Hubo un soldado español en la Guerra de la Independencia que tras recibir, nada menos, que veintiuna heridas de gravedad en la batalla de Talavera, suficientes para morir varias veces, en su estado y a pie llegó hasta Sevilla y pudo recuperarse.
La batalla de Talavera de la Reina
Napoleón había fracasado en su intento de ocupar militarmente Portugal, mediante acciones combinadas desde el Norte y el Sur efectuadas por los mariscales Soult, conde de Dalmacia, y Victor, conde de Belluno; el plan concebido por Napoleón contaba con el asesoramiento de su hermano José (el impuesto rey José I) a su vez aconsejado por su jefe de Estado Mayor el mariscal Jourdan. El fracaso se produjo en la localidad toledana de Talavera de la Reina.
La batalla de Talavera enfrentó al ejército francés del mariscal Victor y al español del Capitán general Gregorio García de la Cuesta, jefe del Ejército de Extremadura, apoyado por el cuerpo expedicionario del general Wellesley, duque de Wellington.
En vista a coordinar las operaciones que debían expulsar a los franceses de la zona comprendida entre Mérida y Medellín, el 10 de julio de 1809 se reunieron en la localidad cacereña de Casas del Puerto de Miravete (cuartel general del ejército español) los generales Cuesta y Wellesley, acordando un ambicioso plan que de tener éxito liberaría Madrid de la invasión napoleónica; este plan incluía la participación del Ejército de Andalucía mandado por el general Venegas. Era preciso actuar con rapidez para evitar que las tropas del mariscal Soult, estacionadas en Galicia, hicieran acto de presencia. Las tropas francesas en todo el sector estaban mandadas por el mariscal Victor, que advirtió las intenciones de su enemigo ordenando el repliegue escalonado hacia Talavera de la Reina.
El día 20 llegaba a La Calzada la tropa del general Cuesta y a Oropesa la del general Wellesley, situándose ambas en línea de asalto sobre Talavera.
El plan de acción aplicado en la batalla corresponde al general Cuesta (el anciano Capitán general Cuesta), quien lo presentó a su aliado Wellesley (Wellington), cuyo injustificable retraso de tres semanas en la localidad portuguesa de Abrantes permitió a las fuerzas de los mariscales Soult, Ney y Sebastiani tomar posiciones ventajosas en los alrededores de Talavera de la Reina.
Napoleón dio el mando de su ejército al mariscal Soult, siendo la principal orden a cumplir la expulsión de los ingleses de España.
Por parte aliada, el general Cuesta actuó en la batalla con gran decisión y valor a pesar de su ancianidad, mientras Wellesley se mostró en exceso reticente y quejoso.
La batalla tuvo lugar los días 27 y 28 de julio de 1809, entre la sierra de Segurilla, al Norte, hasta Talavera y el río Tajo, al Sur, y toda la zona al oeste de la villa; las tropas españolas y británicas (mayormente inglesas) formaron una línea de cuatro kilómetros desde el río Tajo a Cerro Medellín, donde quedó establecido el contingente de Wellesley; las tropas francesas ocupaban la zona este; y el arroyo de la Portiña separaba a los contendientes.
El bando francés celebró un consejo de guerra, presidido por José I, integrado por los mariscales Jourdan, Ney, Victor, Sebastiani, Lapisse y Laval (estos tres, condes y barones del Imperio), acordando un ataque en toda regla. Fueron varios los ataques franceses en su iniciativa bélica, aunque todos ellos infructuosos por las inmediatas y firmes réplicas.
Las ofensivas fueron recíprocas y violentas, sufriendo los dos ejércitos pérdidas muy considerables; aunque los movimientos estratégicos y las operaciones durante esos dos días no lograron fijar un vencedor aplastante, dado el equilibrio y la nula perspectiva de modificarlo en favor de uno u otro, salvo la temida por los franceses llegada de la División del general Venegas que, de producirse, decantaría la balanza del lado aliado. Así pues, y con miles de muertos entre los ríos Alberche y Tajo, antes de que los refuerzos de Venegas, que se demoraban, hicieran acto de presencia, los franceses optaron por la retirada.
Las veintiuna heridas del bravo Antonio Chover Sánchez
El alférez Antonio Chover Sánchez era un valenciano de Játiva, nacido en 1795. A los diecinueve años sentó plaza en el Arma de Caballería como soldado. El 4 de mayo de 1808 fue ascendido a cabo segundo; luego a sargento y el 26 de julio de 1809, víspera de la batalla de Talavera, al empleo de alférez. Ese día, del pueblo toledano de Cebolla salieron en descubierta por la calzada de Torrijos a Talavera diez jinetes del Regimiento de Húsares Reales de Granada, creado en 1808, al mando del joven alférez Chover.
En tarea de vigilancia y control de caminos, Antonio Chover avistó a un ayudante de campo francés montado y al trote. Yendo a por él en su caballo y pistola en ristre, que falla en su encendido, el oficial francés repelió al español desenvainando el sable y propinándole un sablazo que le partió la oreja izquierda. Desmontado y sangrante, Chover desafió al francés en tierra, cosa que éste ignoró arremetiendo con otro sablazo que le partió el omóplato izquierdo. No obstante las dos heridas, el español insertó su sable en el costado derecho del francés atravesándole el cuerpo. Continuaron luchando, el uno montado y el otro a pie, hasta que Chover, con toda su fuerza en ristre, venció su resistencia y lo dejó inerme y colgado de uno de los estribos. Entonces, y aún ignorante de lo que se le venía encima por el fragor de su batalla, quedó rodeado por un destacamento francés dirigido por el mariscal Victor. A él se dirigió publicando la hazaña de haber muerto al oficial francés en un lance de guerra, y exigiendo el trato debido a un prisionero. El silencio del mariscal, quizá dubitativo, fue roto por una traicionera estocada por la espalda que asomó por el estómago del indefenso alférez español. Encarado con quienes, desde el reverso, le habían así herido, recibió como satisfacción otra estocada en el vientre que también le atravesó el cuerpo. Yacente en la tierra que regaba su sangre, sufrió la acometida de un cuarteto salvaje que le asestó nada menos que quince sablazos con sus respectivas heridas invalidantes. Y en apariencia muerto quedó allí tendido y despreciado.
Vivo a pesar del sañudo castigo, Chover fue hallado en su estado lamentable por otro herido español el día 27, un sargento del Regimiento de Dragones de Lusitania: la cabeza abierta y sangrando copiosamente, amputados los dedos de la mano izquierda; y muerto su caballo por las heridas que también a él causó la batalla de Talavera. El casi agonizante Chover había hecho señas al caminante para que le prestara auxilio en aquel trance penoso. Al desaliñado alférez lo cubría solamente la camisa, su cabeza presentaba dos anchas cuchilladas que le dividían el cráneo; otra, ya citada, le había seccionado la oreja izquierda; su omóplato izquierdo estaba materialmente partido; atravesado el antebrazo derecho; la espalda, apoyada en el suelo, mostraba seis estocadas de las que se consideran mortales por la ciencia médica, además de otra que le perforaba el estómago y otra que, en sentido inverso, le penetraba por el vientre y le salía por la espalda; por si el cuadro en el abdomen, torso y cabeza, careciera del suficiente dramatismo, el muslo y la pierna derecha, a juego, estaban perforados; y para rematar la obra el tobillo derecho evidenciaba un impacto de bala.
Ambos significados como un ecce homo por duplicado, apoyándose mutuamente, emprendieron camino a Cebolla para, de conseguir llegar, intentar recomponerse. Pero el pueblo ha sido tomado por los franceses y perseguidos por las risotadas de los soldados ocupantes van a refugiarse en una casucha abandonada a las afueras, en la que hay una vasija de agua y un colchón. Chover quiso investigar si en otra casucha próxima podía haber mayor alimento, comodidad y protección, pero falto de fuerzas cayó ante la puerta permaneciendo en esa postura la noche entera.
Por fortuna, al amanecer del día 28, los franceses se marchan presurosos de Cebolla. Ocasión para regresar al primer cobijo donde encuentra a su compañero fallecido y devorado por gusanos. Esta visión le da fuerzas y corre, por así decir, hasta que de nuevo a la entrada de la casa donde quedó yacente se observa el cuerpo advirtiendo febrilmente el revuelo de gusanos devoradores. Lo que vio fue un pedazo de intestino emergiendo al exterior por uno de los tantos boquetes de sus heridas. En eso, con más miedo a cuestas que curiosidad, un muchacho lugareño se acercó y Chover, aprovechando la presencia, le pidió por ayuda una navaja con la que seccionar al “intruso” que asomaba de su rasgado cuerpo. El muchacho le trajo un cortaplumas y él seccionó aquello terrible que en realidad era una porción de intestino.
Y siguió vivo, perdiendo, sin embargo, la consciencia.
Los vecinos acudieron a socorrerlo, pese a no tener siquiera lo imprescindible, y con ellos a su cuidado permaneció en Cebolla cuarenta y tres días, durante los cuales cicatrizaron las heridas con remedios básicos como la sal y el vinagre. Transcurrido este lapso, esquelético y vacilante por su escasa recuperación, con cuatro heridas aún abiertas, Antonio Chover decidió encaminarse a Talavera y desde allí, en interminables y dolorosas jornadas, a Sevilla.
En la capital hispalense fue atendido con solicitud y experiencia por los médicos, admirados ellos de tamaña resistencia y de tamañas heridas, pudiendo sanarle diecinueve de las veintiuna; con dos no se pudo y permanecieron abiertas y enconadas hasta que falleció en Valencia en 1858.
Antonio Chover fue ascendido al empleo de teniente y declarado inválido en 1810 y 1811 respectivamente. Vivió unos años en Játiva, al lado del mar, y ya en 1817 solicitó su ingreso en el Estado Mayor de Valencia, siendo aceptado, y donde alcanzó el empleo de teniente coronel.