En el siglo VI dio inicio un proceso político que pretendía establecer y, por ende, fortalecer, las bases del reino visigodo hispano: estabilidad territorial, una monarquía sólida auspiciada por la nobleza y el vínculo con la iglesia hegemónica.
La política religiosa de Leovigildo estaba destinada a la cohesión y a la creación de un solo estamento clerical con inmediata vinculación a la monarquía; pero resultó un fracaso porque la mayoría de los visigodos eran católicos y Leovigildo quiso imponer la doctrina arriana. Atendiendo a lo sucedido, su hijo y sucesor Recaredo procuró evitar los errores siguiendo una línea de signo diferente; aunque sin renunciar a la unidad de confesión propuesta por Leovigildo, dirigida al arrianismo, su camino de unidad se encaminó hacia la religión católica.
El año 587, a los diez meses de su reinado, Recaredo se convirtió al catolicismo, y ese mismo año, manifestando la celeridad que deseaba imprimir a su política, convocó en Toledo un sínodo de obispos arrianos con el propósito de convertir al pueblo visigodo. La vía elegida por Recaredo fue la persuasión, rechazando las imposiciones violentas; con argumentos convenció al episcopado gótico y acto seguido se produjo la conversión de los magnates, la aristocracia laica toledana, y del pueblo visigodo. Pocas fueron las oposiciones y al cabo vencidas. Recaredo selló en el III Concilio de Toledo la unión entre monarquía e iglesia, configurando una de las llamadas monarquías nacionales surgidas tras la desmembración del Imperio Romano de Occidente. La unión significaba la sacralización del ámbito político y a la vez la secularización de los asuntos religiosos.
Concilio III de Toledo. Códice Vigiliano
Imagen de Biblioteca de El Escorial
El domingo 8 de mayo de 589 registró la jornada de apertura del Concilio III de Toledo. En el concilio se leyó la profesión de fe de Recaredo en la que se adhería al dogma formulado por los cuatro primeros concilios ecuménicos. “Habiendo el mismo rey gloriosísimo, en virtud de la sinceridad de su fe, mandado reunir el concilio de todos los obispos de sus dominios para que se alegraran en el Señor de su conversión y por la de la raza de los godos”. Recaredo aparecía como el promotor de la conversión de los godos, y los padres conciliares lo aclamaron con el título de conquistador de nuevos pueblos para la Iglesia católica. El concilio promulgó cánones de índole disciplinar y administrativa y en su clausura Leandro (san Leandro), obispo de Sevilla, leyó una homilía de acción de gracias.
Leandro y Eutropio Servitano (san Eutropio), obispo de Valencia, fueron los inspiradores del Concilio III de Toledo, según la Crónica escrita por Juan de Bíclaro, el abad Biclarense; ellos dos promovieron la celebración, para conmemorar la conversión de los visigodos, y organizaron la asamblea. Un hito para la Iglesia universal, en definitiva.
La recepción de los conversos visigodos fue rápida y cómoda: bastó administrar a los nuevos fieles la confirmación y una bendición o imposición de manos; fue innecesario rebautizarlos. El clero arriano también fue incorporado a la jerarquía católica con el mismo grado que sus miembros tenían, a condiciones de que aceptaran observar las exigencias de la disciplina católica y en particular el celibato. Pero se hizo precisa una nueva colación del sacramento del Orden, puesto que las ordenanzas arrianas quedaron invalidadas. Estas normas se registran en los cánones del Concilio III de Toledo y del Concilio II de Zaragoza, celebrado el año 592.
III Concilio de Toledo. Obra de José Martí y Monsó en 1862.
Imagen de Museo del Prado
El más famoso canon probablemente sea el número XVIII, por cuanto ejemplifica la nueva situación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; en él se dictamina la reunión anual del concilio y establece, entre otros capítulos, que jueces y recaudadores del fisco formen parte del concilio. Las rúbricas de los setenta y dos obispos, o de los vicarios que los representaban, determinan la fijación de los castigos por el incumplimiento de las prescripciones.