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Gesta del Batán. Alonso de Alvarado y Antonio Pamochamoso

Ante las costas de Gran Canaria y a la vista de su capital, Las Palmas, el pirata Francis Drake asomó sus velas en 1585 tanteando el terreno a invadir. Entonces no decidió el asalto, pero sí una década después, junto a Juan Hawkins, con una considerable flota de 28 navíos y 4.000 hombres para el desembarco. Intento frustrado por la milicia canaria y los cañones del Castillo de la Luz y del Fuerte de Santa Ana; los ingleses sufrieron, además de la derrota, numerosas bajas.
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Superada la prueba de 1595, se avecinaba otra peor al cabo. Plaza codiciada, Las Palmas de Gran Canaria recibió la enemiga visita de una expedición de conquista holandesa en 1599 al mando de Pieter Van der Does, quien ya había luchado contra España como general de Artillería, escuadra naval formada por tres divisiones y compuesta por aproximadamente 73 embarcaciones y un total de 12.000 efectivos veteranos; siete mil personas más que el conjunto de habitantes de la isla canaria. El plan es atacar las costas, dominios y colonias españolas en cualquier parte, mejor si escasamente o en precario defendido.
    Las naves holandesas partieron del puerto de Flesinga el 25 de mayo de 1599 y arribaron a la vigía de los centinelas del Castillo de la Luz el 26 de junio. El aviso de peligro corrió como la pólvora.
    El gobernador de Gran Canaria y Capitán general Alonso de Alvarado retomó el plan de operaciones que tan buen resultado obtuvo frente a la invasión inglesa: defender la ciudad desde las trincheras situadas al borde de las playas y en las posiciones de más fácil acceso a tierra desde el mar. Dispuso presteza a los emplazamientos artilleros del Castillo de la Luz y los Fuertes de Santa Ana y de San Pedro y envió al subgobernador Antonio Pamochamoso, comandante de las milicias, con su tropa a ocupar las trincheras de las playas de la caleta de Santa Catalina y aprestarse a repeler la invasión.
    La composición de las fuerzas españolas era la siguiente: Cuatro compañías de milicias de la ciudad (Las Palmas de Gran Canaria), cuatro compañías de milicias de Telde y Agüimes, una compañía de la Vega, una compañía de Teror, una compañía de milicianos de Arucas, una compañía de milicianos de Gáldar, una compañía de milicianos de Guía, una compañía a caballo, tropa veterana a sueldo de la Corona (para guarnición de los castillos de la Luz, San Pedro, Santa Ana y Cubelo de Mata, reforzados por milicias locales), tropa veterana a sueldo del Cabildo, milicias de Artillería y una compañía formada por clérigos.

Alonso de Alvarado

Imagen de http://lahistoriaapiedecalle.blogspot.com

La escuadra holandesa fue alineándose en orden de combate en la zona de la bahía de las isletas, exteriorizada la intención en la algarabía de las voces y los sonidos de las trompetas llamando al inminente asalto. En cuanto los barcos se pusieron a tiro dispararon las baterías un nutrido fuego, que fue respondido al acto por los artilleros holandeses, insuficiente para detener los preparativos de desembarco.
    La operación de poner pie en tierra tuvo dos fases: la primera, fracasado, sobre la zona del istmo de Guanarteme; la segunda, también efectuada por una flotilla de lanchas, en la caleta de Santa Catalina, precedidas ambas por un intenso cañoneo de la escuadra. Otro fracaso, pues los disparos de los infantes en las trincheras abortaron el desembarco.
    No hay dos sin tres, la tercera oleada al norte de la punta de Santa Catalina, con un despliegue de ciento cincuenta lanchas conduciendo a veintisiete compañías de desembarco, e idéntico resultado.
Cambio de estrategia. Van der Does planea una nueva acción, esta vez contra un punto del litoral a medio camino entre la punta de Santa Catalina y la ermita de la Luz.
    Intuyen el movimiento los defensores que desplazan allí a las Compañías de la Vega, Teror y Arucas. En la denominada punta de la Matanza se produce el contacto físico con el enemigo, una lucha brava que a punto está de arrebatar la vida al almirante holandés a manos e ímpetu valeroso del capitán Cebrián de Torres, quien a pecho descubierto, reconocido el personaje, se abalanzó hacia él causándole heridas de alabarda que no fueron mayores gracias a su armadura; pero la reacción de los holandeses alrededor de su jefe procuró la muerte al bravo español.
    El mejor armamento de los soldados holandeses y la notable superioridad numérica frente a los defensores mal armados y carentes de protección, posibilitó el desembarco e inicio de la invasión.
    Tornada insostenible la situación para la defensa en la orilla, aconteció el repliegue y la evacuación de heridos y muertos con la protección de la artillería de Santa Catalina. A mediodía, despejado el istmo, el invasor tomó tierra. Y al repliegue del istmo siguieron escalonadas las posiciones del puerto y las playas adyacentes en dirección a la muralla norte de Las Palmas.

De siete a nueve mil holandeses han desembarcado y avanzan en pos de la ciudad. Las fuerzas canarias, de continuo hostigadas por la artillería naval, terminan por acogerse al recinto amurallado junto a sus fallecidos, heridos y las cuatro piezas artilleras emplazadas en Santa Catalina. Pero como la muralla es de una dimensión que excede a los defensores la reorganización defensiva es complicada, además de urgente. Por fortuna, las compañías de milicias de Gáldar y Guía acuden al socorro de la ciudad y cubren el vacío de tropas en la muralla.
    Dentro de la ciudad y a la espera del ataque, las autoridades reunidas en consejo nombran como jefe supremo y gobernador en sustitución del herido grave Alonso de Alvarado a su lugarteniente, Antonio Pamochamoso. La primera providencia es organizar la defensa con los hombres y útiles disponibles; la segunda evacuar a mujeres, niños y ancianos a pie o por medio de carros, caballeriza y camellos en dirección a Santa Brígida.
    Al anochecer de ese día 26 la masa del ejército holandés, bien armada y equipada para el propósito, penetra en la ciudad. Pero un acertado fuego de cañones, proveniente de Santa Catalina, hace estragos en las filas y obliga al repliegue en busca de refugio. No obstante, nada efectivo podían oponer 150 hombres apostados en la muralla contra un mínimo de 6.ooo.
    Al amanecer del día 27 el fuerte contingente holandés vuelve a la carga distribuido en escuadrones, y como sucediera la víspera, la respuesta artillera los mermó y desbandó hacia las posiciones de partida.
    Y mientras los unos pergeñan una solución para vencer la resistencia local, los otros, en minoría y agrupados en reductos, fortifican a la carrera la posición del monte San Francisco, cerro en disputa para el efectivo control de la ciudad.
    El día 28 se entabla un duelo artillero; los holandeses eligieron para su puntería el cerro de San Francisco, el fuerte de Santa Ana y el Cubelo de Mata (obra defensiva a un extremo de la muralla), delimitando la longitud del baluarte defensivo.
    El tino de la artillería holandesa unido a la situación angustiosa de los defensores de la muralla, muestrario de grietas y boquetes, el deficiente armamento y la falta de municiones, añadido al temor de un copo por detrás, provoca el desaliento. Por lo que se da la orden de retirada, con orden y llevando consigo las piezas de campo disponibles y los archivos, como el de la Audiencia. Bajo el incesante fuego enemigo los últimos defensores se dirigen a las afueras de la ciudad y siguen los caminos que llevan al interior de la isla.

Gran Canaria es ocupada por las tropas de Van der Does el día 28.
    La retirada de los defensores por los caminos y veredas que conducen a la Vega y al punto de concentración que es el pueblo de Santa Brígida es ordenada y rápida. Una vez en la ubicación, el gobernador Antonio Pamochamoso ordena que se reúna el personal aún disperso para sumar efectivos en aras a una contraofensiva.
    La zona donde se concentraron las milicias disponía de agua, bosque, barrancos y sendas abruptas, ingredientes que junto al conocimiento del terreno posibilitaban una resistencia eficaz.
    El gobernador dispuso varios puestos de vigilancia al tiempo que fueron organizadas patrullas de reconocimiento que al informar de las posiciones y movimientos del enemigo permitían el envío de grupos para hostilizarlo de día y de noche.
    El día 29, el almirante Van der Does manda a dos prisioneros canarios a entregar una nota con las condiciones de la rendición a los resistentes emboscados; no se le dio respuesta. Mientras, continúan las escaramuzas y acciones de desgaste sobre la tropa holandesa que sufre un goteo constante de bajas y desmoralización.
    Los españoles se avienen a constituir una comisión negociadora para tratar directamente con el almirante, los designados son el capitán de milicias Antonio Lorenzo y el canónigo y poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa. Las conversaciones se prolongan sin acuerdo alguno hasta el 3 de julio, fecha en la que las milicias concentradas en la Vega, unos trescientos hombres, reciben noticia del avance de una columna de cuatro mil holandeses en dirección al monte Lentiscal; la columna arrasa o esquilma cuanto pisa.
    Las milicias se despliegan sigilosas por el bosquecillo del Lentiscal no sin antes haber desviado un curso de agua para evitar que llegue a dominio de los invasores y aumente su agobio por el calor estival.
    Prosigue adentrándose el enemigo hacia las posiciones españolas, ya cerca del promontorio de El Batán. Las milicias se han agazapado en derredor con la orden de plantar allí batalla. El capitán Pedro Torres, buen conocedor del terreno, espera a que la vanguardia holandesa entre en el bosquecillo para comenzar el hostigamiento. A la par, por todos los puntos cardinales en un diámetro pequeño, el resto de la fuerza española enarbola banderas y percute a rebato sus tambores para dar la sensación de ejército al ataque.
    Los holandeses temen que sea cierto y hayan caído en una celada. Retroceden, también fatigados y sedientos; dan media vuelta a prisa los mandos y los soldados perseguidos por las partidas del capitán Torres y otros grupos de refuerzo. Así se consigue poner en fuga a la columna, que abandona armas, morriones y coseletes, infligiéndole numerosas bajas. Para minimizar los daños la columna se fracciona en secciones, pero de nada sirve a los holandeses pues los españoles se baten impetuosos contra cualquier unidad que se halla a su alcance.
    El arrojo y decisión de los resistentes ante un enemigo muy superior y adecuadamente pertrechado, conquistó una victoria épica que, debido a la desproporción, enaltece aún más la memorable hazaña. La trascendente victoria de las menguadas milicias sobre las veteranas tropas holandesas recibe el nombre de Gesta del Batán; lugar donde se inició la carga y persecución de la columna enemiga.
Imagen de santabrigida-patronales.es

La derrota sufrida en el monte Lentiscal, y el desconocimiento de la verdadera situación de la fuerza española, determinó a almirante la evacuación de Las Palmas y el reembarque de la tropa superviviente. Maniobra que se realizó entre el cuatro y el ocho de julio, intercalada de incendios, saqueos y destrucciones de la capital.
    Las milicias se aprestaron a recuperar lo que pudieran del patrimonio en llamas, expulsando al retén holandés que velaba por el cumplimiento de la ignominiosa venganza.
    El balance de la acción criminal y cobarde fue cuantioso, como el del pago en vidas españolas; pero mayor estragó humano padeció la expedición holandesa, cifrado oficialmente en 1.440 muertos y 60 heridos.

Monumento conmemorativo a la gesta del Batán.

Imagen de ejercito.mde.es

Nota
Sugerimos la obra de Antonio Rodríguez Batllori titulada La gesta del Batán: IV centenario del ataque holandés a Gran Canaria, publicada por el Ministerio de Defensa en la colección Adalid, para el relato completo de los hechos y antecedentes.


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