El arte barroco español conoció del gusto y la destreza de una mujer, Luisa Ignacia Roldán Villavicencio, émula de su padre, Pedro Roldán, y en él la adscribió para compartir prestigio, mas no para repartir beneficio material. Luisa Roldán vivió artista, entregada a su vocación y estilo personal, pasando estrecheces y disgustos, solicitando aprecios de corte y esas dádivas, con el mismo origen, de las que fue merecedora; y murió pobre. La historia, que a veces es justa al ser escrita y divulgada, la sitúa en plano elevado, no sólo por ser mujer en un oficio de hombres, sino por ser excelente en la actividad a la que dedicó técnica y espíritu.
Luisa Ignacia Roldán Villavicencio
Nacida en Sevilla en 1654, su hogar era un santuario de arte escultórico, y un lugar concurrido, pues nueve son muchos hermanos. Aunque, con todos empleados en el taller familiar, de reputada consideración en la capital hispalense, la cantidad se diluye en el favor común.
Mujer de su tiempo, pese a la voluntad por obtener un nombre propio en su tarea, contrajo matrimonio en 1671 con Luis Antonio de los Arcos, a la sazón aprendiz de habilidades en casa de los Roldán. Durante el periodo finiquitado entonces, el casado casa quiere, Luisa aprendió y perfeccionó las técnicas del trabajo escultórico en madera, piedra y barro, además del empleo de la pintura para decorarlas, el del dorado y estofado de las imágenes.
Conjugadas la teoría con la práctica, Luisa escribe dos etapas en su vida: la andaluza, que incluye estancias en Cádiz, la natal Sevilla y Granada; y la de Madrid, villa y corte, a partir de 1689, espejo de famas y examen continuo aderezado de competencia y penurias; periodo no obstante de plenitud artística.
Segura de su talento, que el tiempo ayer y hoy ha certificado, la mujer apodada La Roldana sobresalió en su arte principal, la escultura, porque asombraba su inspiración tanto en la talla como en el modelado, con la madera y con el barro. Fiel también ella al dictado del Concilio de Trento al componer las obras que al público van destinadas, crea figuras que invitan al recogimiento y la oración; pero de una delicadeza acentuada, de una expresividad conmovedora, plenas de ternura y poesía: una poesía visual policromada. La cultura que ella ha hecho acopio desde su infancia la traslada, merced al encanto de su idea y de sus manos, al objeto, primoroso y de culto; de un barroco prístino, sugerente y evocador; de una plasmación naturalista con inserción dramática cuando se precisa. Luisa Roldán es por derecho una extraordinaria tallista e imaginera.
De la etapa andaluza destacamos dos obras, ambas en Cádiz: Ecce Homo, en la catedral; y La agonía de la Magdalena, en la Casa de los Expósitos, quemada en 1936.
Luisa Roldán: Ecce Homo.
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De la etapa madrileña esta: San Miguel venciendo al demonio, encargo de Carlos II para el monasterio de El Escorial.
Luisa Roldán: San Miguel venciendo al demonio.
Imagen de http://www.uned.es
El éxito de sus obras le procuró una distinción excepcional, la de ser nombrada Escultora de Cámara por el rey Carlos II, en 1692, título ratificado por su sucesor, Felipe V, en 1701.
Mucha honra pero poco peculio. Ni su fama ni el trabajo para un mecenas, el duque del Infantado, ni otro nombramiento de enjundia, muy cotizado y muy difícil de poseer, como el de académica de mérito otorgado por la Accademia di San Luca de Roma, la primera mujer española en recibirlo, sirvieron para otra cosa que para regalarle prestigio.
Luisa Roldán: Virgen de la Soledad.
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Un prestigio ganado en buena lid, compitiendo con los maestros de su tiempo, alabada por su innovación y meticulosidad primorosa en todas y cada una de sus realizaciones, de las grandes a las pequeñas; anticipo, por ende, de la estética rococó en España.