Ir al contenido principal

El primer Mapamundi del que se tiene noticia. Juan de la Cosa

La elaboración del Mapamundi

Año 1500 entre América y España



Ensayo biográfico del célebre navegante y consumado cosmógrafo Juan de la Cosa
por Antonio Vascáno
(seudónimo de Antonio Cánovas del Castillo)
Publicado en Madrid el año 1892

Universalmente está aceptado que el sabio cosmógrafo Juan de la Cosa nació en Santa María del Puerto, hoy villa y puerto de Santoña, provincia de Santander, hacia el año 1460. Consta que era vecino de Santoña en 1496; y aun es indicio no despreciable que sus coetáneos Herrera, en sus Décadas de Indias, lo tuviera por vizcaíno, cuando en aquella época se confundía con frecuencia a los oriundos de provincias vecinas, y se designaba con el nombre de vizcaínos a todos los procedentes de la costa de Cantabria de donde salían las expediciones más importantes, y a donde los mismos Reyes acudían siempre que había menester de grandes servicios navales.
    Que el linaje De la Cosa no era plebeyo lo demuestra don Miguel Ortiz Otáñez en su Santoña laureada (1677), citándolo como uno de los de más esclarecida alcurnia. Además, durante el siglo XV se encuentra el nombre de Juan de la Cosa repetido indefinido número de veces, figurando como padrino unas veces de bautizos y otras de matrimonios; y en documentos correspondientes a los siglos XVI y XVII, idéntico apellido figura con frecuencia en los libros parroquiales; siendo aún más de notar, por ser demostración del arraigo y la valía de la misma familia en la villa de Santoña la detenida mención que de ella hizo Lope García de Salazar, cronista de la época, al señalarla como una de las más famosas que intervinieron en la lucha de bandos que tanta desolación y tantos desastres produjeron en la comarca santanderina durante el transcurso de los siglos XIV y XV; y la no menos importante alusión que un presbítero, natural y vecino de aquella antigua villa, hace en 1677, en su Breve relación de los lauros, hechos gloriosos e hijos afamados de Santoña o Santonía, al citar a Juan de la Cosa como piloto afamado que acompañó a Colón e hizo el primer plano que se conoce de la costa cantábrica: “consiguiendo trazar el plano de esta difícil costa, prestando así servicio eminente a los navegantes y consiguiendo tal vez salvar la vida de alguno de sus hermanos y evitar pérdidas inmensas al comercio”.
    Por último, no faltando autor del siglo XVII que terminantemente afirme ser Juan de la Cosa natural de Santoña, y no existiendo ni remotamente ninguna prueba en contrario, creemos que debe admitirse lo que, siendo afirmado por tantos, aún no ha sido desmentido por ninguno.
Diversos documentos atestiguan que Juan de la Cosa era de familia de marinos y que había dedicado la mayor parte de su juventud a la navegación, realizando largas travesías y recorriendo más de una vez la costa occidental de África, teatro entonces de las aventuras descubridoras de españoles y portugueses. La Carta que trazó de aquella porción del mundo, comparada con las de los portugueses del mismo tiempo, comprueba, en opinión de autorizados escritores, que había formado parte de alguna de las atrevidas expediciones que los españoles llevaron a cabo al finalizar el siglo XIV.
    Capitán y propietario Juan de la Cosa de la carabela Santa María, nao construida expresamente en Cantabria para la carrera de Flandes, la más difícil de entonces y en la que se formaban los grandes mareantes castellanos según el mismo Colón, y nao, por consiguiente, de superiores condiciones marineras contra lo que vulgarmente se ha creído (gracias a la manía de los que pretenden engrandecer la hazaña del descubrimiento rebajando las carabelas a la categoría de barcos sin cubierta y la marinería que las tripulaba a la de chusma de presidio), cuando hallándose en aguas del Condado de Niebla al organizarse en 1492 la armada expedicionaria de Colón , fue solicitado y escogido por éste para hacer de la mencionada carabela la nave capitana, darle a él alojamiento como Jefe y arbolar la insignia de mando.
    Juan de la Cosa, al que no arredró jamás ninguna especie de peligros, aceptó y suscribió el contrato de fletamento que se le ofrecía, y en concepto de maestre de la nao se apresto a figurar en la temeraria empresa. Tanto él como la tripulación de cántabros, viejos lobos de mar que llevaba a sus, órdenes, iban voluntariamente y en virtud de un estipendio alzado que de antemano se contrató; no como los hermanos Pinzón, que asociados con el caudillo que había en Santa Fe  capitulado el viaje, marchaban para repartir riesgos y ganancias contribuyendo a los gastos del armamento.
    Durante el primer viaje, cuyas vicisitudes no hemos de referir por demasiado sabidas, echóse ya de ver que la sabiduría De la Cosa  no era acepta ni grata al gran Colón, el cual, entre sus defectos, tenía el de no poder consentir que nadie brillase junto a su persona. Y tal demuestra la declaración prestada por el marinero Bernardo de Ibarra, que “vio e oyó al dicho almirante como se quejaba de Juan de la Cosa, diciendo que porque lo había traído consigo a estas partes por la primera vez i por hombre hábil, él le había enseñado el arte de navegar andaba diciendo que sabía más que él”.
    Con razón dice el señor Fernández Duro [Cesáreo Fernández Duro] que no pudo hacer Colón un elogio superior de su maestre, porque aun dado que el arte de navegar estuviera al nivel del oficio de aguador, “que al primer viaje se aprende”, reconocía que era hombre hábil y discípulo sobresaliente, olvidando que cuando lo llevó era ya capitán de nao que navegaba, y que puso vida y fortuna a disposición de un jefe desconocido y entre la inmensa mayoría de las gentes nada bien conceptuado.
    Y no paró aquí la inquina, puesto que, una vez descubierta la isla de San Salvador, y algún tiempo ates del regreso a la madre patria, la nave capitana Santa María, propiedad de Juan de la Cosa, se perdió por funesto accidente en los desconocidos bajíos de la isla Española, ocasión que Colón acogió con júbilo para tildar de traidor, cobarde y desobediente de sus órdenes a nuestro héroe. La injusticia de tan tremendos cargos es sencilla de demostrar. El mismo Navarrete, que admite las afirmaciones del Diario del Almirante, trasmitido por el padre Las Casas, refiere que “en el momento de varar la nao estaba la mar perfectamente en calma COMO UNA ESCUDILLA, y que el buque tocó tan suavemente que nadie más en el timonel se apercibió del contratiempo”. Ahora bien, ¿puede ni debe admitirse que marino tan experimentado como Juan de la Cosa, que un hombre que no esquivó en expediciones posteriores encuentros terribles con los indios de Cartagena y no apeló a la ligereza de pies que libró a su compañero y jefe Ojeda, huyese de la nao donde no existía el más remoto peligro, abandonando por cobardía su capital, su única fortuna representada por la célebre Santa María? Además, si el hecho hubiera sido cierto, ¿cómo no se le hicieron a De la Cosa los graves cargos dirigidos a Pinzón y a otros desobedientes a las órdenes del Almirante? Una simple nota en papel, que no había de llegar a ver el acusado, no ofrece serio fundamento para otra cosa más que para admitir la poca o ninguna benevolencia que en el ánimo de Colón existía hacia el habilísimo piloto.
    Pero lo que constituye prueba irrecusable, revestida de todo género de requisitos legales y acredita que no hubo en la pérdida de la nave cobardía, descuido ni ignorancia culpable, ni mucho menos traición, como Colón aseguraba, es el párrafo de una de las cartas de los Reyes Católicos en el que se dice a Juan de la Cosa: “Fuiste por maestre de una nao nuestra a los mares del Océano, donde en aquel viaje fueron descubiertas las tierras e islas de las Indias, e vos perdistes la dicha nao E POR VOS LO REMUNERAR E SATISFACER…”
    ¿Qué se infiere y deduce de aquí, sino que es por aquel infausto suceso merecía De la Cosa indemnización o recompensa y no castigo ni injustificada censura?
De regreso en España juntamente con Colón, el 15 de marzo de 1493, Juan de la Cosa se dedicó desde luego a preparar otra expedición. Alentados los Reyes por el inesperado éxito de la primera, y animada la gente con el espectáculo de las diversas y extrañas muestras que Colón exhibía de los productos de aquellas lejanas tierras, que movían aún más que la curiosidad a la codicia, todo eran facilidades y entusiasmo.
    Hubo, sin embargo, necesidad de retrasar la marcha por las dificultades que entonces ocurrieron con la Corte de Portugal y que cortó Alejandro VI con su famosa Bula. Y el miércoles 25 de septiembre de 1493 se hizo a la vela en la bahía de Cádiz la segunda escuadrilla que surcaba el Atlántico, compuesta de tres naos de gavia y catorce carabelas tripuladas por unos mil y quinientos hombres, yendo Juan de la Cosa a bordo de la carabela Niña (por otro nombre Santa Clara) con el título de Maestro de hacer cartas.
    Del empeño que el Almirante puso en que Juan de la Cosa formase parte de esta expedición, y de la facilidad con que De la Cosa accedió a la propuesta a pesar de los antiguos rozamientos, deducen algunos ser cierta la dudosa versión de que ambos grandes navegantes, en medio de  sus aparentes diferencias, se profesaban mutuamente extraordinaria admiración y sincero afecto.
    En este viaje fueron reconocidas la Dominica, las islas de Monserrate, Santa María la Rotonda, Santa María la Antigua y Santa Úrsula, hasta que los expedicionarios arribaron a  la Española, donde experimentaron el terrible dolor de hallar destruida la colonia allí dejada y rastros evidentes de haber perecido la guarnición castellana a manos de los indios.
    La equivocación que padeció el Almirante quedando persuadido de que la isla de Cuba era tierra firme, la padeció del mismo modo Juan de la Cosa, que, en la declaración que se firmó por todas las personas competentes el 12 de junio de 1494 a bordo de la carabela Niña, manifestó bajo su firma que: “Nunca oyó ni vido isla que pudiese tener trescientas treinta y cinco leguas en una costa de Poniente a Levante, y aún no acababa de andar; y que veía agora que la tierra firme tornaba al Sur Suduest y al Suduest y Oest, y que ciertamente no tenía dubda alguna que fuese tierra-firme, antes lo afirmaba y defendería que es la tierra firme y no isla; y que antes de muchas leguas, navegando por la dicha costa se fallaría tierra donde trata gente política de saber y que sabe el mundo… etc.”.
    A pesar de esta conformidad en un punto tan importante, la campaña de Jamaica e islas inmediatas aumentó la tirantez de relaciones existentes entre De la Cosa y el Almirante, y separándose, cuanto las circunstancias se lo permitían, ambos tornaron a la Península el 11 de julio de 1496, dedicándose desde luego nuestro héroe a sus ordinarias travesías por el litoral de Guipúzcoa y Señorío de Vizcaya, según unos, y según otros a la especulación mercantil que, para resarcirle de la nao Santa María que perdió en el primer viaje, le fue concedida por los Reyes en 1494.
Concedida autorización en 1499 al capitán Alonso de Ojeda, para que fuera al Nuevo Mundo a descubrir tierras nuevas por su cuenta y riesgo, cuidó muy bien de concertarse ante todo con Juan de la Cosa, vecino a la sazón del Puerto de Santa María (en el que se hacían los aprestos) y “gran marinero” -como dice Nicolás Pérez, maestre del navío del Rey (1513)- “en el concepto común, y en el suyo no inferior al Almirante, de quien había sido compañero y discípulo en la expedición de Cuba y Jamaica”.
    Componíase la Armada de cuatro navíos mandados por el mismo Ojeda, y cuyo piloto principal o mayor era Juan de la Cosa. Zarparon del Puerto de Santa María y al cabo de veintisiete días de navegación, y después de pasar a la vista de la tierra de Parias en la que no desembarcaron, visitaron la Margarita, y tuvieron varios encuentros con los caribes, a los que causaron gran número de muertos.
    Herrera, en su  Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra-firme de el Mar Océano, sostiene que en este viaje fue cuando se descubrió el verdadero continente, por cuanto, al defender qué mejor derecho hubiera podido asistir a Juan de la Cosa ara atribuirse la gloria del descubrimiento de la Tierra-firme, que el que concurría en Américo Vespucio, que iba también de piloto de la expedición y era únicamente perito en cosmografía, dice que “y cuando en este viaje se hubiera descubierto a Alonso de Hojeda, natural de Cuenca, como Capitán, y a Juan de la Cosa como piloto, se debe la gloria”.
    De lo que no cabe duda es de que la expedición tercera en que Juan de la Cosa tomaba parte, fue de gran provecho, y que no sólo nuestro héroe prestó importantes servicios al recorrer muchas leguas de la Costa Firme, sino que los prestó igualmente interviniendo con suma prudencia y tacto en las cuestiones que surgieron entre Ojeda y Roldán, el alcalde de la isla Española.
    Llegaron a esta última el 5 de septiembre, y por si Ojeda cortaba o no Brasil y trataba de atraerse a los españoles descontentos, surgieron mil rivalidades, se produjeron hasta lances de armas en que hubo algunos muertos, y Dios sólo sabe dónde hubieran llegado las cosas si, como dice Herrera, “las dotes de prudencia de Juan de la Cosa no lograran lo que Ojeda no pudo con artificio en las negociaciones con el disidente Roldán, quien cedió por las persuasiones De la Cosa a todas las proposiciones que antes se le hicieron en vano”.
    Coronada por la devolución de una barca de Ojeda de que Roldán se había apoderado la obra mediadora de Juan de la Cosa, tanto él como Ojeda abandonaron la isla Española y regresaron a la Península en febrero de 1500, fecha memorable para la Geografía, toda vez que fue en la que Juan de la Cosa dio por terminada la famosísima Carta de marear que lleva su nombre y le ha hecho inmortal.
Pintoresca resulta la descripción que Herrera, en su primera Década (Libro 4.º, Capítulo 11) hace de los preparativos del cuarto viaje de Juan de la Cosa.
“Como cada día crecía la Nueva de que la Tierra-firme, por Cascaveles y cosillas de poco valor, se traían Perlas i Oro, i entonces estaba Castilla obre de dinero, hacíase mucho caso de ello: crescía el deseo de enriquecerse los hombres, y perdíase el miedo de navegar Mares tan profundos y jamás navegados maiormente los vecinos de Triana que por la maior parte eran todos Marineros. Un Rodrigo de Bastidas, Hombre honrado i bien entendido, i que debía de tener Hacienda, vecino de Triana, determinóse de armar dos navíos para ir a descubrir i rescatar Oro i Perlas. Concertóse con algunos i en especial con Juan de la Cosa, que era el mejor Piloto que había por aquellos Mares, que era hechura del Almirante.”
    Alcanzaron, con efecto, y según refiere Leguina, la correspondiente licencia, y terminados sus aprestos partió la expedición de Sevilla con rumbo a Tierra-firme a principios del año 1501.
    Recorrieron muchos puertos para rescatar o trocar las chucherías que llevaban por metales y objetos de gran valor, entraron en el golfo de Venezuela, siguieron “la Costa del Poniente abaxo, y llegaron al Puerto que llamaron de el Retrete, adonde estaba la Ciudad i Puerto de Nombre de Dios; y todo lo que de nuevo se descubrió pasó de cien leguas, i dio el nombre a Cartagena i a todas las islas que por allí hai”.
    En el golfo de Jaragua perdieron los navíos, suceso que les obligó a ir por tierra a Santo Domingo, y allí Francisco de Bobadilla, so pretexto de que habían cambiado oro con los indios los prendió, disponiendo su inmediato embarque para España.
    En los Apuntes y papeles de la Casa de Contratación que se conservan en el Archivo de Indias, se da a entender el grave riesgo que debió correr Juan de la Cosa en el viaje de retorno, pues un desencadenado temporal ocasionó el naufragio de la flota en la que “iba Rodrigo de bastidas, i se escapó en un Navío de los seis u ocho que se salvaron, entre los quales fue uno, llamado el Aguja, el peor, que era el que llevaba el Hacienda del Almirante, quatro mil pesos, que fue el primero que llegó a Castilla, que pareció divina permisión… Finalmente, fue a la Corte y pagó a los Reies el Quinto del Oro y Perlas que traxo; y se alegraban mucho todos los que oían que se traían de la Tierra Firme.

Creció poderosamente la fama de Juan de la Cosa y desde los Reyes hasta los armadores y concesionarios de descubiertas y los oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla solicitaban su cooperación, estimándole no ya como el mejor sino como el único buen piloto de los mares recién descubierto. Pero la multitud de proposiciones que se le hicieron no dieron al pronto ningún resultado, por la llegada a la Corte de un correo, en 13 de julio de 1503, con la noticia de que cuatro navíos de Portugal habían ido a la tierra que descubrió Bastidas, de donde trajeron esclavos, indios y distintas producciones; y comisionado por los Reyes de España, en el mes de agosto siguiente pasó De la Cosa a Lisboa con objeto de investigar por sí propio la certeza de cuanto se decía. Y con tal celo desempeñó su cometido que los portugueses, mal avenidos con tales inquisitorias, le detuvieron preso; volviendo a Segovia (donde entonces estaba la Corte) en el mes de septiembre. &.750 maravedises recibió en pago de su viaje.  Informó a la Reina Doña Isabel que efectivamente había sido cierto el viaje de los portugueses, quienes lo habían repetido en el mismo año, presentándola de paso, como resultado de sus trabajos, dos cartas hidrográficas de las Indias, mejoradas sin duda las figuras del Mapa Mundi de 1500, con observaciones propias y con datos reunidos en aquellos tres años tan fecundos para la Geografía.
    Consideróse entonces preciso, ya en el año 1504, contener las exploraciones portuguesas, y a este propósito, en 14 de febrero, se tomó con Juan de la Cosa asiento y capitulación para ir a descubrir las tierras e islas de las Perlas, golfo de Urabá y otras partes, que no fueron de las visitadas por Colón ni de las del Rey de Portugal, con cuyas condiciones (decía el documento original) “facemos nuestro capitán de los dichos navíos e gentes que en ellos fuesen a vos el dicho Juan de la Cosa”. Los Reyes demostraron también el alto aprecio que hacían de los talentos y buenos servicios de Juan de la Cosa, concediéndole la renta anual vitalicia de 5.000 maravedises.
    Así proyectado, “con otros sus consortes” (dice Oviedo en su Historia de las Indias) “passaron con quatro navíos a la costa de la Tierra-Firme, Juan de la Cosa, como Capitán General e Jolian de Ledesma, vecino de Sevilla, como capitán de uno de estos navíos”. Esta expedición zarpó de España, y después de arribar a la Gran Canaria y renovar en ella sus pertrechos de agua y leña, prosiguió su viaje, dejando las islas de Guadalupe y San Juan a sotavento de la parte del Norte y alcanzando tierra en la isla de Margarita. Allí se detuvieron un día, y al siguiente llegaron al Golfo de Cumaná, reconociendo algunas islas y deteniéndose en los puertos de Cartagena, donde se hallaba el Capitán Cristóbal García, o Guerra, como con más frecuencia le llama Oviedo.
    Narra el Sr. Leguina que ocurrieron entonces varios lances y conciertos entre la gente que componía una y otra expedición, hasta que Juan de la Cosa y su armada tocaron en la Isla  Fuerte, y después de ganarla por las armas, realizaron una incursión en el río grande del Darien, recogiendo algunos indios y piezas de oro labrado. En esto llegó a las naves “un batel de una de las otras que se dixeron de susso de Chrispstobal García, que habían quedado en el Puerto de Cartagena, a quien essotras ovieron dado el Brasil y los esclavos que allí saltearon, para que lo llevasen todo a Castilla. E hízoles saber cómo después que Johan de la Cosa partió de Cartagena la nao capitana de Chrispstobal Guerra se avía perdido e ahogados muchos en ella, porque avían dado en una laja cerca de allí; e que estos avían corrido en busca de Johan de la Cosa con otra nao, cuyo era aquel batel; e que la nao hacía tanta agua que no pudiéndola sostener, en entrando en aquel golpho de Urabá; avía sabordado e envestido con ella en tierra, e que quedaba encallada dentro de aquel golpho; e que el capitán que en ella venía que era uno de Triana, llamado Monroy, con la otra gente que con él estaba, les rogaban que los fuesse a socorrer e recogerlos, y para aqueste efecto avía aquel batel rodeado quassi todo el golpho de Urabá, buscando a estotros”.
    No vaciló Juan de la Cosa (prosigue el Sr, Leguina) en acudir a prestarles eficaz auxilio.
 A pesar de las malas condiciones marineras de sus propios buques, pues aunque sólo hubieron de verificar una breve travesía para alcanzar a los expedicionarios que, mandados por Monroy esperaban auxilio, hicieron tanta agua las naves que fue preciso encallarlas y sólo consiguieron poner a salvo cuantas armas, bastimentos, jarcias y velas contenían, quedando guarecidos bajo toldos más de 200 hombres allí reunidos, de los cuales, como con elocuente sencillez dice Oviedo, “los menos tornaron a su patria”.
    En aquel lugar permanecieron muchos meses, y disminuida por mitad la gente, los restantes, aunque desalentados y sin fuerzas, se embarcaron en dos bergantines y un esquife y partieron de aquel golfo, al mando siempre de Juan de la Cosa, que había podido soportar mejor que los otros tan duras penalidades. Bajaron a tierra en Zamba, y se hallaban tan escasos de recursos que, cegados por el hambre horrible, no vacilaron algunos en matar a un indio “e asaron el asadura e le pusieron a cocer mucha parte del indio en una grande olla para llevar que comer en el batel donde yban los que esto hicieron”.
    Llegó la noticia de tan cruento e increíble hecho a Juan de la Cosa, despertándose en él los sentimientos de bondad y energía que en tantas ocasiones demostrara, y así es que, aun cuando las circunstancias difíciles amenguan siempre el prestigio de la autoridad, y aquellos hombres exasperados por los padecimientos sólo abrigaban en sus pechos malas pasiones, no vaciló en reprenderlos severamente arrojando a tierra la olla en que cocían humanos despojos. Decidieron en seguida abandonar aquel lugar tan desprovisto de atractivos, sobre todo para aventureros codiciosos de riquezas, y después de varias infructuosas tentativas arribaron a una tierra que ellos de todo punto desconocían.
    Juan de la Cosa y Ledesma, al frente de unos 30 hombres de los más decididos entre los 50 a que había quedado reducida la gente, visitaron algunos pueblos donde hallaron provisiones suficientes y adquirieron la noticia de que aquella costa, con tanta fatiga alcanzada, era de la isla de Jamaica.
    Apenas lo supo Juan de la Cosa despachó el bergantín, único buque que le quedaba, con rumbo a la isla Española a fin de que condujese a varios de sus compañeros, y entre ellos los enfermos, permaneciendo él en espera de su regreso para trasladarse con el resto de su gente a la misma isla, soñado puerto de descanso de sus continuadas e indecibles penalidades.
    Conflicto grave había de surgir en breve para los que a su lado continuaban, algo aliviados ya con la esperanza de hallar pronto término a sus afanes.
    Alentados los indios al ver su escaso número y reducido armamento concertaron dar a todos muerte, y con tan dañado propósito se ofrecieron a guiarlos en su camino, llevando las cargas, al mismo tiempo que los animaba n con ofrecimiento de proporcionarles abundantes vituallas.
    Aceptaron los incautos españoles, para los que la traición fue cosa siempre difícil de pensar, mas bien pronto se apercibieron de que eran víctimas de una infame celada.  El extraordinario número de indios que de todas partes acudía con la risueña esperanza de hallar botín fácil y seguro, la osadía de sus gritos de guerra, suceso extraño en ellos, de ordinario tímidos e irresolutos, las condiciones intrincadas de los lugares que les obligaban a recorrer, a propósito para emboscadas, fueron todos indicios suficientes que borraron la duda en el ánimo de los españoles, convencidos de la suerte que les tenían preparada. Ya prevista su intención, discutieron acerca de las medidas que convendría prevenir para evitar el riesgo próximo; hubo pareceres varios, y consultado el capitán Ledesma por Juan de la Cosa expuso su opinión en estos términos: “Señor: lo que conviene hacerse, si queréis que nos salvemos, es prender estos quatro caciques y atarlos, y dessotros gandules matemos los que pudiésemos, porque de otra manera somos perdidos; y quan más se tardase de hacer en más peligro nos veremos, porque esta gente es mucha y cada hora se aumentan e viene más”.
    Aceptado el dictamen fue inmediatamente puesto en práctica, verificando la brusca prisión de los caciques, que produjo profundo pánico entre los indios y su completa dispersión.  Así conjurado el inminente peligro pudieron continuar su marcha hasta la costa, no sin perder algunos hombres en la travesía, pues los indígenas asesinaban a cuantos detenían el paso vencidos por los padecimientos. Al fin tuvieron la fortuna de llegar al bergantín, que había venido costean do, y en el cual todos, después de poner en generosa libertad a los caciques, pudieron pasar a la deseada isla Española.
    Juan de la Cosa regresó en 1506 a la Península, apenas repuesto de tan prolongadas fatigas, entregando al Tesorero Matienzo 491.708 maravedises por el quinto que pertenecía al Rey en el producto de los rescates.
    En este viaje, en el que tomó parte el conocido aventurero Luis Guerra, empezaron los indígenas a declararse abiertamente opuestos a las incursiones de los españoles, manifestando también as especiales condiciones de raza que habían de merecer se dijera, en años muy posteriores, que “los indios nacen sin honra; viben sin bergüenza; comen sin asco, y mueren sin miedo”.

Desde este momento estuvo ocupado Juan de la Cosa en comisiones oficiales. Primeramente volcó a embarcarse en 1507,  mandando dos carabelas con objeto de esperar y convoyar las naos que venían de Indias, a las cuales perseguía el pirata vizcaíno Juan de Granada, viéndose también amenazadas por los portugueses. Encargo del que se deduce que tanta confianza inspiraba su pericia y conocimiento del arte de la navegación, como el valor y la lealtad a su patria que tenía tan bien demostrado.
    En el mismo año de 1507, deseoso el Rey Fernando de reanimar el espíritu de inquieta curiosidad que inspiraba las peligrosas tentativas de nuevos descubrimientos, tendencia, como hace notar Navarrete, muy debilitada a causa de la paralización observada en todos los asuntos de carácter público durante los tiempos inmediatos a la muerte de la ilustre Reina Católica, “llamó a la Corte que estaba en Burgos, a Juan Díaz Solís, Vicente Ibáñez Pinzón, Juan de la Cosa y Américo Vespucio” y, reunidos, quedó determinado que convenía continuar descubriendo por toda la costa del Sur y poblar el terreno ya reconocido desde Paria hacia Poniente en Costa Firme, con cuyo propósito, sostenido por el recelo que la corte española guardaba respecto de Portugal, se procedió al apresto de cuatro carabelas, cometiéndose a Américo Vespucio el cuidado de los acopios, como diestro en ello.
    Pinzón y Díaz Solís salieron el citado año de 1507 de Sevilla con dos de las naves, y De la Cosa partió igualmente con rumbo a las Indias y otras dos carabelas denominadas Huelva y Pinta, siendo sus pilotos respectivos Martín de los Reyes y Juan Correa. Juan de la Cosa dejaba ya formado el padrón o carta general náutica que en Sevilla cuidadosamente se delineaba por la Casa de Contratación con los nuevos datos aportados por los exploradores.
    En este sexto viaje obtuvo aplausos y mercedes reales por valor de más de 100.000 maravedises, en concepto de ayuda de costas con otras significativas muestras de aprecio, confirmándose además a su favor, en Real Cédula de 17 de junio, el oficio de Alguacil Mayor de Urabá, que le había sido concedido con fecha 3 de abril de 1503. Bien es verdad que al regresar de él en 1508, el producto de los rescates se elevó a 191.708 maravedises: porque, no contentos los Reyes con las mercedes concedidas como recompensa, por hechos notables o adelantamientos extraordinarios obtenidos en los viajes de exploración, animaban a los que los emprendían colmándoles anticipadamente de particulares distinciones. Así es que con motivo de la nueva expedición que preparaba Juan de la Cosa le fue otorgada licencia, por Real Cédula, fecha en Valladolid a 15 de junio de 1507, para llevar dos esclavos a la isla Española; y en otra de 17 de igual mes y año, se ordenó a Diego Colón le diese un cacique con sus indios, pues De la Cosa iba acompañado de su mujer, con objeto de establecerse definitivamente en aquella colonia, según unos, con el único de estar más cerca de las tierras desconocidas y no tener que atravesar con tanta frecuencia el Atlántico, según otros.
Dejó las costas de España por séptima y última vez en 1509, bien ajeno de que no volvería a pisar la madre patria. Hizo rumbo a la Española, llevando consigo en virtud de la capitulación que firmó con objeto de poblar en tierra firme 200 hombres escogidos, que tripulaban una nao y dos bergantines. En Santo Domingo se puso de acuerdo con Ojeda, concierto que aumentó la expedición con otro buque y 100 hombres, y ambos partieron de aquella isla el 10 de noviembre, acompañándolos en gran Pizarro. Acredito en esta ocasión Juan de la Cosa las condiciones de su carácter persuasivo cuanto enérgico, poniendo paz entre Ojeda y Nicuesa, que se hallaban revueltos con motivo de los términos de los estados que correspondían a la respectiva jurisdicción de cada uno, y los cuales, con el parecer de Juan de la Cosa, se conformaron. La razonable proposición consistió en marcar los límites de los gobiernos respectivos por el Río Grande del Darien, uno al Este y otro al Oeste.
    Iba Juan de la Cosa de lugarteniente, con arreglo a la voluntad del Rey, que así lo prescribió en la capitulación tratada, ordenando expresamente que en las partes donde no estuviese Ojeda fuese De la Cosa capitán de su majestad; por manera que, como dice Oviedo, terrible enemigo de Juan de la Cosa, “pues el Rey se acordó de Johan de la Cosa, é mandó a Hojeda, por expuesto capítulo que lo llevase consigo en la forma ya dicha, se tuvo por servido de la que había ya hecho antes en aquella costa, y porque era diestro en la mar é sabía las cosas de aquella tierra”.
    Funesta fue, por cierto, la decisión de Ojeda de salir de la Española en 1510, haciéndose acompañar por Juan de la Cosa, con objeto de poblar en tierra firme, para lo cual tenía privilegio.
    Desembarcaron en Cartagena, lugar de la gobernación de Ojeda, pero habían dejado ya de ser los indígenas aquellos seres sencillos, cuyo ánimo, fuertemente impresionado por el estrépito de las armas españolas, el brillo de sus preseas, y lo desconocido de los medios de defensa que empleaban, les hacían considerar a los expedicionarios como sobrenaturales seres, cediendo a su voluntad sumisos y obedientes. Acostumbrados ya al frecuente trato con los europeos y conocedores de sus debilidades, inextinguible avaricia y constante crueldad y dureza, recurrieron en varias ocasiones a las armas sin temor ni escarmiento por el seguro castigo que recibían. Añádase a estas circunstancias que los naturales de la costa en que decidió desembarcar Ojeda, se hallaban muy exasperados con la conducta de algunos españoles y particularmente la de Cristóbal Guerra, que los había causado grandes males en años anteriores; por lo que sabedor de estas circunstancias Juan de la Cosa, como también de que aquellos in dios usaban en sus peleas emponzoñados dardos, aconsejó a Ojeda fuese a poblar en el golfo de Urabá, donde tuvo De la osa desde un principio relaciones muy amistosas con los naturales, acostumbrándoles al cambio comercial, beneficioso a unos y a otros.
    Desatendió Ojeda tan prudente parecer, y apenas verificado el desembarque dispuso la internación de la gente a sangre y fuego, e hizo en los indígenas horribles estragos, hasta que, desbandados los españoles por el constante afán que sólo les permitía pensar en los más fáciles medios de enriquecerse a toda costa, tuvieron que declararse en retirada después de continuados y sangrientos combates, en los que sí quedó a gran altura el valor personal de los españoles, fueron éstos completamente desbaratados sin que de ellos escaparan, y eso por ligereza de pies, más que Ojeda y Diego de Ordaz, amparados en su huida por la selva. Juan de la Cosa logró con sus voces y apelaciones al amor propio agrupar a ocho de los fugitivos, con los que, en un supremo esfuerzo de valentía increíble, hizo tremen do destrozo entre los salvajes.
    Pero los indígenas afluían cada vez en mayor número y con más terribles alientos: por cada muerto que rodaba atravesado de balas, surgían de la espesura diez vivos que empuñaban al punto los arcas y dardos. Al fin acorralaron a Juan de la Cosa y sus heroicos compañeros, y fueron cuero a cuerpo matándolos a todos, siendo el último en defenderse y sucumbir el valeroso Juan de la Cosa, materialmente acribillado de heridas, cubierto de sangre, con más de  veinte flechas envenenadas en su cuerpo.
    La catástrofe sucedió el 28 de febrero de 1510 en lo que hoy es Venezuela.
    He aquí cómo lo describe también Fray Pedro Simón:
“Juan de la Cosa hizo partir a Diego de Ordaz para dar aviso a Hojeda y logrando con sus voces y reconvenciones detener a sólo ocho compañeros, se entró por medio de los bárbaros desnudos haciendo una cruel matanza; pero cargan do en fin, gran fuerza de salvajes sobre ellos, tuvieron que retirarse para no ser ofendidos a un buhío que descubrieron donde pelearon valerosamente hasta que, viendo Juan de la Cosa caer muertos a sus compañeros, y que él mismo, atravesado con más de veinte flechas envenena das, iba a expirar al momento, se retiró al acabarse la guarabaza y rindió la vida al incorporarse a los suyos.”
    En parecidos términos refiere el hecho el Padre Las Casas:
“Juan de la Cosa metióse en una choza que halló sin hierba descobijada, o él, según pudo con algunos de los suyos la descobijaron porque no los quemasen, arrimado a la madera y peleando hasta que ante sus ojos vido todos sus compañeros caídos muertos, y él que sentía en sí obrar la hierba de muchas saetadas que tenía  por su cuerpo, dejóse caer de desmayado: vido cerca de sí uno de los suyos que varonilmente peleaba, y que no le habían derrocado, y díjole: -pues que Dios hasta agora os ha guardado, hermano, esforzaos y salvaos, y decid a Hojeda cómo me dejáis al cabo”.
    López de Gomara afirma que fue “comido por los indios el cadáver del piloto”. Ero tal versión está contradicha, entre otros muchos por Herrera, que refiere que cuando llegaron en su socorro algunos compañeros al mando de Ojeda quien, auxiliado por Nicuesa, había podido rehacerse, “toparon con el cuerpo de Juan de la Cosa que estaba abe un árbol como un Erico asaeteado, porque de la yerba ponçoñosa debía de estar   hinchado i disforme, y con algunas espantosas fealdades; por lo cual creció tanto miedo en los castellanos que no hubo hombre que aquella noche allí osare quedar”.
    Lo mismo acoge Navarrete, que dice: “Al llegar Nicuesa a Cartagena salieron a recibirle los bateles de la armada de Hojeda, e informado de infaustos sucesos ocurridos mandó buscarle; y al verle le abrazó y recibió con mucho amor y generosidad; ofreció a ayudarle a buscar a De la Cosa y a vengar la pérdida de los demás. Montaron ambos a caballo, y con 400 hombres en dos divisiones sorprendieron de noche el pueblo de Turbaco”. Y los indios que creían haber acabado con todos los españoles, que los despedazaban y aun quemaban sus casas si se acogían a ellas, quedaban espantados,  sobre todo de los caballos, que veían por la primera vez. Díjose que del botín y saqueo que siguió cupieron a Nicuesa y los suyos 70 castellanos. Hallaron el cuerpo de Juan de la Cosa atado a un árbol, hecho un erizo de saetas, hinchado y horrorosamente disforme por efecto de la yerba ponzoñosa.
Así concluyó la vida del valeroso capitán y sabio navegante con la más gloriosa muerte que un soldado puede apetecer, dejando impreso su nombre en los anales históricos de la conquista de las Indias, donde brillará siempre con inextinguible esplendor.
    No fue, ciertamente, insensible la corona a tan grande pérdida, pues los Reyes se vieron privados, con profunda pena, de los consejos del sabio cosmógrafo que en aquella época gozaba de excelente reputación, no sólo en España sino en Portugal y otras naciones, y de los leales servicios del capitán que no vaciló un momento en ofrecer su vida en holocausto por la patria.
    Así es que en 1511, al conceder mercedes diversas a los pobladores, mandaron que no se tocase en los indios de Nicuesa ni De la Cosa, y por Real Cédula expedida a 2 de abril del mismo año, ordenaron al Tesorero de la Casa de Contratación de las Indias, entregase a la viuda de Juan de la Cosa 45.000 maravedises, para ayuda del casamiento de su hija mayor: cantidad cuyo pago consta en documentos oficiales, así como los salarios devengados por el capitán que, según datos auténticos, gozaba el salario de 40.500 maravedises anuales.
    La noticia de la muerte de Juan de la Cosa causó en España profundo dolor. Hiciéronsele honras fúnebres y se le prodigaron elogios que recogieron y nos han transmitido varios historiadores.
    Además de Colón que, a pesar de sus resentimientos no podía menos de calificarle de “hombre hábil”,  y que siempre le tuvo como una eminencia en el arte de la navegación, refiriendo que llevaba consigo “en el primer e segundo viaje maestros de cartas de marear y muy buenos pilotos, los más famosos, quel supo escoger en la Armada grande quel trujo de Castilla”; el Padre Las Casas le denomina “gran piloto”; Herrera, “el mejor piloto que había por aquellos mares, hombre de gran valor y de servicio”; López de Gomara, “experto marinero”; Fernández de Oviedo, “hombre diestro en las cosas de mar e valiente de su persona”; Washington Irving, “marinero de mucho nombre y discípulo del Almirante”; Kohl, “famoso piloto y dibujante de mapas”; y últimamente la Reina D.ª Isabel, en la Real Cédula fechada el 5 de julio de 1503 en Alcalá, ocupándose de los ofrecimientos de Batidas dice: “Yo sería más servida quel dicho Juan de la Cosa ficiese este viaje porque creo que lo sabrá facer mejor que otro alguno”, y a Cristóbal Guerra le añadía en otra ocasión: “En lo de navegar yo le mandaré que se rija por lo que paresciere al dicho Juan de la Cosa porque sé que es hombre que sabrá bien lo que aconsejare”.
    La posteridad ha confirmado el fallo, teniendo a Juan de la Cosa por una de las estrellas más límpidas y esplendentes que brillan en la constelación de los descubridores españoles.
Imagen de alpoma.net
——————————


Descripción e Historia
de la famosa Carta Geográfica
de
Juan de la Cosa
por Antonio Vascáno
Publicado en Madrid el año 1892

El primer Mapa-Mundi del que se tiene noticia es, indudablemente, el por todos conceptos notabilísimo que debemos a la sabiduría y habilidad del consumado cosmógrafo Juan de la Cosa, y que hoy día se guarda y casi venera en el Museo Naval de Madrid.
    Este valioso e inapreciable original está delineado sobre pergamino, en dos pieles que unidas por el eje menor formarían un rectángulo de 1,83 m. de longitud por 0,96 m. de altura, a no haberse redondeado la parte superior, con objeto, sin duda, de embellecer la forma del conjunto y suprimir espacio que habían de ocupar regiones desconocidas del recién descubierto continente americano.
    Sirve como eje mayor de semejante rectángulo el trópico de Cáncer (Cancro), siendo el punto cardinal Oeste el extremo superior, en el cual, tocando el arco de círculo que remata la figura del documento, hay otro rectángulo pequeño, a manera de cuadrado con marco,  que contiene una efigie de San Cristóbal en el acto de pasar el río apoyado en un garrote de pino y llevando en el hombro al Niño Jesús; alusión evidente y clara a Cristóbal Colón. Varios han sido los que han supuesto que la cara del santo es el verdadero retrato del Almirante, y en realidad tantas razones hay para afirmarlo como para negarlo.
    Al pie del cuadrito contenedor de la imagen se lee una inscripción:
Juan de la Cosa la fiso en el puerto
de S. m.ª en año de 1500.
    Más abajo, en la línea  del eje mismo, hay una gran rosa de que parten diez y seis arrumbamientos, siendo notable que, el centro, este adornado con la imagen  de la Virgen, hecha por distinta mano que la de San Cristóbal, induciendo a creerlo así no sólo la mayor perfección del dibujo, sino el estar recortada de un grabado sobre papel, pegada después sobre el pergamino e iluminada con colores a tenor de todo lo demás.
    El mismo procedimiento debió emplear el arista con el escudo de armas reales que se ha despegado y perdido, restando sólo el cuadrado que ocupaba en la parte inferior.
    Aunque no sea delicado el pincel en las figuras, acredita la carta el trabajo minucioso y pacienzudo, y el lujo de oro y colores con que se hacían las mejores de aquella época, siendo en comparación de las grabadas ahora lo que eran las Biblias de miniatura en relación con las impresas. El mayor cuidado del cartógrafo luce en la belleza y claridad de las leyendas, escritas con tintas de color variado, sobre todo en las principales que señalan las partes del Mundo: ÁfricaEuropa, Asia y la central del Mare Oceanum, caprichosa y elegantemente trazadas.
    En todos aquellos parajes de tierra adentro que podía aprovechar sin temor de entorpecer los arrumbamientos del piloto, hizo mayor gala de fantasía el colorista, poniendo en las capitales de importancia y en los puertos concurridos catedrales, castillos, murallas y edificaciones caprichosas; en cada reino colocó las efigies de los soberanos reinantes vestidos de sus atributos y aun algunos sentados en el trono; en Babilonia puso la famosa torre; en los confines del Mar Rojo, a la reina de Saba blandiendo una espada; atravesando el Asia, a los tres Reyes Magos guiados por la estrella y caminando caballeros hacia Siria.
    Dignas de particular atención son, en el Extremo Oriente, dentro de los dominios del gran Kan, las figuras de un hombre sin cabeza, con los ojos en los pechos y la boca en el estómago, y la de otro con hocico de perro. Por los letreros R. Got; R. Magot, puede sospecharse que aluden a los personajes bíblicos y que, a la vez, representan aquellos monstruos que entendió Colón en su primer viaje existían en la isla de Cuba, confundida en su imaginación con las tierras e Cipango y del Catay, y que aparecen descrito por Marco Polo en la narración de sus aventuras.
    A todo lo largo de las costas, indicó Juan de la Cosa con céfiros la dirección de los vientos principales, retrató las naos y carabelas de su tiempo, según la nacionalidad respectiva, valiéndose, por costumbre, de las banderas, para especificar la pertenencia y posesión de los puertos y las islas. Por esta sola circunstancia sería ya documento de gran precio -dice el Sr. Fernández Duro, de quien tomamos estas noticias- no cabiendo duda acerca de la autenticidad de sus indicaciones, y ha de reportar utilidad a la historia, como a la arqueología y a la indumentaria “el día en que fielmente reproducido en la propia escala pueda estudiarse con más detención y comodidad que hasta ahora”. Ocasión que ya ha llegado con la asombrosa publicación que del Mapa han hecho los Sres. Cánovas Vallejo y Traynor.
    Por complemento decorativo y ayuda al cálculo de las derrotas, parten de las rosas de los vientos líneas de colores distintos que en su prístino estado alegrarían la vista.
No está graduada la Carta ni en regular conformidad con las modernas en la figura, siendo dificultoso el examen minucioso y la determinación de algunos puntos, no tanto por la comparación analítica de documentos modernos como por las injurias del tiempo, que algo han alterado la configuración de la superficie del plano, los perfiles de la costa y las letras de los nombres, aunque no está,, en general, en mal estado de conservación.
    Comprende por completo a Europa y África y a una gran parte del Asia, delineadas con rara perfección, dados los conocimientos de la época.  Ninguno parece haber es capado a la diligencia del cartógrafo al formar lo que, dicho queda, es Mapa-Mundi o representación del mundo explorado por europeos al acabar el siglo XV. Pero lo que constituye principalmente su importancia, lo que eleva el pergamino a la categoría de monumento, que justamente se le ha concedido, es la representación de las Indias occidentales en los momentos de su invención y primeros reconocimientos; es el trazado de las islas Antillas y de la Costa firme americana, desde el río de las Amazonas hasta Panamá, con aproximación a la verdad que muestra y enaltece la pericia de los pilotos españoles en los días en que se asentó esta piedra fundamental para la historia de sus maravillosas  expediciones marítimas.
    Ha conservado escritos los nombres primitivos, entre los que es curioso apuntar por principales los de Costa anegada o Mar dulce, discurridos a la vista del delta del Orinoco; Costa de las Perlas e Isla Margalida, puestos a los lugares en que rescataron el adorno predilecto de las damas; Isla del Brasil a las que les proporcionó muestras del palo de tinte; Boca del Dragón aquella de Trinidad por donde temerosamente ruge la corriente; Venezuela o pequeña Venecia al golfo de Maracaibo, donde vieron pueblos construidos sobre el agua con otros que por sí solos manifiestan impresiones, como Isla de GigantesCabo de SperaIsla de la PosesiónRío de VaciabarrilesCabo flechadoRío de la Holganza, etc., etc.
    Es sorprendente que Juan de la Cosa conociera ya los viajes realizados por Sebastián Caboto en 1497, con pormenores suficientes para delinear la costa donde dice mar descubierto por ingleses, o sea en Nueva Escocia y Labrador, escribiendo nombres que no se han conservado: Cabo de InglaterraLisarteSan JorgeSanta Lucía
    Y aún admira más que completara la figura de Cuba. Colón mismo no llegó a saber que fuera isla, ni hubo de ello seguridad hasta que por orden del Rey envió el Comendador mayor Nicolás de Ovando, con especial encargo de bojearla, a Sebastián de Ocampo, como lo verificó en 1508. Herrera, con vista de los documentos del Consejo de Indias, lo hace costar así en su Década 1.ª, Libro 7.º, Cap. 1.º. Sin embargo, para Juan de la Cosa era evidentemente ínsula ocho años antes.
    Considerados los toscos instrumentos de la navegación entonces y los escasos elementos que a bordo se llevaban, sería mucho exigir que la situación geográfica de los lugares apareciese sin error, como al cabo de cuatro siglos, no sin prolijo trabajo, la determinan los hidrógrafos.
     Precisamente lo que al presente cuesta y significa la exactitud de posiciones, sirve para apreciar la labor relevante y admirable del que, como dice el Sr. Fernández Duro, inmortalizó su nombre con esta sola obra.
Acabado el famoso Mapa en octubre de 1500, al mismo tiempo que concluía la Edad Media, alboreando ya el siglo XVI, debió archivarse en la Casa de la Contratación de Sevilla, donde de orden del Rey Católico se guardaban todos, formando una especie de padrón en arca de dos llaves.
    Debió pasar  después al Archivo de Indias de Sevilla, al que fueron a parar todos los documentos, planos, cartas, etc., de la antigua Casa de Contratación. De allí es probable que se sacara para algún monasterio, cosa que no nos parece extraña, dada la gran influencia que en la época disfrutaban las órdenes monásticas y los Prelados. El mismo Pedro Mártir refiere que en el año 1514, y en una visita que hizo al O bispo de Burgos, Juan Fonseca, tuvo ocasión de ver en el gabinete en que fue recibido, una hermosa carta marina de Juan de la Cosa. Nada refiere, a la verdad, de su contenido, y no puede, por tanto, sostenerse que fuera el famoso Mapa-Mundi; pero tampoco sería cuerdo negar en absoluto la posibilidad de que sí fuese. Y, en último término, el dato aportado demuestra la facilidad con que se sacaban de Sevilla los mapas y planos que Don Fernando mandaba archivar, y casi explica la desaparición temporal del in mortal documento que, indudablemente, fue robado y llevado a Francia, si no durante la guerra de la Independencia, como ha llegado a afirmar une rudito escritor, a tiempo al menos de que lo descubriera en una almoneda el insigne geógrafo Barón de Walckenaer y lo adquiriera para formar parte de su magnífica colección de mapas, cartas de marear, planos y toda especie de curiosidades en la historia de la ciencia a la que consagraba sus desvelos y su talento.
    Era a la sazón el referido Barón de Walckenaer, Ministro Plenipotenciario de Holanda en París, y apenas tuvo en su poder el Mapa-Mundi del piloto español, diólo a conocer con entusiasta elogio en el círculo de bibliófilos  de que constantemente se hallaba rodeado, emitió juicio laudatorio en la traducción de la obra inglesa de Pinkerton y generosamente consintió que lo examinasen y copiasen los hombres aficionados a la misma especialidad.
    El primerio que parece haber utilizado la tolerancia fue el sabio Barón de Umboldt [Alexander von Humboldt], tratando extensamente de la carta de Juan de la Cosa en la introducción y el tomo V de su Examen critique de l’Histoire de la Géographie du Nouveau  continent, reproduciéndola al fac-simile en el Atlas geográfico y físico de sus viajes.
    Mr. Jomard, conservador del gabinete cartográfico de la Biblioteca Imperial de París, hizo otra reproducción en negro que forma parte de la Collection des monuments de la géographie du moyen âge. El vizconde de Santarém [Manuel Francisco de Barros] se limitó, en la grande obra que dirigía por orden del Gobierno de Portugal, a estampar en copia la parte del mapa dedicada al continente africano. Mr. Charton insertó en sus Voyages anciens et modernes, grabado en madera, un fragmento de la parte de América reducido a pequeña escala, ateniéndose en el texto al criterio de Mr. Denis (Nouvelle géographie générale), entusiasta admirador del autógrafo de Juan de la Cosa, que estimaba “como monumento de la cartografía primitiva del Nuevo Mundo”; y, de conformidad, lo juzgaron MM. Ternaux Compans, de la Roquette, y, en general, cuantos han tratado de la materia; condensando los pareceres Mr. Vivien de Saint Martin al escribir en la Histoire de la Geographie que “Juan de la Cosa, marino de los más expertos y geógrafo de los más hábiles de su tiempo”, dejó monumento geográfico que basta para inmortalizar su nombre, toda vez que su Mapa-Mundi representa admirablemente las naciones conocidas en su tiempo, no sólo de las tierras nuevas del Oeste sino del con junto del globo terrestre.  Esta última noticia, que, cual la mayor parte de las que a Juan de la Cosa se refieren, hemos tomado del S. Fernández Duro, está terminantemente contradicha por el mismo Sr. Fernández Duro, que, según el Sr. Leguina, y nosotros hemos podido comprobar, dice en su artículo de Juan de la Cosa de la obra monumental Museo español de antigüedades “no es lícito admitir que ignore la existencia de documento de tal importancia quien de geografía se ocupe en nuestros días, y, por lo tanto, corresponde mencionar al lado de aquéllas la obra reciente de Monsieur Louis Vivien de Saint-Martin, obra de pretensiones que el título revela, de gran lujo tipográfico, con Atlas cromo-litografiado, en que ofrece idea de la Cartas de mayor antigüedad y mérito, SIN MENCIÓN SIQUIERA DE LA DE JUAN DE LA COSA”.
    No obstante la contradicción, nosotros opinamos que la verdadera opinión es la manifestada aquí en primer lugar, aunque el erudito S. Duro no la haya sustentado hasta hace poco tiempo.
Siguió el Mapa-Mundi en poder del Barón de Walckenaer, y, corriendo el año 1853, circuló entre los bibliófilos la noticia de su muerte y el anuncio anticipado de venta en subasta pública de muchos papeles del estudioso diplomático.
    El remate debía comenzar el 12 de abril, y describiendo el catálogo las piezas raras y más curiosas, señalaba al frente de todo la Carta de Juan de la Cosa, que el difunto propietario consideraba y tenía por el “más interesante bosquejo geográfico que nos ha legado la Edad Media”.
    El Sr. D. Ramón de la Sagra, autor de la Historia política y natural de la Isla de Cuba, grande amigo que fue de Walckenaer, y apreciador del Mapa, de que no sólo había hecho mención en el proemio geográfico de su obra, sino que había también reproducido e insertado en ella calco de toda la parte relativa al Nuevo Mundo, comunicó en seguida el anuncio de venta a distintas personas y dirigió al Ministro de Marina una exposición oficial, razonando la con venencia de que volviera a ser propiedad del Estado tan precioso mapa original, probador de los conocimientos científicos de que estaban dotados los mareantes españoles compañeros de Colón en el descubrimiento y exploración de la Indias occidentales.
    El Ministerio de Marina indicó al de Estado procurase que la Legación de España en París adquiriera el mapa de Juan de la Cosa por cuenta del Depósito de Hidrografía de Madrid, a cuyo archivo se destinaba desde luego.
    Comisionado el referido Sr. La Sagra para asistir a la subasta, después de mil dificultades y tropiezos, por presentarse también a la puja muchos particulares ingleses y rusos, y aun un representante de la Biblioteca Imperial de París, fue necesariamente subiendo el precio del anhelado documento hasta cuatro mil trescientos veintiún francos, en cuyo tipo fue adjudicado al Sr. La Sagra, que no se recató de decir a cuantos quisieron escucharle estaba decidido a pagar por el Mapa fuera la exorbitancia que fuera, sin limitación de ningún género, por constituir el asunto cuestión de amor propio para el Gobierno Español.
    Llegado a España el Mapa-Mundi, se ofreció a la pública curiosidad en el Museo Naval, Gabinete de Descubridores y Sabios Marinos, insertándose en el Catálogo la siguiente noticia:
Núm. 553. Carta de la parte correspondiente a la América, que levanto el piloto Juan de la Cosa en el segundo viaje del descubridor genovés en 1493, y en la expedición de Alonso Ojeda en dicho año. Sustraída de España, la poseía el barón de Walckenaer, cuyos testamentarios la vendieron en pública almoneda; y la adquirió el Depósito Hidrográfico. Su director, que fue el Sr. D. Jorge Lasso de la Vega, tuvo la condescendencia de que se depositase en este Museo, para que el público pueda ver un documento tan curioso y de mérito, con relación a  la época en que se hizo.
    Desde su instalación, hasta la fecha, y no obstante la multitud de preciosidades y reliquias que atesora el Museo Naval de Madrid, el Mapa de Juan de la Cosa viene a constituir el clou de la colección, siendo admirado por cuantos la visitan.
    Hacia el año 1875 se reprodujo tan preciada reliquia, aunque en pequeño y sin otro color que el negro (único que no tiene el original) en la ya mencionada obra Museo Español de antigüedades, ilustrando el artículo rico de noticias y datos que escribió en ella el Sr. D. Cesáreo Fernández Duro.
    Posteriormente se han sacado algunas copias fotográficas, en extremo deficientes, para apreciar por ella la valía del documento; y, ya en el mismo año de la publicación del presente libro, la revista titulada El Centenario ofreció a sus suscriptores una pequeña reproducción foto-litográfica, iluminada deplorablemente, que sobre poseer enormes inexactitudes en el colorido, no sirve para estudiar con fruto el famoso Mapa, toda vez que no es posible leer ni un solo letrero de los varios miles que contiene repartidos en las costas, y aun en el interior de los continentes, y que tan interesantes son por multitud de conceptos.
La importancia indiscutible de la Carta y el no existir de ella ni una sola reproducción que satisfaga del todo el legítimo anhelo de los eruditos, movió a los Sres. Cánovas Vallejo y Traynor, de Madrid, a publicar una copia exacta, esmerada, fidelísima, sin omitir ningún detalle ni en el tamaño ni en el colorido ni en los desperfectos, de tal suerte, en suma, que el poseedor de un ejemplar pueda estudiar sobre él lo mismo que sobre el original.
    No necesitamos encarecer los merecimientos de semejante empresa, hoy coronada por el más colosal de los éxitos. Nos remitimos en absoluto a la copia que tan señalado favor ha obtenido del público, y que tantos aplausos ha hecho resonar en las cinco partes del Mundo.
Mapamundi de Juan de la Cosa, año 1500.
Imagen de turismoelpuerto.com


Artículos complementarios

    Atlas marítimo de las costas españolas

    La verdadera figura y magnitud de la Tierra

    La astronomía al servicio de la navegación

    Las capitulaciones de Santa Fe

    El tornaviaje

    Hollando cimas y navegando ríos

    El Camino Real de Tierra Adentro

    Dos expediciones y una comisión

    Ocasión propicia para un banquete y salvas de honor

    Descubiertas en la costa de la Alta California

    Proclama y bandera española en Alaska

    La exploración del río Amazonas

    Las expediciones al Río de la Plata y la fundación de Buenos Aires

    La fuente de la eterna juventud

    Los trece de la fama

    Quemar las naves

    Viajes al Estrecho de la Madre de Dios

    Segundo viaje a las islas Salomón y travesía hasta Filipinas

    Los descubridores de la Antártida

    El descubrimiento de las fuentes del Nilo Azul

    Piloto Mayor de los Mares del Sur 

    Un español en el golfo de Guinea

Entradas populares de este blog

Las tres vías místicas. San Juan de la Cruz

Siglo de Oro: La mística de san Juan de la Cruz Juan de Yepes y Álvarez, religioso y poeta español, nacido en Fontiveros, provincia de Ávila, el año 1542, estudió con los jesuitas, trabajó como camillero en el hospital de Medina del Campo, e ingresó a los diecinueve años como novicio en el colegio de los carmelitas con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Prosiguió sus estudios en Salamanca y en 1567 fue ordenado sacerdote. Regresó entonces a Medina del Campo, donde conoció a santa Teresa de Jesús, quien acababa de fundar el primer convento reformado de la orden carmelita y que tanto le había de influir en el futuro. San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús Imagen de stj500.com Juan de la Cruz se hallaba animado de los mismos deseos reformadores de la santa, y había conseguido el permiso de sus superiores para mantenerse en la vieja y austera devoción de su orden.; desde ese momento tomó el nombre de fray Juan de la Cruz y comenzó la reforma del Carmelo masculin

Descubridor del Eritronio-Vanadio. Andrés Manuel del Río

Mineralogista y químico, el madrileño Andrés Manuel del Río Fernández, nacido en 1764, es el descubridor del elemento químico Vanadio. Andrés Manuel del Río Imagen de omnia.ie En su infancia escolar destacó en el aprendizaje de latín y griego, posteriormente se graduó de Bachiller en Teología en la Universidad de Alcalá de Henares, y en 1781 inició sus estudios de física con el profesor José Solana.     Andrés Manuel del Río fue un alumno modélico en Física y Matemática. El ministro José de Gálvez en 1782 lo incorporó en calidad de pensionado en la Real Academia de Minas de Almadén, para que se instruyera en las materias de mineralogía y geometría subterránea con los maestros internacionales elegidos para el desarrollo científico e industrial de España. En Almadén dio inició su largo periplo por instituciones científicas de prestigio, forjando la actividad profesional que le caracterizaría. El propósito de la Corona por favorecer el desarrollo de la minería y la metalurgia en España y