Guerra de la Independencia: Los sitios de Gerona
De junio de 1808 a diciembre de 1809 en Gerona
A modo de prólogo
El emperador Napoleón dejó claro a su Estado Mayor que era preciso para la buena marcha de las operaciones en España el mantener expedita la comunicación entre la ciudad de Barcelona, ocupada y controlada por los imperialistas, y la frontera francesa, inicio de la retaguardia a salvo, para lo que debía tomarse la plaza de Gerona, pequeña y mal fortificada plaza, situada en mitad del trayecto, complemento de la de Figueras.
Las guarniciones francesas en la Ciudadela de Barcelona y Figueras, gobernadas respectivamente por los generales Duhesme, jefe del ejército francés en Cataluña, y Reille, eran insuficiente garantía para oponerse a las fuerzas del marqués del Palacio, Mariano Domingo Traggia y Uribarri (nombrado Capitán General de Cataluña el 6 de julio de 1808) y del general Francisco Dionisio Vives y Planes. Fuerzas, por otra parte, que aun reforzadas por la División del general Teodoro Reding, no se equiparaban en número a los efectivos napoleónicos a finales de 1808, que eran de 35.000 hombres. Y a pesar de que las batallas en campo abierto, salvo la del Bruch, caían del lado invasor, los franceses continuaban sin poder dominar el territorio y sin asegurar sus comunicaciones. Por eso era indispensable conquistar la plaza de Gerona.
Tres episodios componen la odisea resistente de Gerona. El primero de ellos es un ataque directo, de un día, más que un sitio; el segundo y el tercero son propiamente sitios.
Asalto inicial contra la plaza de Gerona
Junio de 1808.
Aprestada una fuerza considerada idónea para tomar el objetivo, cinco mil soldados, Duhesme partió de Barcelona hacia Gerona por el camino de la costa. A la altura de Montgat la tropa francesa tuvo su primer percance al topar con los efectivos del somatén, a los que sortearon para intentar coparlos, pero los paisanos escaparon de la escabechina que practicaron en la zona los invasores para que cundiera el ejemplo de abstenerse de incomodarlos.
Continuó la tropa hacia Gerona hollando caminos de tierra adentro, y doquiera pasaban aquellos soldados de nación blasonada como el culmen de la civilización universal, reinaban el pillaje y los estragos. Los pueblos del tránsito padecieron la codicia y el desprecio con una equitativa iniquidad; y nada hizo su atildado jefe para evitarlo o remediarlo. Otra era su prioridad, desde luego, ante la que se presentó el día 20 con cinco mil hombres y ocho cañones.
César Álvarez Dumont: El gran día de Gerona.
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La plaza de Gerona estaba guarnecida por trescientos hombres del Regimiento de Ultonia, mandados por el capitán Alonso Carrillo y unos pocos artilleros con sus piezas; nimia fuerza para oponerse a la de enfrente. Pero donde no sumaban los militares del ejército regular lo hacían, y con qué traza, nobles y plebeyos, seglares y eclesiásticos, jóvenes y ancianos de los dos sexos; todos acudieron a coger las armas que se les ofrecían y a colocarse en los puestos asignados.
Esa mañana el enemigo fue recibido a cañonazos, por si dudaba de lo que iba a encontrar. Un saludo que no era de bienvenida, por lo que Duhesme ordenó acto seguido un repliegue sobre las casas y aldeas vecinas, que saquearon y quemaron degollando a sus moradores. No tardaron los franceses en volver al punto de mira de los gerundenses tras las murallas, torres y castillo; y acometieron con empeño por tres puntos diferentes, dispersando la eficacia de la defensa. Una, dos, tres veces al asalto; y nada. Llegó la noche y se suspendió el ataque. O eso parecía, pues amparados en la oscuridad los asaltantes alcanzaron los muros y ya se disponían a escalarlos cuando el ojo avizor de la defensa derribó a los pioneros y éstos arrastraron a los que tras ellos ascendían. Un momento de reorganización y de nuevo al combate. Entonces la fusilería y el cañoneo desplazaron al sigilo, hasta que metida la madrugada un considerable y nada previsto número de bajas, muertos y heridos, en los asaltantes obligó a suspender su maniobra.
Al amanecer del día 21 de junio, primero del verano de 1808, se contabilizaban 700 hombres yacentes en el campo de batalla. Razón suficiente para volver grupas y piernas a Barcelona, sin perder el hábito devastador en el regreso, bien que los somatenes hacían pagar un precio por tales iniquidades. El más notable de los episodios de castigo a los invasores durante estas jornadas descritas aconteció en Mataró. En esta localidad industriosa y próspera del litoral barcelonés había quedado parte de la fuerza expedicionaria francesa, muy seguro el mando de la misma que para tomar Gerona sobraba con los efectivos seleccionados; y que en Mataró los acantonados estaban seguros y en buenas condiciones. Otro error de cálculo. El hostigamiento al invasor crecía y fructificaba gracias al esfuerzo de los paisanos, al extremo que los tres mil quinientos hombres acabaron por huir dejando tras de sí la artillería de acompañamiento.
La expedición de conquista se había saldado con un notorio fracaso.
Primer sitio
Julio de 1808.
La guerra contra el ejército napoleónico en Cataluña carecía de un plan concreto y de una estructura militar consolidada en sus primeros compases. Los somatenes y paisanos a título individual o en pequeñas partidas, perseguían y molestaban a los imperiales en la medida de sus posibilidades, mientras se adecuaba el ejército nacional. Y no sólo eso, también protagonizaron episodios de audacia y valor, como la gallarda defensa de Rosas, rechazando a los franceses y derrotándolos en su retirada, y como el intento de reconquista del Castillo de Figueras, ocupado al inicio de la invasión.
La Junta General del Principado, reunida en Lérida, acordó formar un cuerpo de cuarenta mil hombres, efectivos que se hallaban disponibles, incrementado por los que fuesen alistados sucesivamente. Al mismo tiempo llegaban a Tarragona, procedentes de Mahón, cuatro mil seiscientos hombres mandados por el marqués del Palacio, predispuesto a la ofensiva. Este escenario atemorizó al general Lechi, que por aquel entonces mandaba en la guarnición de Barcelona por ausencia del mariscal Duhesme, y que también tenía a la vista dos fragatas inglesas, con cuyo auxilio los somatenes habían recuperado Montgat, localidad a las puertas de Barcelona.
Duhesme, resentido por su fracaso en Gerona, quería vindicar su honor con la toma de aquella plaza, apremiado por el emperador que la requería como llave de paso franco.
Dio la orden de marcha el 10 de julio (el día 10 o el día 17, según las fuentes), a la cabeza de seis mil hombres y trece cañones, con dirección norte. A las afueras de Barcelona comenzaron sus tribulaciones: los somatenes y las partidas de Francisco Milans del Bosch y Joan Clarós acechaban con eficaces golpes de mano; obstáculos que el contingente expedicionario superaba por la fuerza del número y los medios.
Francisco Milans del Bosch
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Camino de su objetivo prioritario, la plaza de Gerona, los franceses intimaron la rendición al gobernador del Castillo de Hostalrich, cuya respuesta fue digna y briosa.
Ya con Gerona a la vista, a la tropa de Duhesme se unió un refuerzo de dos mil hombres y artillería al mando de Reille. La guarnición que se oponía a los ocho mil franceses era de dos mil militares, completados por la población civil nuevamente dispuesta a cooperar activamente en la defensa.
Nada emprendieron los sitiadores contra la plaza hasta el 12 de agosto; fecha en la que conminaron a la rendición. Sin resultado. A medianoche rompieron el fuego, continuado los días 14 y 15. Los sitiados reparaban con prontitud los estragos que hacía la artillería en la muralla, e impedían de este modo que quedasen abiertas brechas practicables.
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Avisado del asedio, el marqués del Palacio envió en socorro de la plaza al conde de Caldagués con cuatro compañías, a las que se unieron los voluntarios del guerrillero Joan Baget (Joan de la Creu Baiget i Pàmies) y los migueletes y somatenes de los también guerrilleros Juan Clarós (Joan Pau Clarós i Presas) y Francisco Milans del Bosch (militar del ejército español, creador de la figura del guerrillero y primero de una saga de ilustres militares), siempre pendientes de los exploradores y de las retaguardias del enemigo para asestar sus golpes.
Contaba ya Caldagués con diez mil hombres el día 15, próximo a Gerona, y determinó, de acuerdo con los emisarios de la plaza, atacar a los franceses al día siguiente por la mañana. Pero los sitiados no esperaron. Animados por el refuerzo, salieron impetuosos hasta pisar las trincheras enemigas. Toda esa jornada fue de ardua lucha, quedando tan mal parados los franceses que al amanecer del 16 se restituyeron a Figueras, con Reille, y a Barcelona por atajos y veredas, perdiendo Duhesme, en dirección a esta última, bagajes y artillería. Llegó a Barcelona con el susto en el cuerpo.
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Segundo sitio
Mayo de 1809.
Unos meses después de los dos intentos, y ya en un nuevo año, Gerona seguía fuera del poder invasor y en Cataluña la resistencia al francés napoleónico no cejaba.
Comisionado, y siempre apremiado, por la Junta Central de Defensa Nacional que le había conferido el mando militar en Cataluña, el general Joaquín Blake y Joyes entraba en Tortosa. En el resto del territorio, guerrillas y somatenes alternaban su presencia para incomodar al invasor; y hasta se quiso recuperar Barcelona con un arriesgado proyecto que no cuajó por haberlo descubierto, y que debido a ello costó la vida a varios de sus autores, afincados en la ciudad. Uno de los ajusticiados era un mozo de comercio llamado Juan Massana, que al ser tildado de traidor por la autoridad usurpadora respondió a ese general que el traidor era él “que con capa de amistad se ha apoderado de nuestras fortalezas.”
Joaquín Blake y Joyes
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Con el punto de mira en Gerona, dada la inacabable urgencia por asegurar las comunicaciones con la frontera francesa, y el orgullo herido al no poder doblegar la empeñada resistencia de una plaza con reputación de poca defensa, puesto que no ofrecía garantías suficientes ni la antigua muralla ni los fuertes elevados en las alturas circundantes, volvió a la carga el ejército imperial.
Para la defensa de la plaza de Gerona se consideraba como número de efectivos el de 12.000; sin embargo, la guarnición apenas superaba los 6.000, y pese a su valor y gran ánimo, y aun contando con la inestable ayuda de la población civil, la oposición a la fuerza invasora se antojaba más que difícil y muy penosa. De ahí que, en previsión de que esa tercera tentativa aunase un caudal mayor que las precedentes, y mejor experiencia, el general Gobernador Mariano Álvarez de Castro, bien secundado por los voluntarios, dispusiera a toda prisa una reserva compuesta por ocho compañías, vecinos de la ciudad, aprestadas con lo imprescindible, y nada más que eso. La amalgama resultaba tan pintoresca como entusiasta: paisanos, seglares y eclesiásticos, jóvenes con ancianos y el bautizado Batallón de Santa Bárbara (Compañía de Santa Bárbara según la fuente), compuesto por mujeres, con Lucía Fitzgerard (Lucía Conama y Fitzgerald según la fuente) al mando como coronela, dedicarían sus bríos y desvelos a suministrar alimento y munición a la tropa, y llegado el caso, a tomar las armas, prestar vigías y tapar los boquetes por donde pudiera colarse el enemigo; más la asistencia a los heridos y agonizantes.
El alma de aquella unidad era el Gobernador Álvarez de Castro, curtido militar de sesenta años, que ya se distinguiera por su valor en la defensa del Castillo de Montjuich en Barcelona, hombre de indomable espíritu y patriota ejemplar, y a su lado descollaron el teniente de rey Julián Bolívar (según las fuentes Juan de Bolívar o Julián de Bolívar), el coronel de Artillería Isidro de Mata, el de Ingenieros, Guillermo Minali y el intendente Carlos Beramendi; sin restar un ápice de entrega y mérito al resto de la oficialidad y la tropa.
En abril de 1809, consciente de lo que a Gerona, sus habitantes y él mismo se les venía encima, Álvarez de Castro promulgó un bando en el que anuncia su intención de resistir hasta la muerte, y advierte a quien piense en pasarse al enemigo o proponer rendición que será ejecutado.
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El día 6 de mayo se presentaron los franceses ante Gerona, con el alarde característico de poderío y conminación. En cuanto los vio allí reunidos, Álvarez de Castro alertó a los sitiados que aplicaría la pena máxima a quienes manifestaran actitudes traidoras, sediciosas o incitaran a la rendición o capitulación de la plaza.
El contingente francés inició las tareas del sitio inmediatamente, a las que apenas pudo oponer otro impedimento la guarnición de la plaza, dados sus efectivos, que provocar alarma y mínimo retardo con algunas salidas en las que participaron vecinos de las inmediaciones aun no sometidos al dictado invasor. Pues a medida que ampliaban el cerco, desaparecían apoyos exteriores. El 31 de mayo cayó al ermita de Los Ángeles, tras una enconada resistencia, anticipo de lo que iba a suceder con la plaza. Y a principios de junio, los sitiadores culminaron el cerco enfilando Gerona dieciocho mil soldados.
El día 12 se presentó un parlamentario intimando la rendición. La respuesta del Gobernador, castellano viejo, fue contundente: desde ese momento recibiría a cañonazos a los enviados del tirano de Europa, enemigos de su Patria. La suerte estaba echada y a cada cual le correspondía jugar con sus cartas.
Las del primer bombardeo, por parte francesa, que tuvo lugar en la transición del día 13 al 14; con tal acierto que el hospital general, el más importante de la ciudad, fue incendiado y a causa del incontenible fuego destruido. Al amanecer de ese día 14, acometieron los artilleros y luego la infantería las torres de San Luis y San Narciso, que los defensores tuvieron que abandonar el 19 por no haber en ellas cobijo de tanto estrago ocasionado; por la misma razón, el 21 evacuaron la de San Daniel. Antes, la noche del 14 al 15 los atacantes se apoderaron del Arrabal de Pedret, exterior de la Puerta de Francia, y allí se atrincheraron. Pero una salida de los sitiados los desalojó del parapeto y de todo el arrabal.
Aunque la balanza se inclinaba del lado atacante, la determinación de los defensores ofuscaba el anhelado horizonte de victoria.
Ramón Martí i Alsina: El gran día de Gerona.
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En esto llegó al campo enemigo el general Saint-Cyr, trayendo consigo un refuerzo que incrementó hasta treinta mil el número de sitiadores. Con la tropa de refresco en vanguardia, la mañana del 3 de julio dio comienzo el ataque al Castillo de Montjuic, con la dinámica habitual: primero la artillería, luego los infantes. Los cañonazos causaron gran destrozo en el castillo, pese a lo cual, la guarnición compuesta por 900 hombres mandados por el brigadier de Infantería Guillermo Nash aguantaba el asalto. Estaba enarbolada la bandera española en un punto de la fortaleza que se desmoronó de tanto impacto directo de bala de cañón, cayó al foso, lo vio el subteniente Mariano Montoro y allá que se dirigió para recogerla, subirla y colocarla otra vez en el muro.
El día 4, a las diez y media de la noche, dieron el asalto los sitiadores con el mayor ímpetu, pero con un ardor semejante, sino superior, los defensores lo rechazaron. El 8 repitieron el asalto, redoblada la furia por tres veces, con el mismo resultado. Hubo un cuarto asalto que acabó como los tres anteriores, más la herida del coronel Muff, jefe de los atacantes, dos mil bajas vistas, entre ellas las de sesenta y seis oficiales heridos y once muertos; un contratiempo y una decepción.
No obstante, en otro frente, esa jornada la artillería francesa voló la torre de San Juan, sita entre la ciudad y el castillo, pereciendo la mayoría de españoles en ella apostados. A una fortuna le había sucedido una desgracia.
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Temiendo que la obstinación de los españoles prolongara en exceso la toma de la ciudad, Saint-Cyr se propuso privarla de cualquier aliento exterior proveniente de localidades relativamente cercanas y de contrastada actividad hostil a los intereses imperiales. Con este fin tomó prestada una tropa del sitio y la dirigió en dos direcciones a San Feliu de Guixols y Palamós, acometiendo y conquistando ambas plazas con abundante derramamiento de sangre. Continuó el procedimiento pero ahora por el sur, destinando el día 12 una brigada contra los somatenes y partidas que hormigueaban desde Hostalrich hasta Gerona; y por el norte, en operativos de control y limpieza entre Figueras y la raya de Francia.
Era un segundo cerco, más amplio y de igual modo eficaz, que aunque restaba efectivos al asedio ganaba en coacción y también en disuasión práctica.
Debido a esta maniobra de aislamiento, el auxilio encabezado por el coronel Rodulfo Marshall, militar irlandés al servicio de España, consistente en un convoy con atención básica para la población y suministros para la guerra, enviado por la Junta Central de Cataluña, fue descubierto, interceptado y atacado.
La resistencia de los defensores del Castillo de Montjuich proseguía indeleble, al tiempo que infatigable la obra demoledora de los sitiadores; unos y otros arrojaban cuanto fuego permitían sus respectivas armas. El Castillo de Montjuic de Gerona era un bastión construido en la montaña de ese nombre por orden de Felipe IV en 1653, para garantizar la seguridad de los accesos a la llanura de la ciudad desde el norte, conjuntamente con cuatro torres de defensa: San Juan, San Daniel, San Narciso y San Luis. Fue acabado en 1675.
El 31 de julio murió un gran número de franceses en la zona de la torre de San Luis, volados por una bomba arrojada desde la plaza y rematados por una salida de los resistentes en el castillo. Éstos mismos valientes sufrieron el 3 y el 4 de agosto sendos ataques contra el revellín, antepecho del castillo, que tuvieron que abandonar por orden de Álvarez de Castro al contar 18 oficiales y 511 soldados muertos, de un total de 800 defensores, estando heridos o enfermos el resto de supervivientes. Los napoleónicos habían posicionado diecinueve baterías para batir el Castillo de Montjuich, que durante dos meses castigaron sus muros, y aunque abrieron brechas y la guarnición era menor que los efectivos al ataque, necesitaron esas ocho semanas para doblegarla, más de tres mil muertos en las filas propias y que los españoles optaran por abandonarlo.
Privada la plaza del baluarte de Montjuich, se resintió la defensa por aquella zona, entonces ya sólo cerrada por una muralla débil y amparada por muy pocos fuegos. Ante esta perspectiva halagüeña, los sitiadores levantaron buen número de las baterías presentes; pero pronto las devolvieron a la acción visto que en Gerona no aparecían señales de ceder.
El día 19 enfilaron las bocas de cañón hacia la Puerta de San Cristóbal y la muralla de Santa Lucía, que era el sitio más alto y débil de la plaza, causando gran destrozo sus fuegos. El 25 intentaron ocupar las casas de Gironella, pero una salida de los sitiados lo impidió.
Estas salidas eran efectivas, como se ha expuesto en líneas anteriores, pero reducidas a la mínima expresión porque las bajas causadas a diario por el enemigo habían mermado tanto la guarnición que las impedían, y sólo en caso de extrema necesidad recibían autorización. Tampoco los españoles que se introducían a escondidas en la ciudad llegaban a cubrir la nómina de exigencias cotidianas. Con todo, no faltaba el coraje ni la provisión del infatigable y entendido Gobernador, inamovible en su propósito de no capitular ni retroceder ante el enemigo. “Al cementerio”, respondió a un oficial encargado de una salida, que le preguntaba a dónde se dirigiría en caso de retirada. No se descuidó tampoco Álvarez de Castro de pedir socorro por diferentes conductos, peticiones reiteradas que fueron atendidas en lo posible.
Al general Joaquín Blake le cupo el honor, y la responsabilidad, de proporcionar a la plaza el alivio solicitado. Por medio de un movimiento combinado, bien ejecutado por los generales Enrique O’Donnell y Manuel Llauder, el contingente de auxilio español burló las precauciones de Saint-Cyr, además de atacar a cuantos enemigos surgían a su paso, causando muchas bajas y la muerte del general Hadeln a manos de un miguelete, consiguiendo entrar en Gerona con dos mil acémilas custodiadas por cuatro mil infantes y dos mil caballos al mando del general Jaime García Conde; en este contingente figuraban los voluntarios de Milans, Baget y Clarós, que ya habían participado en la liberación de Gerona durante el asedio del verano de 1808. Una vez provista la plaza con tres mil trescientos hombres de refuerzo, este general se restituyó con los demás efectivos a Hostalrich. Era un respiro pero resultaba equívoco creer que los refuerzos decantarían la balanza solucionado el hambre y aumentados los efectivos de lucha, porque ahora había que alimentarlos.
Ramón Martí i Alsina: El sitio de Gerona de 1809.
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Repuestos de la sorpresa, los imperiales reanudaron sus trabajos de asedio y las acometidas.
El día 6 de septiembre volvieron a ocupar la ermita de los Ángeles, que había recuperado Llauder con la llegada del convoy de auxilio, y mataron a cuantos la defendían menos a tres oficiales y al general que escaparon por una ventana. El 11 de septiembre bombardearon intensamente la muralla por los sectores que presentaban brechas. Agrandadas las mismas lo suficiente para posibilitar la infiltración, los españoles contraatacaron con una salida que apenas varió el desfavorable curso de los acontecimientos.
Prestos al asalto, los sitiadores prefirieron intimar a la rendición una vez más. La respuesta de Álvarez de Castro fue la consabida: negativa y descargas.
Saint-Cyr quería poner fin al sitio cuanto antes, apremiado por Napoleón, por su numerosa y bien pertrechada tropa y por su orgullo militar. Y como por la vía de la capitulación era imposible, dispuso el asalto a viva fuerza: cuatro columnas de dos mil hombres cada una tenían la misión de penetrar las murallas y poner pie en el recinto interior de la plaza.
La demostración, anticipada de artillería, era para asustar. Pero no consiguió amedrentar al Gobernador, quien a su vez se dispuso a recibirlos: toque de generala y repique de campanas. La tropa y los paisanos a una acudieron a sus marcadas posiciones defensivas. Ascendía una columna enemiga por la brecha de Santa Lucía, donde mandaba Rodulfo Marshall, que por dos veces fue repelida a la bayoneta y por fuego. El general fue herido de gravedad, muriendo al cabo con estas palabras en la despedida: “Muero contento por esta causa y por Nación tan valiente”. Por las brechas del cuartel o fuerte de los Alemanes y el baluarte de San Cristóbal quisieron penetrar otras dos columnas, que también fueron repelidas. La columna que ascendía por la torre de Gironella, la cuarta de las desplegadas, corrió la misma suerte. El balance de muertes francesas registró dos mil hombres; el de españolas 350, aproximadamente, entre paisanos, militares, oficiales distinguidos por su valor y mujeres del aguerrido Batallón de Santa Bárbara. Niños y ancianos, clérigos, frailes y monjas, hombres y mujeres, sin confusión, ocuparon cada cual el puesto que asignado por el Gobernador, omnipresente durante el conflicto.
No les cabía duda alguna a los franceses sobre el enemigo al que se enfrentaban, que antaño menospreciaron o simplemente dieron por débil, y hogaño les frustraba. Al punto que Saint-Cyr ordenó un repliegue táctico, transformando el sitio en bloqueo, confiado a que el hambre, las enfermedades y las inclemencias, alcanzaran el éxito que a sus armas le estaba siendo vetado.
Por segunda vez quiso Joaquín Blake socorrer y proveer a los esforzados gerundenses. Al mando de doce mil hombres el 26 de septiembre ocupó las alturas de La Bisbal, a dos leguas de Gerona. Iba en vanguardia de este ejército liberador el general Enrique O’Donnell y a continuación el general Luis Wimpffen, de origen suizo, con el convoy de acompañamiento compuesto por dos mil acémilas y ganado lanar. Saint-Cyr observó la maniobra y rápidamente se interpuso entre O’Donnell y Wimpffen para interceptar el convoy y arremeter contra los españoles. Tuvo éxito su movimiento y tras derrotar al contingente español, a Gerona sólo entraron 170 cargas.
Además, las enfermedades, la escasez y el hambre apoyaban a los sitiadores; el sitio era excesivamente largo para los almacenes de la plaza, y para los hospitales. Y por si fueran pocas penalidades, los franceses obtuvieron nuevas refuerzos; Napoleón veía cerca su deseo de contar con un pasillo hasta la frontera.
Por tercera vez intentó Blake socorrer a los angustiados defensores de Gerona sin éxito.
El mariscal Augereau, duque de Castiglione, sustituyó a Saint-Cyr en el sitio de Gerona; a la par que Verdier relevaba a Reille en el gobierno de Figueras, y el ejército francés extendía una línea de cobertura desde San Feliu de Guixols hasta Tordera para evitar que Gerona pudiera ser socorrida por las divisiones del general español Joaquín Blake y Joyes. Como primera providencia, en aras a salvaguardar la integridad de su tropa, Augereau retomó la vía de la intimidación para rendir la plaza. Utilizó a prisioneros, soldados y civiles, también a frailes para ablandar la resolución de Álvarez de Castro; en vano.
Gerona ofrecía un lienzo espantoso entrado noviembre. Era tal la carestía, que una gallina costaba 16 duros y un ratón 5 reales, una fortuna para la época. Faltaba las medicinas, el alimento y la lumbre para los enfermos y heridos; y sobraba contagio y hedor. La ciudad entera era la mansión donde se alojaban el dolor y la muerte. En tan horroroso trance se abatían hasta los más animosos. Proponían algunos salir y abrirse paso entre los enemigos para llegar a zona libre; muy arriesgado, plan condenado al fracaso. Hubo quien optó por hablar de capitulación delante del Gobernador. “¡Cómo!”, replicó éste con viveza, “¿sólo V. es aquí cobarde? Cuando ya no haya víveres nos comeremos a V. y a los de su ralea; y después resolveré lo que más convenga. Sepan las tropas que guarnecen los primeros puestos, que los que ocupan los segundos tienen orden de hacer fuego, en caso de ataque, contra cualquiera que sobre ellos venga, sea español o francés, pues todo el que huye hace con su ejemplo más daño que el mismo enemigo”. Explicitado en un bando.
Claudio Castelucho Diana: La defensa de Gerona
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La noticia de la resistencia sobrehumana de Gerona y las penalidades que sufría su población, conmovieron a una Junta General atenta a todos los frentes abiertos en su jurisdicción. Reunida en Manresa, propuso un alzamiento popular allá donde los franceses no dominaran para obligarles a levantar el sitio o, al menos, a facilitar el auxilio de la plaza.
Llegado a oídos de Augereau supo que, de tener recorrido aquella iniciativa, su situación ante la plaza se tornaría peligrosa, incluso ridícula a ojos del emperador. Así que redobló las embestidas de asalto y conquista en la noche del 2 de diciembre, y poco después ocupaba el invasor el Arrabal del Carmen en el que emplazó baterías para ensanchar las antiguas brechas en los dolientes muros gerundenses. Las piedras se quebraron con los impactos, pero los espectros tras ellas, siempre alerta, aún imponían respeto, o quizá miedo reverencial a esos mismos franceses que se gloriaban de haber vencido y subyugado a todos los pueblos del continente.
El día 7, una vanguardia atacante se apoderó del reducto de la plaza y de las casas de La Gironella, cortando la comunicación con los fuertes, cuya guarnición entonces sólo disponía de ración alimentaria para dos jornadas y munición, de usarse a mansalva, para algo menos. Pese al desolador panorama, Álvarez de Castro pudo socorrerla con una remesa de trigo que alargada cubriría otras tres épicas jornadas: no había otra reserva que suministrar. A media tarde, los imperiales volvieron a intimar la rendición sin conseguir que el Gobernador y su gente doblaran la cerviz.
A grandes males grandes remedios, debió pensar Augereau: mandó destruir el puente de piedra, último acceso, por así decir, para entradas o salidas y, anímicamente, pasillo de conexión con el mundo en torno. Y ni por esas asomó en labio alguna la palabra capitulación.
Pero Mariano Álvarez de Castro estaba gravemente enfermo desde hacía días; las tercianas no aminoraban su espíritu, cierto, como cierto era que su cuerpo apenas se sostenía en pie, y ya el día 4 cedió a una calentura nerviosa que le mantenía postrado y en peligro de muerte.
Siguió impartiendo órdenes y aliento hasta el día 8, fecha en que le sobrevino el delirio, y como todavía consciente y concienciado, aunque recuperándose más por voluntad que por cuadro clínico, transfirió el mando al oficial Julián Bolívar, y él recibió la extremaunción.
El general Álvarez de Castro postrado, gravemente enfermo.
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La primera providencia de Julián Bolívar fue nombrar una junta militar y reunir la municipal. Había que afrontar los hechos con el mayor realismo. Pesaba a todos el tener que plantearse la rendición, pero la defensa era ya inviable. El otoño se despedía igual que comenzara, con lluvias abundantes, torrenciales a menudo, que encharcaron las calles y las desempedraron; por ellas corrían en insalubre mezcolanza las aguas, la sangre y los detritus; y en ellas menudeaban los cadáveres insepultos, inficionando más si cabe un ambiente tétrico, desconsolado e irrespirable, con las casas derruidas y los escombros por hogar. Siete eran las brechas abiertas, todas practicables, algunas muy anchas; habían muerto cerca de seis mil soldados y cuatro mil paisanos, una enorme mortandad, además epidémica; sólo quedaban mil cien combatientes, escuálidos, casi cadáveres; las subsistencias reducidas a la mínima expresión; ningún alivio entre ataque y bombardeo, esfumadas las esperanzas de pronto socorro. Si Gerona hubiera estado provista, al heroísmo de la defensa de sus maltrechos muros hubiera seguido, como en Zaragoza, la defensa heroica de sus calles, de sus templos, de sus sólidos edificios, de sus casas, establos y graneros; y los arrogantes franceses, dominadores de Europa, humillados delante de una flaca y antigua muralla, al cruzarla y disiparse el denso humo de la pólvora, hubieran encontrado las mil caras de la muerte dentro del recinto de la ínclita ciudad.
De acuerdo con la junta militar y la del corregimiento, Julián Bolívar envió al campo de los sitiadores para tratar de la capitulación al brigadier Blas de Fournas, que fue bien recibido por Augereau, con quien ajustó una capitulación tan favorable a los defensores, militares y paisanos, como podía ser en tales circunstancias. Corría el 10 de diciembre de 1809.
Blas de Fournas y de Labrosse, militar de origen francés incorporado al ejército español en 1794, en la Legión Real de los Pirineos, con motivo de la Guerra del Rosellón, destinado como teniente coronel a la vanguardia de la línea del río Fluviá en 1808, entró en Gerona en mayo de 1809 para integrarse en la defensa de la plaza, siendo un elemento destacado de principio a fin lo que le valió el ascenso a brigadier.
Los franceses se comprometieron a respetar la vida y hacienda de los supervivientes, así como la profesión de su fe católica, y lo incumplieron todo.
José Casado del Alisal: Sitio de Gerona.
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Los sitiadores entraron en la plaza el 11 de diciembre por la Puerta de Arenys. Habían precisado de cuarenta mil hombres y cuarenta baterías que arrojaron sesenta mil balas de cañón y 20.000 bombas y granadas, para vencer la resistencia de una pequeña y mal fortificada plaza defendida por una corta guarnición, aunque con un espíritu insuperable. Tanto poderío bélico y tan desmesurada fuerza humana no bastaron para obtener la rendición inmediata; fue el hambre, principalmente, quien abatió a los defensores. Una vez en el interior de Gerona, su primera reacción fue de asombro al contemplar los efectos de una resistencia que no hallaron en ninguna de sus guerras anteriores.
Sin curar de sus males y acuciado por la desdicha de la capitulación, el gobernador Mariano Álvarez de Castro seguía vivo. El 23 de diciembre lo sacaban los franceses de Gerona para conducirlo a Francia, en pésimas condiciones y custodiado al milímetro, junto a otros resistentes. Lo depositaron en el Castillo de Figueras, donde se le encerró en un cuartucho desnudo y lóbrego en las caballerizas; primera posta de su particular vía crucis. Al cabo lo trasladaron al Castillo de Perpignan, estancia aún peor; segunda posta. Poco después, víctima ahora de una incomprensible desorientación, o de una venganza a plazos, lo devolvieron a España para encerrarle de nuevo en el Castillo de Figueras. Su morada última iba a ser un calabozo.
Si antes hubo caso para fomentar la leyenda, su cautiverio añadía otro capítulo denigrante para los captores. Puede que lo dejaran morir en condiciones innobles, puede que le arrebataran la vida al instante a golpes, ahorcado o envenenado; ambas opciones, qué duda cabe, por orden del vengativo Napoleón. En España, el proclamado héroe de Francia, actuó como un megalómano envidioso y ruin, ordenando, induciendo y aprobando asesinatos y vejaciones.
La Junta Central de Defensa Nacional, y posteriormente las Cortes reunidas en Cádiz, decretaron honores al valor y lealtad de Mariano Álvarez de Castro. En 1815, concluida la guerra un año antes con la derrota del invasor, el capitán general de Cataluña, Francisco Javier Castaños y Aragorri, duque de Bailén, presidió en Figueras las honras fúnebres de su benemérito compañero de armas, y en una lápida que mandó fijar en la misma prisión que vio su muerte, transmitió su nombre y hazaña a las futuras generaciones.
Mariano Álvarez de Castro
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Apostillas
Al respecto de la llegada de refuerzos a las plazas sitiadas, escribe Benito Pérez Galdós en Gerona, novela histórica comprendida en la primera serie de sus Episodios Nacionales:
Pasada la impresión del primer instante, todos caímos en la cuenta de que los mismos que los habían traído nos los quitarían [los alimentos], porque, reforzada la guarnición con os cuatro mil hombres de Conde, estos nos ayudaban a consumir los víveres. ¡Funesto dilema de todas las plazas sitiadas!: pocas bocas para comer dan pocos brazos para pelear. Gran número de brazos trae gran número de bocas: de modo que si somos pocos nos vence el enemigo; si somos muchos nos vence el hambre. Sobre esta contradicción se funda verdaderamente todo el arte militar de los sitios.
El 28 de junio de 1809, el general Álvarez de Castro promulga un bando en la Gerona sitiada, específicamente dirigido a las mujeres. En él señala que:
Habiendo entendido el espíritu, valor y patriotismo de las Señoras Mugeres Gerundenses, que en todas épocas han acreditado y muy especialmente en los sitios que ha sufrido esta Ciudad, y en el muy riguroso que actualmente le ha impuesto el enemigo, deseando hacer público su heroísmo y que con más acierto y bien general puedan dedicar y emplear su bizarro valor, en todo aquello que pueda ser de beneficio a la Patria y muy particularmente de los Nobles Guerreros defensores de ella, para recompensar con distinciones sus méritos y servicios sean premiadas con un distintivo honorífico y de mérito, y de hacerlas dotar para que consigan su alianza de matrimonio y sin deshonor, y eternizar los dignos nombres de tales heroínas. He venido en disponer y mandar se forme una compañía de dos cientas Mugeres sin distinción de clases, jóvenes, robustas y de espíritu varonil, para que sean empleadas en socorro y asistencia de los soldados, y gente armada, que en acción de guerra tuvieren la desgracia de ser heridos, llevarles en sus respectivos puestos todo cuantos sea necesario de municiones de boca y de guerra, previniendo que se nombren a tres de dichas Señoras Mugeres para Comandantas de la citada compañía con el título de primera, segunda y tercera Comandanta, para distribuir las órdenes a los puestos y puntos donde deban acudir. He resuelto que se haga pública esta disposición por medio de edictos a fin de que inteligenciando el bello sexo del aprecio que merece a S.E. puedan presentarse en la Sala Capitular del Muy Ilustre Ayuntamiento a dar sus nombres y alistarse, en inteligencia en que llegando su número al de 100 se convocarán para elegir y nombrar ellas mismas a las que consideren más a propósito para regir y gobernar la compañía. Aseguro que no omitiré el recomendar sus méritos a S.E. para que los eleve a S.M. para dispensarlas las mercedes y gracias a que se hayan hecho acreedoras por tan inauditos servicios.
Sobre el Batallón o Compañía de Santa Bárbara, narra en la citada obra, por boca del protagonista Andresillo Marijuán:
Las Damas del Batallón de Santa Bárbara no se daban punto de reposo, anhelando probar con sus incansables idas y venidas que eran el alma de la defensa. [En la muralla de Santa Lucía] Dos monjas se acercaron despreciando el fuego y lo apartaron de allí. […] Teníamos a mano las mismas piedras de la muralla para tirarlas sobre sus cabezas. Ésta era un arma que manejaban las mujeres con mucho denuedo. […] La muralla estaba llena de muertos. Entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los soldados y los patriotas. […] Corrí al fuerte de Alemanes, unos soldados me mandaron salir y las mujeres que curaban a los heridos se pusieron a insultarme diciendo que por qué llevaba allí esta criatura.
Ramón Martí i Alsina: La Compañía de Santa Bárbara.
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Y en relación con la ardua y desesperada lucha de hombres y mujeres durante el sitio relata, también en la misma obra:
Morir en la brecha es no sólo glorioso sino hasta cierto modo placentero. La batalla emborracha como el vino, borrando de nuestra cabeza la idea de peligro. Pero morir de hambre en las calles es terrible. Y en la tétrica agonía ningún sentimiento consolador alboroza el alma irritada y furiosa contra el mísero cuerpo que se le escapa. En la batalla, la vista del compañero anima; en el hambre, el semejante estorba.
El militar, escritor e historiador general José Gómez de Arteche ofrece los siguientes datos con relación al Batallón o Compañía de Santa Bárbara.
En julio de 1808 la Compañía de Santa Bárbara contaba con cuatro compañías: la de Lucía Conama y Fitzgerald (o Lucía Fitzgerard), que actuaba en el baluarte de San pedro y en la muralla de Santa Lucía; la de Ángela Bivern (o María Gabriela Vivern), que se responsabilizaba de la plaza de San Narciso y de la brecha inmediata; la de Ramira Nouvillac (o Raimunda Nouvillac), que lo hacía en la plaza del Vino y en el baluarte de la Merced; y la de Carmen Custi, que se responsabilizaba de la plaza del Hospicio y del baluarte del Mercado.
Inmortalidad de Gerona
En representación de pueblo español, las Cortes de Cádiz, Sesión del 5 de enero de 1812, y el gobierno del Reino decretan:
Que los habitantes de Gerona sean tenidos por beneméritos de la Patria y heroicos.
Que se conceda un grado a todos los oficiales que se habían hallado en el sitio, y a los soldados se les diese la graduación de sargento.
Declarada Gerona ciudad inmortal y libre de contribuciones por diez años y sus vecinos gozar de la nobleza personal, siendo un mérito para ser atendidos en las pretensiones.
A las víctimas y huérfanos de los que hubiesen perecido en la defensa se les conceda por el Estado una pensión proporcionada a sus circunstancias, y los edificios reedificados a expensas también del Estado.
El Excmo. Sr. D. Francisco Javier de Castaños, capitán general de los reales ejércitos españoles y en jefe del Principado de Cataluña, mandó el 31 de enero de 1815 colocar una verja de hierro que cerrara el inmundo calabozo donde murió Álvarez de Castro en el Castillo de Figueras, y situar sobre ella una inscripción grabada con caracteres de oro o mármol negro como muestra de respeto y admiración, con la siguiente leyenda:
INSCRIPCIÓN
Murió envenenado en esta estancia
El día 22 de enero de 1810
Víctima de la iniquidad del tirano de la Francia
El gobernador de Gerona
Don Mariano Álvarez de Castro
Cuyos heroicos hechos
Vivirán eternamente
En la memoria de todos los buenos.
Mandó colocar esta lápida
El Excmo. Sr. D. Francisco Xavier de Castaños,
Capitán General del Ejército de la Derecha.
Año de 1815.
Inscripción de la lápida que cierra el sepulcro de D. Mariano Álvarez de Castro, colocada en la capilla de San Narciso de Gerona.
Descansan aquí las cenizas de D. Mariano Álvarez de Castro, que fue terror del enemigo cuando empuñó la espada. Este fue el hombre grande, este el héroe, que debía ser inmortal, y que murió de un veneno que le preparó la mala fe del enemigo. La buena memoria quedará a los venideros, Gerona la celebrará en sus fastos: y para perpetuarla mandó el rey don Fernando VII erigir este sepulcro, que perdonará el tiempo voraz: y la fama que no perece transmitirá a los siglos los hechos de tan benemérito general. Año de 1816.
Monumento a los defensores de Gerona. Conmemoración del 1.º centenario, 1909. Obra de Antonio Parera Saurina.
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Fuentes
Juan Díaz de Baeza, Historia de la guerra de España contra el emperador Napoleón. Publicación de I. Boix Editor, Madrid 1843. (Obra basada en la de José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde de Toreno, titulada Historia del levantamiento, guerra y revolución de España).
José Antonio Vaca de Osma, La Guerra de la Independencia. Publicación de Editorial Espasa Calpe.
José Oriol Molgosa Valls, El sitio de Gerona. Publicación de la Librería de Eudaldo Puig, Barcelona 1879.
Varios autores, La Guerra de la Independencia (1808-1814). El pueblo español, su ejército y sus aliados frente a la ocupación napoleónica. Publicación del Ministerio de Defensa.