior lance caballeresco resultaron consecuencias para García de Paredes, pues un capitán francés a quien él había matado dos hermanos en aquella liza, le retó a combate singular.
Diego, como buen pendenciero, era un consumado duelista, muchos envites y todos victoriosos le avalaban. Para este último eligió como armas las porras de hierro, pero sintiendo el francés el peso de la suya la arrojó al suelo y puso mano al estoque, contra lo convenido, pensando que el español no podría manejarse bien. Asestó una estocada por la escarcela del arnés que hirió a Diego, a lo que este replicó con tan tremendo porrazo que hundió el lámete en la desventurada cabeza, aplastándole los sesos.
Por vengar al compañero, otros oficiales franceses desafiaron al portento, con lo que durante sesenta días el Sansón extremeño sostuvo duelos en liza abierta, siempre con muerte de los adversarios.
Diego García de Paredes se cubrió de gloria en los campos de batalla: Cefalonia, Tarento, Barleta, Ceriñola, Nápoles, Montecassino, Garellano y Vicencio, que fue la última victoria de la guerra, tras la que llamado a España el Gran Capitán, a dar parte al rey de sus famosas cuentas y sus hechos, llevó consigo al ya legendario hombre de armas y desafíos, el Sansón de Extremadura.
Estando un día en la sala del trono el rey Fernando el Católico y muchos caballeros, entre ellos ilustres españoles e italianos, aliados en la guerra, alguno con otro dio en decir mientras el rey concluía sus oraciones, más bien se les ocurrió soltar el infundio de que Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, no rendía buena cuenta. Diego García de Paredes, presente en la recepción, hincando la rodilla elevó su voz para que todos, y en primera instancia Su Majestad la oyeran: “Suplico a V. M. deje de rezar y me oiga delante de estos señores, caballeros y capitanes que aquí están y hasta que no acabe mi razonamiento no me interrumpa”. Todos quedaron asombrados, expectantes ante la posible reacción del Monarca ante semejante osadía, pero Paredes prosiguió: “Yo, señor he sido informado que en esta sala están personas que han dicho a V. A. mal del Gran Capitán, en perjuicio de su honra. Yo digo así: que si hubiese persona que afirme o dijere que el Gran Capitán, ha jamás dicho ni hecho, ni le ha pasado por pensamiento hacer cosa en daño a vuestro servicio, que me batiré de mi persona a la suya y si fueren dos o tres, hasta cuatro, me batiré con todos cuatro, o uno a uno tras otro, a fe de Dios de tan mezquina intención contra la misma verdad y desde aquí los desafío, a todos o a cualquiera de ellos”. Remató su airado y desconcertante discurso arrojando uno de sus guantes (también se cuenta que fue un sombrero) —a ver quién lo recogía— en señal de desafío.
Fernando el Católico por toda respuesta le dijo: “Esperad señor que poco me falta para acabar de rezar lo que soy obligado”.
Se produjo un movimiento de provocación y tienta de valentía, de respuesta al guante lanzado; aunque ninguno de los presentes se atrevió a proclamar que aceptaba el reto. Luego, la victoria, de nuevo, era para Diego.
Después de concluir sus oraciones, el Monarca se vino hacia Paredes y colocando sus manos sobre sus hombros, en gesto de afinidad, le dijo: “Bien sé yo que donde vos estuviéredes y el Gran Capitán, vuestro señor, que tendré yo seguras las espaldas. Tomad vuestro chapeo (sombrero, o en otro caso guante), pues habéis hecho el deber que los amigos de vuestra calidad suelen hacer”. Fernando el Católico, sólo él, porque nadie se atrevió a tocarlo, hizo entrega a García de Paredes de la prenda arrojada en señal de desafío. Cuando el incidente llegó a oídos del Gran Capitán, Gonzalo, agradecido y emocionado, selló una amistad inquebrantable con aquél que le había defendido públicamente.
Deseaba Diego regresar a España a estar con los suyos, y tal vez aquella doncella de la reja forzada. Lo que no obsta para que sus aventuras belicosas cesaran al poner pie en la Patria. Refiere su hijo al dictado nueva crónica de sucesos. Este es el texto original:
“Me fui a mi tierra por Coria; llegué tarde, con sólo un paje, que a mi casa no pude andar tanto, y hallé en la posada dos rufianes, dos mujeres de malvivir y unos bulderos (los que repartían y cobraban las bulas de la Santa Cruzada, y tenían que recorrer los campos y las ciudades) que querían cenar, y como vestido de pardillo me viesen, y con un papahigo (gorro de paño que cubre el cuello y parte de la cara, usado por la gente rural para el viaje a caballo), pensaron que era merchán (comerciante) de puercos, y comenzaron a preguntarme si iba a comprar puercos, que allí los había buenos. Y no respondiendo, pensaron que era judío y sordo, y llegó uno de los rufianes a tirarme del papahigo, diciendo que era sordo. Yo estuve quieto, por ver qué haría; mas un buldero que parescía hombre de bien, les dijo quedito que no se burlasen conmigo, pues no sabía quién era, y se me parescían armas debajo del sayo. Estos rufianes llegaron a mí, por ver las armas. De que me vieron armado, los muy judíos no hicieron más escarnio. Las mujercillas decían si las habría robado, y que yo era un escapado del sepulcro huyendo.
“En esto llegó mi gente, que traía de Italia veinticinco arcabuceros, y envié al paje a ellos que no dijesen quién yo era e hiciesen que no me conocían, por ver en qué paraba la fiesta. Tornados al tema, vino uno de ellos y tiróme del papahigo diciendo que le mostrase las armas, que eran doradas. Un cabo de escuadra mío, no lo pudiendo sufrir más, puso mano a la espada; yo me levanté, tomé el banco en que estaba sentado y comencé por el rufián de las mujeres, y eché a las mujeres, los rufianes y los bulderos al fuego, y abrí la cabeza al rufián; una mujer que cayó debajo, murió; los otros, quemadas las caras y manos, salieron dando voces a la justicia, y el mesonero con ellos. Nosotros nos sentamos a cenar su cena, hasta que todo el pueblo se juntó a la puerta y vino el alcalde a quemarla. Yo la hice abrir, y entrando de golpe los porquerones (corchete o ministro de justicia encargado de prender a los delincuentes o malhechores y llevarlos a la cárcel), yo, que tenía la tranca de la puerta en la mano, derroqué tres de ellos y no osaron entrar más, y desde fuera me requerían que me diese a prisión, y me querían quemar dentro de la casa. En fin, vino el obispo, que era mi deudo, y asosegóse todo”.
Tornaron pronto las andanzas guerreras de Diego García de Paredes en el extranjero; ahora formando parte de la Cruzada del cardenal Cisneros en tierras africanas dominadas por el islam. En 1505 participaba en la toma de Mers-el-Kebir (Mazalquivir) y en1509 en el asedio y conquista de Orán.
Vuelto a su muy conocida Italia, ese mismo 1509 ingresó en las fuerzas Imperiales de Maximiliano I como Maestre de Campo (oficial de grado superior al mando de varios Tercios). Aunque la empresa de derrotar a las huestes venecianas no llegó a consumarse, la campaña sirvió para que el audaz español acopiara nuevos laureles heroicos ganando Ponte di Brentaera, el castillo de Este, la fortaleza de Monselices y cubriendo la retirada del ejército Imperial.
Todavía en el año 1509, Diego se incorporó en Ibiza a la Escuadra española presta a poner rumbo a África. En 1510 y a las órdenes de Pedro Navarro, participó en los asedios de las conquistas de Bugía y Trípoli, además de lograr el vasallaje a la Corona española de las codiciadas Argel y Túnez.
Regresó a Italia, incorporándose nuevamente al ejército del Emperador para ocupar su puesto de Maestre de Campo defendiendo a su valeroso estilo la ciudad de Verona, desahuciada por las tropas Imperiales.
Diego García de Paredes era ya una leyenda viva en toda Europa. Razón por la que fue nombrado coronel de la Liga Santa al servicio del Papa Julio II, desde la que luchó en la batalla de Rávena, en 1512, —derrota de la Liga Santa al mando de Ramón de Cardona, virrey de Nápoles, ante Gastón de Foix, duque de Nemours, a pesar del éxito demostrado por la infantería española, que, comandada por Diego García de Paredes y Pedro Navarro, derrotó a la infantería francesa y a los lansquenetes alemanes, resistió la tremenda carga final de la caballería pesada del ejército francés, durante la cual perdió la vida Gastón de Foix, y logró retirarse con gloria entre la carnicería— y en la Batalla de Vicenza o Creazzo, en 1513, donde quedó aniquilado el ejército de la República de Venecia.
En la crónica de las proezas que los capitanes españoles hicieron en esta memorable jornada, a Diego García de Paredes le correspondieron estos épicos elogios por parte del poeta y dramaturgo Bartolomé Torres Naharro:
Mas venía
tras aquél, con gran porfía,
los ojos encarnizados,
el león Diego García,
la prima de los soldados;
tras aquél, con gran porfía,
los ojos encarnizados,
el león Diego García,
la prima de los soldados;
porque luego
comenzó tan sin sosiego
y a tales golpes mandaba,
que salía el vivo fuego
de las armas que encontraba;
comenzó tan sin sosiego
y a tales golpes mandaba,
que salía el vivo fuego
de las armas que encontraba;
tal salió,
que por doquier que pasó
quitando a muchos la vida,
toda la tierra quedó
de roja sangre teñida…
que por doquier que pasó
quitando a muchos la vida,
toda la tierra quedó
de roja sangre teñida…
Diego García de Paredes sirvió con gran crédito y reputación en todas las guerras sostenidas por los Reyes Católicos y por el emperador Carlos I de España y V de Alemania; quien le tuvo en especial estima por su fidelidad, honradez, destreza, valor y lealtad.
Ejercía el mando de nueve Banderas de Infantería española, cual el más afamado jefe militar. Jalonan su trayectoria en esta época nombres de lugares y batallas como Noáin, en 1521, San Marcial, al año siguiente, el asedio al castillo de Maya y el de la fortaleza de Fuenterrabía, expulsando a los franceses del solar patrio. Defendió Nápoles y lució en la famosa batalla de Pavía donde los españoles hicieron prisionero a Francisco I, rey de Francia.
Viajó por toda Europa en el séquito Imperial de Carlos V, por él nombrado Caballero de la Espuela Dorada, sirviendo en Alemania frente a los seguidores de Lutero. En 1532 acudió marchó a socorrer Viena, asediada por Solimán el Magnífico donde no fue preciso entrar en combate, pues visto el formidable ejército Imperial de más de 200.000 hombres, los turcos levantaron el asedio. En 1533, tras regresar de hacer frente a los turcos en el Danubio, asistió a la coronación oficial del Emperador Carlos V en Bolonia.
Largamente premiado por Carlos I, ya entrado en años y con las fuerzas en inexorable trance de merma por las muchas heridas y penalidades habidas en su belicosa y aventurera existencia, “parece que le place a Dios que por una liviana ocasión se acaben mis días”, aunque animoso y predispuesto como en su mocedad, dio en retirarse a Italia, del servicio y de la vida en sí, —falleciendo al poco en la ciudad de Bolonia de un accidente fortuito, jugando con unos niños; así es el destino incluso con los héroes— se entretuvo en dictar a su hijo Sancho la narración de lo vivido y sentido, Breve suma de la vida y hechos de Diego García de Paredes, que termina con estas palabras: Venimos a Bolonia, do, siendo Dios servido, daré fin a mis días; dejo estas cosas a mi hijo Sancho de Paredes, por espejo en que haga sus obras conforme a las mías, en servicio de Dios”.
Transcurridos unos años de su entierro fueron trasladados sus restos en 1545 a la parroquia de Santa María de Trujillo. Este es su epitafio:
“A Diego García de Paredes, noble español, coronel de los ejércitos del emperador Carlos V, el cual desde su primera edad se ejercitó siempre honesto en la milicia y en los campamentos con gran reputación e integridad; no se reconoció segundo en fortaleza, grandeza de ánimo ni en hechos gloriosos; venció muchas veces a sus enemigos en singular batalla y jamás él lo fue de ninguno, no encontró igual y vivió siempre del mismo tenor como esforzado y excelente capitán. Murió este varón, religiosísimo y cristianísimo, al volver lleno de gloria de la guerra contra los turcos en Bolonia, en las calendas de febrero, a los sesenta y cuatro años de edad. Esteban Gabriel, Cardenal Baronio, puso esta laude piadosamente dedicado al meritísimo amigo el año 1533, y sus huesos los extrajo el Padre Ramírez de Mesa, de orden del señor Sancho de Paredes, hijo del dicho Diego García, en día 3 de las calendas de octubre, y los colocó fielmente en este lugar en 1545”.
Diego García de Paredes casó en 1517 con María de Sotomayor, siendo de este matrimonio su hijo Sancho de Paredes. Tuvo otro hijo, Diego García de Paredes nacido de su relación con Mencía de Vargas. Este hijo participó en la conquista del Nuevo Mundo y fundó la ciudad de Venezuela.
Su fama fue universal, reconocida y admirada; y también inmortalizada por Miguel de Cervantes en El Quijote, la obra cumbre de la narrativa:
“Un Viriato tuvo Lusitania; un César Roma; un Aníbal Cartago; un Alejandro Grecia; un Conde Fernán González Castilla; un Cid Valencia; un Gonzalo Fernández Andalucía; un Diego García de Paredes Extremadura”.“Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia, y puesto con un montante en la entrada de un puente, detuvo a todo un innumerable ejército que no pasase por ella, e hizo otras tales cosas, que si como él las cuenta y escribe él asimismo con la modestia de caballero y de cronista propio, las escribiera otro libre desapasionado, pusieran en olvido las de los Héctores, Aquiles y Roldanes”.“No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con victoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre”.
Diego García de Paredes