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Santa Teresa de Jesús y el misticismo . Teresa de Cepeda y Ahumada

Semblanza biográfica escrita por Miguel de los Santos Oliver en 1917


El siglo XVI, y Castilla en ese siglo, constituyen uno de los mayores espectáculos de la historia. La herejía protestante en Europa; la sublimación de la creencia en el seno del catolicismo; el Renacimiento, que transforma las artes y las letras, que se bifurca en corrientes tales como la humanística y bienhechora, tan fecunda en España con los secuaces de Erasmo, y la francamente pagana y corrompida; un impulso general de purificación y defensa de la fe respondiendo al de destrucción y de libre examen; un pueblo que desde los oprobios y vilezas del reinado de Enrique el Impotente se encumbra con pasmosa rapidez, alcanzando su unidad territorial con la rendición de Granada, su unidad espiritual con la expulsión de los infieles, su ensueño de unidad ibérica con la reunión de los tres reinos peninsulares, su utopía de unidad planetaria con el descubrimiento de las Indias… No por jactancia sino con toda verdad y razón, pudo López de Gómara escribir en el frontispicio de su Historia de la Conquista de Méjico este lema de triunfo: “Hispania Victrix”, proclamando que, después de la Creación del mundo y de la Pasión y muerte de Aquel que lo crió, ningún suceso mayor habían presenciado las edades que ese del hallazgo y conquista del Mundo Nuevo. Con no menos verdad y razón pudo cantar Acuña, poniendo como una cúpula de cesárea grandeza, en el tono y en las palabras, al breve momento del imperialismo y la monarquía universal, estos memorables versos:

Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
la edad gloriosa en que promete el cielo
una grey y un pastor solo, en el suelo
por suerte a nuestros tiempos reservada.
Y a tan alto principio en tal jornada
os muestra el fin de vuestro santo celo
y anuncia al mundo, para más consuelo,
un monarca, un imperio y una espada.

Y como actores conductores o sostenes de esa fugaz pero magnífica y deslumbrante epopeya, una legión innumerable de caudillos, soldados, aventureros, doctores, místicos, poetas, humanistas, dramaturgos: una verdadera “nación de teólogos armados” y militantes, de gentes que con la espada o con la pluma, en la acción o en la contemplación y el ascetismo, defienden, custodian y ensanchan, material y espiritualmente, las fronteras de ese imperio, nunca conocido. Y en medio de ese estruendo y de ese bullir de unas generaciones todo intrepidez, osadía y virilidad, descollando sobre las murallas vivientes de los famosos Tercios, surgiendo entre los hieros afilados de las alabardas y las picas, entre el fulgor de acero de los mosquetes y las corazas, aquellas flores femeninas, aquellas rosas de pasión, blancas y moradas, emblemas de martirio y pureza, todas miel en el cáliz, que a la manera de Santa Teresa de Jesús, su más ínclito ejemplo y representación, comunicación a la santidad una gracia mujeril imperecedera, templando aquel fragor y aquel acre y violento heroísmo, con un arrullo de tórtolas celestiales.
Acerca de esta mujer extraordinaria voy a discurrir sucintamente. Si pudiera aplicarse un lenguaje puramente secular al estudio de tan insigne figura, despojándola de su indefectible significación religiosa, eso fuera lo que me propondría en primer término, porque, aun limitada a lo humano, aun sustraída a la aureola de la santidad y al honor de los altares, había de descollar como una de las más elevadas y excelsas apariciones de su sexo sobre la tierra y en cualquier siglo o nación en que la encontrásemos.
Se ha dicho, acertadamente, que todos los escritos de Santa Teresa giran alrededor de sí misma. No sólo en sus Cartas y en su Vida, mas también en las Fundaciones, en el Camino de perfección, en las Moradas, en dondequiera, no hallaremos sino historia personal suya, externa o íntima, de su acción en el mundo y en medio de sus contemporáneos, o de las vicisitudes de su espíritu sediento de Dios y levantándose a las mayores alturas del éxtasis, del vuelo seráfico, de la comunicación con lo Absoluto. Pero, con tratar siempre de sí propia y de sus cuitas, de sus penalidades, de su sequedad y tibieza, o de los favores insólitos con que el cielo acude a rendirla y anonadarla, nada menos empalagoso ni petulante que su producción, la cual, a fuerza de sinceridad y modestia, acaba por parecernos plenamente objetiva.
Modestia he dicho, y no es esa la palabra adecuada. Modestia puede suponer conocimiento de la vanidad y santo temor de incurrir en ella, mientras que lo que nos sorprende en tales libros, autobiográficos todos, lo que nos seduce y arrastra a proseguir en su lectura es algo superior a esa virtud y al vicio que se la contrapone, algo anterior a la modestia y la vanidad mismas; como que cae más allá de ellas y es tan sólo inocencia o pureza de espíritu magníficamente aliada con la discreción.
Nada ciertamente tan enfadoso en las letras profanas como el achaque de hablar de sí mismos los autores, bien en formas ostensibles y directas, bien bajo el velo de alegorías o personajes adrede introducidos para satisfacer, a un tiempo, hipócritamente, las exigencias del vicio y de la virtud. Aun entre las mayores categorías del entendimiento, esa exhibición personal y egolátrica acaba por hacerse insoportable. El tino que se requiere para tal suerte de confidencias y limpiarlas de todo resabio de afectación es cosa a muy pocos concedida; y el lector no sabe qué preferir a veces: si la franca ostentación y endiosamiento en unas memorias a la manera de Chateaubriand y los demás románticos o el esconderse con aires de reserva maligna según las mixtificaciones de los stendhalianos o las apoteosis bajo seudónimo a estilo de D’Annunzio. De esto que se llamó con razón el “narcisismo literario” ha surgido en las almas austeras, en los espíritus serios y amigos de la naturalidad, una comprensible ojeriza contra todo género de literatura personal y anecdótica, de la misma suerte que el abuso de la fotografía la está produciendo contra el retrato, ni más ni menos que como una alarma del pudor mental ante esa verdadera liviandad del talento.
Claro que no se trata aquí de aquellas memorias o libros de recuerdos en que la personalidad de quien las escribe se anula y desaparece engolfada en la realidad exterior que toma como asunto, a manera de los antiguos cronistas. No se trata de esos hombres que vivieron una vida o una época interesante y la describieron, no por amor de sí mismos, sino en obsequio de la verdad y para dejar a los venideros el trasunto de las grandes escenas y de los personajes famosos que presenciaron o conocieron, como hizo, verbigracia, el duque de Saint-Simon. Me refiero a esos otros el objeto de cuyos libros es la propia apología o el relato de sus aventuras, sus triunfos, sus pasiones y sus adversidades. Pocas se salvan del escollo de la egolatría o la simulación si no es cayendo en el del cinismo, unas veces trascendental, como en Rousseau, otras inconsciente y sin norma de virtudes o crímenes, como en Benvenuto Cellini y Casanova, o, para buscar ejemplos nacionales y contemporáneos de Teresa en un Alonso Contreras o un Miguel de Castro, flor de los aventureros y desalmados de su época.
Pero ante el caudal autobiográfico de la insigne abulense, nadie titubeó hasta ahora ni pudo sentir asomos de aquella contrariedad. Un mismo recuerdo y un mismo nombre vinieron instantáneamente, por comparación, a los labios o la pluma de quienquiera que lo comentase; y habréis adivinado, sin duda, que me refiero a San Agustín y a sus imperecederas, inefables Confesiones. ¿Cómo será que de ellas, lo mismo que de los escritos de nuestra Santa, desaparece toda sospecha de vanagloria aun con no tratarse más que de recuerdos personales? El secreto de esta inmunidad no puede ser más obvio: lo que las hace limpias y exentas de todo prurito de exhibición, de todo afán de renombre, es que tan sólo externamente y en los episodios que les sirven de punto de partida tratan de la criatura y persona del autor. En medio de su aparato subjetivo y de su continua introspección anímica son esencialmente ontológicas y objetivas, como que su asunto y su verdadero personaje se reducen a Dios, y la busca de Dios, y el hallazgo y presencia de Dios en el centro del alma.
Lo divino llena, pues, esas páginas, desde la primera a la última, y las redime de toda intención profana de deslumbrar a las gentes con el espectáculo de una existencia gloriosa, o de captar sus simpatías con el relato de patéticos infortunios o de despertar su envidia impotente con el de grandes éxitos artísticos, amorosos, mundanos. N ellas, por el contrario, el autor se deprime continuamente, no con falsas protestas de pequeñez ni con el estudiado propósito de que resalten sobre esa humildad aparente las regias mercedes que recibe de lo alto, sino con todo el fervor de un alma atribulada que tiembla de no merecerlas y que quisiera borrar de su existencia y extirpar de su carne, con fuego y cuchilla, todo rastro de los años perdidos en la incredulidad, en el pecado y en la tibieza.
Mas al comparar a Santa Teresa con San Agustín, por lo que tuvieron ambos de historiadores de sí mismos y por la peregrina hermosura de sus confidencias, no llevemos esta semejanza más allá de lo debido. Santa Teresa gustó de llamarse “pecadora” y de tratar una y otra vez de su “conversión”, como si hubiera vivido algún tiempo fuera de la ley de Dios, en paganismo y licencia, como vivió realmente el gran obispo de Hipona antes de su maravillosa consagración a la doctrina del Crucificado. Sin presumirlo, por sencillez e ingenuidad, ofreció armas al racionalismo indocto y a la literatura basta y de combate para alterar y calumniar monstruosamente, soezmente, su noble figura. A fuerza de hablar de pecados, de culpas y de desvaríos, vinieron muchos a identificar su caso con el de las grandes extraviadas que, en el primer momento del Cristianismo, pasaron del culto de la sensualidad al de la maceración y la pureza. Sus decantadas prevaricaciones, sus grandes pecados, reducíanse a vivir vida secular, pero muy santa, en el seno de una familia honorable, a no haber oído todavía la vocación del claustro y a tener la fortuna o la desdicha de agradar a las gentes y de que los mozuelos la requebraran y bendijeran.
Digámoslo sin rodeos: los famosos pecados de la Santa no son más que escrúpulos infantiles o son tan sólo pecadillos veniales que la perfección de sus últimos tiempos se complacía en abultar de una manera hiperbólica. Su pretendida época de extravíos o profanidades vitandas no duró, según ella misma confiesa, más que algunos meses y cuando aún no había cumplido los catorce años. Entonces, en esos tres o cuatro meses dice: “comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos, cabello y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener que eran hartas, por ser muy curiosa.” Apelo ahora a mis gentiles lectoras para que juzguen si es cosa tan grave y materia de tanta abominación y menosprecio de sí misma todo eso de las galas y del cuidado de manos, cabello y olores…
Acuérdome a este propósito de una verdadera maravilla poética de nuestro Verdaguer: es la historia de aquel tierno niño, a quien embelesaba tarde y noche en su masía el canto de un ruiseñor, escondido entre los árboles del arroyo. Cierto día, sin saber lo que se hace, coge una piedra, la tira y mata al pequeño cantor. La tribulación y el desconsuelo de aquella pobre criatura, su angustia, sus sollozos y su hipo de lágrimas, yo no recuerdo nada tan tierno ni dulce en poeta alguno de la tierra. La madre no sabe cómo disipar la inmensa congoja del muchacho, que se duerme al fin sobresaltado y convulso; y he aquí que a la mañana siguiente, al despuntar el alba, la una envuelta en su capucha y el otro en su tapabocas y su barretina, como dos figurillas de Nacimiento, emprenden el camino de la iglesia, donde el terrible y angelical facineroso cae a los pies del confesor, y entre llantos y sacudidas confiesa su crimen e implora la absolución sacramental. Confortado y regenerado con ella vuelve por el mismo camino a la casa de labranza, mas con una gravedad y noble melancolía en los ojos, que ya no hubieron de desampararle nunca.
Pues bien: ¿esos espantos de Santa Teresa por su vida pasada y por sus pecados y apartamiento del verdadero amino y la verdadera luz, no son del mismo género, de la misma familia, d la misma pureza, que esos otros de la pobre criaturita que “había matado un ruiseñor?” Todo lo confirma en esa existencia de mujer tan deliciosa, tan castellana, tan del siglo XVI, como que en ella se compendian los rasgos más característicos de su nación y su tiempo.
Teresa de Cepeda y Ahumada, nacida, como sabéis, en 1515, de familia hidalga y en buen acomodo, aunque no de la primera fortuna; con otras tres hermanas y nueve hermanos, se ofrece como un ejemplo de precocidad y desenvoltura infantil, de agrado, de simpatía y don de gentes, desde sus años más tiernos. Placía a todo el mundo y sentía el contento de ese agrado. A través de su “Vida”, de sus cartas y sus recuerdos, nos parece verla en el viejo caserón avilés o en el de sus parientes, donde pasaba temporadas cortas, llenando esas viviendas castellanas de su propia animación y alegría. Es ella la que dispone el estrado, la que bruñe el velón, la que registra la alacena. Es ella la que recibe con agasajo a los parientes, y por ella preguntan a la puerta los mendigos, los menesterosos, los gañanes que vuelven de la labor. Es hacendosa y contemplativa, resuelta prudente, ensoñada y trabajadora. Ya desde estos días infantiles siente dentro de sí la fusión de Marta y María, que será la fórmula de su misticismo, peculiar y sui generis. Allá en la huerta de su casa —una huerta castellana y todavía medieval, como la de Melibea, con unos arriates de flores, unos rosales, unos cipreses— juega con el hermanito predilecto a juego de ermitas y monasterios que construyen con piedrezuelas, sobre montículos y terrones, en disposición de exvoto infantil y primitivo.
Se han familiarizado con las vidas de los santos mártires explicadas en el sermón, en la doctrina, en las veladas junto al fuego. No viven ni reposan pensando en aquellos varones excelsos, en aquellas vírgenes de cabellos de oro, cuyos suplicios compadecen y admiran en estampas y retablos. Urden una escapatoria para abandonar la casa de sus padres y, con divina ignorancia de mundo y aun de la propia topografía nacional y de su comarca, proyectan huir a tierras de infieles, creyendo que a dos pasos se han de hallar en Berbería, en Damasco, o donde unos sayones malcarados y provistos de corvos y afilados alfanjes sieguen sus tiernas cabecitas. En el fondo de sus almas creyentes palpita también el espíritu de aventuras.
La madre de Teresa es en extremo aficionada a los libros de caballerías; devóralos día y noche, de claro en claro t de turbio en turbio, como poco después el famoso hidalgo manchego imaginado por Cervantes a la vista de aquella fiebre general. Cuando su labor no le permite leer por sí misma o sus ojos se han fatigado recorriendo capítulos y más capítulos del Amadís de Gaula o de las Sergas de Esplandián, encarga a su hija de proseguir la lectura en alta voz. Y tanto puede el contagio, que la niña se atreve a ensayar la composición de una novela de aventuras muy antes de presumir que Dios había de hacer en ella, aunque por vías diferentes, una escritora insigne.
¿No es verdad que toda esa parte de la biografía teresiana trasciende todavía a Edad Media y parece enlazarse con los ejemplarios y leyendas del siglo anterior harto más que con las realidades de su tiempo? También en la modalidad de los espíritus y en los textos literarios se advierte, tanto como en la arquitectura, el momento de la transición, y es posible distinguir los elementos arcaicos o góticos de los nuevos y renacentistas, formando la deliciosa amalgama de lo plateresco.
En esta criatura predestinada, como sedimento de la edad anterior y como sello de estirpe, perdura el espíritu aventurero de la caballería, casi extinguida ya como institución histórica. Caballeros andantes del pensamiento fueron, y paladines del Señor, los primeros místicos y ascetas de esta centuria; de “aventuras a lo divino” viéronse calificadas sus empresas; en las fundaciones y cuerpos que crearon se les vio adoptar insensiblemente nomenclatura y formas de milicia, a la manera de San Ignacio de Loyola, y hasta cuando ya no se escribían libros de caballerías propiamente tales, se redujo a disposición y argumento de novela de aventuras, de estas llamadas “a lo divino”, la vida de nuestro Redentor, el paladín por excelencia.
Este primer fondo o reminiscencia de la niñez, que tanto avivó sus predisposiciones imaginativas, no debía desamparar nunca del todo a Teresa de Cepeda. Breve, muy breve, como hemos visto ya, fue el periodo en que la graciosa adolescente pudo tener resabios de lo que ahora llamamos una romanesque; pero esa inquietud ideal que implicaba la caballería militante, ese desbordamiento y consagración de la vida a una obra constante, interna y externa, de perfección propia y de perfección social, que significaba lo caballeresco en su esencia, eso no le desamparó nunca y fue como secreto resorte de su prodigiosa actividad, con la fortuna inaudita de haber permanecido siempre mujer. Mujer antes que todo y por encima de todo: mujer, y mujer castellana, cuando emprende la reforma del Carmen, cuando la realiza triunfando de todas las dificultades, obstáculos y persecuciones; cuando por obediencia compone sus libros y nos relata y describe los más inefables coloquios que persona mortal haya mantenido con su Creador y el de todas las cosas; mujer escribiendo, mujer actuando, mujer realizando una de aquellas grandes transformaciones y empresas que se dirían reservadas únicamente a la capacidad varonil de un estadista.
Veámosla brevemente. La escritora… Cualquiera creería, a juzgar por su celebridad verdaderamente universal, por el número inaudito de sus lectores, por el hecho de estar sus obras traducidas a todos los idiomas del mundo, que se trata de un literato de formación sistemática, producto de academias y universidades, flor de sabiduría. Y sin embargo, Santa Teresa no fue un gran escritor femenino: fue únicamente una mujer que resultó grandioso escritor, sin proponérselo y a pesar de no tener preparación de escuelas, ni de lecturas, ni de estudios, ni de método alguno. Pudiéramos decir que lo fue a causa de esto mismo. En cuanto a lecturas profanas ya hemos visto cuáles fueron las suyas: unos cuantos libros de caballerías. Por documentos e inventarios de familia, que se han publicado no hace mucho, sabemos además que su padre tenía, como la mayor parte de los caballeros españoles de su tiempo y condición, una pequeña biblioteca, mejor diríamos, un estante de libros. Reducíanse, uno más uno menos, al Retablo de la vida de Cristo, por Juan de Padilla; a las poesías sagradas de Fernán Pérez de Guzmán; a los Oficios de Marco Tulio, seguramente n la traducción de Alonso de Cartagena; a la Consolación de filosofía, por Boecio, en su versión sobre el texto catalán de Saplana; a un Virgilio; a la Gran conquista de Ultramar, novela de aventuras del ciclo carlovingio; a los dos poemas de Juan de Mena: Las trescientas y Coronación; a un Lunario… Tal es el reducido acopio familiar de que pudo echar mano Teresa. Pero de todas esas fuentes apenas queda rastro, mejor dicho, no queda ninguno en sus escritos, y es, por lo tanto, muy dudoso que las aprovechara.
En cuanto a las otras, esto es, a las de carácter religioso, un eminente hispanista extranjero, Morel-Fatio, las puntualizó hace algunos años en un estudio irreprochable. He aquí, en resumen, las lecturas de que se hallan vestigios o referencias en los escritos de la santa. En primer lugar las Escrituras, y aun estas no conocidas directamente sino por divulgaciones y extractos, en los libros de rezo, en los sermones o en manuales como el de Evangelios y Epístolas, de Montesinos, porque la Biblia en vulgar fue mirada siempre de reojo y finalmente prohibida desde el Índice de 1551. Observemos de pasada que entre todos los episodios del Nuevo Testamento la cautivaron especialmente, y volvió sobre ellos infinidad de veces, la conversión de Magdalena, el conmovedor dualismo de Marta y maría y el encuentro con la Samaritana. Después de las Escrituras, las vidas de Santos, cuya primera y honda impresión en la niñez ya se ha manifestado; y, a continuación de los textos hagiográficos, las Confesiones de San Agustín.
El efecto que produjeron en su alma fue extraordinario: cuando llegó el instante de la conversión, en la escena del huerto, creyó que verdaderamente el Señor también le había hablado a ella. Y era peculiarmente aficionada a San Agustín, porque el convento donde Teresa estuvo de seglar era de su Orden y además —son sus palabras— porque “fue pecador”, y ella se creía también del oficio: una gran pecadora.
Alguna de las ideas matrices y casi la idea central del misticismo agustiniano aparecen repetidamente en la producción de Santa Teresa: siempre que hallaba a Dios en su espíritu, después de haberlo buscado en vano por calle y plazas, si bien la fórmula del Obispo de Hipona no se halla en las Confesiones sino en los Soliloquios.
Y después de San Agustín, San Gregorio el Magno, cuyas Morales leyó Teresa durante la terrible enfermedad que padeciera en la Encarnación de Valladolid y que, como se sabe, la obligó a salir de la santa casa. Y después de San Ambrosio, Ludolfo de Sajonia el “Cartujano”; y luego el Kempis o tratado de la Imitación de Cristo; y en seguida el Arte para servir a Dios, de Alonso de Madrid; y el Abecedario espiritual, de Francisco de Osuna, que le enseña la oración de recogimiento ya explicada por algunos de los místicos alemanes y flamencos; y la Subida del Monte de Sión, del lego minorista Bernardo de Laredo; y el Reloj de Príncipes; y el Oratorio de religiosos, de Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, de tan inmensa popularidad en sus días; y el Tratado de la Oración, de San Pedro de Alcántara; y, por último, los libros ascéticos del Padre maestro Luis de Granada, especialmente la Guía de pecadores, de cuyo hechizo y deleite no se cansaba nunca la ilustre carmelita, como que se mantiene vivo y eficaz aún en estas horas, no obstante su edad… Cuando el abate Marchena, después de una vida de apostasías y locuras revolucionarias, volvió a España con el rey José, traía en sus bolsillos un ejemplar mugriento de esa Guía, inefablemente consoladora. Era el único recuerdo español que no le había abandonado un instante en veinticinco años de peregrinación, acompañándole, inseparable y secreto, en los clubs de Marat, en la trágica huida de los Girondinos y en los calabozos del Terror, mientras esperaba la hora del cadalso.
Perdonad esta digresión y lo pesado del recuento. Y digamos que tales son las influencias, las lecturas que expresa y virtualmente han podido ser identificadas y comprobadas en la producción de Santa Teresa, tales los elementos de su formación doctrinal.
Importa añadir un breve comentario explicativo: todo eso que leyó o conoció fue sin intención ni finalidad alguna literaria. Nada más lejos de su ánimo que convertirse en una mujer sabia ni cultivar sus facultades con una preparación intelectual. Estos libros devotos eran los que leían todas las personas de su condición., mirando sólo a la vida eterna y al cuidado de su alma. Ni se tome al pie de la letra el título de Doctora con que por antonomasia se la decoró después, en méritos de su doctrina revelada, mas no aprendida en bibliotecas ni en abstrusas investigaciones. Mucho se engañaría quien por tal designación la emparejase con los prodigios femeninos que deslumbraron a sus contemporáneos: con una Beatriz Galindo, con una Oliva Sabuco, si realmente fueron de su pluma los trabajos que corren bajo tal nombre.
La santa avilesa nació dotada de un gran ingenio, pero siempre fue el suyo un ingenio lego y jamás ocultó su aversión hacia todo linaje de suficiencia extemporánea o superpuesta, como así lo declaran en las informaciones de beatificación cuantos la conocieron y trataron. La Madre María de San Francisco recalcaba esa carencia de lectura, como no fuera de libros devotos y al alcance del común de las gentes. El Padre Diego de Yepes, uno de sus confesores y su primer biógrafo, dice “que jamás tuvo curiosidad de aprender una palabra de latín como lo hacen tantas monjas que se precian de bachilleras y entendidas”. En sus cartas confirma la propia santa que nunca llegó a descifrar una línea de la Vulgata. Alguna vez trató con visible despego a tal o cual novicia que alardeaba de traer y donar al convento una Biblia latina. Y recuerdo en este momento el párrafo que dedicó en su respuesta a una carta de la priora de Sevilla: “Muy buena venía si no trajera aquel latín. Dios libre a mis hijas de presumir de latinas. Nunca más le acaezca ni lo consienta. Harto más quiero que presuman de parecer simples, que es muy de santas, que no tan retóricas…”
De aquí, precisamente, el alto valor literario de Santa Teresa, cifrado en producir los mayores efectos y expresar las cosas más profundas, delicadas o inasequibles con la menor cantidad que pueda darse de ingredientes de cultura y técnica artística. Era un caudal que se ignoraba a sí mismo y que fluía limpio, sosegado y con olvido de toda preocupación de autor. Nunca se han expresado misterios tan recónditos del corazón, ni raptos de la mente tan audaces, ni fenómenos y operaciones del alma tan maravillosos y sublimes como que implican el contacto de lo natural con lo sobrenatural y divino; nunca se ha expresado ese orden de relaciones inmateriales, diríamos, y de “acto puro”, con palabras más llanas, más sencillas, más humildes, más frescas de cuantas atesoraba entonces el lenguaje popular en los campos y en las ciudades vetustas de Castilla.
No hay pasaje de las Moradas o de la Vida y el Camino de perfección donde no debamos recordar aquel prodigio de la “palabra viva” que, en contraposición a la artificiosa y calculada, constituyó el programa estético del inolvidable Maragall. Las imágenes de la peregrina abulense, sus comparaciones y su vocabulario son los de la ricahembra castellana, hacendosa y de cabeza firme, criada en el señorío, pero entre labriegos y en medio del trajín de las labores del campo o de los quehaceres domésticos, en uno de los interiores cuyo tipo inmortalizó Cervantes al describir la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán.
Reinan en ellos la abundancia, la sencillez, la cortesía, la limpieza y aquel silencio que con frase suprema llamó “maravilloso”. En ese noble silencio, en ese ambiente, hubo de crecer la joven todo despejo y simpatía, todo agasajo y efusión zalamera. Su sistema de metáforas y locuciones movidas y vivaces está tomado por completo de la vida familiar y la vida del campo, observadas directamente, no a través de los libros y las tradiciones retóricas. Háblanos de la rueca y del lino, del horno y de la colada, de la huerta y de sus pajarillos. Un vaho salubre, como de lagar y de granero, corre por sus páginas. Las hormigas, las abejas, las cigarras, las mariposas, aparecen en sus símiles una y otra vez, formando graciosa teoría ornamental, y hay en su prosa una fragancia de santidad evocada por otra de limpieza: de blanca mantelería guardada en el arca entre manzanas y membrillos olorosos. Todo es allí fresco, viviente, casto como el agua; todo es inmediato y directo, traído de la vista a la pluma sin prejuicio alguno ni deseo de admirar, ni reminiscencia literaria que tuerza la frase o el concepto en sentido de una imitación preconcebida. La idea de escritura desaparece en absoluto, como si se tratase tan sólo de estenografías con que un fiel discípulo de Santa Teresa hubiese reproducido el vuelo de su palabra y de sus confidencias vertidas de viva voz.
¿Cómo no había de enojarse Fray Luis de León, en quien se hermanaban el humanista doctísimo y el hombre de mejor gusto que ha surgido de Castilla, contra los primeros editores de Santa Teresa empeñados en pulir y rizar, con ricillos retóricos, ese prodigio de prosa hablada? Porque, y así lo asegura el maestro, “en la forma del decir, en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos iguale.” Y añade, en otro lugar, caracterizando todavía con más agudeza y precisión esa forma a ninguna otra referible: “que hacer mudanza en las cosas que escribió un pecho en quien Dios vivía y que se presume le movía a escribirlas, fue atrevimiento grandísimo y error muy feo querer enmendar las palabras, porque si entendieran bien castellano vieran que el de la madre es la misma elegancia. Que aunque en algunas partes de lo que escribe antes que acabe la razón que comienza la mezcla con otras razones, y rompe el hilo comenzado muchas veces con cosas que ingiere, mas ingiérelas tan diestramente y hace tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosura y es como el lunar del refrán, que en vez de afear favorece infinito…” “Así que yo las he restituido a su primera pureza”— concluye Fray Luis de León.
Gracias a esa restitución no ha prevalecido el amaño con que se trató de mistificarlas y podemos saborear en toda su pureza un texto del cual la femenilidad de la autora no se ausenta nunca. Portento de escritor, de gran escritor, con la menor liga posible de literato, esto es, de lo que ahora diríamos métier o cuquería profesional, nada más lejos de Santa Teresa que las cultiparlantes de Tirso en la centuria siguiente, que las preciosas ridículas o que las bas bleus de nuestro tiempo. Su gran distintivo en las palabras y en las actitudes es la carencia de toda afectación. Escribe ignorando los secretos y astucias del arte, mejor aún, del artificio, porque arte magnífico es el de hablar escribiendo, y obra también de la misma manera que escribe. De aquí su desenvoltura, su libertad cristiana de respuestas y actitudes: ese algo que desconcierta a los timoratos y a los que no han ahondado todavía en el carácter de la Fundadora. Un sereno y como divino regocijo parece flotar sobre sus facciones y sobre sus páginas. No hay en su porte ni en su lenguaje el más leve resabio de tristeza quejumbrosa ni de esa gazmoñería, huraña o pizpireta, que es algo así como la coquetería de la religión.
La pureza, lo mismo que la nieve, es blanca: color de alegría. Nada que recuerde la solemnidad trascendental del pietismo jansenista, por ejemplo, ni otro género de bigoterie, ortodoxa o heterodoxa, de cuantas tuvieron su momento de auge. Donosamente se burla ella de los falsos arrobamientos que, a fin de cuentas, resultan ser tan sólo “abobamientos”, como dice. Disgústanle las novicias ensimismadas y tristes, y en alguna carta se queja de las que no salen del tema de sus desgracias, calificándolas de “lloraduelos”, invitándolas a no marearla en adelante con naderías y ridiculeces.
Y así como en ella la gran escritora es todo lo contrario de una literata, así su índole religiosa es todo lo contrario de la mojigatería, como que no consiste en remilgos ni en dengues, ni en posturas melindrosas ni en gorma alguna aparente y estudiada, sino en efervescencia y tumulto de la fe, indeficiente en sí misma y en las obras. Obsérvese la llaneza y desenfado con que pasa por el mundo y a todos aborda, y de todos solicita, y a casi todos rinde y avasalla: clérigos y seglares, varones y hembras, poderosos y humildes. Sabe salvar con agudeza las situaciones más difíciles; sus salidas —de las cuales se forma después una larga adherencia apócrifa— desarman a menudo la prevención o la incredulidad, y esparce en torno suyo una alegría primitiva y simple como de villancico de Nochebuena, resonancia de albogues y zampoñas pastoriles que a toda hora festejaran en su espíritu el nacimiento del Mesías y la gloria del Señor.
Pero esta mujer, tan mujer y tan castellana, y tan ajena a toda suerte de orgullo mundanal, vivió una de las existencias más agitadas y fecundas que se hayan conocido, demostrando aptitudes asombrosas en su sexo y no menos asombrosas en el otro. Nos maravilla este caso de surmenage no menos que la contemplación y la acción, cada una de por sí, se dieran en grado tan eminente y sublimado en la misma persona, fundiendo el dualismo evangélico de Marta y María.
No sé qué deleite, no ya simplemente histórico, sino estético y novelesco, produce la lectura de Las Cartas o de las FundacionesLas Cartas sobre todo. Nos es dado seguir en ellas día por día las fases y facetas de esta actividad múltiple en lo temporal y en lo eterno de la “fémina andariega y entrometida” —como el Nuncio Sega, mal informado, la llamó, rectificando después—, de esa mujer que durante veinte años corre sin descanso de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, y de convento en convento y de posada en posada y de mesón en mesón, por Castilla y Andalucía, desde Ávila a Valladolid, a Salamanca, a Toledo, a Madrid, a Sevilla, con sus etapas y estaciones intermedias, tanto como el más aventurero de sus contemporáneos, como Cervantes, como el mismo Don Quijote.
Sobre la marcha y en los altos del camino contesta y recibe su correspondencia con un verdadero don de ubicuidad y una lucidez de discurso que sorprenden. Lleva de frente la reforma de una regla que poco a poco se convierte en fundación de una orden, empujando la constitución de innumerables conventos de mujeres y casi otros tantos de hombres, atendiendo a la substancia y a los accidentes complejísimos de esta labor, dominándolo todo.
Escribe a sus hijas de religión, a sus parientes según la carne, a sus directores espirituales, a sus colaboradores y adeptos. Cartéase también con prelados, magnates, príncipes, nuncios; con el Rey en persona. No descuida a las prioras de sus casas y las entera y se entera de sus dolencias, les dicta los términos de un contrato y cómo se han de manejar para la redención de un censo y cómo se ha de conducir tal negocio, y cómo se han de hacer tales reparaciones en el edificio, y dónde se ha de abrir la ventana y dónde el pozo. Todo lo dispone, todo lo pregunta y todo lo cela andando de una parte para otra, llena de santo fervor y de resistencia increíble a pesar de sus achaques.
Y cuando ha acabado en una de esas cartas, sabrosas como el pan de trigo, sus puntos de reflexión espiritual o sus consejos a una novicia o sus instrucciones para tomar una “freila” o sus mandatos para enfrenar la liberalidad con personas extrañas, mientras las monjas pasan días enteros sin comer; después de un mariposeo semejante, sóbrale atención para dar las gracias o pedir oraciones, para ponderar los regalillos de la última remesa, para recomendar un jarabe o una untura.
Sería difícil hallar, aun en aquella época, de insignes trabajadores y “papelistas”, empezando por Felipe II, una existencia más complicada y que reuniera bajo su mano una red tal de asuntos, expedientes, pleitos, escrituras, deudas, intrigas y dificultades a que proveer inmediatamente y sin dejarlo para otro día. Sólo pensando en presidentes de Castilla como Covarrubias, en Inquisidores generales como el cardenal Quiroga, en Secretarios como Mateo Vázquez o Antonio Pérez, podríamos encontrar ejemplos de una correspondencia y despacho de asuntos exigiendo tal variedad y sucesión de resoluciones, aunque nunca lo hallaríamos de epistolario escrito con más gracioso descuido, ni más movido y cambiante de matices, saltos, brincos y revoloteos airosos, en los cuales nada omite de interés; antes bien lo puntualiza y recoge todo maravillosamente, como quien juega.
Aquí es donde resplandece y triunfa su naturaleza esencialmente femenina. Es una mujer que rige un estado, el de su orden; que levanta de raíz una porción de “casas”, que atraviesa periodos de extrema dificultad, que escribe libros, que se ve denunciada a la Inquisición, que sufre persecuciones, que gestiona negocios tan graves como la autonomía de los carmelitas descalzos hasta formar provincia aparte con ellos, que arrostra con entereza las veleidades y caprichos de la princesa de Éboli, que llega a situaciones para desalentar al hombre más esforzado.
Pues bien: apenada la vemos alguna vez pero descompuesta o enfurecida nunca, ni nunca pediendo la serenidad que, por el contrario, cuida de infundir en todas sus súbditas, apartándolas de criterios de violencia contra sus enemigos o delatores, como en el caso de Sevilla, y aún persuadiéndolas de la necesidad de conservar y atraerse a las hermanas díscolas o desleales. Y con todo eso, le queda espacio y memoria para agradecer el agua de azahar o la mermelada, para decir lo a punto que llegaron los últimos confites o el “agnus déi”, para recomendar que los corporales que pidió se hagan de cadeneta con aljófar y canutillos. Hablará a un jurista de la hipoteca y el juro, pero mandándole de paso la más hermosa trucha del Tormes con que acaban de obsequiarla, o trazará a sus hijas de Sevilla planes de conducta con que defenderse de la desaforada persecución, sin olvidarse de transcribir las últimas gracias y dichos infantiles de su sobrina Teresica, o de participarles que supieron a gloria los brinquillos y las confituras o de ponderarles el trastorno que ella, la fundadora, la mujer fuerte de los Proverbios, sufrió durante el último viaje por habérsele metido una salamanquesa, una lagartija, entre la manga y el brazo…
¡Oh gracia suprema de hacerlo y conducirlo todo de frente, con ligereza, candor y suavidad, pareciendo que nos e hace cosa alguna!
Sólo ese gobierno concertado y solícito de una vasta república religiosa, combatida por tantas rivalidades o celos intempestivos en una época de ardor teológico y de universal y arrebatada polémica; sólo esa obra estupenda de iniciativa y de régimen bastaría en lo humano a acreditarla de portentosa capacidad y a colocarla entre los grandes talentos organizadores, que dan forma y estructura a una sociedad, a una nación, a un siglo.
Pero con esta capacidad objetiva y esa formidable potencia de trabajo desconcertante en una mujer coincidía lo otro, el “portento místico”, la riqueza maravillosa de su vida interior, la más calificada y excelsa, sin duda, de cuantas descollaron entre los quinientistas españoles.
Qué cosa fue el misticismo y, sobre todo, ese misticismo castellano, no necesita el lector seguramente que se lo explique, ni me atreviera a hacerlo con palabras mías. Basta recordar las de aquel varón irremplazable, maestro de maestros, a cuya panoplia es preciso acudir incluso para buscar armas con que combatir sus doctrinas o defenderse de su arrolladora influencia. “Para llegar a la inspiración mística —dice Menéndez— no basta ser cristiano, ni devoto, ni gran teólogo, ni santo, sino que se requiere un estado psicológico especial, una efervescencia de la voluntad y del pensamiento, una contemplación ahincada y honda de las cosas divinas, y una metafísica o filosofía primera que va por camino diverso, pero no contrario, de la teología dogmática. El místico, si es ortodoxo, acepta esta teología, la da como supuesto y base de todas sus especulaciones, pero llega más adelante: aspira ‘a la posesión de Dios por unión de amor’, y procede como si Dios y el alma estuvieran solos en el mundo. Este es el misticismo como estado del alma, y su virtud es tan poderosa y fecunda que de él nace una teología mística y una ontología mística en que el espíritu, iluminado por la llama del amor, columbra perfecciones y atributos del Ser a que el seco razonamiento no llega, y una psicología mística que descubre y persigue hasta las últimas raíces del amor propio y de los afectos humanos.”
El misticismo —ha podido añadir un insigne paisano mío, don Juan Maura y Gelabert, obispo que fue de Orihuela— no es una ciencia en la rigurosa acepción de la palabra: es mucho menos y mucho más. Y, en efecto, no sigue los procedimientos privativos de la ciencia, pero logra mayores resultados; no va a Dios por las vías del discurso, pero llega a Él por el sentimiento. Porque el misticismo es al común de los creyentes lo que el genio al común de los mortales. La aridez del razonamiento agosta al hombre genial, la dialéctica lo paraliza; es todo intuición y anticipo, todo vuelo y arrebato de la mente transportada a la visión de las cosas en sí. Y aun pudiera decirse que siempre el genio tiene algo de místico, y viceversa, puesto que sus interpretaciones del mundo y de la existencia son eminentemente cordiales y muy a menudo indeliberadas, pareciendo como una revelación o manifestación de lo divino a través del alma humana por vías de misterio y subconsciencia. “Deus in nobis”, decían, aun los paganos del estado de agitación del vate, de la energía inspiratriz; de suerte que en su más alto sentido la poesía es un fenómeno de mística y operación de la divinidad en el alma humana, que así se convierte en oráculo de lo eterno y traduce con palabras temporales y a los idiomas históricos esas inefables insinuaciones de la suma Belleza y del sumo Bien.
Y, ¿cómo no pensarlo a la vista de prodigios tales como este de Santa Teresa y de todos los ascéticos y contemplativos de su tiempo, que, por unos años, hicieron de la lengua castellana, tan sonora y cuadrangular, tan asentada y maciza, algo ingrávido y transparente como una gema luminosa? ¡Qué momento aquel para un idioma terreno: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León! Es realmente el castellano un instrumento duro para la poesía en sus manifestaciones aladas y vagarosas, en fuerza de esa misma regularidad arquitectural, sin ligereza ni contracción posible, que constituye en cambio su magnificencia oratoria. Yo lo he creído así y lo creo todavía; mas por una especie de magia que no ha vuelto a repetirse, ese idioma grandilocuente, de palabras y oraciones íntegras y rotundas, en manos de aquellos artistas celestiales se hace translúcido y como inmaterial, a la manera de un éter, y llega a propagar con eficacia las ondas más sutiles del piélago de lo infinito, los arrullos más imperceptibles de aquel silencio en que “siente el alma la respiración de Dios” y todo el pasmo y deslumbramiento del espíritu por donde ha pasado Dios “sin dejar rastro visible, como la saeta que no lo deja en el aire…”
Cuando leo estas maravillas en Santa Teresa o en cualquiera de sus contemporáneos y discípulos; cuando la misma abulense nos declara el misterio de la unión estática con graciosas comparaciones de las dos velas que juntan su luz o del agua del cielo que viene a henchir el cauce de un arroyo; cuando San Juan de la Cruz vierte su embriaguez amorosa en versos de tan penetrante, de tanta profunda turbación como estos:

Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo y déjeme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Y cuando del Cántico espiritual o de la Noche oscura del carmelita paso a la Noche serena, a la oda a Salinas, a cualquiera de las estrofas y pasajes de Luis de León donde se llega a estas claridades pasmosas que parecen alegoría de los seres de la estirpe de Santa Teresa:

Alma divina, en velo
de femeniles miembros encerrada…
divina, se descubre abiertamente…
………………………………………………..
Por todo el delicado
cuerpo como por vidrio transparente
resplandor admirado,
gracia resplandeciente.

Entonces vacilo en mi convicción antedicha y pienso que en castellano se han podido expresar las cosas más etéreas y suprasensibles que haya expresado lengua alguna, hasta invadir el reino de la música que es el de la moción en sí, no ligada a términos ni a días ni a lugares ni a figura determinada. ¿Por qué se desvió después de esa dirección y cayó en las hinchazones del énfasis, en la pesadumbre de la expresión material, recortada y concreta? Culpa fue del espíritu, que huyó de las generaciones siguientes y dejó de animar la poesía y hacer de ella una transverberación. Ni el amor de la patria ni el amor sexual han encontrado después acentos de mayor intimidad, dulzura y eficacia.
No, no pudieron ser alucinados ni impostores esos seres que, efectivamente, albergaron a Dios en su alma y comunicaron a la palabra mortal el temblor o pasmo de esa presencia inenarrable. Fuera el artificio todavía más extraordinario que el portento, y más difícil de creer; ni hay tampoco superchería que, por bien urdida y combinada que sea, alcance sobre tiempos y generaciones el señorío que acompaña a Teresa de Jesús, a sus libros, a su memoria.
Pero, antes de terminar, permitid que señale una contradicción, una de tantas contradicciones del espíritu moderno, el cual sólo para la mística moderna guarda los rigores de su racionalismo o de su escepticismo, mientras pone sobre su cabeza y erige en golosinas y refinamientos de snob los místicos alejandrinos o los germanos y flamencos, o aun esas formas de misticismo gnóstico diluidas en la literatura y la filosofía contemporáneas, desde Maeterlinck a Williams James y Bergson. Oro de ley y oráculo indiscutido es cuanto escribe un Plotino o un Tauler, un Proclo o un Ruysbroeck, y todo sabe a maravilla y prodigio en las Eneadas, en los Desposorios espirituales, en el Tesoro de los humildes. Sólo cuando se llega a nuestros místicos entran en funciones la crítica y el positivismo, y hasta se atreven alguna vez con ellos el psiquiatra y el tratadista de patología mental.
Toda la vida de Santa Teresa depone de su cordura. Nunca ha habido otra más llana en la acción; no la ha habido más fecunda en las obras, que para ella fueron también, y muy principalmente “unión con Dios”; no ha habido quien aprovechara el tiempo con mayor espíritu de continuidad ni con enlace de propósitos y actos tan sostenidos, puesto que realizó cuanto anhelaba y un poco más de añadidura. Y, ¿vendríamos a parar en que todas esas sublimidades de la obra y del alma, de la acción y del pensamiento, de la vida externa y de la vida interior, no eran más que un poco de neurastenia o una forma de histerismo a gusto de mediquillos de suburbio anticlerical adulterados por libros de quiosco? Algo más grande hubo allí: talento humano portentoso y santidad o perfección extraordinaria. Un ser que alcanzó las máximas alturas del ascenso hacia Dios; una de aquellas figuras femeniles que ya en este bajo mundo dejan un sendero de claridad cuando pasan y un rastro como de violetas celestiales; una de aquellas almas, en fin, que se convierten en vivos tabernáculos de la divinidad y derraman sobre su siglo y su nación un resplandor de la luz increada, de la “llama de amor viva” en que se consumen.
Esa fue la mujer, la santa española por excelencia: aquella pecadora inconsolable, como el muchacho de nuestro poeta, por… “haber matado un ruiseñor.” La cual, corporalmente y según el retrato literario que nos legó el P. Francisco de Rivera fue, además, “de muy buena estatura y en su mocedad hermosa, y aún después de vieja parecía harto bien: el cuerpo abultado y muy blanco, el rostro redondo y lleno, de muy buen tamaño y proporción, la color blanca y encarnada, y cuando estaba en oración se le encendía y se ponía hermosísima… Los ojos negros redondos y un poco papujados (que así los llaman y no sé cómo mejor declararme), no grandes pero muy bien puestos, vivos y graciosos que en riéndose se reían todos y mostraban alegría… Los dientes muy buenos, la barba bien hecha, las orejas ni chicas ni grandes… En la cara tenía tres lunares pequeños, al lado izquierdo, que le daban mucha gracia…”

Copia del verdadero retrato de Santa Teresa de Jesús, a los 61 años, original del V. FR. Juan de la Miseria, que se custodia en el convento de religiosas carmelitas descalzas, denominado de San José del Carmen, de la ciudad de Sevilla, reproducida del grabado al agua fuerte hecho por A. A. Morgado.

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Miguel de los Santos Oliver y Tolrá, nacido en Mallorca, fue un brillante escritor y periodista. Se ejercitó fructíferamente en poesía, novelas, ensayos, biografías e historia. Entre sus obras destacan: Los españoles en la Revolución francesa (1917) y Vida y semblanza de Cervantes (1917).



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