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El Gran Capitán. Gonzalo Fernández de Córdoba

El Imperio en Europa: Las campañas de El Gran Capitán

Siglos XV y XVI en la Península Itálica y el Reino de Nápoles

Batallas de Ceriñola y Garellano



Gonzalo Fernández de Córdoba, apodado con todo merecimiento El Gran Capitán, nació en el castillo de Montilla, provincia de Córdoba, en 1453. A los quince años entró al servicio del rey Alfonso XII de Castilla, a cuya muerte pasó a servir a la princesa Isabel de Castilla, futura reina Católica.
    Ducho en las artes bélicas, cobró nombre en lides y torneos, y diestro en maneras, inteligente, generoso, buen conversador y atentamente discreto, ganó fama de caballero sin tacha y piadoso. Atraído por la espiritualidad estimó profesar en una orden religiosa, idea pronto desechada por los acontecimientos.
    Su primera acción militar notable fue en la batalla de Albuera (o Albuhera), episodio de la guerra de Sucesión a la Corona de Castilla, donde la derrota del rey de Portugal, Alfonso V, partidario de Juana de Trastámara, la Beltraneja, abrió el reino de Castilla a Isabel I y a su consorte Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos.
    Con el respaldo de la reina Isabel y la confianza del rey Fernando, Gonzalo Fernández de Córdoba siguió su formación militar en numerosas acciones enmarcadas en la Guerra de Granada, última de la Reconquista, convirtiéndose al cabo en el más importante jefe militar. Nombrado alcalde de Illora por la reina Isabel, luchó calle por callé en el Albaicín granadino, en compañía de Boabdil, el Rey Chico (de quien Gonzalo era amigo tras la estancia de Boabdil en la prisión de Lopera) y de Martín Alarcón, alcalde de Moclín, para distraer las fuerzas de El Zagal (el sultán Abū Abd Allāh Muhammad az-Zaghall), por entonces Rey de Granada, e impedirle socorrer la importante población de Vélez Málaga asediada por el rey Católico. Reputado negociador, Fernández de Córdoba intervino decisivamente en el acuerdo de rendición del Reino Nazarí de Granada.

Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.

Imagen de http://www.gibralfaro.uma.es

Precedido por su fama, la cima de su biografía se escribió en la península italiana -con especial incidencia en el reino de Nápoles- como General en jefe del Ejército español allí enviado para defender la presencia y los intereses de la Corona de Aragón puestos en peligro por la ambición de la Corona de Francia.
    Su talento, una y otra vez demostrado, lo consagró como el mejor militar de su época; y uno de los más grandes entre los grandes de la historia de España. Para muestra un botón: causó la admiración de propios y extraños al derrotar en inferioridad de condiciones a la caballería pesada francesa y al cuadro de piqueros suizo, las dos mejores formaciones de Europa hasta la fecha.

Pero no todos los vientos soplaron a favor del Gran Capitán. A la muerte de Isabel la Católica, su viudo Fernando le impuso un veto pues nadie debía ser más que él y ningún hombre o mujer podía ganarle tampoco en altruismo sin permiso. Lamentaba el rey Fernando que la generosidad de D. Gonzalo convertía una hazaña en un fiasco para su autoridad pues, decía: “Para qué quiero que me gane un reino si lo reparte antes de que llegue a mis manos”.
    El rey Fernando lo mandó volver a España para que le rindiera cuentas y someterlo a un estrecho control.
    Tal coyuntura, al cabo sabida por los otrora enemigos y derrotados, impulsó las ofertas de príncipes italianos, del Papa, del rey de Francia e incluso del Gran Turco, todos ellos muy conscientes de la valía, prestigio e inteligencia de Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien imaginaban desertando de la Corona española por razón de despecho. Nada más lejos de la realidad. El Gran Capitán vivió y murió fiel a España y a sus monarcas, soportando con estoicismo la inquina del rey Fernando que ordenó derruir el castillo de Montilla, cuna de Gonzalo.

Los últimos años de su vida los pasó en la villa de Loja, de la que era alcalde, en la provincia de Granada; aunque su fallecimiento tuvo lugar en la capital granadina en 1515 a causa de las fiebres cuartanas.
    A su más sonoro y afamado título, el de Gran Capitán, se sumaron los de alcalde de Illora y de Loja, duque de Terranova, de Santángelo, de Sessa, de Andria, de Montalto, de Bitonto, encomienda de la Orden de Santiago y virrey de Nápoles.

Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.

Imagen de Biblioteca Nacional, Madrid.
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Las campañas del Gran Capitán

Primera campaña
La disputa bélica contra Francia en los territorios de la península itálica, muy fraccionada y hervidero de intereses políticos y comerciales, obligó a los Reyes Católicos al envío de un Cuerpo expedicionario militar al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba. Configurada la Liga Santa, de la que era principal valedor Fernando el Católico, la tropa reclutada por D. Gonzalo embarcó en Cartagena a bordo de la escuadra de Galcerán de Requesens fondeada en el vecino puerto de Alicante. Dos días después desembarcaban los dos mil infantes y trescientos caballos ligeros en Calabria. Con Fernández de Córdoba viajaron a la guerra los capitanes Alvarado, Peñalosa, Benavides y Pedro de Paz. El cuartel general del contingente español quedo establecido en la fortaleza de Reggio, donde ondeaba la bandera de Aragón por haber sido tomada diez días antes por Ferrante de Nápoles y las fuerzas españolas de la vanguardia del Cuerpo expedicionario al mando del conde de Trivento.
    Había que recuperar el amplio territorio de Nápoles ocupado por los franceses de Carlos VIII, quien nombró a su primo Gilberto de Borbón, duque de Montpensier, virrey de Nápoles.
    La estrategia de D. Gonzalo, consciente de su inferioridad numérica y de los sólidos emplazamientos del enemigo, fue la de eludir el combate en campo abierto para utilizar con eficacia la artillería y a continuación las escaramuzas protagonizadas por guerrillas sabedoras de su misión, duchas en los audaces recorridos nocturnos por todo tipo de caminos que las presentaban y alejaban como por ensalmo. Mientras se alternaban los bombardeos, las líneas defensivas y los golpes de mano, D. Gonzalo estudiaba el terreno y la idiosincrasia de los naturales de la región. Además, la artillería era transportaba por esas mismas trochas y vericuetos para reforzar el efecto sorpresa y miedo.
    A lo anterior se sumaba la elección de lugares significados para realzar las maniobras de avance y protección de retaguardia, como el asedio al castillo de Cosenza, y la buena disposición de los exploradores que anunciaban los movimientos del enemigo con suficiente antelación para oponerse exitosamente a ellos. Al grito de ¡Santiago y España!, invocado al atacar, se conquistaron las ciudades plaza de Morano y Laino, burgo y castillo, con gran desconcierto y quebranto de los franceses, mandos y soldados. La resonante victoria a las puertas de la Basilicata acentuó la fama de soldados firmes y tenaces a los españoles y les posibilitó el dominio de esta comarca bañada por los mares Tirreno y Jónico.

La táctica paciente fue modificada por el ataque directo. Había que conquistar Atella, ciudad donde plantaba su trono el rey de Nápoles al que había que desalojar.
D. Gonzalo dispuso su ejército para que sumara a la Liga Santa, integrada por el contingente de la Serenísima República de Venecia y el de los Estados Pontificios. Un poderoso ejército. Pero la toma de Atella, grandemente defendida y fortificada, requería previamente de la captura de los bastiones defensivos periféricos. Por ello, y sucesivamente, fueron cayendo los molinos, suministradores de agua y harina; las fortalezas de Ripacandida y Venosa; las aldeas inmediatas a la plaza y el castillo; y por último aquélla y éste.

Dueña de la situación militar, España suscitaba recelos entre los aliados italianos por su poderío. D. Gonzalo utilizó la prudencia, la sensatez y el tacto, virtudes que le adornaban, con sus aliados, al tiempo que recibía más soldados para afianzar su posición en la península itálica.
El papa Borja veía peligrar su silla romana. Por lo que no dudó en acudir a D. Gonzalo para que le prestara un auxilio liberador. Pese a que el Papa había entronizado a D. Fadrique en sustitución del finado Ferrante, rey de Nápoles, desoyendo las peticiones españolas de Fernando el Católico, la ayuda a la causa vaticana se produjo; ocasión para D. Gonzalo de acercarse a Roma, lo que consiguió tras quebrar la resistencia de los situados en el lugar de Ostia, con el pirata Guerri, de nombre Menaldo Guerra, de origen vasco; practicante del corso en el mar Mediterráneo que lanzó un mensaje a D. Gonzalo llegado el asedio del lugar donde se guarnecía con su gente: “Decidle [a D. Gonzalo] que se acuerde que todos somos españoles y que no ha con franceses”. Capturado el cabecilla, D. Gonzalo lo reprendió: “Muy espantado estoy de vos, señor Menaldo Guerra, que tantas cosas han pasado por vos querer defender a una cosa tan errada y sin razón. Y más siendo español, que nunca los de nuestra nación han sido traidores ni malos cristianos, y sobre todo ser tan confiado que ni temíais a los hombres ni a Dios”.
    En las escalinatas de San pedro, el papa Alejandro VI esperaba a Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien besó en ambas mejillas. Quiso el papa colmarlo de honores, que D. Gonzalo aceptó para honra de sus soberanos, a los que se debía todo. Pero a título particular pidió dos cosas al Santo padre: la dispensa de tributos durante diez años a la ciudad de Ostia, carente hasta de lo elemental, y el perdón para Menaldo Guerra, alias Guerri. Accedió Alejandro VI, y en prenda de agradecimiento concedió a Fernández de Córdoba la Rosa de Oro. Menaldo, asombrado por el indulto, se dirigió al Gran capitán con sentidas palabras: “Sólo un consuelo llevo que alivia de alguna manera mi contraria fortuna, ser vencido por vuestra excelencia, que merece vencer a todo el mundo”.

Los Reyes Católicos pidieron la vuelta de D. Fernando para agasajarle y honrarlo por sus merecimientos. Cosa que sucedió, aunque antes, el Gran Capitán, ya así bautizado por sus gestas, recaló en la alborotada isla de Sicilia, que apaciguó pese a las malas gestiones de su virrey, convocando cortes en Palermo para enmendar con tacto y firmeza los yerros.
    Todavía no regresó a España D. Gonzalo. Tuvo que negociar con el rey de Nápoles, de quien no se fiaba el rey Fernando, la posesión española de las plazas en el sur de la región de Calabria. Molestaba al monarca napolitano tanta presencia extranjera en sus dominios. Pero los españoles continuaron a la vista y obras en seis fortalezas por mandato del rey Fernando: Reggio, Tropea, Amantea, Scilla, Isola y Crotone.
    Por fin en el verano de 1498 volvió a España, con casi cuarenta y cinco años de edad. En Zaragoza lo esperaban los Reyes Católicos, de luto por la muerte de la infanta Doña Isabel, esposa del rey de Portugal. Díjole el rey Fernando tras un efusivo abrazo: “Duque, os debemos tanto que jamás lo podremos pagar por la grande honra que a nosotros y a nuestros reinos habéis dado. Díjole la reina Isabel cuando lo vio: “Vos seáis muy bien recibido, Gran Capitán”.

Expedición a Cefalonia (4 de junio de 1500 a 7 de enero de 1501)
A un lado el expansionismo francés y la inestabilidad en la península itálica, el peligro turco asomaba con visos dramáticos, entiéndase de conquista y asentamiento, en el Mediterráneo.
Luis XII, nuevo rey de Francia, se alió con la república veneciana para invadir el Milanesado (ducado de Milán). Ludovico Sforza, alias el Moro, señor del Milanesado, temeroso de ser aplastado por la coalición se alió a su vez con el sultán Bayaceto del imperio otomano. Rota la concordia entre la cristiandad y el imperio otomano, los turcos se habían apoderado de Patrás y Lepanto en el golfo de Corinto, invadido la península helena y acercado a la misma ciudad de Venecia al tiempo que cerraban el canal de Otranto para ahogar a la Serenísima República; que solicitó el urgente auxilio de los Reyes Católicos. También el papa Alejandro VI animó a la alianza de los cristianos y a combatir al enemigo en su campo.
Los Reyes Católicos eligieron a Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Santángelo, para mandar la expedición contra el turco. Por aquel entonces, momento de recibir esta noticia, D. Gonzalo  sofocaba los alborotos surgidos en las Alpujarras. Su misión comprendería, además, el afianzamiento de las posesiones españolas en el reino de Nápoles, nuevamente amenazadas por la ambición francesa.

Zarpó del puerto de Málaga la flota española compuesta por 57 barcos: 3 grandes carracas, 8 galeras, 35 naves de carga, 4 fustas y 7 bergantines; y 4.000 peones, 1.200 caballos, 30 piezas de artillería y los pertrechos correspondientes para dotar al ejército. Una hermosa armada bien dotada de navíos, gente y artillería en palabras de D. Gonzalo.
Recalaron primero en Sicilia y posteriormente en Calabria; siendo necesario restablecer la autoridad y la disciplina en ambos territorios. Una vez concluida esta tarea, la expedición enfiló el mar Jónico y antes siquiera de disparar un cañón los turcos abandonaron la codiciada isla de Corfú, objetivo prioritario de la maniobra ofensiva. Siguió la liberación por otras islas adyacentes, mientras, por su parte, los franceses, en teoría aliados, provocaban la sensación de ataque en el reino de Nápoles. Llegado el invierno, la flota española y la veneciana ascendieron hacia Cefalonia, a la vista del golfo de Corinto dominado por los turcos.
Cefalonia llevaba unos años en poder de los turcos, lo que dolía a los venecianos que en ella mandaban desde antiguo. D. Gonzalo intentó la negociación como medio de conseguir el objetivo. Pero en vano. Pese al respeto demostrado por la guardia jenízara apostada en la fortaleza de San Jorge, clave de la posesión de Cefalonia, la rendición era una quimera. Así que los aliados hispano venecianos optaron por la disuasión armada, la guerra.
Resonaron en la dura campaña de conquista los nombres de Diego García de Paredes, Pedro Navarro, Martín Gómez, entre otros, y por supuesto, tan arriesgado como el que más, el de Gonzalo Fernández de Córdoba. Una lucha feroz para una gran batalla, como así la definió El Gran Capitán, que permitió izar en lo alto de la torre del homenaje de la fortaleza la bandera de los Reyes de España, la veneciana del León de San Marcos y una tercera con una gran cruz.

El mapa devolvía territorios a la cristiandad en el Sur y el Este gracias a la acción de los españoles; y por el Norte las aguas de la victoria sonreían a los franceses al dominar el Milanesado. El nuevo escenario de disputas estaba servido.

Segunda campaña
El comentado regreso de D. Gonzalo a España en 1498 duró poco. En 1500, año de cierre del siglo XV, El Gran Capitán fue destinado a frenar al turco y al francés. El Tratado de Granada había zanjado la disputa territorial entre Aragón y Francia por el dominio del Reino de Nápoles, dividiéndolo en dos; asunto que resurgió con fuerza al punto de precisar una resolución bélica para dejar las cosas en su sitio. Allí estaba D. Gonzalo para vencer la obstinación francesa: Ceriñola, Barletta, Garellano, Gaeta y Canosa son nombres de gestas españolas.
El mantenimiento del prestigio internacional y la influencia en la Península itálica y los Estados Pontificios, fueron constantes en los Reyes Católicos, con especial incidencia en las decisiones y las acciones en el rey Fernando. A Su Majestad Católica no le agradaba la actitud del papa Alejandro VI, Rodrigo Borja, un compatriota proclive a la alianza con el rey de Francia, Luis XII, en detrimento de la salud política con España. El rey Fernando dio precisas instrucciones al embajador español ante la Santa Sede, Garcilaso de la Vega, para advertir al pontífice de las conveniencias y las inconveniencias en las tomas de partido.
Conquistado el ducado de Milán por Luis XII y desaparecida la Liga Santa que venció al turco, la ambición del monarca francés se dirigía a Nápoles. El rey Fernando lo intuyó, y aunque todavía no le rondana la conquista del Milanesado, sí había optado por mantener el reino de Nápoles bajo su dominio. Nápoles era por derechos familiares, jurídicos y militares una preciada prenda de la política exterior española.
El expansionismo papal, determinado por Alejandro VI y su colegio cardenalicio, incluidos los miembros españoles, era un hecho. Y fiado a su carácter taimado, dispuso las tropas papales aliadas a las del rey Luis XII en la frontera con el reino de Nápoles.
Para evitar una guerra que ni a España ni a Francia apetecía entonces, acordaron los monarcas el reparto napolitano a partes iguales en un documento llamado Tratado de Granada.

El Tratado de Granada consistía en el reparto del reino de Nápoles: para España las comarcas meridionales de Calabria y Apulia, más el título de duque para el rey Fernando; para Francia las provincias septentrionales de los Abruzzos y la Tierra de Labor, fronteriza con los Estados Pontificios. Los extensos territorios peninsulares de Basilicata y Capitanata quedaron al albur de las contingencias, léase designio de los monarcas, mientras que tampoco obtuvieron dueño las islas de Capri e Ishia. El inicio de las ocupaciones estipuladas contaba a partir del 1 de mayo de 1501 y los contingentes armados constaban de igual número de efectivos: 1.000 jinetes, 8.000 peones y el correspondiente apoyo artillero.
A todo eso, Gonzalo Fernández de Córdoba combatía al imperio otomano junto a los venecianos de la Serenísima. Llamado a otros destinos, en Palermo recibió correo real en el que se le comunicaba su nombramiento como lugarteniente general de Calabria y Apulia, con mando en las tropas allí estacionadas; también se le informaba del fallecimiento de su hermano mayor, Alonso de Aguilar, combatiendo contra los moriscos.
Con el nombramiento se le encarecía marchar sobre Calabria y proceder a la ocupación de la parte del reino de Nápoles adjudicada a España.
César Borja y Luis XII recorrían triunfantes los Estados Pontificios en una muestra de poder y amistad. A continuación, en la estela del triunfo, el ejército francés penetró en su zona napolitana para posesionarla. Pero a las gentes del lugar no les apetecía someterse a los engreídos galos, pudendo quedarse con los afables españoles; y pese a su desventaja en todos los órdenes, opusieron resistencia inesperada, aunque pobre y deslavazada porque sumó a la cobardía la traición. En breve el Nápoles rebelde y el otro Nápoles se rindieron a Luis XII.
D. Gonzalo midió el terreno sobre el confuso Tratado de Granada. Era menester encajar el galimatías con astucia y decisión. Ahora ya contaba con aliados en Calabria y plazas fuertes, a diferencia de la primera campaña, y el asesoramiento del embajador Juan Claver incorporado al ejército. Solicitó refuerzos a Asturias y Galicia, en España, y a la hueste militar de Próspero Colonna en la Península itálica; éste aguerrido militar fue la mano derecha de D. Gonzalo durante toda la campaña.
Dispuesto el ejército, había que reducir la ventaja de los franceses. Conocíase en el campo español la matanza que causaron los de Luis XII en Capua y la casi segura caída de Nápoles. Urgía plantar cara y armas; para ello D. Gonzalo mandó al esforzado contingente mandado por Pedro de Paz a que cercara la ciudad de Manfredonia; cosa que hizo tras recorrer los polvorientos caminos de Calabria, Apulia y Basilicata a paso de carga. D. Gonzalo se dirigió a Tarento con el grueso del ejército para consumar el asedio; la partida comenzaba en varios frentes a la vez.

El asedio a Tarento, territorio clave en disputa, finalizó con negociaciones auspiciadas por el rey Fernando el Católico y Gonzalo Fernández de Córdoba, sobre el terreno. Tonada la plaza, D. Gonzalo dispuso destacamentos y guarniciones para su protección.
Los franceses, al mando del duque de Nemours, Luis d’Armagnac, seguían una política de ocupación de guante blanco; hasta que D. Gonzalo se quejó de la misma en el encuentro con el responsable galo, comisionado directamente por Luis XII sin contar con el acuerdo del hasta entonces jefe militar francés en la zona, Bérault d’Aubigny; quien, no obstante retomó la iniciativa militar cuando la estrategia española permitió el despliegue de sus tropas.
Animados por los avances sin oposición, los franceses creyeron que ganarían para su causa sin dificultades añadidas los territorios del reino de Nápoles correspondientes a los españoles por el confuso Tratado de Granada.

La defensa de Canosa. El cerco de Barletta
De Atella a Barletta; un cambio en el cuartel general español. Proseguía el avance francés y D. Gonzalo mandó reforzar las defensas de Reggio y el estrecho de Messina, Tropea, Cretone, Trevejo, Monteleone, el fuerte de San Giorgio, Nocera, Amantea, Terranova, Garace, Cosenza y Rocca Imperiale entre Apulia y la Alta Calabria.
La estrategia de D. Gonzalo no gustó en la corte española, pero la reina Isabel la Católica apostó por la inteligencia del Gran Capitán y en ella se fundamentó la tensa espera de los acontecimientos en la metrópoli.
Entre las plazas de Manfredonia y Tarento, los extremos de las defensas españolas en Apulia, se contaban doscientos kilómetros de montes, campos y marismas, salpicados de guarniciones protectoras. Partiendo de la costa hacia el interior, una línea de castillos y puestos fortificados protegían la ciudad de Barletta, y además obstaculizaban el presuntuoso avance francés. Las dos columnas que sostenían el dispositivo de defensa español se hallaban en Canosa, lindante con el cauce del río Ofanto, y en Andria; en la primera se apostaba Pedro Navarro y el capitán cuello con 500 soldados, mientras en la segunda mandaba Diego de Arellano a 1.500 hombres. En el extremo norte de este amplio territorio que cubría D. Gonzalo con 600 hombres de armas, 700 jinetes, 5.000 peones  y 18 cañones de diferentes calibres, quedaba la plaza de Ceriñola, defendida por una pequeña guarnición al mando de Diego García de Paredes y Pedro de Acuña, prior de Mesina; por allí se esperaba el ataque francés. El ejército francés imponía por su número, superior al español, y fama en la caballería pesada pero debilidad en las tropas ligeras.

El ataque llegó por la zona de Ceriñola, como supuso D. Gonzalo. El duque de Nemours, D’Aubigny y los demás jefes franceses previeron una fácil victoria ante los muros de Canosa. No obstante el despliegue de fuerzas de infantería y caballería, más la acción devastadora de la artillería, el mando francés hizo intento de conminar a la rendición de los españoles; el heraldo enviado para el parlamento de capitulación no llegó a entrar en la ciudad. Pedro Navarro, asomado a la muralla, en nombre de los valerosos defensores (los leones de Canosa), tan sólo exclamó: ¡¿no nos conocéis?!, que hizo volver grupas al heraldo.
Días ansiosos de fuegos artilleros, destrozos múltiples, asaltos y arengas, no doblegaron la heroica resistencia de los españoles. Las noticias del dramático sitio llegaron al cuartel general en Barletta, pero D. Gonzalo no accedió a socorrer una plaza ya disminuida en valor estratégico que había cumplido el cometido de demorar el avance francés; pero sí ordenó que cesara la defensa y salvaran la vida los españoles supervivientes.
Canosa fue entregada previas condiciones honrosas de los españoles. Todos ellos, liberados de la obligación defensiva a toda costa, emprendieron la marcha hacia Barletta para sumar efectivos en el cuartel general y plaza más codiciada de Apulia.
D. Gonzalo confiaba en su instinto y en las medidas tomadas. Los españoles, sabía y proclamaba, no tenían que combatir al gusto de su enemigo. Quiso que el enemigo avanzara y tomara sin apenas nuevas resistencia hasta situarse a las puertas de Barletta. Eso era otra cosa.
Cuatro días de sitio bastaron a Nemours y D’Armagnac para levantar el campo y cruzar el río a su espalda; momento que la tropa de D. Gonzalo, acantonada en Barletta, entendió como propio para definirse respecto al poder y convicción estratégica de cada cual. Los franceses y aliados itálicos sufrieron un castigo notable, con muchas bajas y numerosos prisioneros, más los desbandados.
El día después de la derrota, un contingente suizo de 1.500 hombres acudió en ayuda de Nemours; pero el remedio fue peor que la enfermedad, pues la indisciplina de los recién llegados, decididos a degustar los frutos del territorio en vez de juntar filas y combatir cuando se les requiriera, permitió a los españoles cogerlos y dispersarlos.

Prosiguieron las escaramuzas en Tarento, Apulia y Calabria, con sus frecuentes intercambios de golpes que poco o nada decidían. Hasta que D. Gonzalo optó por una acción demostrativa de alcance, eligiendo como centro de la operación la villa de Ruvo; la sitiaron y la tomaron con fuerza y presteza; y de ella salieron con la misma celeridad que los llevó a las puertas.
La guerra cambia de signo, en realidad se confirma favorable a las armas y estrategias españolas. La guerra de desgaste, fronteriza y total, innovación del arte bélico, impuesta por Gonzalo Fernández de Córdoba doblegó al antiguo poder franco acostumbrado al campo abierto y el correr directo de sus pesadas cabalgaduras; no podían competir con la calidad de los infantes hispanos, ágiles y diestros en el manejo de las armas, y su empeñada actitud de no dejarse rodear. Y en el aspecto político también los cambios benefician las pretensiones españolas. Venecia y Génova acuerdan por tiempo indefinido una alianza con los Reyes Católicos, y 2.000 tudescos del emperador Maximiliano reforzaron la hegemonía hispana en el mar Adriático.

No obstante, las espadas continuaban en alto.
En el campo español cundía el agotamiento, porque siendo menos que sus enemigos luchaban por ciento, en condiciones de resignada espera. D. Gonzalo tuvo que aplicarse con la diplomacia y las arengas, logrando resultados; y desde España, aquella primavera de 1503, se auspició un cambio en la fisonomía de la interminable contienda.
El almirante Juan de Lazcano adquirió protagonismo en el Adriático atacando con éxito la flota francesa que taponaba la bocana del puerto de Otranto, acto seguido penetró en el golfo de Tarento y forzó el bloqueo de la codiciada plaza. Por su parte, en tierra, Pedro Navarro y Luis de Herrera socorrieron a las tropas de Barletta para infundirles nuevos bríos.
El rey Fernando escribió a D. Gonzalo: “No hagáis caso de las cartas del príncipe [que engañaban con acuerdos y alianzas nada reales], antes bien, cuando os escribiere de paz [Felipe I, el Hermoso, cuyo único interés era la continuidad de la casa de Borgoña en Flandes y la herencia, como rey consorte, de las dos coronas españolas y sus posesiones transfronterizas], apretad bien la guerra”.
Una especie de guerra civil se cebó en el campo francés, incluidos sus ocasionales aliados. Tuvo que intervenir el buen militar D’Aubigny para restablecer el orden, lo que le condujo nuevamente a dirigir el ejército franco contra el español del temido Gran Capitán.
La ciudad de Terranova había cambiado de manos gracias a la expedición de Manuel Benavides, que la recuperó para España. El castillo de Cosenza, que permanecía en poder español merced al ímprobo esfuerzo de Luis de Mudarra, reforzaba el control de la zona calabresa.
Fernando de Andrada (o Andrade), conde de Villalba, desembarcó 2.000 peones y Luis de Portocarrero, señor de la Palma, se aposentó en Reggio como mando supremo de todas las fuerzas españolas en la zona.
Dio comienzo la tercera batalla de Seminara el 21 de abril de 1503. Por parte francesa y aliados: Everardo Stuart, señor d’Aubigny sumaba 3.000 infantes, una capitanía de ballesteros, 600 jinetes y una batería de siete falconetes; Fernando de Andrade (o Andrada), convertido en jefe militar ante la repentina muerte de Portocarrero, contaba 500 jinetes y 4.400 de tropa ligera de a pie y lanzas. La victoria española supuso liberar de presencia francesa la región de Calabria.

Ceriñola
Un prolongado cerco de ocho meses, con todo lo que ello lleva aparejado, habiendo resistido y desmoralizado al enemigo, dispuso a Gonzalo Fernández de Córdoba a tomar la iniciativa en el reino de Nápoles.
El 27 de abril, día después de la reunión con los mandos de su ejército, dio la orden de partida de las fortalezas de Barletta y Andria, D. Gonzalo sito en la primera, y la orden de confluencia de ambas tropas en la legendaria ciudad de Canas, lugar de la batalla triunfante para Aníbal frente al ejército romano de Lucio Emilio Paulo y Terencio Varrón el año 216 a. C; con D. Gonzalo marchaba el capitán Nuño de Ocampo; y en el punto de encuentro se unió el aliado Próspero Colonna, a quien D. Gonzalo nombró su segundo. En la reunión de jefes figuraban por parte italiana, además del citado Próspero Colonna: Fabricio y Marco Antonio Colonna, el conde de San Severino, el duque de Tremola y Héctor Fiera mosca; por parte española, además de D. Gonzalo, jefe supremo, aparecen los prestigiosos capitanes: Diego López de Mendoza, Diego García de Paredes, Íñigo López de Ayala, Luis de Herrera, Pedro Navarro, los hermanos Pedro y Carlos de Paz, Gonzalo Pizarro, Villalba, Zamudio; y los clérigos: Malherir, Hoces, Claver y Pedro de Acuña, prior de Mesina. La cuestión a tratar por encima de otras consideraciones era la del ataque al ejército francés y sus aliados; una opción de las barajadas suponía entrar en combate en las proximidades del río Ofanto, apoyados de flanco en este accidente geográfico, tal cual obrara Aníbal; la otra era, genéricamente, la de presentar batalla en un terreno de fácil defensa y previamente estudiado. La tercera propuesta, a la sazón la elegida, era la de D. Gonzalo, que había decidido situar a la villa con castillo de Ceriñola como el escenario adecuado para la victoria.

Batalla de Ceriñola

Imagen de http://www.foropolicia.es

El viernes 28 de abril de 1503 el grueso del ejército de D. Gonzalo cruzó el río Ofanto y se adentró en la llanura seca y arenosa para recorrer los polvorientos treinta kilómetros hasta el lugar elegido para la batalla; en paralelo marchaba por el flanco izquierdo una fuerte columna de apoyo.
El duque de Nemours y D. Gonzalo avanzan hacia Ceriñola para encontrarse y solventar la disputa bélica: o uno o el otro saldrá vencedor y, en consecuencia, dueño de los lugares en disputa. Primero llegó el español y luego el francés.
La agotada expedición española, con sus aliados italianos y lansquenetes, andaba muy fatigada al llegar a Ceriñola y asentarse en el paraje llamado Cerro Mediano, empinado y cuarteado como todo el escenario de Ceriñola, a media tarde; los franceses, todavía más cansados y sedientos, llegaron a Ceriñola poco antes del anochecer. La primera medida tomada por D. Gonzalo fue aislar a la villa de su castillo, protegido por gascones. Sin apenas descanso, el ejército procedió con las tareas de posición, aprovisionamiento y vigía presta al combate.
Nemours prefería atacar al día siguiente, y la mayoría de sus jefes, pero no todos; y la discusión fue notable. Pero en lo que estaban completamente de acuerdo todos los franceses y sus aliados era en batallar a su modo, a la vieja usanza, en campo abierto y con gran despliegue. Acabó el pleito y empezó la batalla en el crepúsculo de la ardua jornada.

José Casado del Alisal: El Gran Capitán ante el cadáver de Luis d’Armagnac, duque de Nemours, finalizada la batalla de Ceriñola.

Imagen de http://www.senado.es y http://grancapitangonzalofernandezdecordoba.blogspot.com

La batalla de Ceriñola duró una hora. Dio comienzo con descargas de artillería y a continuación cargas a caballo, tomada la iniciativa por los franceses.
Los artilleros españoles sufrieron un duro revés al explotar accidentalmente toda la pólvora. El Gran Capitán, cerca del suceso, arengó inmediatamente a sus hombres: “¡Ánimo! ¡Estas son las luminarias de la victoria! ¡En campo fortificado no necesitamos cañones!” Y luego el tonante y habitual: “¡Santiago y España! Victoria sin paliativos.

Federico de Madrazo y Kuntz: El Gran Capitán recorriendo el campo tras la batalla de Ceriñola (1835).

Imagen de http://www.foropolicia.es y http://www.museodelprado.es

Al día siguiente, sábado, los españoles entraron en el castillo de Ceriñola, abandonado de noche por los gascones. Victoria completa bien trabajada desde el principio, semanas y días anteriores a esta fecha, y bien planteada desde las perspectivas táctica y estratégica. Un complemento perfecto a la tercera batalla de Seminara, en la región de Calabria, ya esbozada, donde Fernando de Andrade y Hugo de Cardona vencieron al ejército francés de D’Aubigny. Con una y otra batalla, mudó de iniciativa el escenario napolitano: la fuerza expedicionaria española obligaba a la francesa a retroceder.

La importancia de la batalla de Ceriñola trasciende el estricto marco de una confrontación entre dos ejércitos poderosos con mandos capacitados y de prestigio.
Ceriñola revolucionó el arte de la guerra. La estrategia, eligiendo el lugar y el momento para enfrentarse, y la táctica, oponiendo las virtudes de la propia tropa a la exclusiva acción de la teoría militar vigente en la contraria, desarrolladas por Gonzalo Fernández de Córdoba, sentaba las bases de la guerra moderna, con el arma de Infantería a la cabeza, perdurando cuatro siglos.
Los infantes provistos de arcabuces derrotaron en campo abierto, bien elegido en cuanto a momento y terreno, a la temible Caballería. Las armas de fuego de los de a pie fijaron a los montados al tiempo que impedían una carga al viejo estilo. La maniobrabilidad de unidades pequeñas, inferiores en tamaño a las conocidas hasta la fecha, e independientes del Cuerpo de Ejército demostró su eficacia frente al bloque pétreo y de movimientos forzosamente lentos. La nueva Infantería ideada y organizada por Gonzalo Fernández de Córdoba, estructurada en unidades denominadas coronelías, fue la base de los celebérrimos Tercios; la mejor Infantería de su tiempo.

Hacia la victoria total: Garellano
Las victorias conseguidas sobre Nemours y D’Aubigny precisaban un complemento ineludible para finiquitar la guerra: los lugares de Nápoles y Gaeta; que, a su vez, exigía la persecución del enemigo a la fuga.
Mali fue el primer objetivo alcanzado tras la batalla de Ceriñola; plaza ocupada por Pedro de Paz. El segundo, la ciudad de Nápoles, en la que el 16 de mayo de 1503 entró por segunda vez D. Gonzalo, ahora en olor de multitudes y vítores de la jerarquía napolitana y el pueblo llano, quedaba a expensas de someter a los franceses resistiendo en las fortalezas de Castel Nuovo y la de Castel del Ovo y la Torre de San Vicente. Empeñados los franceses en mantener las posiciones hubo que aplicar una solución inesperada por ellos: el ataque desde el mar, propuesto por Pedro Navarro y el capitán Martín Gómez. Cayó la torre y pronto, aunque con dispendio de fuerza, el Castel Nuovo. Para someter el Castel del Ovo se emplearon minas; y con su entrega a los españoles concluyó la liberación de la capital napolitana.

El siguiente objetivo era Gaeta. Partió hacia ella D. Gonzalo a finales de mayo de 1503, teniendo que cruzar el río Garellano (o Liri, en sus correderos orígenes). En la vanguardia española figuraba la tropa de Diego García.
Cumplido el mes de julio, con los francos replegados a los muros de Gaeta, se unieron las primeras unidades españolas que emprendieron el cerco de Gaeta. Eran las tropas hispanosicilianas de Calabria dirigidas por Fernando de Andrada, las procedentes de Nápoles con Pedro Navarro y Diego de Vera, y las de Fabricio Colonna, que pretendieron asaltar la roca de Gaeta iniciado agosto; sin éxito dadas la orografía y las defensas.
Entendió D. Gonzalo que la batalla ampliaba su diámetro hasta las orillas del río Garellano, en sus cuencas alta y baja, de importancia estratégica; con un primer objetivo cual la abadía benedictina de Montecassino. La tomaron los capitanes Ocho y Jordán de Arteaga, hombres de Pedro Navarro.
La siguiente fase de la batalla genéricamente llamada de Garellano, consistió en ampliar la zona de influencia ganada con el monasterio hacia los lugares de Aquino y Roccasecca, camino del alto Liri.
Luis XII, mando supremo del ejército francés, quería romper la línea ganada por los españoles en la región San Germano-Roccasecca-Montecassino-Pontecorvo. Para ello dispuso que el marqués de Mantua, Juan Francisco Gonzaga, su general en jefe, atacara con el importante número de efectivos y artillería puestos a su disposición. Pero el de Mantua no pudo abrir una brecha consistente, aunque todavía mantuvo en poder de los suyos el enclave de Rocca d’Evandro, en la orilla izquierda del conjunto fluvial Liri-Garellano. Hasta que D. Gonzalo vio la oportunidad de librarse de aquella rémora y, a la par, lanzarse a la conquista de la orilla derecha una vez las aguas tornaban a sus cauces tras un episodio de lluvias intensas; lo que consiguió el capitán Diego García de Paredes.
Con todo ese terreno a su favor, los españoles y los de Fabricio Colonna, observaron como el de Mantua buscaba el puente del Garellano para ofrecerse al enemigo en una batalla campal. Dieron los franceses y aliados con el puente y allá que fueron a cruzarlo pese al contingente español dirigido por Pedro de Paz que guarnecía el otro extremo. El empuje francés tuvo su precaria recompensa al tocar suelo firme, no obstante breve y costoso, puesto que la defensa española acabó por devolverlos al origen, vez tras vez, una empecinada carga tras otra. Los hombres de D. Gonzalo, con Pedro de Paz al frente resistieron y se sacudieron por fin la presencia invasora. Del capitán Pedro de Paz escribe el cronista francés Loyal Serviteur (Jacques de Mailles): “No tenía dos codos de alto, pero nos e hubiese sabido encontrar más atrevida criatura, y era tan giboso y tan pequeño que cuando estaba a caballo no se le veía más que la cabeza por encima de la silla. Lo que la madre naturaleza le restó de altura se lo echó de feo, pero al mismo tiempo le dotó de un corazón tan fiero e inquieto que más que risa causaba pavor. Nadie, ni en un campo ni en otro, osaba poner en duda su talla de gran guerrero.”
La Torre del Garellano, baluarte decisivo, llave de la defensa de la línea española, no cambiaba de manos ni de mando.
A todo eso, el 31 de octubre caía en poder del Gran Capitán el importante enclave enemigo de Sessa.

Menudearon los intentos de los francos y aliados para saltar a la zona hispana, precedidos de mayor o menor sorpresa, concluidos en fracaso y de pronta solución; salvo el del 6 de noviembre, comandado por el buen militar Pedro Bayardo (Pierre Terrail de Bayard), el caballero sin miedo y sin reproche, hombre honrado y valiente, al servicio de Luis XII.
Esa memorable jornada, escrita en letra mayúscula en el extenso capítulo de la batalla del río Garellano, los de Pedro Bayardo decidieron tomar a los españoles por sorpresa con un ataque fulgurante y bien dotado. Lo consiguieron. Al punto que el aliado hispano, el condotiero Colonna, propuso dejarlos quedarse en la cabeza de puente y ellos replegarse a la estable línea del río Volturno hasta la llegada de la primavera, estación más favorable a la reconquista según sus cálculos. Propuesta de inmediato rechazada contundentemente por D. Gonzalo: “Antes ganar un paso adelante, aunque fuese para la sepultura, que retraerse otro atrás para haber de estar en las fatigas pasadas”. Intervino Diego García de Paredes con una idea espontánea y audaz, la de forzar un encontronazo a posteriori con el grueso de los invasores confiados a su buena suerte por la penetración sin oponentes, una especie de apresamiento en bolsa con medios ligeros y ágiles frente a los pesados y lentos. Tampoco lo aceptó D. Gonzalo, quien espetó a su temerario capitán: “Diego García, pues no puso Dios en vos el miedo no lo pongáis vos en mi”.
D. Gonzalo dispuso la formación de una coronelía de 1.500 hombres, encabezada por García de Paredes (apodado el Gran Diablo por los franceses), Pedro Navarro, el coronel Villalba, Gonzalo Pizarro, Francés de Haza, Machín de Alegría, Gómez Coello, Diego de Muncibay, Hernando de Illescas y Cristóbal Zamudio, para oponer la primera resistencia a la caballería pesada francesa. Duro fue el combate para ambos contendientes, llevando la peor parte los franceses que no pudieron mantenerse en esta orilla y también perdieron el puente. Pero pudieron recomponerse y contraatacaron ferozmente ganando lo antes perdido, y sumando bajas, sin que D. Gonzalo quisiera proseguir contendiendo; con gran disgusto de sus capitanes.
Tensa fue la espera siguiente para ver quién movía pieza en la intrincada partida con el río Garellano como juez y divisoria para atacar o defender.
La hueste francesa cambió de mando. El de Mantua lo cedió a Luis II (Ludovico II), marqués de Saluzzo, que a su vez había sustituido al duque de Nemours.
Señoreaba el territorio en disputa el frío de diciembre, aupado en humedades, estrategias y desconciertos. La orilla derecha era dominada por los franceses y sus aliados, mientras en la orilla izquierda ondeaban las enseñas hispanas: los leones púrpuras, los castillos de oro, las cuatro barras de Aragón, las águilas negras de Sicilia y la granada. D. Gonzalo sostuvo con pericia el pulso a los de enfrente, y con su ejemplo mermaba a diario la moral del enemigo. Los jefes franceses dormían bajo techo en viviendas confiscadas, los soldados a la intemperie; los jefes españoles confraternizaban en penalidades con la tropa; y esta actitud de sacrificio compartido sostuvo a los de D. Gonzalo con ganas de pelea. El hambre, la suciedad y las incomodidades asolaban los respectivos campos, pero en el hispano los sacrificios se llevaban mejor. Otra ventaja para D. Gonzalo.
Ya no esperó más a la vista del revuelo en la orilla francesa. El Gran Capitán anunció a su gente la inmediata ofensiva. Dividió su ejército en tres cuerpos, mandando el principal, centrado; a la derecha, en largo y flexible despliegue, Bartolomé d’Albiano (Bartolomeo D’Alviano) y su tropa; y una retaguardia apostada en Sessa, al mando de quien venciera la tercera batalla de Seminara, Fernando de Andrada, conde de Villalba, y Diego de Mendoza, conde de Melito.
Finalizada la pactada tregua de Navidad, el día 27 los españoles trasladaron su grueso militar al río. Iban a atravesarlo sobre un improvisado puente de traviesas de madera, de probado ensamblaje, que en secreto trasladaron en mulas; idea de D. Gonzalo para sorprender al enemigo que no esperaba un nuevo acceso de orilla a orilla del Garellano.
Las aldeas de Suio y Valdefreda fueron las primeras conquistas de los sigilosos atacantes. Luego cayó la plaza de Castelforte, lugar donde pernoctó D. Gonzalo. Y en esas, una tormenta de las que hacen época recrudeció su descarga cercano el crepúsculo, arrastrando lo que al paso de las aguas desatadas se interpusiera, incluido el puente de traviesas. Aquello era un contratiempo para los españoles en territorio enemigo, aunque D. Gonzalo tranquilizó a su hueste: “No se os dé nada, que los que acá estamos les acometeremos y venceremos, y los nuestros que de aquella parte quedan irán a pasar por su puente y darán en las espaldas de ellos”.

Pronto, y en confusión, alcanzaron las noticias a los mandos franceses. El asunto era peliagudo de ser ciertas las informaciones. Para salir de dudas, el marqués de Saluzzo improvisó un consejo de guerra al que asistieron el señor de Xandricourt, el infante James de Foix y el caballero Jean Duplesis; acordaron levantar el campamento de Traietto, su cuartel general, y retraerse al cobijo de Gaeta, con sólidos muros para guarecerse de las acometidas.
Ardua tarea la de conducir un ejército en retirada con toda la impedimenta y piezas artilleras atravesando charcos y barros. La tormenta no remitió con el nuevo día, al contrario; y el mar, que pretendían los franceses usar como vía de traslado a Gaeta, embravecido por el ingente acopio de agua dulce arrojada desde el cielo, anulaba las tentativas de carga y desplazamiento en barcas por hundimiento. Un fiasco. Una fortuna para los españoles que acogieron con mucho agrado el inesperado botín disperso por la orilla del mar.
El 29 por la mañana entraba Gonzalo Fernández de Córdoba y su escolta de treinta lanzas italianas en el real francés abandonado. Allí esperó se unieran a él los hombres de Diego García de Paredes y Pedro Navarro; infantes españoles y tudescos que avanzaban a paso ligero por los mismos charcos y barros que dificultaron la huida francesa.
A continuación, y en ordenada sucesión de avance, las defensas en retirada de los franceses y sus aliados apenas ofrecieron una dificultad subrayable al paso  del ejército español. Sólo el caballero sin miedo y sin tacha, Pedro Bayardo, opuso un frente digno de mención con entre 1.500 y 1.800 efectivos, unos montados y otros a pie, camino de la codiciada plaza de Gaeta. Insuficiente obstáculo para D. Gonzalo y sus lansquenetes, a los que se avenían en marcha triunfal los hombres de armas de los capitanes Fernando de Andrada, Bartolomé d’Albiano  y Diego de Mendoza, y por la costa los de Bernardino Adorno que derrotaba a los remanentes enviados por el marqués de Saluzzo para ganar tiempo.
La batalla de Garellano marcó un hito en la táctica militar, especialmente para los españoles de presente y futuro, y también para el resto de mandos que conocieron la efectividad de las órdenes del Gran Capitán en adelante.
El movimiento de apertura que ordenó Gonzalo Fernández de Córdoba es una de las maniobras envolventes más logradas de la historia militar, ejemplo preciso de cómo atacar y luego cubrir un solo flanco del enemigo, sin llegar a sacrificar los demás sectores para conseguir la superioridad numérica en el punto de ataque al haber desplegado hombres en el ala izquierda que evitaran, o solucionaran de ocurrir, una posible ofensiva en tal dirección.

Gaeta
El 30 de diciembre de 1503, dos días después de atravesar el río Garellano, con sus torrenciales aguas y sus fangos, las tropas españolas rodeaban Gaeta; ocupaban rápidamente el pueblo, enfilaban los cañones hacia la imponente fortaleza e iniciaban su cerco.
D. Gonzalo estableció su cuartel general en el convento de Santa Catalina.
Dentro de la fortaleza, Ivo d’Allegre (Yves d’Alègre), el militar y noble francés a quien correspondió protagonizar este capítulo de la guerra en Nápoles, no pudo sino aguantar la lluvia de proyectiles y esperar una salida airosa a su comprometida situación. Lo que sucedió el día 1 de enero, tras las negociaciones la víspera, y último día del año 1503, entre D. Gonzalo y Everaldo Stuart, señor d’Aubigny, cordiales y provechosas.
Capitularon las fuerzas francesas el 1 de enero de 1504, y al día siguiente, 2 de enero, con las llaves en la mano entregadas por el marqués de Saluzzo, el Gran Capitán entraba con sus capitanes en la fortaleza y se posesionaba de Gaeta.

El final de la guerra de Nápoles
Los rescoldos de la guerra en Nápoles tocaron a su fin en las postrimerías del verano de 1504, ya sin enemigo que batir, con las operaciones de limpieza realizadas desde la toma de Gaeta sin impedimento notable por los capitanes españoles.
Gonzalo Fernández de Córdoba volvió a Nápoles como vencedor, recibido con los máximos honores y aclamado aquende y allende. Nombrado virrey de tal reino.
En otros escenarios donde se ramificaba el conflicto de hegemonía, también los españoles derrotaron a los franceses. Fue Nápoles y era el Rosellón. Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, ella con la enfermedad adueñada de su cuerpo, firmaron con Luis XII en 1504 una tregua de tres años en Mejorana del Campo; luego llegó el Tratado de Blois en 1505, que confirmaba la pertenencia de Nápoles a España.
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Las cuentas de El Gran Capitán

El rey Fernando el Católico quiso conocer en persona la gestión del virrey de Nápoles, Gonzalo Fernández de Córdoba, desde su nombramiento en febrero de 1504. Llegado a Nápoles con sus tesoreros en 1507, el rey Fernando recibió un entusiasta recibimiento por parte del virrey y la confirmación del juramento de fidelidad a los monarcas de Castilla y Aragón que había conseguido D. Gonzalo de todos aquellos reinos bajo su jurisdicción. Pero no era bastante para disipar los recelos que sentía de antes hacia la figura del Gran Capitán, siempre avalado por la difunta reina Isabel.
Puestas en entredicho teórico las cuentas del nuevo reino, D. Gonzalo hizo entrega al rey y sus tesoreros los libros con las partidas, las operaciones y los números de su administración. Copiosas y detalladas informaciones encerraban esas cuentas, lo que supuso desvelo a los tesoreros hasta que, interviniendo por propia voluntad, D. Gonzalo resumió al rey Fernando, de su libro de cuentas con el resumen de sus campañas precedentes y la gestión en curso, el contenido de la documentación entregada a los tesoreros reales. Y leyó.
Primera partida. En frailes, monjas y pobres personas adeptas a Dios, las cuales estaban continuamente en oración rogando a Dios y a todos los santos y santas del Cielo por que le dieran la victoria: 200.736 ducados y 9 reales.
Segunda partida. Secretamente dados a los espías por cuya diligencia se entendieron los designios y acuerdos de los enemigos y ganado muchas batallas y finalmente un reino como Nápoles: 70’0.494 ducados y 80 reales.
Tercera partida (más ficticia que real). En picos, palas y azadones para dar cristiana sepultura a tantos muertos habidos en las batallas: tantos miles de ducados; en guantes perfumados para soportar el hedor del gran número de cadáveres ocasionados por tan fulgurantes victorias: tantos miles de ducados; en campanas desgastadas de tanto repicar las victorias obtenidas para la Corona: tantos miles de ducados.
Y, por último, por escuchar con paciencia al rey el pedir cuentas a quien le conquistó un reino: 100.000.000 de ducados.

Documento con las cuentas del Gran Capitán en el Archivo General de Simancas.

Imagen de HRH editores

Dicen que el rey Fernando, finalizado el escrutinio de gastos, rio; aunque también es cierto que nunca perdonó a D. Gonzalo el descaro de tales cuentas ni, en otro orden de cosas no menores para el monarca, aquejado de regia vanidad, su ascendiente y fama entre los soldados y las gentes de toda condición.

Estatua erigida al Gran Capitán en Córdoba, obra de Mateo Inurria en 1923.

Imagen de HRH editores
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Nota
La obra biográfica sobre Gonzalo Fernández de Córdoba escrita por Antonio Luis Martín Gómez, editada por Ediciones Almena, que lleva por título El Gran capitán. Las Campañas del Duque de Terranova y Santángelo, principal fuente documental de este artículo, expone con detalle y abundantes referencias de época, lugar y protagonistas la vida de tan ilustre personaje, sus méritos diplomáticos y militares, así como también la organización militar de los españoles y de los principales ejércitos europeos; con ilustraciones del propio autor y créditos fotográficos de la Biblioteca Nacional.


Artículos complementarios

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    Las capitulaciones para la rendición de Granada

    La reina Isabel la Católica

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    La primera Infantería de Marina del mundo

    Victorias en Groningen y Jemmingen

    Operaciones anfibias de Los Tercios

    Milagro en la isla de Lampedusa

    Los trece de la fama

    Batalla de Lepanto

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