La Restauración borbónica y la Constitución de 1876
Nacido en Málaga el 8 de febrero de 1828, Antonio Cánovas del Castillo fue a lo largo de su vida un hombre dedicado a la política, la lectura, el discurso y el estudio; y un apasionado de la Historia de España. Recoge su biógrafo Charles Benoist la confesión que lo identifica: “Por la Historia he ido yo a la política.” Su profundo conocimiento de la historia le convirtió en el primero de los personajes públicos de su tiempo; y, con certeza, de muchas épocas.
Para Cánovas España es, sobre cualquier otra consideración y concepto, una creación histórica, obra de Dios a través de los hombres y a través de los tiempos. En Apuntes para la Historia de Marruecos, obra de 1857, puso de manifiesto: “¡Ay de las naciones donde se pese o se cuente el peso de la gloria, donde los Ejércitos escatimen su sangre, donde los pueblos regateen su dinero cuando se trate de grandes intereses nacionales o de grandes intereses futuros!”
Su labor en pro de la Restauración borbónica, que es el hito de su carrera como humanista y político, fue analizada y meditada a extremo, con el propósito siempre revelado de terminar las turbulencias e inestabilidades acreditadas durante el periodo del Gobierno provisional: de 1868 a 1871, con los generales Prim y Serrano como principales actores y la efímera participación de Amadeo I de Saboya como rey de España a continuación; y el advenimiento trompicado de la I República, de los años 1873 a 1874, federalista y por extensión sobrevenida cantonalista, con sus cinco presidentes sucesivos. Tales confusiones e intereses contrapuestos en la jefatura del Estado y del Gobierno encarnaron una alteración del orden social y un desconcierto generalizado concluido en primera instancia con el pronunciamiento del general Pavía en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874.
Emilio Castelar, presidente de la I República y antes Ministro de Estado en el mismo régimen, y el general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, eran partidarios de solucionar los problemas de España con orden, unidad y disciplina; lo que resultó imposible en las dos etapas citadas.
Cánovas del Castillo quería evitar a toda costa la repetición de los errores y, por ende, el abundamiento en las diferencias entre españoles y su inevitable traslación a la toma de posiciones enfrentadas. Para ello partía de una premisa tan pragmática como espiritual y realista: la continuación de la Historia de España, que los furibundos extremismos ponían en serio riesgo o más que eso.
La Restauración, cuyo principal papel le corresponde, iba a ser su máximo proyecto, la aguja y sutura contra aquellos descosidos originados por el desenfreno de la demagogia que trataba de ahogar, entre inconsciencias y traiciones, el verdadero sentir nacional; por otra parte nunca demasiado expresado.
Dos de sus grandes méritos tienen que ver con la reanudación fructífera de la Historia: la liquidación de la guerra civil que enfrentaba a los españoles por más de medio siglo, marcando todo el XIX, y la edificación de un Estado civilista que anulara los asiduos pronunciamientos militares tanto como las emergentes tendencias revolucionarias.
Cánovas del Castillo era en esencia liberal, un liberal encaminado a embridar los extremos irreconciliables de la sociopolítica española y un liberal en desacuerdo con la democracia de un sólo sentido: el voto para suprimir al contrario, al discrepante, al que propusiera un sistema diferente e incompatible con las manifestaciones revolucionarias y secesionistas. Se propuso integrar a los españoles en una convivencia nacional, productiva, estable y genéricamente beneficiosa para España y los españoles de todos los territorios aquende y allende los mares, tomando como base el diálogo constructivo.
La democracia, según la entiende la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI (una década y un lustro), era un imposible metafísico en España por aquel entonces, dadas las condiciones estructurales de la insoslayable realidad española, y la aparejada idiosincrasia de los españoles. De ahí, consideradas las lecciones de la Historia, que Cánovas abogara por un sistema, el liberalismo respetuoso con la tradición y el conservadurismo de derecha y las exigencias de la izquierda dinástica, al tiempo sostén de un régimen, la monarquía, garante de la estabilidad en todos los órdenes y la apertura política. Una visión de futuro la de Cánovas del Castillo que al entroncar con la histórica garantizaba la convivencia; como así resultó.
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Había que dotar de un marco legal a los españoles, civiles, militares, eclesiásticos y políticos, que brindara garantías a los derechos y libertades individuales; la más poderosa razón de ser del ordenamiento jurídico y el cauce de administración y convivencia. Logrado el acuerdo entre los legisladores, que era la base de partida constituyente, fue promulgada la Constitución de 1876; la más duradera hasta la fecha, siendo derogada por la surgida en los albores de la II República, año 1931.
En el abogado, académico y político Manuel Alonso Martínez recayó en 1875 la presidencia de la comisión que redactaría el texto constitucional de 1876. Alonso Martínez gozaba de merecido prestigio como jurista, contando en su haber tareas como la promulgación del Código Civil, la Ley de Imprenta, la práctica del procedimiento oral en las causas criminales y la efectiva separación de las jurisdicciones civil y penal; además de sus aportaciones científicas y materiales al desarrollo de la Medicina Legal. También se encargó de elaborar la reforma del Código Penal, un proyecto de Ley del Jurado y de matrimonio civil y laico. Presidió a su vez la Academia de Legislación y Jurisprudencia y fue miembro de la correspondiente de Ciencias Morales y Políticas.
Manuel Alonso Martínez
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El proyecto político de Cánovas, la Restauración borbónica, parte de la experiencia de la Unión Liberal, la etapa de gobierno más eficiente y sólida del reinado de Isabel II. Este proyecto se propuso adecuar la vida política sistematizada en dos corrientes, una a derecha y otra a izquierda, a un cauce de centro que incorporaría gradualmente las facciones refractarias, en mayor o menor medida de carácter moderado, a una alternancia en el poder cimentada en la lealtad al régimen monárquico y el compromiso de mutua solidaridad frente a la amenaza cierta de los extremos irreconciliables. Un sistema, al cabo, de turno pactado: los conservadores de Cánovas, tendiendo al liberalismo, y los liberales de Práxedes Mateo Sagasta, antaño socialistas y republicanos. Una política hacia la convergencia matizada de atracción y asimilación gradual y permanente.
Este camino abierto por Cánovas para, en sus palabras e ideario, continuar la Historia de España, arrojaba lastres pasado: el sacudido reinado de Isabel II (decantada ella por un sólo núcleo político), o el de Amadeo I de Saboya (patrocinado por una plataforma ideológica), para enlazar con el argumento a su juicio fiable e imprescindible: el dinástico, la legitimidad dinástica. Consideró oportuno, cual solución factible e inmediata, poner en práctica la fórmula del teórico político y filósofo contrarrevolucionario Joseph de Maistre, quien proclamaba: “Si la revolución es siempre el resultado de un proceso de descomposición, no cabe combatirla ignorando sus causas y volviendo al punto de partida, sino rectificando éste una vez conocidas aquéllas. La contrarrevolución no puede ser nunca una revolución al contrario sino lo contrario de una revolución”.
Cánovas movilizó la opinión más generalizada en España, la de los españoles ahítos de las gobernaciones radicalizadas características del sexenio (periodo de 1868 a 1874), en torno a la figura de Alfonso XII, de la Casa de Borbón, aspirante legítimo al trono al que consideró el príncipe ideal para su proyecto. Para asegurar la viabilidad y consumación de su proyecto, ideó, elaboró y patrocinó el Manifiesto de Sandhurst, firmado el 1 de diciembre de 1874 por el entonces asilado príncipe Alfonso de Borbón, donde el futuro Alfonso XII mostraba su disposición para acceder al trono de España como rey de una monarquía parlamentaria.
En definitiva, La Restauración ideada y puesta en práctica por Cánovas se modula en el equilibrio posible entre la tradición conservadora y el liberalismo progresista.
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La compenetración entre Antonio Cánovas del Castillo y Alfonso XII, ejemplo de príncipes atenidos al papel irrenunciable que la Institución debe jugar históricamente ante cada reto del tiempo, posibilita el fin de la controversia en España. En 1875 el plan integrador estaba garantizado por la prudencia y la discreción de un monarca decidido a cooperar en la travesía. Alfonso XII, aconsejado por Cánovas, adoptó el modelo mayestático de los Habsburgo en cuanto a la vocación integradora y equilibrada, y el longevo modelo británico en cuanto a la garantía de libertades parlamentarias.
Alfonso XII, cual rey y soldado, encarna y transmite una personalidad atenta, con acusado criterio, un intelecto agudo y sensible, carácter patriota, cosmopolita y decisivamente liberal.
Su prematura muerte en 1885 no alteró en lo sustancial el sistema canovista —alternancia de cinco en cinco años, aunque en la práctica, y también auspiciado por Cánovas, gobernó más el partido liberal—, que prosiguió afirmado durante el periodo de regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena. Pero el advenimiento de Alfonso XIII lo truncó y derribó, puesto que el papel poco más que simbólico, aunque con mando, otorgado al rey Alfonso XII, disgustó a su heredero y sucesor a la Corona que buscaba para él mayor protagonismo.
Alfonso XII y María de las Mercedes. Retrato nupcial en el Palacio de Riofrío, Segovia.
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El sistema ideado por Cánovas, el denominado “turnismo” entre los partidos conservador y liberal, posibilitó una sociedad favorable al ascenso de las clases bajas sin confrontaciones. Además, fue continuador de la tradición liberal española de reconocer a la persona derechos, libertades e iniciativas.
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Antonio Cánovas del Castillo fue un hombre de inteligencia viva, extraordinaria cultura, verbo convincente, argumento implacable y la visión de Estado de un genuino estadista. La admirada superioridad de su intelecto, reconocida por amigos, adversarios y enemigos, concitó un apelativo de sentido único y variada interpretación: “el monstruo”. Ansioso lector y afamado dialéctico, a sus muchas luces se arrojó la sombra de la soberbia; señalamiento que nunca fue óbice para que las personalidades de su tiempo le reconocieran al máximo y con afecto verdadero.
Cánovas se aproximaba a los diversos asuntos y naturales disputas esgrimiendo diálogo, comprensión y acuerdo si lo presidía la mutua voluntad; y nunca pasó el recibo por previas actitudes generosas.
Durante la fundamentación del sistema ideado por Cánovas, la Restauración, también se asientan las bases para que las letras españolas alcancen una segunda edad de oro, “segundo siglo de oro” o “siglo de plata”, compuesta por cuatro magníficas generaciones literarias: la propia de la Restauración, la del 98, la del 14 y la del 27. Gracias, en buena medida, a la vocación literaria y científica del que era académico e historiador, empeñado en abrir camino de unión a la política con la cultura y viceversa.
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La obra de Cánovas es grande y sólida, como perennes y enconados sus enemigos, que, por ende, lo son de España.
El estadista ha cumplido con la palabra dada. En España impera una reconfortante sensación de tranquilidad en un presente próspero y una nación modernizada. No obstante, una amenaza destaca por encima de las otras: el temor cierto a perder las colonias, los últimos eslabones, que son orgullos, del vasto imperio.
En la cima de su carrera otea el destino, que conduce al inefable ocaso. Una etapa final con las sacudidas de Cuba y Filipinas, con las reiteradas acusaciones de soberbia, con la fuerza desatada de unos enemigos que medran ante la debilidad y peso de las responsabilidades contraídas. Algunos, dentro y fuera, ven el momento de incrementar el acecho y restar méritos a la figura en declive. También los aliados aprovechan el hueco para situar ambiciones. Sólo hay que empujar, pues la espera puede prolongarse. Y para eso es preciso una actuación decidida y rápida.
El asesinato anarquista, un magnicidio en toda regla, puso fin a la vida de Cánovas en 1897; y aún más: al proyecto regenerador y a muchas fundadas esperanzas en el futuro. Intereses ajenos a la patria, venidos del exterior, de ultramar y vecinos de frontera, instrumento de poderes internacionales, arrasaron al hombre y al cabo su obra; tan molesta para esos a los que sobran las palabras y faltan los gestos de servicio y convivencia.
Con la violenta pérdida de Cánovas, el pueblo español mayoritariamente queda consternado. Las muestras de duelo se suceden, así como las manifestaciones de admiración y respeto, loas, elogios, lamentos y panegíricos, que sintetiza un periódico con el siguiente texto: “Creemos que ni de Napoleón I se escribió tanto y tan encomiástico como se ha dicho y se ha escrito del señor Cánovas del Castillo”.
El escritor y político Fernando Soldevilla, en su obra El año político resume en una frase las condolencias presentes y las anteriores inquinas: “Todos los periódicos de todos los matices dedicaron a su memoria sendos artículos, tanto más encomiásticos cuanto más duramente le habían combatido. Periódicos hubo que pocos días antes habían dicho que Cánovas era la ruina de España y de la Monarquía, y en el artículo necrológico le pintaban como el único hombre de España y de los más admirables de Europa”.
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Antonio Cánovas del Castillo, Presidente del Consejo, vuelca su talento para recomponer la maltrecha España. Esfuerzo que le es pronto reconocido por las mentes más lúcidas de la época y los políticos de mayor prestigio.
Dice Emilio Castelar: “Me encuentro en una situación verdaderamente extraordinaria, nacida, señores, de invencibles afectos de mi corazón. Me hallo frente a un Presidente del Consejo de Ministros contra el cual siento una enemistad política irreconciliable, y al que profeso una admiración literaria y científica inextinguible”.
Le escribe Emilio Castelar en 1882: “Somos testimonio vivo de cómo pueden sobreponerse los corazones a todos los disentimientos, y amarse con mutuo fraternal cariño los destinados quizá por la providencia en sus designios a representar tendencias diversas dentro del mismo amor a la patria y bajo los mismos sentimientos de alta moralidad política y completo desinterés personal. Nuestra oposición política en nada mengua nuestro mutuo afecto. Y tú sabes que cada día crece la constante admiración y fervoroso cariño que por ti ha tenido en todo tiempo, desde su primera juventud, tu afectísimo…”
Le escribe el general Manuel Pavía en 1880: “¿Es usted para mí únicamente el Presidente del Gobierno? Ya sabe usted que no. Por algo dedico el día, la tarde, la noche a excederme en mi deber en este cargo; por aumentar el cariño de don Antonio Cánovas del Castillo, para secundarle y para responderle instantánea y enérgicamente de los casos extraordinarios que sobrevengan”.
Mariano Roca de Togores y Carrasco, marqués de Molins, escribe a Cánovas en noviembre de 1877: ¡Feliz usted, amigo mío, que en medio de muchos e inmerecidos sinsabores del poder, tiene hoy y goza e consuelo de ver un Rey respetado, querido, simpático a su país y a la Europa, convencido de dos grandes verdades, a saber: que el decoro del hogar aumenta la solidez del trono; y que la estabilidad de los funcionarios fortifica el bienestar de los pueblos y la calma de los partidos, y el crédito de las instituciones!
El estudio biográfico que le dedica Ramón de Campoamor, cuya simpatía por Cánovas no era extraordinaria precisamente, ni a la recíproca, merece capítulo aparte.
"Antonio Cánovas del Castillo, en breve semblanza, es un hombre de Estado, orador, filósofo, poeta, literato. Por la intención y extensión de sus facultades intelectuales se le conoce entre las gentes imparciales por “un monstruo de talento”. Pero sus enemiguillos y sus amiguillos, unos por malevolencia y otros por familiaridad, todos truncamos la frase llamándole sólo: ¡El monstruo!
Como estadista, digan lo que quieran sus émulos, todos esos favoritos de la fortuna, antiguos y modernos, cuyos nombres se suelen evocar para querer eclipsarle, comparados con él me parecen unos segundones que sólo han heredado algunas de las grandes cualidades de su ilustre primogénito.
Orador: Su cualidad de orador es lo que le ha dado una reputación universal. Y aquí es ocasión de decir que no es su incomparable elocuencia lo que muchos pensadores admiran más en él, porque ya se sabe que el punto más alto para mirar las cosas es la posteridad, y que no son los mejores oradores los más dignos de ser aplaudidos, porque se puede ser un gran orador sin tener un gran talento.
Filósofo: Como todos los hombres idealistas condenados a ser prácticos, en vez de explicar lo sensible por lo inteligible, tiene que sacar lo inteligible de lo sensible a imitación del Ángel de las Escuelas, y de este modo construye una teoría sobre cada hecho.
Poeta: Con permiso de ciertos criticadores que no saben que se pueden sacar de las rimas del señor Cánovas más versos de poeta que de todas las sobras de muchos ingenios que ellos juzgan de primer orden, diré que el señor Cánovas del Castillo para lo que principalmente ha nacido es para ser un hijo predilecto de las Musas.
Literato: Historiador clarividente, sabe bien todo lo que sabe, y adivina además por inspiración casi todo lo que ignora."
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El reconstructor Cánovas del Castillo fue, dentro de lo que permite la idiosincrasia española, un hombre respetado y poco discutido. Su inteligencia, su cultura, su autoridad, se impusieron a la envidia, el odio ideológico y la mediocridad. Del extranjero afloraron ilustres elogios que le compararon al líder del partido Liberal británico William Gladstone, al canciller fundador del Estado alemán Otto von Bismarck o al papa León XIII: “Aquel hombre, animador principal de la Restauración, árbitro de los destinos de España durante veinte años, orgulloso gobernante ante quien todos doblaron la rodilla, orador formidable que había alcanzado por justificados méritos el respeto de admiradores y adversarios”.
Sirvan las tres afirmaciones a continuación para sintetizar su pensamiento y su obra:
“La libertad sin autoridad fuerte e incólume no es libertad al cabo de poco tiempo, sino anarquía.”
“Con la Patria se está, con razón y sin ella.”
“La mala fe política es acaso más delictuosa que aquella que castigan los códigos en los negocios privados.”
Antonio Cánovas del Castillo. Obra de Ricardo de Madrazo y Garreta.
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Artículo basado en los estudios sobre la figura humana y política de Antonio Cánovas del Castillo realizados por Eduardo Comín Colomer, José Antonio Vaca de Osma, Carlos Seco Serrano y Agustín de Figueroa, marqués de Santo Floro.