La revuelta madrileña contra el invasor napoleónico
Luis Daoiz, Pedro Velarde y los madrileños patriotas
Guerra de la Independencia: El Dos de Mayo
Antecedentes
Antes de que Carlos IV y María Luisa de Parma iniciaran el viaje a Bayona, obedeciendo los deseos del emperador Napoleón Bonaparte, había comunicado Joachim Napoleón Murat, Mariscal del Imperio, gran duque de Berg, rey de Nápoles y cuñado del emperador (a quien Talleyrand calificada como El carnaval de la gloria), sin atisbo de duda, a la Junta de Gobierno nombrada por Fernando VII, que el emperador Bonaparte no reconocía otro rey de España que no fuera Carlos IV, y avocándose con aquel monarca en El Escorial le obligó a escribir al infante don Antonio (Antonio Pascual de Borbón y Sajonia, hermano de Carlos IV y tío de Fernando VII), a la sazón presidente de la Junta, asegurándole que su abdicación había sido forzada y que había protestado formalmente contra ella. Declaraba lo mismo en la carta que escribió a su hijo, y confirmaba provisionalmente el nombramiento de la Junta y de todos los empleados que habían sido nombrados desde el 19 de marzo, día en que abdicó; e idéntica declaración remitió a Napoleón antes de ponerse en camino.
Posteriormente, desde Bayona nombró a Murat su lugarteniente en España.
Napoleón Bonaparte anhelaba someter a los españoles, la canaille española, como nos motejaba; Murat le animaba a dar el paso conquistador, pero el conde de Tournon, su dilecto agente en Madrid, advertía con lealtad y sensatez:
“La nación española no se parece a ninguna otra. V.M. no debe tomar ningún partido antes de venir a conocer las cosas por sí mismo. Los españoles tienen un carácter noble y generoso, pero tienden a la ferocidad y no soportarían ser tratados como una nación conquistada. Reducidos por la desesperación, serán capaces de las más grandes y valientes revoluciones y de los más violentos excesos.”
Aunque privó en el emperador la opinión favorable de su belicoso cuñado: “Sire, con estas tropas y nuestros cañones respondo de todo”.
Motivaciones para la invasión y circunstancias nacionales en España
Fueron tres, señala José Antonio Vaca de Osma. La primera: expandir las ideas de la Revolución francesa; la segunda: el afán estratégico para lograr la hegemonía continental contra Gran Bretaña; la tercera: acabar con la dinastía de los Borbones.
El también historiador Jesús Pabón, estudioso de la época, define las circunstancias españolas de entonces:
“La conducta de Napoleón Bonaparte en España y la resistencia de España al emperador constituyen el trance decisivo en la historia del Imperio porque juegan en él el triple error y la triple verdad de lo monárquico, lo nacional y lo religioso.”
Añade Vaca de Osma:
“Durante la Guerra de la Independencia se lucha por la religión y por la independencia de la patria, y también en un principio por la monarquía encarnada por la figurea de Fernando VII [a quien sus padres achacan un carácter falso e insensible, además de estar dirigido por “hombres malos”, y de incumplir sus promesas], pero al mismo tiempo se va incubando un proceso revolucionario que va a acabar con el Antiguo Régimen y que dará lugar a todos los enfrentamiento y contiendas del siglo XIX [trágico para España].”
* * * * *
Bando llamado del Oprobio
Publicado el 18 de marzo de 1808, en él anuncia el Consejo del Reino la llegada inminente de tropas francesas a territorio español.
“Habiendo de entrar Tropas Francesas en esta Villa y sus inmediaciones con dirección a Cádiz, se ha dignado S. M. comunicarlo al Consejo en Real Orden dirigida a su Decano Gobernador interino con fecha de ayer por el Excmo. Señor Marqués Caballero, mandando, entre otras cosas, se haga saber al Público ser su Real voluntad, que dichas Tropa en el tiempo que permanezcan en Madrid y sus contornos serán tratadas como que lo son del íntimo Aliado de S. M., con toda la franqueza, amistad y buena fe que corresponde a la alianza que subsiste entre el Rey nuestro Señor y el Emperador de los Franceses: lo que se avisa al Público de orden del Consejo, esperando este Supremo Tribunal de la ilustración y fidelidad de este Pueblo a su Soberano, cumplirá exactamente su Real voluntad. Madrid diez y ocho de Marzo de mil ochocientos y ocho.
Es copia de su original, que por ahora queda en mi poder, de que certifico yo D. Bartolomé Muñoz de Torres, del Consejo de S. M., su Secretario, Escribano de Cámara más antiguo y de gobierno del Consejo. Madrid dicho día.
D. Bartolomé Muñoz.”
Después de la partida hacia Bayona del rey, la Junta de Gobierno se hallaba en Madrid amedrentada con la actitud siempre amenazadora de Murat, quien protegido por sus 25.000 soldados, y alardeando de tamaña fuerza con gran aparato en sucesivas revistas militares, mandaba sobre la Junta como si en realidad fuera el soberano.
La Junta, por otra parte, además de miedo, que es mal consejero, ventilaba con encargos y resoluciones del rey, a quien consultaba algunas veces, que la ponían en apuros, ya por el peligro de ponerlas en ejecución ya por la contradicción que en ellas afloraba. De tal suerte que, por unas cosas o por otras, por parte del gobierno español no cabía obstáculo para los planes concertados y las medidas en curso de Napoleón y Murat.
Estaba reservado al valor y a la lealtad del pueblo responder al soberbio desafío de los franceses napoleónicos.
Ni a propios traidores ni a extraños invasores escapaban las manifestaciones del vecindario de Madrid contra las ofensas del arrogante Murat y su tropa, con quienes trababa diarias pendencias, al tiempo que dispensaba burlas y desprecios a su encaramado jefe en reciprocidad a la altivez mostrada por éste al conducirse con despliegue efectista por el Paseo del Prado. Los madrileños comprendían perfectamente el significado de tales demostraciones, pero no por ello se intimidaban, sino que se irritaban más y más cada jornada de exhibición y agravio. Hasta que la exaltación del ánimo popular vertió un ensordecedor griterío con silbidos y dicterios, inequívoca muestra de reto al pasar Murat el día primero de mayo por la Puerta del Sol con su lucido acompañamiento de uniformados.
Precursoras eran todas las manifestaciones, de las privadas a las públicas, de la inmediata explosión del Dos de Mayo; y que aceleraron las disposiciones de Murat para que se acabasen de trasladar a Bayona los individuos de la familia real que permanecían en Madrid.
Dos de Mayo
El Dos de Mayo de 1808, día terrible, si bien glorioso para el heroico pueblo madrileño, en representación del pueblo español, fecha que ocupará en toda época un aparte en la historia del mundo, se agolpó a partir de las ocho y media de la mañana mucha gente enfrente del Palacio Real. La víspera se había divulgado la próxima salida de los infantes y el pueblo confirmó la noticia al distinguir en la puerta del palacio tres coches que los esperaban para llevárselos lejos. En el primero de ellos subió la reina de Etruria (María Luisa de España o María Luisa de Borbón) con sus hijos, cuya marcha presenció la gente con indiferencia por considerarla ya una princesa extranjera y por sus veleidades con Murat. Supuso la gente plena de recelo, desconcierto y coraje, que los otros dos coches serían los portadores de los infantes don Antonio y don Francisco de Paula, entonces todavía niño. Aparecieron algunos criados de palacio diciendo que el infante don Francisco lloraba desconsolado porque se lo querían llevar, momento en que se desbordo el dolor y la rabia, aumentada con furor de venganza al presentarse un ayudante de Murat para agilizar el proceso.
El maestro cerrajero José Blas Molina Soriano grita ¡traición! e inicia la revuelta popular; un pequeño grupo irrumpe en las habitaciones de Palacio donde aún permanece el infante.
Mal lo pasó el comisionado general Lagrange rodeado de ira, y de peor fue librado por la intervención de un batallón con tres cañones enviado por el avisado Murat. La artillería descargó sobre la multitud sin intimidación previa, causando una docena de bajas entre muertos y heridos de consideración. Gritos y carreras para escapar de la metralla e informar al resto de Madrid de lo que sucedía y a tantos afectaba. “¡Que nos los llevan!”, exclamaba una voz femenina.
Al poco se había levantado el pueblo de Madrid en masa y con valor absoluto, pero anárquicamente e insuficientemente armado para oponerse con eficacia. En seguida se organizaron partidas mandadas “por gente de toda condición”, resueltos a todo, incluso a socorrer a los franceses acosados y que no podían escapar. Guiados por el instinto y la necesidad de sobreponerse a los sucesos, arreciaron y se prodigaron las acometidas contra loa francesada, dirigiéndose en tropel hacia el centro de la capital, ocupando la Puerta del Sol y las calles inmediatas donde, lo mismo que en otros puntos, murieron o fueron hechos prisioneros muchos franceses. Pero la heroica defensa de los enclaves más significados de acceso y salida de la capital fueron tomados por el disciplinado enemigo; así las puertas de Toledo, San Vicente y la de Los Pozos (Glorieta de Bilbao en la actualidad).
En las puertas de La Paloma y de San Cayetano, lucharon con denuedo y derroche de valor contra las Águilas imperiales un grupo de mujeres denominadas “las manolas”.
Debe recordarse que el Capitán General de Madrid, Francisco Javier Negrete, de quien dependía la tropa en la capital y, por ende, la defensa de la misma de cualquier invasión, decidió “abstenerse” de intervenir ordenando el acuartelamiento de todos los efectivos militares, favoreciendo de esta manera el propósito napoleónico.
El historiador Juan Pérez de Guzmán y Gallo narra los primeros compases de la lucha en Madrid en su obra El 2 de Mayo:
“El Retiro, los cuarteles del Pósito y de la calle de Alcalá dieron un contingente [francés] de tres mil hombres de a caballo, que por esta misma calle y la Carrera de San Jerónimo avanzaban a toda brida, extendidos en anchos escuadrones que llenaban de acera a acera hasta la Puerta del Sol. De la Casa de Campo subieron por la calle y Puente de Segovia cuatro mil infantes; dos mil coraceros de los Carabancheles [el Alto y el Bajo] entraron sobre los cadáveres de las manolas por la Puerta de Toledo, corriéndose algunos hasta el Portillo de Embajadores. De El Pardo y Puerta de Hierro subieron por la Puerta de San Vicente otros cuatro mil infantes. Del Convento de San Bernardino entraron en dos columnas otros seis mil hombres. Al tiempo que se realizaban estos movimientos, el lugarteniente imperial [Murat] comunicaba a la Junta sus deseos en forma de ultimátum de que: toda reunión se disperse, bajo pena de ser exterminados, que todo individuo que sea aprehendido en una de estas reuniones sea inmediatamente pasado por las armas“.
Joaquín Sorolla: Defensa del Parque de Artillería de Monteleón (1884).
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Leonardo Alenza: Héroes de 1808. Muerte de Daoiz en el Parque de Artillería de Monteleón, 1835.
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Manuel Castellano: Defensa del Cuartel de Monteleón (1862).
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Sorprendida por la reacción popular, la hueste invasora adoptó la drástica medida de acabar a sangre y fuego con la revuelta en su contra. Avanzando por la Carrera de San Jerónimo y por la calle de Alcalá, la tropa a pie del coronel Fréderic y la montada del general Grouchy dispersaron a los españoles con andanadas mortales e impetuosas cargas de caballería. Sin embargo, siguió el pueblo soliviantado presto a la defensa de su honor e idea; algunos, individuales o agrupados en el cometido, esperaban serenamente la visión del enemigo para abatirlo; otros, en cambio, y animados del mismo espíritu y valor, optaron por el ímpetu arrojándose en medio de sus filas a sabiendas de un destino de muerte que podía también arrebatar la vida que osaba mancillar el suelo ajeno; otros se apostaban en las esquinas y balcones disparando con acierto.
Hubo un grupo que ordenado se dirigió al Barrio de las Maravillas con intento de sacar los cañones del Parque de Artillería de Monteleón (Parque de Monteleón, antiguo palacio de los duques de Monteleón), sabedores de que los artilleros, infantes y granaderos de Marina resistían el embate francés. La tropa española se hallaba metida en los cuarteles por orden de la Junta de Gobierno, pese al ardor combativo que dominaba en la mayoría de los acantonados; esta misma obediencia castrense contenía a los artilleros para no acceder a las demandas de los paisanos. La pugna entre la obediencia al mando y la defensa de la libertad de la patria traía en jaque a los dispuestos a tomar las armas y disparar los cañones.
Hasta que rompió la perplejidad imperante la noticia, divulgada como reguero de pólvora, de que los franceses habían atacado un cuartel. Entonces la reacción fue unánime: era inaceptable tal agresión extranjera. Los militares españoles colocaron tres piezas fuera del parque, con los capitanes de Artillería Luis Daoiz Torres y Pedro Velarde Santillán y los tenientes de Infantería Jacinto Ruiz, el regimiento de Voluntarios del Estado al mando del capitán Goicoechea, y Rafael Arango mandando la ofensiva, que complementaba la valiente iniciativa de los paisanos y soldados en acción conjunta habiendo capturado un considerable número de prisioneros. Debe mencionarse la participación en este cuartel y en las calles del batallón de Granaderos de Marina, con 174 hombres, mandados por el capitán de fragata Guillermo Scotti y el teniente de navío Gregorio Zaporito, que se unieron a la lucha contra los napoleónicos; así como la intervención al frente de un grupo de paisanos del alférez de fragata Juan van Halen y Sarty, muriendo todos en combate.
Cuenta el teniente Arango, que era ayudante del Parque de Artillería, en su obra biográfica El dos de Mayo de 1808. Manifestación de los acontecimientos del Parque de Artillería en aquella eterna jornada:
“Descubrí a un alférez de navío en el patio [el alférez de fragata José Hezeta], que no vi por dónde entró. Era un entusiasta de rancio españolismo, que me saludó excitándome a que armara al paisanaje porque habiendo, fueron sus palabras, ‘tocado los franceses a degüello era preciso decidirse a morir matando’ ¿Qué partido había yo de tomar? No se me ocurrió otro que el de meterme cautelosamente en la sala de armas con un cabo y tres artilleros para poner piedras a los fusiles [disponerlos para el disparo], ocuparme en otros preparativos y encargar al animoso alférez de navío (sic) que, saliendo por una puerta falsa, fuese de mi parte a decir a mi comandante, que no vivía lejos, el estado en que nos hallábamos. Él aceptó la comisión prometiendo volver sin demora con instrucciones favorables con su lema de morir matando, y así hubo de sucederle en el tránsito, pues no volvió, y nunca pude averiguar su paradero, ni su nombre, digno de lugar en la lista de los próceres del valor y del patriotismo.”
Luis Daoiz tomó el mando por antigüedad en el empleo, y desobedeciendo a conciencia y razón superior la orden del general Negrete, entregó armas a los chisperos y manolas (ellos y ellas hijos del pueblo de Madrid, canta el chotis) que llegaba a trompicones y encendida el ánimo de la Puerta del Sol.
No tardó en aparecer ante los cañones una fuerte columna enemiga, que recibió en su seno las certeras descargas; como recibió en el suyo la aguerrida e improvisada tropa española el acierto de los fusiles enemigo. Duró el combate mientras las baja españolas lo soportaron; pero cayó muerto el capitán Velarde y herido el capitán Daoiz, y poco más podía oponerse salvo el deponer las armas ante un ejército que avanzaba hacia los cañones para rematar a los heridos y aniquilar la heroicidad de los artilleros y paisanos.
Monumento a Daoiz y Velarde.
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Manuela Malasaña. A la izquierda el cuadro de Eugenio Álvarez Dumont: Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que baja del parque a la de San Bernardo (1887).
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Resume el episodio Vaca de Osma:
“Entre militares y paisanos se organizó con dificultad una improvisada defensa ante los ataques, primero de un batallón de Westfalia, luego de un regimiento mandado por el coronel Montholon, que fue hecho prisionero, y por fin de una columna de refuerzo enviada por Murat superior a los dos mil hombres. Con este despliegue, a pesar de la heroica resistencia en la que se distinguieron mujeres como Clara del Rey (muriendo ella, su marido y uno de sus tres hijos) y Manuela Malasaña (fusilada por ser portadora y utilizar como arma unas tijeras, pues era bordadora, y que el historiador Pedro de Répide considera que su nombre puede admitirse como un símbolo que perpetúe el heroísmo de los hijos del pueblo en la rebeldía contra los invasores imperiales), el Parque de Monteleón acabó siendo ocupado por los franceses que mandaban los generales Lefranc y Lagrange.” Añade el citado historiador que “con frase muy decimonónica”, los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz “ofrendaron sus vidas en el altar de la Patria”.
Desde que se generalizara la sublevación del pueblo de Madrid, el mariscal Murat fue a situar su observatorio en la montaña del Príncipe Pío, paraje inmediato a la Puerta de San Vicente. La Junta de Gobierno, a verlas venir, comisionó a dos de sus individuos, Miguel José de Azanza y Gonzalo Ofarril, para que parlamentaran con Murat ofreciéndole sosegar al pueblo si mandaba suspender el fuego y las represalias además de acompañarles un general francés para acordar los términos. Se avino Murat, y presentándose en los Consejos con el general Harispe, se incorporaron a la comitiva pacificadora varios consejeros; de calle en calle consiguieron a placar a la multitud con sus exhortaciones y con la promesa formal de paz y concordia en adelante. De ahí que los vecinos se retiraran a sus domicilios con esa confianza, mientras los franceses afianzaban su hegemonía en la capital disponiendo piezas artilleras en los lugares convenientes.
Al cabo, confiando en lo dicho por la autoridad, los madrileños fueron retornando a sus quehaceres. En mala hora, porque los franceses empezaron a prender indiscriminadamente a cuantas personas encontraban en las calles, encerrando a muchos en los cuarteles y en la Casa de Correos, además de pasar en el acto por las armas a los que ellos pretextaban que iban armados, reputando por arma las navajas, los cortaplumas o las tijeras de uso común; y fueron disparados algunos inermes en la Puerta del Sol, frente y a pocos pasos de la iglesia del Buen Suceso y junto a la contigua iglesia de la Soledad.
Por lo que siguió, en tremenda e insalvable inferioridad, la lucha encarnizada por las calles de Madrid, una lucha dispersa, sañuda en la acción patriótica, extremadamente violenta en la reacción imperial. Se asesinó a mansalva paisanos y soldados españoles, se asaltaron cuantas viviendas particulares quisieron registrar, y se expoliaba en gran medida. Escribe Pérez Guzmán: “La cacería organizada contra los balcones y ventanas dio el contingente más numeroso de víctimas de aquel día”. Vaca de Osma apunta a que a partir de esta jornada se iniciaron los saqueos de bienes españoles, que a lo largo de los seis años de la Guerra de la Independencia, de 1808 a 1814, produjeron un botín incalculable trasladado fuera de España.
Aniceto Marinas: Monumento a los Héroes del Dos de Mayo (1891).
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Detalle del monumento a los Héroes del Dos de Mayo que muestra a Clara del Rey.
Con fecha del mismo día 2 de mayo había promulgado un decreto Murat, denunciando la sublevación del pueblo de Madrid, fijado en las paredes el día 3, mandando fusilar a los españoles prendidos el día 2 con las armas en la mano, y que fuesen desarmados todos los vecinos con providencias aterradoras.
La Junta dejada en Madrid por Fernando VII se plegó incondicionalmente a las órdenes de Murat.
Quedó establecida en la Casa de Correos una comisión militar napoleónica, tribunal de facto presidido por Grouchy, que sin oír ni ver a los que sentenciaba, los hacia conducir atados de dos en dos y en pelotones al Prado y al Retiro, donde fueron despiadadamente fusilados, disparando la soldadesca gabacha sobre aquellos infelices reunidos, a muchos de los cuales enterraron cuando todavía respiraban.
A estas sangrientas escenas ejecutada por el día le siguió una noche de horror. Un pavoroso silencio imponía su manto opresor en toda la capital, tan sólo quebrado por la trepidación criminal de los fusiles, el estruendo de los cañones y las exclamaciones agónicas de las víctimas. Y de nuevo al amanecer, para completar la obra criminal, fusilaron en el cercado del Príncipe Pío a los civiles y soldados arrestados la tarde anterior.
Epiloga este memorable día el historiador Juan Díaz de Baeza:
“Tal fue la jornada del Dos de Mayo de 1808, célebre para siempre en las páginas de la historia. Pasma, no se concibe apenas la conducta del arrogante y sanguinario Murat y de sus satélites. Traidores y viles, se encarnizaron a mansalva contra un pueblo leal y valiente, engañado y desarmado bajo la fe de una palabra solemne. ¡Fementidos! Empero la justicia del cielo, que no siempre deja impunes, aun en esta vida, las atrocidades de los malvados, dispuesto habían que pagasen a su tiempo con las setenas [sufrir un castigo superior a la culpa cometida], su ferocidad y alevosía los verdugos del Dos de Mayo. Quinientos mil soldados franceses fueron víctimas con el tiempo del valor y de la ira de los españoles, que insanamente se atrevieron a provocar, vengada de este modo la sangre inocente que derramaron en Madrid. El insolente Murat fue derrocado de un usurpado trono y arcabuceado como un b and ido: el valor y la constancia de aquellos mismos españoles a quienes se gloriaba de haber humillado, preparó su estrepitosa caída, y algunos contribuyeron a su captura.”
Un cálculo de las víctimas españolas en la jornada del 2 de mayo de 1808 que puede estimarse realista cifra en 409 los muertos y en 170 los heridos.
Obelisco en memoria de los Héroes del Dos de Mayo. Al valor, la constancia, al patriotismo y a la virtud.
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Detalle del obelisco.
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Detalle en el obelisco.
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Oda al Dos de Mayo
Oigo, patria, tu aflicción,
y escucho el triste concierto
que forman, tocando a muerto,
la campana y el cañón;
sobre tu invicto pendón
miro flotantes pendones,
y oigo alzarse a otras regiones
en estrofas funerarias,
de la iglesia las plegarias,
y del arte las canciones.
Lloras, porque te insultaron
los que su amor te ofrecieron
¡a ti, a quien siempre temieron
porque tu gloria admiraron;
a ti, por quien se inclinaron
los mundos de zona a zona;
a ti, soberbia matrona
que, libre de extraño yugo,
no has tenido más verdugo
que el peso de tu corona!
Doquiera la mente mía
sus alas rápidas lleva,
allí un sepulcro se eleva
contando tu valentía.
Desde la cumbre bravía
que el sol indio tornasola,
hasta el África, que inmola
sus hijos en torpe guerra,
¡no hay un puñado de tierra
sin una tumba española!
Tembló el orbe a tus legiones,
y de la espantada esfera
sujetaron la carrera
las garras de tus leones.
Nadie humilló tus pendones
ni te arrancó la victoria;
pues de tu gigante gloria
no cabe el rayo fecundo,
ni en los ámbitos del mundo,
ni en el libro de la historia.
Siempre en lucha desigual
cantan tu invicta arrogancia,
Sagunto, Cádiz, Numancia,
Zaragoza y San Marcial.
En tu suelo virginal
no arraigan extraños fueros;
porque, indómitos y fieros,
saben hacer sus vasallos
frenos para sus caballos
con los cetros extranjeros.
Y aún hubo en la tierra un hombre
que osó profanar tu manto.
¡Espacio falta a mi canto
para maldecir su nombre!
Sin que el recuerdo me asombre,
con ansia abriré la historia;
¡presta luz a mi memoria!
y el mundo y la patria, a coro,
oirán el himno sonoro
de tus recuerdos de gloria.
Aquel genio de ambición
que, en su delirio profundo,
cantando guerra, hizo al mundo
sepulcro de su nación,
hirió al ibero león
ansiando a España regir;
y no llegó a percibir,
ebrio de orgullo y poder,
que no puede esclavo ser,
pueblo que sabe morir.
¡Guerra! clamó ante el altar
el sacerdote con ira;
¡guerra! repitió la lira
con indómito cantar:
¡guerra! gritó al despertar
el pueblo que al mundo aterra;
y cuando en hispana tierra
pasos extraños se oyeron,
hasta las tumbas se abrieron
gritando: ¡Venganza y guerra!
La virgen, con patrio ardor,
ansiosa salta del lecho;
el niño bebe en su pecho
odio a muerte al invasor;
la madre mata su amor,
y, cuando calmado está,
grita al hijo que se va:
“¡Pues que la patria lo quiere,
lánzate al combate, y muere:
tu madre te vengará!”
¡Y suenan patrias canciones
cantando santos deberes;
y van roncas las mujeres
empujando los cañones;
al pie de libres pendones
el grito de patria zumba
y el rudo cañón retumba,
y el vil invasor se aterra,
y al suelo le falta tierra
para cubrir tanta tumba!
¡Mártires de la lealtad,
que del honor al arrullo
fuisteis de la patria orgullo
y honra de la humanidad,
en la tumba descansad
que el valiente pueblo ibero
jura con rostro altanero
que, hasta que España sucumba,
no pisará vuestra tumba
la planta del extranjero!
Bernardo López García
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Fuentes
Juan Díaz de Baeza, Historia de la guerra de España contra el emperador Napoleón. Publicación de I. Boix Editor, Madrid 1843. (Obra basada en la de José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde de Toreno, titulada Historia del levantamiento, guerra y revolución de España).
José Antonio Vaca de Osma, La Guerra de la Independencia. Publicación de Editorial Espasa Calpe.
Varios autores, La Guerra de la Independencia (1808-1814). El pueblo español, su ejército y sus aliados frente a la ocupación napoleónica. Publicación del Ministerio de Defensa.