La galantería y la admiración no están reñidas con la guerra
Los viejos Tercios españoles llevaban mucho tiempo bregando en el laberinto de Flandes. Mandados por el extraordinario general Alejandro Farnesio, aún eran temidos, respetados e invencibles; pero el brillo de aquel imponente sol declinaba, pues así es la vida, y por aquel 1581, inmerso en luchas no pocas veces desiguales, los españoles afrontaban mermados de efectivos aunque sobrados de espíritu y pericia la invasión de la actual Bélgica por una alianza militar de franceses, holandeses e ingleses además de los levantiscos flamencos protestantes. Muchos contra pocos.
A marchas forzadas por tierra y agua, combatiendo en esos dos elementos cual seres anfibios y asaltando barcos como si de fortalezas se tratara, los hombres de Farnesio hicieron acto de presencia antes los muros de Tournai (o Tournay o también Turnay) el día primero de octubre de 1581. Tournai era una imponente cabeza de puente, nudo de caminos y magnífica base de operaciones que en 1521, época del emperador Carlos I, tras un asedio fue ganada por los Tercios para su inclusión en los Países Bajos españoles: Holanda, Bélgica y Luxemburgo. La sorpresa en la plaza fue mayúscula al ver enfrente a los españoles, creyéndolos muy lejos; ni siquiera el gobernador, Pierre de Melun, orangista y luterano se hallaba en su puesto, a diferencia de su esposa, la gobernadora Cristina de Lalaing, llamada princesa d´Espinoy, sobrina de los condes de Hormes y de Montigny, vencidos y ajusticiados por el duque de Alba, quien tomó dignamente el mando de la defensa.
Detrás de los muros, la guarnición a la que se había sumado un nutrido y fogoso paisanaje protestante, organizada por el veterano y valeroso oficial Estrelles y a las órdenes de la gobernadora, decidió resistir cuanto pudiera.
Alejandro Farnesio reconoció minuciosamente las fortificaciones, que destacaban por su buen trazado más que por su sólida edificación, y eligió la zona de mayor vulnerabilidad a un ataque. El 15 de octubre, previamente emplazadas veintitrés piezas de artillería, ordenó abrir la trinchera y empezar a minar para la consiguiente voladura. Advertidos los españoles de que la contrincante al mando de Tournai era una dama, recibieron orden los artilleros y los infantes por si aparecía en los parapetos que cesaran el fuego o desviaran la puntería.
Las primeras descargas, los primeros derrumbes y los primeros asaltos no arredraron el ánimo de la gobernadora ni su hueste, así que Farnesio optó por economizar sangre. A todo eso, los sitiados practicaban salidas continuas, que provocaban correlativas luchas cuerpo a cuerpo y bajas; y a las pocas semanas el príncipe de Orange envió una tropa de socorro inmediatamente eliminada por la Caballería española.
Al sitio propiamente dicho, por si no bastara la presión que suponía para los encerrados en la plaza, se unió la climatología adversa, con temporales y frío, que incrementaban las penurias y la debilidad ante los briosos ataques de los sitiadores. Era entonces, al fragor de la lucha, cuando aparecía enhiesta la figura valiente de Cristina de Lalaing animando a los suyos, fortaleciendo su natural decaimiento; con éxito. Tal pulso espoleaba a unos y otros, hasta que los españoles se juramentaron para de una vez morir o entrar por la brecha en un asalto definitivo.
Alejandro Farnesio había sido herido varias veces en sus descubiertas en derredor de las murallas, blanco para las armas defensivas, lo que no impidió que de nuevo inspeccionara el campo y dispusiera los medios para batir al tenaz enemigo parapetado.
El día señalado como último, rompió al amanecer el estruendo de la artillería como preparación al asalto de los infantes, vigilantes los caballeros en retaguardia y los flancos. En una de las pausas de fuego impuestas por el lento cargar de los cañones y el igualmente pesado disipar del humo de la pólvora, de fuera escucharon dentro de las murallas el toque de llamada mientras no se escuchaba el estampido de réplica de los cañones. Respondieron los cornetas de los sitiadores con aviso de cesar el fuego y los asaltos: a ver qué deparaba la tregua.
Al cabo asomó por un portillo de la muralla el jefe militar de la plaza, señor de Estrelles, con los brazos en cabestrillo, pidiendo en español parlamentar con el general Farnesio. Conducido a su presencia de inmediato se ajustó la rendición, consistente en un pago de 200.000 florines, como contribución de guerra, y honores para la guarnición que saldría a banderas desplegadas, tambor batiente y bala en boca al día siguiente.
A las diez de la mañana del 30 de noviembre de 1581, tras dos meses de asedio, Alejandro Farnesio se presentó a la puerta de la ciudad, encuadrados perpendicularmente a la muralla los piquetes de Los Tercios, escuadrones y baterías, para rendir honores a la guarnición; los demás soldados y oficiales formaron calle a fin de ver y saludar a los valerosos enemigos, con la gobernadora Cristina de Lalaing a la cabeza a lomos de su corcel.
Este es el relato literal que ofrece el historiador Luis Bermúdez de Castro y Tomás en su obra Mosaico militar:
“Presentaron las armas los piquetes; abatiéronse las banderas de las dos fuerzas adversarias en señal de saludo; descubrióse, reverente y galante, Farnesio, y la dama agitó su pañuelo contestando a la cortesía del caudillo español. Mas los soldados sueltos que formaban calle prorrumpieron en clamorosos vivas a la heroína, poniendo sus chambergos en la boca y punta de los arcabuces y picas, y arrojando al suelo las capas, a manera de alfombra, para que las pisase la cabalgadura, que, asombrada de tanto grito y movimiento, piafaba y se revolvía, con riesgo de desmontar a la amazona. Entonces, dos capitanes españoles sujetaron y tranquilizaron al fogoso animal, y tomando cada cual una rienda, descubiertos como dos palafreneros, condujeron a través de la entusiasmada tropa a la bella dama, cada vez más impresionada y conmovida por las muestras de respeto y admiración que recibía. Muchos soldados se apartaban corriendo para coger del campo flores, y deshilachaban las cuerdas de los arcabuces atando ramos que entregaban a los soldados flamencos para la señora”.
Los oficiales de Caballería montaron a caballo para escoltar a Cristina hasta el pueblo más próximo, donde la aguardaba su marido con una carroza, y, a fin de honrarla más, tomaron los estandartes de sus escuadrones pidiéndole que los tocase con sus manos, y no se acercaban a ella sin destocarse respetuosamente. Y aquella mujer, que había mirado impasible la agonía de los soldados, el fuego de las baterías y el arrojo feroz de los asaltos, no pudo resistir la emoción de contemplar a los odiados españoles rindiéndole el tributo y homenaje que merecía su firmeza, su abnegación y su valor.
Largo rato la acompañaron, y quién sabe hasta dónde hubieran ido si Farnesio, temeroso de que llegaran a importunarla demasiado, no hiciese tocar asamblea en el campamento, con lo que se detuvieron todos para volver al real, no sin rodearla con ánimo de despedirse. Lloraba la amazona presa de nerviosa emoción, y con turbada voz tuvo aliento bastante para gritar lo que jamás pensara que hubiese salido de sus labios: “¡Caballeros soldados españoles! ¡Viva España!”.
Desde aquel punto y hora los príncipes d’Espinoy, los enemigos de España y de la religión católica, se refugiaron en su palacio de Bruselas, y además de que no volvieron a reanudar actividades orangistas ni aceptaron trato con los rebeldes, también en su hogar acogieron a cuanto español residía o pasaba por la ciudad y había sido testigo del heroísmo de Cristina.