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La inteligencia y el valor de Blas de Lezo

La defensa de Cartagena de Indias

El imperio en América: La guerra del Caribe

Del 13 de marzo al 20 de mayo de 1741



Semblanza de Blas de Lezo
Escribe el historiador José Manuel Rodríguez al final del prólogo de su obra El almirante Blas de Lezo. El vasco que salvó al imperio español, que Blas de Lezo es uno de los españoles que más ha destacado en la defensa de los intereses de su patria a través de todos los mares. Excelente marino, combatiente de un valor e inteligencia fuera de lo común, encarna la figura de aquellos hombres que lo dieron todo al servicio de España, y ha pasado durante mucho tiempo en el olvido. Es el almirante más condecorado de la historia de España, pero su único monumento está en Cartagena de Indias, al pie del Fuerte de san Felipe, en la actual Colombia. El gran almirante Blas de Lezo ha sido uno de los principales actores en la defensa y conservación del Imperio español, un marino audaz e inteligente que combatió en todos los mares de manera victoriosa contra los numerosos enemigos y competidores de España.
La envidia de unos y la malsana política que tanto hiere a la nación y oculta a sus héroes, han promocionado este olvido inadmisible que, sin embargo, ni caló ni ha causado mella en sus compañeros marinos a continuación de su muerte; la Marina española, queriendo desagraviar al héroe y honrarlo con la mayor dignidad, siempre ha dado su nombre a uno de sus buques.
Blas de Lezo y Olavarrieta, natural de la guipuzcoana villa de Pasajes, fue un hombre admirable en vida y obra, inasequible al dolor o a la inepcia, nunca fueron sus mermas físicas: habiendo perdido en combate el ojo izquierdo, el brazo derecho y la pierna izquierda, motivo de renuncia a las misiones encomendadas, cobarde prudencia o actitud servil para medrar en la cercanía palaciega.
Guardiamarina primero y oficial después, aunque hidalgo de nacimiento, las constantes guerras que envolvieron su vida le concedieron, quizá por eso, la oportunidad de servir a su patria y a su rey (entonces una misma cosa) con destreza y celeridad, llegados los casos.
Al ser coronado Felipe V, un Borbón, como sucesor de Carlos II, un Austria, fallecido sin descendencia, comienza el reinado más largo de la historia de España hasta la fecha: 46 años, de 1700 a 1746. Un periodo en el que destacamos el impulso a la Marina española, poco menos que cesante o en ruina con los dos últimos Austrias, Felipe IV y el citado Carlos II. Es con el propósito de recuperación de la hegemonía naval y, por supuesto, de defensa de las posesiones españolas allende los mares y su tráfico de toda clase de mercancías, imprescindibles para la Hacienda española. Y es en este marco de conflictos sucesivos por la preponderancia comercial en el gran imperio español, de Oriente a Occidente, en el que se desarrolla un juego de intereses, bélicos y políticos, con nombres propios como el de Blas de Lezo.
Inglaterra, la sempiterna potencia naval, junto con Holanda, advertida la debilidad de la antigua potencia española, sienten la embriagadora tentación de apoderarse por fin de lo que tan buenos rendimientos económicos ofrece y tanta posibilidad de expansión al comercio y, en definitiva, a la influencia sobre el resto. Para ello hay que derrotar al adversario, previamente convertido en enemigo. El caribe está en el punto de mira de la ambición inglesa. Por una parte, Inglaterra ha de reforzar sus intereses marítimos en las colonias americanas, América del Norte y la isla de Jamaica; por otra parte, si a España se le despoja de la riqueza de sus posesiones americanas, de Norte a Sur, eso facilitaría el cambio de poder en la ambicionada zona.
Las alianzas están servidas y la guerra, aunque por etapas y escenarios, es un hecho. La Guerra de Sucesión al trono de España, y mucho más con ojos en los cuatro puntos cardinales.
El 1701 se constituye la Gran Alianza de La Haya. Inglaterra y Holanda, posteriormente, en 1703, se unen Portugal y Saboya, declaran su beligerancia a los Borbones y su favor a la candidatura del Archiduque Carlos de la Casa de Austria. Es tal la magnitud de los ejércitos coaligados y sus recursos que parece segura su victoria.
Y éxitos obtiene la coalición angloholandesa. En 1704 se hacen con la plaza de Gibraltar, poco guarnecida pese a su importancia estratégica; pero no pudo tomar la plaza de Ceuta. Una flota francoespañola, con navíos franceses y galeras españolas, lo que le quedaba a España en el mar Mediterráneo, y el refuerzo de galeras y brulotes genoveses, un total de 77 barcos, se enfrenta a 140 de la alianza angloholandesa, a la que vencen infligiendo al enemigo un severo castigo en daños humanos y materiales. En esta batalla tuvo su bautismo de fuego el joven guardiamarina de quince años Blas de Lezo, que fue uno de los heridos graves; de un tiro de cañón perdió una pierna. Su serenidad y frialdad durante la lucha asombra a sus comandantes. Patrocinado por el conde de Tolosa, quien da cuenta de su comportamiento en una carta al rey Felipe V, éste le nombra alférez de bajel de alto bordo, con el título de caballero.

Frente a la Corona de Castilla en su mayoría, la de Aragón opta por los austriacos a partir de 1705; en ambas Coronas había ciudades opuestas a la decantación oficial. Lo que significa que la disputa torna en guerra civil.
En este contexto bélico, Blas de Lezo socorre en 1705 y 1706 la sitiada plaza de Peñíscola, en el Reino de Valencia, que mantiene su fidelidad a Felipe V. El ejército del Archiduque Carlos mantiene su fuerza en el Mediterráneo, por lo que Blas de Lezo también pertrecha Palermo, en Sicilia, que no aguantará.
Al mando de una nave, a Blas de Lezo se le encomienda la práctica del corso contra los intereses de los enemigos. Burla la vigilancia de la flota británica y en Ventimiglia, cerca de Génova, ataca y prende fuego al navío inglés Resolution, muy superior a su barco. Cruza el estrecho de Gibraltar y en el Atlántico sorprende a dos barcos ingleses que interna, uno en Bayona y otro en Pasajes.
Ha nacido la leyenda de azote de los ingleses. Y es que a lo largo de su vida, Blas de Lezo les atormentó como pocos y les dio a probar las veces que hubo ocasión el amargo sabor de fuertes derrotas. Murió invicto, reconocido y heroico; pero también, como se ha apuntado, apartado de la posteridad por sus enemigos en vida y por sus compatriotas con rango de autoridad.
Cumple con éxito cuanto se le encomienda, a pesar de las dificultades que surgen y de los escasos recursos a su alcance.
Astuto y osado, vez tras vez burla las vigilancias y rompe los cercos con su pequeña flota, mientras atiende las rutas de suministros.
Asciende a teniente de navío y es destinado a la base francesa de Tolón. Allí, en el castillo de santa Catalina, perderá el ojo izquierdo al rechazar el ataque de la tropa del príncipe Eugenio de Saboya, vencedor del ejército de Luis XIV en Turín, que ha invadido el sur de Francia.
Su nuevo destino como teniente de barco guardacostas es el puerto de Rochefort, en la Bretaña francesa, al que acude tuerto pero con el ánimo intacto. Pasa los años 1708 y 1709, y es en 1710, con veintiuno de edad y seis de servicio, cuando le llega el ascenso a capitán de fragata.
Continúa practicando el corso por todos los mares y apresa once barcos británicos, el que menos con veinte cañones.
Es en 1710 cuando se registra una de sus mayores hazañas. Con una pequeña fragata se enfrenta contra un buque inglés de dos puentes y setenta cañones perteneciente a la compañía ingles de las Indias Occidentales, el Stanhope, al mando del capitán John Combs (inmortalizado en lienzo por Ángel Cortellini Sánchez, Museo Naval de Madrid). Inferior en bocas de fuego, le dobla en número de cañones, pero mejor dotado en la maniobra, bate al británico por la popa en enfilada disparando a la cubierta. El navío inglés pierde marinería y los palos mayor, el del medio, y de mesana, el trasero, quedando inutilizado. Desarbolado y sin posibilidad de evasión, la marinería se lanza al abordaje. Sin apenas daños en su buque o en su gente, Blas de Lezo logra una victoria de las que hacen historia.

Ángel Cortellini Sánchez: La fragata de Blas de Lezo derrota al navío Stanhope. Museo Naval, Madrid.


Entre 1713 y 1714, las postrimerías de la Guerra de Sucesión, ocupan a Blas de Lezo en el bloqueo marítimo a Barcelona, adscrito a la escuadra de galeras de Andrés de Pes, con veinticuatro años, ascendido a capitán de navío y al mando del Nuestra Señora de Begoña. En uno de los combates queda inútil del brazo derecho.
En definitiva, a los veinticinco años es el marino al servicio de la Corona con más heridas causadas por acciones bélicas.
La última operación de la guerra, en la que también interviene Blas de Lezo, es la incorporación de la isla de Mallorca, año 1715, realizada ante la escuadra borbónica con pleno consentimiento, sin violencia.
Blas de Lezo es destinado al litoral Pacífico. Permanecerá en las costas de Chile y Perú catorce años, el periodo más largo de carrera en la Armada, vigilando y combatiendo a corsarios.
Su fuerte constitución física resiste el clima, la dureza de la vida en el mar y los muchos sacrificios aparejados a su responsabilidad. La firmeza en sus actuaciones y los éxitos continuados le proporcionan una enorme notoriedad en los habitantes de aquellas lejanas tierras, que ven en él, y en su misión al servicio de España, una garantía de salvación y prosperidad.
Cada una de las acciones que emprende evidencian el carácter y la resolución del bravo marino y el encono y la beligerancia entre españoles e ingleses.
En 1726, con treinta y nueve años, se convierte en almirante de la flota del Mar del Sur. Con base en el puerto de El Callao, Virreinato del Perú, activa la campaña de constantes cruceros por el Pacífico para despejar las rutas marítimas de piratas y corsarios. De ahí que su fama creciera en toda América, conquistando el título de invencible almirante Pata de palo o, según las voces, medio hombre, dadas sus mutilaciones.
Gracias a él la presencia naval española se impone en la región, y la superioridad y el control ejercido por sus guardacostas dispensa brinda seguridad a la navegación e ingresos a la Real Hacienda.
En Perú, cerca de Lima, en 1725, contrae matrimonio con la rica criolla Josefa Pacheco, que le dará cinco hijos. Y cansado de su periplo americano, añorante de España, solicita permiso para ser relevado del mando y regresar a la península. Lo consigue y arriba al puerto de Cádiz con la flota que volvía de Indias el 18 de agosto de 1730.
Felipe V quiere conocerle en persona, le llama a su presencia y le felicita por sus servicios; y en premio a su labor le nombra Almirante o Jefe de Escuadra con antigüedad de 23 de febrero de 1726, fecha en la que como tal actuó en el océano Pacífico.

Uniforme del almirante Blas de Lezo. Museo Naval, Madrid.


Retorna a surcar aguas mediterráneas. Su primera misión consiste en apoyar a la flota de Don Carlos a tomar posesión de los ducados italianos de Parma y Plasencia, lo que le corresponde en virtud del Tercer Tratado de Viena, firmado el 16 de marzo de 1731, a la muerte del duque Antonio Farnesio. Cumplido el objetivo, Blas de Lezo debe largar velas hacia la república de Génova para exigir el pago de dos millones de pesos, pertenecientes a la Corona de España, retenidos en el Banco de San Jorge de dicha república.
Como no cedieran de inmediato las autoridades genovesas, el Almirante tuvo que actuar de la siguiente manera, descrita por el historiador Fernández Navarrete:
Entró el jefe de escuadra don Blas de Lezo en el puerto con seis navíos y exigió un saludo extraordinario a la bandera y que inmediatamente fueran llevados a bordo los dos millones de pesos pertenecientes a España y que estaban depositados en el Banco de San Jorge. Sorprendido el Senado con esta demanda procuró buscar razones con que eludirla, pero Lezo manifestó resueltamente a los diputados que fueron a verle, mostrándoles su reloj, que si en el plazo de unas horas no era saludado cual correspondía y no se le enviaba aquella cantidad batiría la ciudad reduciéndola a cenizas. Ante tan enérgica actitud cedió la República, cumpliendo todo a satisfacción del general español, quien inmediatamente de recibido el dinero se dio a la vela.
Una parte sustancial de ese dinero fue destinada a organizar una expedición para la reconquista de la plaza de Orán, nido de piratas berberiscos que asolaban las costas levantinas españolas. El desarrollo de la campaña en el siguiente enlace:

Campaña de Orán en 1732-1733

El dominio islámico del Magreb, los territorios septentrionales del continente africano, era un peligro constante para la navegación y el comercio por el Mediterráneo occidental y la península italiana. Los enemigos de España, concluida la Reconquista, eran los piratas y corsarios musulmanes; sus actividades tenían consecuencias directas en la población española, especialmente la comprendida en el litoral mediterráneo, mientras que los conflictos americanos quedaban muy lejanos para la inmensa mayoría de la población que era de origen campesino. La plaza de Orán había pertenecido a España desde los primeros años del siglo XVI. El cardenal Cisneros, regente de Castilla a la muerte de la reina Isabel la Católica, continuó la política de ocupar bases en el norte de África, apoderándose de sus principales puertos, para así dificultar las operaciones corsarias contra las costas y el comercio español en el mar mediterráneo. Durante la Guerra de Sucesión la plaza de Ceuta se mantuvo borbónica; rechazó todos los ataques y, finalizada la guerra, hizo frente al cerco y la presión bélica de los moros. Hasta 1720 no se rompió el bloqueo terrestre y sólo pudo bastecerse por mar. Melilla también permaneció en manos de España, pero no sucedió lo mismo con la ciudad de Orán, que en 1708 cayó en poder de los argelinos aprovechando que el jefe de la exigua flota del mediterráneo, el conde de Santa Cruz, era partidario del archiduque Carlos y colaboraba en las operaciones navales de la flota angloholandesa.
Felipe V decidió asegurar las rutas marítimas, esenciales para la vida española, sus islas y las costas peninsulares. Para ello mandó preparar una expedición que por medio de una operación anfibia recuperara la plaza de Orán, sin publicitar los preparativos para impedir injerencias extranjeras. En Alicante se reunió una flota compuesta por doce navíos de línea, dos fragatas, dos bombardas, siete galeras, dieciocho galeotas y otras embarcaciones de transporte y naves auxiliares al mando de José Carrillo de Albornoz, futuro conde de Montemar. Va como primer jefe de escuadra Francisco Cornejo y como segundo jefe Blas de Lezo en el navío de línea Santiago. Zarpa la flota el 15 de junio de 1732.
Orán es reconquistada pronto y vuelve a la península Blas de Lezo. Pero debido a los contraataques musulmanes contra Mazalquivir y Orán, anejas la fortaleza, el puerto y la ciudad, Felipe V ordena al almirante que acuda en auxilio de los españoles con todos los barcos que encuentre amarrados en Cádiz. Son siete, más veinticinco transportes en los que embarcan cinco mil hombres. En dos días arriban a Orán, rompe el bloqueo e introduce hombres, víveres y armamento.
Cumplida la misión, Blas de Lezo culmina con un nuevo éxito la campaña: privar a los argelinos de su mejor buque, además ocupando la vecina ensenada de Mostaganem, ampliando el círculo de seguridad sobre Orán.
El 15 de febrero de 1733 está en Barcelona para encargarse del abastecimiento y refuerzo de las plazas africanas.
En 1736 se alistan y estiban en el puerto de Cádiz los navíos Conquistador y Fuerte, dirigidos por el almirante Blas de Lezo, que han de servir de escolta a los galeones que partirán para Tierra Firme (la zona continental de américa del Sur, enclave defensivo y logístico de Mesoamérica, la Norteamérica hispana y Sudamérica, territorios insulares y peninsulares) al año siguiente; zarpan el 3 de febrero de 1737 convoyando ocho mercantes y dos registros (naves pequeñas y veloces que avisaban de la llegada de la flota o a la flota de los diversos peligros). El 11 de marzo arriban a Cartagena de Indias, donde Blas de Lezo se hace cargo del apostadero (base naval) de la plaza en calidad de comandante general.
El que el mejor marino español de la época fuera enviado a la estratégica ciudad de Cartagena de Indias, llave de las rutas comerciales y militares del imperio español en América (las Indias) explica la preocupación del gobierno por la defensa de los puertos y posiciones clave de Tierra Firme en un previsible conflicto con la armada británica y sus aliados continentales.
Si Cartagena es ocupada, la ruta que conduce la plata de las minas peruanas hacia los puertos caribeños quedaba estrangulada; el imperio español quedaría dividido en dos, careciendo de continuidad con lo que eso implica. El 24 de diciembre de 1739 escribe el almirante al marqués de la Ensenada, sucesor de José Patiño, una carta en la que manifiesta su preocupación por las defensas de tan importante enclave y, a continuación, informa sobre las medidas efectuadas para el refuerzo y la mejora de su capacidad defensiva. El 18 de marzo de 1740 hace lo propio dirigiéndose al rey, a quien advierte de las carencias y las necesidades perentorias de la plaza.
Colaborando con el gobernador de Cartagena, Melchor de Navarrete, dicta las órdenes para establecer o reforzar las defensas en el mar y en tierra y apremia a su ejecución. El tiempo y los acontecimientos dieron la razón al almirante y, a la postre, la victoria.

Blas de Lezo


Escarceos bélicos antes de la gran batalla
1740. Una formidable armada al mando del almirante Edward Vernon, que había zarpado de Inglaterra, recibía aún mayor número de buques en Jamaica, la colonia británica del Caribe. Jamás se vio nada igual en esos mares. Imponían tantas velas a quienes las observaban con agrado, desconcierto o recelo. La corte británica estaba decidida a suprimir a cañonazos e invasión la hegemonía española, que es tanto como decir el comercio y la riqueza de las posesiones ultramarinas occidentales.
Blas de Lezo, conocedor de su enemigo, lo esperaba. Había obstruido los canales de acceso principales a la ensenada de Cartagena y reforzado con artilleros de Marina y milicias el castillo de San Luis y la batería de San José. En esas fechas la muerte del gobernador militar de la plaza, Pedro Fidalgo, ha convertido al almirante en la autoridad de la plaza hasta la llegada del virrey Sebastián de Eslava. Para la defensa de Cartagena cuenta Lezo con sólo sus cuatro navíos de línea: ÁfricaDragónConquistador y San Felipe, y la guarnición permanente de la ciudad, aproximadamente tres mil hombres; y escasa munición para las baterías defensivas.
Con anterioridad al ataque de 1741, Vernon se dirigió a Cartagena de Indias en dos ocasiones con la invariable intención de rendirla para sus armas y los propósitos de la Corona británica. El 13 de marzo de 1740 inicia un ataque de tanteo contra lo que considera una débil protección artillera. Lanza andanadas con sus once buques los días 18 y 19, dañando algunos edificios de la ciudad cuyos cañones no podían responder al fuego por falta de alcance. Pero Blas de Lezo sí respondió al fuego enemigo con los cañones de 18 libras desembarcados de su flota, sorprendiendo en el duelo artillero a los atacantes, infligiéndoles daños de consideración que obligan a la retirada.
El 21 de abril arriba a la ciudad el virrey Eslava con los navíos San Carlos y Galicia, al que Lezo trasladará su insignia de almirante.
El ataque inglés se reanuda el 3 de mayo, vueltos al escenario con las velas desplegadas de una escuadra mayor y más poderosa que la fracasada precedente. Intentan penetrar por la ensenada de Barú, isla al sur de Tierra Bomba, pero Lezo cerraba con sus navíos el canal de Boca Chica. Los ingleses reciben un fuego certero de lejos y de cerca y no queda a los invasores otra opción de volver a la base de partida. Vernos, contrariado en su orgullo y en su grado, demanda más buques y más hombres para la captura del preciado e insustituible objetivo.
Conocida la noticia de las dos victorias, Felipe V cita a Blas de Lezo en las Reales Órdenes de 8 y 16 de octubre de 1740 y compara su valiente actuación con la desafortunada defensa de la plaza de Portobelo.

La batalla de Cartagena de Indias
En marzo de 1741, Edward Vernon decide que ya cuenta con la fuerza suficiente para doblegar la tenaz resistencia de los españoles. Cartagena de Indias se vislumbra como una meta factible dados los medios a su disposición: 186 barcos entre navíos de guerra y transportes, 2.070 cañones, 15.000 marinos, 9.000 soldados de infantería para el desembarco, 4.000 reclutas norteamericanos (entonces aliados) y 2.000 macheteros jamaicanos para desbrozar los manglares. Treinta mil hombres con una potencia de fuego inusitada: una armada invencible, según las apariencias.
Edward Vernon es el almirante de la Armada y jefe del primer grupo de combate, Sir Charloner Ogle el vicealmirante y jefe del segundo grupo, y el comodoro Lestock es el tercer jefe de grupo o escuadra; el general Thomas Wentworth es el responsable de la tropa en tierra y el gobernador de Virginia, William Goog, el comandante de las fuerzas coloniales norteamericanas que por primera vez se ven implicadas en una guerra fuera de sus fronteras y en defensa de la Corona británica.

Cartagena de Indias

Imagen de 7historiaen2009.blogspot.com

El 13 de marzo de 1741 los españoles avistan la vanguardia de la imponente flota. Desplazados tres bracos de exploración, el 15 arriba la escuadra al completo frente a la zona pantanosa de La Boquilla. Cunde el temor entre los habitantes de la ciudad y en evitación de huidas al interior del continente y desistimiento de las obligaciones para la defensa, el virrey Eslava promulga un edicto: “Cada individuo capaz de tomar las armas que abandone la ciudad será castigado con la pérdida de sus bienes”.
El combate tuvo un desafío previo en forma de correspondencia. Siguiendo el relato del profesor José Manuel Rodríguez, en el intercambio de escritos entre Vernon y Lezo, iniciados por el inglés al exigir la rendición de Cartagena tras la captura de Portobelo, la respuesta del español fue contundente: “Muy Sr. Mío: he recibido la de V.S. de 27 de noviembre que me entregó D.ª Francisca de Abarroa. Y en inteligencia del contenido diré que bien enterado V.E. por los representantes comerciales de Portobelo, como no lo ignoro, del estado en que se hallaba aquella plaza, tomó la resolución de irla a atacar con sus escuadras aprovechándose de la oportuna ocasión de su imposibilidad para conseguir sus fines, los que si hubiera podido penetrar, y creer que las represalias y hostilidades que V.E. intentaba practicar en estos mares en satisfacción de las que dicen habían ejecutado los españoles, hubieran llegado hasta insultar las plazas del Rey, mi amo, puedo asegurar a V.E. que me hubiera hallado en Portobello para impedírselo, y si las cosas hubieran ido a mi satisfacción, aun para buscarle en otra cualquiera parte; persuadiéndome que el ánimo que faltó a los de Portobello me hubiera sobrado para contener su cobardía.”
Los ingleses intentaron desembarcar al norte de la ciudad, en las playas pantanosas de La Boquilla, pero tras sucesivos fracasos se retiran.
Es una victoria, pero también el inicio de las desavenencias entre el almirante y el virrey. Eslava refuerza esas playas, y Lezo le indica que era una maniobra de distracción, pues el peligro está en las dos entradas de la bahía, sobre todo en la de Boca Chica.
La isla de Tierra Bomba es la clave para evitar la penetración de la escuadra en la bahía interior, que de producirse, con la potencia de fuego de tanta nave, la defensa será imposible. Lezo cierra con tres barcos la entrada de Boca Grande. El almirante comprende que el ataque será por el sur, mientras que el virrey se ha obsesionado con la defensa de la zona norte.
Los ingleses querían forzar Boca Chica para introducirse en la bahía exterior de ahí a la interior, arrasando las baterías y los fuertes, para acercar lo suficiente a la ciudad la potencia destructora de sus cañones y el despliegue de la infantería.
Boca Chica resiste, con el todavía indemne fuerte de San Luis como protector. El combate es intenso y certero el fuego de atacantes y defensores. Desde el litoral, el grueso de la flota con Vernon ordenando, bombardea sin descanso cuantos objetivos considera han de ser batidos.
Desde el 20 de marzo hasta el 5 de abril se desarrolla la batalla por la posesión o destrucción del fuerte de San Luis, incluidos varios encuentros armados pie a tierra. Después de haber destruido sin demasiado problema las baterías costeras, los ingleses sufren una decepción ante la obstinada defensa del fuerte de San Luis; su progresión es lenta, en exceso demorada. Vernon decide que ha de emplazar baterías de sus barcos en tierra para asegurar el avance de la tropa; pero el terreno no es el idóneo. No obstante impone su criterio y, para allanar la operación de asentamiento, incrementa los bombardeos sobre las posiciones españolas.
La estrategia de bloquear el paso de Boca Chica ha surtido efecto, se está ganando tiempo para la defensa y aumenta el desgaste y la presión en los atacantes. Luego, el almirante Lezo organiza patrullas de reconocimiento y guerrillas contra los ingleses desembarcados. Pero nada puede sostenerse indefinidamente si el enemigo no pierde efectivos.
Blas de Lezo aconseja retirar la guarnición de San Luis antes de que los invasores la tomen, lo que da por hecho en plazo breve. El virrey, escuchando al coronel Desnaux, al mando de la tropa allí situada, opina lo contrario: puede resistir y no hay que evacuar ni hombres ni equipo. Cuando Eslava atiende las razones de Lezo es tarde, pero rectifica.
Vernon y su flota y Wentworth con su tropa lo están pasando mal. Sufren cuantiosas pérdidas en hombres y daños irreparables en las naves; los heridos son tantos que todo barco inútil para el combate se convierte en hospital, aunque las condiciones higiénicas sean tan deplorables que más que curar aceleran las muertes. Comienzan las deserciones hasta que son abortadas a sangre y fuego. La moral de la marinería está en crisis y los infantes no ven tampoco una solución rápida a sus penurias. Los artilleros siguen bombardeando los objetivos en tierra, van sobrados de cañones y munición, pero eso no parece bastar para descomponer a los españoles.
Aun así, con adversidades de todo tipo, los ingleses avanzan por tierra y por mar. Lezo continúa advirtiendo y Eslava oponiéndose a las ideas del almirante que, en una acción muy arriesgada, el 2 de mayo a bordo del Galicia entabla duelo artillero con los navíos atacantes para demorar la penetración.
Se recrudece la ofensiva artillera desde las piezas embarcadas y desde las desembarcadas; un bombardeo descrito por los que lo soportaron “tan cruel que es difícil de imaginarse”. El fuerte de San Luis no resiste más. Este es el resumen de Blas de Lezo: “El martes día 4, a las 9 de la mañana en punto, fui herido en una mano y en el muslo; hemos tenido muchos muertos y heridos. Y más adelante, a las 9 de la noche, don Sebastián de Eslava se retira a la ciudad con la orden de preparar los barcos para la evacuación de los defensores del castillo [San Luis], así como los de los barcos, ya que ninguno puede resistir más, recibiendo continuamente bombas, flechas incendiarias y más bombas…”
La enemistad entre Lezo y Eslava es abierta. El virrey quiere establecer una defensa estática, similar a la de Boca Chica que ha fracasado; por su parte el almirante sugiere utilizar los dos barcos disponibles como artillería móvil en apoyo de las posiciones de tierra. Las órdenes del virrey prevalecen. En sus informes al gobierno español una vez concluida la batalla, el virrey Eslava minimizará la contribución del almirante Blas de Lezo a la defensa de la plaza. La política triunfa sobre la verdad.
Vernon penetra en la bahía el 6 de abril a banderas desplegadas. La derrota de los españoles aparece inminente a su vanidad; cosa no compartida por algunos miembros de su consejo de guerra. De hecho, envía cartas con ese anuncio que al llegar a la corte británica inundan de satisfacción a los promotores de esta guerra con trasfondo comercial; incluso se acuñan monedas que ensalzan al héroe y vituperan al derrotado.
Fama y gloria orlan al almirante Vernon: lo va a conseguir pese a las muchas penalidades; la empresa merece los sacrificios pasados y los por llegar. Está humillando el orgullo español y eso le infunde una energía mayúscula, pero no a la gente de brega.
Aunque lo que resta de la armada invasora dominan la ensenada o bahía interior, la aproximación a la ciudad es una vía con dificultades insoslayables. Y Blas de Lezo permanece en pie y con la mirada en su enemigo.
Las marismas y los pantanos configuran una defensa natural que obstaculiza sino impide el avance por tierra; pero el riesgo mayor para los atacantes se sitúa al este de Cartagena, en la Colina de la Popa: la fortaleza de San Felipe de Barajas o de San Lázaro (ambas denominaciones son válidas, pero nos decantamos por la primera).
Para disponer artillería e infantería en óptimas, o buenas, condiciones de disparo y asalto, antes hay que liquidar las baterías y fuertes todavía en uso. Paso a paso, remo a remo, cañonazo a cañonazo, ni barcos ni piedras oponen la resistencia que detenga la formidable máquina de guerra. Blas de Lezo volvía a tener razón y sus predicciones cumplido. Triste y frustrado, en su diario de operaciones constata lo siguiente: “Don Sebastián de Eslava ha provocado la ruina de todos los barcos de línea de la Marina, a lo cual [yo] era contrario y muy opuesto. El marino enfrentado al militar de tierra y al político.
A pesar de las adversidades, de los enemigos y de sus heridas, el almirante Lezo patrulla a caballo y ordena la defensa con los elementos posibles. Nueve mil invasores, con pertrechos y municiones, desembarcados masivamente, avanzan para posicionarse a distancia de asalto del castillo de San Felipe; el último bastión con garantías.
El virrey Eslava convoca otro consejo de guerra para deliberar sobre la angustiosa situación de cerco: por mar, al sur, y por tierra al norte y rodeando Cartagena, aunque San Felipe acapare la atención del enemigo.
Los días 18 y 19 las fuerzas españolas rechazan al enemigo desembarcado en las playas del norte, obligándole a reembarcar con grandes pérdidas y diezmada la oficialidad. A base de partidas de granadinos (nativos), los defensores impiden a los invasores que se suministren de las imprescindibles frutas y verduras; las epidemias y la desnutrición se han abonado en ellos.
Vernon consideraba accesible la conquista de San Felipe con todos los cañonazos que le enviaba y la suma de hombres en su falda, ignorante de que Lezo había fortificado los accesos y que Eslava, esta vez sí, seguía la tarea. Por mucho impedimento, ante el poder de los cañones, los fusiles y el cerebro inglés, qué o quién resistiría.
Más tropa en tierra y redoblado el cañoneo: aquello no tenía vuelta de hoja. Pero San Felipe resistía, sus defensores actuaban, Lezo mandaba, Wentworth temía un desastre, Lawrence Washington (hermano de George) enfilaba con sus cañones el paso de refuerzos y avituallamiento del fuerte a la ciudad y Vernon fruncía el ceño porque el sometimiento se hacía de rogar.
A la desesperada y en la oscuridad protectora de la madrugada, impelidos por el mando pretencioso de Vernon, el cuerpo expedicionario británico, sumados los coloniales norteamericanos y los jamaicanos, intenta superar la pendiente barrida por los fusileros a escasa distancia de la seguridad del fuerte en primera instancia, y los cañonazos y nuevas andanadas de fusilería ya desde el interior de las muros y desde la ciudad, cuyos artilleros han descubierto a la tropa invasora, a continuación.
Blas de Lezo sabía que era posible vencer en aquel escenario, una victoria que hiciera desistir a los atacantes de sus intenciones. Previsor, anticipándose a los acontecimientos, había trazado un ingenioso plan defensivo que, acto seguido, permitiera una ofensiva demoledora. Mandó excavar un foso en torno al castillo fortaleza de San Felipe para que las escalas de los asaltantes quedaran cortas, por lo tanto imposibilitadas de ascender a los soldados hasta lo alto de los muros; y para complementar los impedimentos determinó que se cavara una amplia y profunda trinchera zigzagueante, con lo que evitaba el pernicioso acercamiento de los cañones ingleses y facilitaba el contraataque de la tropa española acantonada. Además, rizando el rizo de la planificación, envió a dos voluntarios al campo enemigo fingiéndose desertores, cuya misión sería la de conducir la vanguardia atacante hacia el flanco de la muralla mejor protegido. Un éxito.
Miedo, desorden y caos reinan entre los atacantes; aquello era insuperable. Al clarear la mañana el cuadro impresionaba: los defensores de San Felipe contemplan el panorama de muerte en las estribaciones y laderas de la inexpugnable colina. Ante tal escenario, aprovechan los españoles para acabar con el ataque saliendo a la caza del enemigo con la bayoneta calada. El ejército invasor queda desbaratado.
El virrey Eslava y el almirante Lezo han seguido las incidencias de la batalla desde el puesto de observación de la bahía de la Media Luna, en la península que une la ciudad de Cartagena con la colina de la Popa. En el momento que el coronel Desnaux ha ordenado la salida de la tropa defensora de San Felipe, el mando también ordena otra salida y el cañoneo de los hombres en retirada impidiendo el reagrupamiento. El balance es de entre 600 y 800 muertos y heridos y un millar de prisioneros por el bando asaltante. Cuatro horas de combate han bastado para devolver a la realidad las ilusiones británicas.

Monumento a Blas de Lezo al pie del fuerte o castillo de San Felipe de Barajas, Cartagena de Indias.

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El día ha sido aciago para la orgullosa flota invasora. Pero Vernon, fiel a su egolatría, comido por el enfado no admite responsabilidad alguna en la derrota. Culpa a todos y cada uno de los mandos eximiéndose de posibles errores al ordenar el ataque. La crisis entre el Ejército y la Marina se agudiza, lo que no impide que Vernon opte por volver a la iniciativa del ataque: la vanidad puede al sentido común.
El cañoneo de las piezas navales retorna a sacudir San Felipe el día 14, aunque sin precisión ni alcance; es pura rabia, impotencia, un vano acceso de cólera. Vernos exige compromiso a sus oficiales y disciplina ciega a la marinería y tropa restante, han de conquistar el objetivo a cualquier precio. Lo que ya excede de una pretensión lejana: faltan hombres, pertrechos y, sobre todo, moral de victoria y salud.
La noche del 21 Vernon, recobrada la lucidez al menos un tiempo, cesa el bombardeo y declara una tregua que aceptan los españoles: intercambio de prisioneros y heridos el 30 de abril. ¿Por qué esa demora? La humillación pesa en Vernon, le hace mella que se haya difuminado su sueño de gloria; las decisiones que toma son extrañas, como las de un alienado que quiere y no quiere ni puede.
No puede pero castiga con bombas y fuego. El día 24 los navíos ingleses bombardean las posiciones españolas de Manzanillo a retaguardia en la entrada oriental de la bahía interior para tomar esa fortaleza y proseguir el avance hacia la colina de la Popa y el fuerte de San Felipe: una zona apenas guarnecida, sin interés estratégico. No obstante la superioridad artillera, los defensores al mando del capitán Baltasar de Ortega, animados de una excelente moral, resisten la siembra de fuego y, en un ejercicio de táctica sobresaliente, desconciertan a la infantería enemiga dejándola penetrar a través de los derruidos muros para segarla con los cañones de la fortaleza que previamente habían sido camuflados bajo los cascotes. Este golpe de gracia debía ser definitivo para que plegaran velas y marcharan a puerto seguro.
Lo que sucedió no sin una prórroga en los cañonazos y las fracasadas tentativas de poner pie en los baluartes españoles hasta nada menos que el 20 de mayo, y una despedida a cañonazos, con el sello de un Vernon amargado y ofendido. Su rival, el almirante Lezo, le había vencido en toda regla.
Es el almirante español el idóneo cronista de la épica aventura en Cartagena. Escribe en las postrimerías de la batalla, cuando Vernon envía un barco español apresado, que fuera insignia de Lezo y que sacrificó con el resto de la flota para dificultar el acceso de la flota atacante a las proximidades de Cartagena y San Felipe, contra las murallas de la ciudad disparando con toda su artillería: “El Galicia comienza a disparar de nuevo contra los bastiones del Reducto y de Santa Isabel, en el barrio de Getsemaní, y es necesario por nuestra parte devolverle el fuego”. Los marinos ingleses pierden el duelo artillero y, para mayor contratiempo, el barco desarbolado y ardiendo, arrastrado por las corrientes, va a impactar con otros ingleses fondeados en la isla de Manga a los que afecta de consideración.
Si Vernon, con este último gesto de impotencia, quiso humillar a Lezo, el resultado, de nuevo, se tornó en su contra, evidenciando aún más que aparte los motivos que justificaban esa guerra entre ingleses y españoles: hegemonía en el nuevo mundo, prestigio naval, organización del comercio ultramarino e influencia en las relaciones internacionales, estaba el factor humano enarbolando esa contienda. Edward Vernon, en nombre propio y en el del imperio británico, deseaba acabar con la leyenda de Blas de Lezo.
El día 20 de mayo, los exploradores españoles informan de la ausencia de enemigos y de los innumerables cadáveres que anegan las dos bahías. Inglaterra fue derrotada, pero la peste atravesó las murallas de Cartagena; cosa que ni Vernon ni su gente pudieron degustar.

Conmemoración de la victoria en Cartagena de Indias

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Valoraciones y consecuencias
La corte británica silenció el episodio; era demasiada humillación para el orgullo de quienes se creían invencibles.
Felipe V, por su parte, consideró la victoria como una merecida réplica al desastre español de 1588 en su proyecto de invadir las islas británicas; claro que entonces no fue la inteligencia militar inglesa la que desbarató el plan sino los elementos contra los que el rey Felipe II no mandó a sus naves. Por cierto, en España nunca se bautizó ni llamó invencible a esa armada.
Cartagena de Indias soportó ocho mil bombas y veintiocho mil cañonazos durante el asedio, siendo aproximadamente dos centenares las bajas mortales; una cifra casi insignificante en comparación con las habidas en el bando perdedor.
Edward Vernon, como se ha dicho, no aceptó nunca la responsabilidad de la derrota; y la verdad es que gracias a sus sólidos apoyos políticos, tal culpa le pasó de largo.
De vuelta a Port Royal, en Jamaica, deshechas las ilusiones y no menos los barcos, el almirante busca una oportunidad para resarcir su honor: una victoria importante que disimule el estrago de Cartagena. El objetivo es Cuba. Con una modesta flota, en comparación con la precedente, 18 barcos, 14 transportes y 3.400 soldados, Vernon quiere apoderarse de Santiago de Cuba. Para ello fondea en bahía Escondida, situada cerca del paso de Barlovento, al sur de la isla. Allí no hay guarnición española, por lo que el desembarco es tranquilo y eficaz. Pero a medida que avanza la infantería por la selva y los barcos costeando para el apoyo artillero, el ambiente huele a repetición de lo sucedido en Cartagena. Los españoles apenas han tenido que intervenir: sus aliados naturales han conseguido desbaratar el proyecto. La flota inglesa vuelve a Jamaica a lamerse las heridas. Dos fracasos consecutivos en el año de gracia de 1741.
Y 1742 no va a la zaga en cuanto a desdichas militares para Vernon y la Corona británica.
Pretende ocupar por segunda vez la plaza de Portobelo, recuperada por los españoles al mando del gobernador de Panamá, Dionisio Alcedo y Herrera, fracasando ante la bien dispuesta tropa que derrota a los infantes de Wentworth en su desembarco.
En eso, derrota tras derrota, a Vernon llega la noticia de la muerte de Blas de Lezo, y ve en ese acontecimiento una probabilidad de victoria si ataca la ciudad de Cartagena con un número de velas y hombres aceptable. Es la hora del desquite ya liberado de la pertinaz sombra del almirante español. Con 56 barcos, 20 de combate y el resto de transporte, zarpa de Jamaica para alcanzar el litoral de Cartagena de Indias. Cuando ya tiene a la vista el codiciado objetivo, otra información advierte que las defensas españolas han sido reactivadas y que al frente permanece un veterano Sebastián de Eslava.
Desiste por fin Edward Vernon, de la aventura y del sueño de conquista y gloria a perpetuidad, poniendo proa a la metrópoli.
Pero aún hubo más. El último encuentro naval de la guerra en el Caribe, merecedor de tal calificación, se produce entre el 2 y el 7 de marzo de 1743. Una flota británica de diecinueve navíos de línea al mando del almirante Charles Knowles, amigo y defensor de Vernon, ataca el puerto español de La Guaira, en la costa de la actual Venezuela.
El puerto de La Guaira poseía una gran importancia estratégica, pues en él buscaban refugio las flotas españolas en sus viajes de llegada para evitar los temporales y demás inclemencias del mal tiempo. Mandan en la plaza el teniente general Gabriel de Zuloaga y el comandante Mateo Gual.
Poco dura la ambición de Knowles, que abandona el intento con serios daños en los barcos y en su ánimo. La maldición caribeña era insuperable para el pretencioso león británico.
El rey Jorge II prohibió hablar o escribir sobre tan desafortunada aventura; pensó la corte británica que velando los hechos minimizaban el daño y ganaban tiempo hasta la próxima ofensiva en el terreno que fuese.
En definitiva, la gran victoria de Cartagena de Indias favoreció la política realista del ministro de Marina, Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, un extraordinario personaje de la época como lo fue su predecesor en el cargo José Patiño, que consistía simple y llanamente en la firma de un tratado de paz con Inglaterra desde una posición de fuerza. Otro éxito.

El reconocimiento al héroe
No fue del todo feliz el final de esta odisea bélica. Blas de Lezo, el héroe de Cartagena de Indias y de muchos episodios al servicio de España a lo largo de su esforzada vida de marino, falleció el 7 de septiembre de 1741 a consecuencia de las heridas recibidas en el combate del castillo de San Luis; tenía 52 años.
No se sabe a ciencia cierta dónde reposa quien ha sido y será uno de los mejores marinos españoles de la historia, el más condecorado y, también, el más olvidado. España ha sido ingrata con alguno de sus héroes, aunque más que la patria son los supuestos servidores de ella los responsables de colocar en el lugar que merecen o suprimir del lugar al que se hicieron acreedores a nombres ilustres y hechos gloriosos.
Digamos para concluir este tributo de admiración a español tan caracterizado, que el almirante Blas de Lezo recibió a su muerte los honores que no le fueron dados en vida, otorgándosele el título nobiliario de marqués de Ovieco para él y sus descendientes. Un resarcimiento oportuno.
Valga como sentido homenaje, junto a nuestro deseo por ver pronto un monumento al insigne almirante en algún lugar destacado de su patria, el siguiente texto del en otras partes citado profesor José Manuel Rodríguez, al respecto del almirante y de la ingratitud y ganas constantes de atentar contra lo propio ensalzando lo ajeno incluso con exageraciones o mentiras.
“En la historia de España del siglo XVIII, Blas de Lezo ha pasado inadvertido y sólo es conocido por un reducido grupo de especialistas. El estudio de las relaciones internacionales y la lucha por el predominio atlántico durante la época colonial del siglo XVIII se ha rodeado de una nebulosa en la que hay que penetrar con determinación para conocer detalles importantes.
“La historia naval de España se contempla como una serie de fracasos continuos para los marinos españoles; pero indudablemente no pudo ser así. Si España mantuvo su enorme imperio fue porque sus marinos se impusieron a los enemigos en la mayor parte de las ocasiones, aunque la historia les haya olvidado. El almirante Blas de Lezo no puede ser considerado como un personaje secundario del siglo de las luces. Este marino guipuzcoano es un ejemplo de fidelidad y entrega a su patria. Como buen caballero e hidalgo mantuvo siempre la lealtad a su rey, símbolo supremo de su país. Cumplió con su obligación y con su deber hasta el fin. España tiene una deuda con él que, en mi modesta opinión, todavía no ha pagado”.

Panegírico a Blas de Lezo. Museo Naval, Madrid.

* * *


La defensa de Cartagena de Indias
Relato de Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe (de sus Comentarios, edición h. mediados del s. XVIII), cronista de S.M. Felipe V.

Año 1741
Continuaban las hostilidades entre España e Inglaterra, pero no con tanta fuerza en Europa como en América. No hubo forma de que se pudiese conciliar la paz entre estas dos potencias, porque ni una ni otra se emplearon seriamente al logro de ella. Francia, que parecía hacer el oficio de mediadora, no obstante el empeño que ya la ocupaba en la premeditada guerra de Alemania, tenía sobrados motivos de quejarse de la altivez de los ingleses, que no respetaban su pabellón, habiendo atacado diversos de sus navíos con pretexto de que creían ser españoles, y aunque este proceder agrió la corte de Francia y dio quejas a la de Londres, esta orgullosa nación no hizo caso.
Es verdad que ésta le achacaba el no haber tenido sus empresas el éxito que esperaban, por haber unido sus escuadras en América a la española, mandada por don Rodrigo de Torres; pero en fin, restituidas a Europa, dispuso ir sobre Cartagena [de Indias] el almirante Vernon con una armada tan bien provista cual no había visto aún aquel continente.
Ansioso, pues, de cumplir con los deseos de la nación británica y con el seguro de no encontrar obstáculo en su empresa, salió de la bahía irlandesa con una fuerte escuadra de navíos de línea y hasta ciento y cuarenta bastimentos de transporte. El día 4 de marzo se presentó delante del fuerte de Chamba, uno de los de la plaza de Cartagena, y aunque éste disparó algunos cañonazos, la poca gente que había dentro se retiró luego que vio a los enemigos aproximarse para atacarla.
Entre este fuerte y los de Santiago y san Felipe los españoles habían construido con faginas una batería, pero no tuvieron tiempo de poderla guarnecer de artillería, lo que facilitó que tres navíos de guerra estrechasen tanto estos fuertes que aunque fue recíproco el fuego y quedaron estos navíos maltratados, sin embargo los españoles se vieron obligados a abandonarlos, sin duda por orden del general don Sebastián de eslava, quien conservaba la tropa para la defensa de la ciudad.
Desembarcando los enemigos aquella misma noche los granaderos, dieron disposición para apoderarse de estos castillos, y avanzando hacia ellos lograron entrar sin la menor resistencia porque no había quien los defendiese habiéndose retirado la tropa a la plaza. En los días siguientes desembarcaron los ingleses la totalidad de sus efectivos, que llegaban a nueve mil hombres, con sus tiendas, cañones, morteros y municiones, quedando efectuado el día quince, y como dos baterías de los españoles atormentaban un grueso de tropas que mandaba el brigadier Ventvorz, destacó el almirante [Vernon] algunos botes con suficiente número de soldados que desembarcados atacaron las baterías y se apoderaron de ellas Esto animó a los ingleses, así que Ventvorz hizo trabajar por la parte opuesta de esta batería, y habiendo construido una de morteros empezó el día 22 a batir el castillo de Bocachica, lo que ejecutaron el día siguiente también cuatro navíos de guerra que a este fin había enviado el almirante. La guarnición del castillo correspondió con un fuego tremendo, y habiendo el viento arrimado dichos navíos más de lo que era menester recibieron mucho daño en los buques; pero cuanta más resistencia encontraban tanto más se esforzaban en su empeño, con lo que doblando su fuego los dos días siguientes lograron hacer una gran brecha en el fuerte, y atacándolo con valor se hicieron los ingleses dueños de él.
A su vez, temiendo los españoles que algunos de sus navíos quedasen presa de los ingleses les pegaron fuego. Pareciendo a los ingleses que los españoles estaban consternados de tantas ventajas como las conseguidas hasta entonces dieron asalto al fuerte de san José, donde no encontraron más que tres soldados dormidos, habiendo huido los demás.
Lisonjeándose los enemigos de que ya Cartagena estaba en su posesión, como si el capitán general don Sebastián de Eslava no pensara en hacerlos arrepentir de su temeridad, emprendieron romper la cadena que cerraba el puerto y abordaron el navío del teniente general don Blas de Lezo, nombrado Galicia, donde hicieron prisioneros dos capitanes de marina y sesenta marineros que no pudieron escapar en los botes.
El día 26 el almirante inglés hizo fuerza de velas para penetrar en el puerto, pero sobre la mucha dificultad que encontró advirtió que los españoles habían echado a pique dos navíos gruesos en medio del canal y pegado fuego a otro que aún ardía por la parte de la costa, paso preciso para entrar.
Cuatro horas de trabajo indecible le costó a Vernon superar los embarazos del canal y entrar en el puerto. Los navíos Gurford y Oxford siguieron al almirante aquella noche y el 27 se pusieron todos enfrente del castillo grande o de Santa Cruz para quitarle todo género de comunicación con el agua. El mismo día se encargó al navío Vorcester que se acercase al muelle, donde hay una fuente de agua dulce, y era gran recurso para el servicio de las escuadras. Hacia el mediodía entraron otros dos navíos y se hicieron dueños de cuantos bastimentos habían quedado y también de una batería de dieciséis cañones.
Con tan rápidos sucesos y hasta entonces con tan poca pérdida, juzgaron los enemigos que los españoles habían perdido ánimo, y más cuando vieron el día 28 que habían echado a pique todos sus navíos, dejando solamente dos de guerra y uno con bandera francesa. Aún cobraron más brío cuando el 30 el caballero Ogle se adelantó con su navío; hizo una descarga sobre el castillo por ver si respondía con su fuego, pero viendo que se observaba sumo silencio hicieron señal a sus barcas armadas para que fuesen a tierra y acometiesen el castillo, del que se apoderaron sin la menor resistencia.
El almirante nombró al capitán Knowles como gobernador del castillo tomado y dio orden a sus bombardas para que se acercasen a la ciudad y las bombardearan. Antes de ejecutarse esta determinación, el almirante convocó a los oficiales a Consejo de guerra, y después de haberles hecho un elegante discurso sobre las ventajas que conseguía la nación británica en la conquista de esta plaza y la honra que por ella les resultaba, los exhortó a cumplir con su obligación, estando él resuelto, dijo, a morir delante de Cartagena o tomarla.
No hubo quien no aplaudiese el discurso del almirante Vernon, asegurándole todos verterían hasta la última gota de su sangre para no dejarle desairado en esta empresa. Dispuso, pues, sin perder tiempo, arrimar los navíos cuanto fuese posible a la ciudad para quitarla toda comunicación con la tierra firme y participar su futura conquista a Londres.
El capitán Laws fue a quien despachó con las noticias de las ventajas que había logrado y del infalible suceso de la rendición de la plaza. También llevó dicho oficial la bandera del navío Galicia, que los españoles arrojaron a la mar y recuperó un marinero inglés a nado. Esta bandera se condujo al palacio de Saint James para que la viese la familia real y todo el pueblo. No es ponderable reseñar las fiestas y regocijos que se hicieron tanto en Londres como en las demás ciudades del reino a la vista de tan gran trofeo; pero estas alegrías pronto se trocaron en sentimiento por las noticias que trajo poco después el capitán Wimbleton, despachado por el héroe de América, el almirante Vernon, pidiendo nuevos refuerzos con que reparar los excesivos daños que habían padecido en la prosecución del expresado sitio de Cartagena.
Habiéndose acercado dos bombardas a la ciudad el día13 de abril empezaron a tirar sobre ella. La noche del 15 el general Ventvorz, que mandaba las tropas de tierra, se adelantó con una columna de mil quinientos hombres y se apoderó de un terreno bastante acomodado para formar el campo a una milla distante del castillo de san Lázaro. En el día siguiente se le juntaron los demás regimientos y dos batallones americanos, de modo que formaron un campo de seis mil hombres.
Esta tropa se vio obligada a estar tres noches sobre las armas por no haber podido desembarcar las tiendas ni los instrumentos de gastadores para atrincherarse, por lo que enfermaron muchos, así por lo que padecieron como por la humedad del terreno.
Habiendo resuelto el Consejo de guerra se atacase sin más tardanza el castillo de san Lázaro, el brigadier Guise se acercó con mil doscientos hombres antes del día y le atacó por dos partes. Los granaderos más avanzados penetraron luego en la sobras del castillo, pero no pudieron mantenerse. El general español que había reservado su esfuerzo y conservado su tropa para la defensa de la ciudad, y no de los castillos, cuyo empeño la hubiera debilitado siendo de poca monta su pérdida, mandó hacer una vigorosa salida al tiempo que la guarnición de dicho castillo rechazó a los enemigos, y juntándose el fuego de la artillería con el de la fusilería fueron atacados los ingleses con tal ímpetu que quedaron derrotados.
El general Ventvorz, que vio este desorden en los suyos sin casi poder remediarlo, porque no esperaba tal actividad en los españoles, procuró en el mejor modo posible hacer una buena retirada. Con este propósito hizo avanzar a quinientos hombres que tenía de reserva para cubrirla, pero no tuvieron estos soldados mejor suerte; habiéndose echado sobre ellos los sitiados perfeccionaron la victoria con su total destrucción.
En esta pelea perdieron los ingleses más de mil quinientos hombres, sin contar los heridos. Las enfermedades que padecieron en su campo, en el que ninguno o muy pocos de los heridos curaron, contribuyó aún más que el fuego de los enemigos a aminorar su ejército, con lo cual, viendo el almirante la imposibilidad de poderse mantener delante de una plaza a cuyos defensores miraba poco antes con desprecio tratando de pusilanimidad lo que la astucia encubría, junto Consejo de guerra y se resolvió en él abandonar la empresa y restituirse a la isla de Jamaica.
La noche del 27 volvió a embarcarse la poca gente que había quedado, y no sin una nueva gran pérdida, de lo que enfureció el almirante mandó conducir el navío Galicia hasta debajo del castillo de Santa Cruz y fabricar en él una batería para batir los muros. Pero su proyecto no tuvo efecto porque los bancos de arena impidieron que pudiera acercarse cuanto le era necesario para el disparo. Sin embargo, prosiguió en los disparos por espacio de seis horas contra la plaza, sufriendo al mismo tiempo todo el fuego de los baluartes, una media luna y una obra coronada. Mas viendo el almirante que la suma distancia no le permitía hacer brecha en los muros por estar construidos de piedra viva, ordenó al capitán Hore, que mandaba aquel navío de batería, que cortase los cables y se dejase caer por la corriente hacia tierra. El viento lo echó luego sobre la arena donde, habiendo recibido algunos cañonazos a flor de agua, se fue a pique.
Así dio fin la famosa expedición de Cartagena, que costó sumas inmensas a Inglaterra y de cuyo suceso estaba tan seguro que no se receló de publicarla ocho meses antes de que se ejecutase, lo que no dejó de contribuir en parte al malogro de ella; pues con este motivo tuvo tiempo la corte de España de prevenir su esfuerzo y enviar a su defensa a don Sebastián de Eslava y al almirante don Blas de Lezo, que desempeñaron la confianza que se tenía en su prudencia y su pericia en el arte militar.
El daño causado por las bombas enemigas no fue nada en comparación del que recibieron en sus navíos los ingleses, de los cuales once quedaron tan mal tratados que costó mucho tiempo el ponerlos en estado de navegar, pero seis quedaron enteramente deshechos. Los españoles hallaron en el campo abandonado de los ingleses gran número de barriles de pólvora, instrumentos para mover tierra, municiones y cantidad de víveres.
Antes de retirarse, el almirante Vernon mandó a los marineros que recuperasen los árboles de los navíos españoles que se habían echado a pique, las áncoras y demás pertrechos que se pudiese, a fin de componer, lo menos mal que fuese posible, la destruida flota; dio asimismo orden de que se demoliesen los fuertes que habían ocupado los ingleses y clavasen los cañones, después de lo cual se retiraron a Jamaica cubiertos de vergüenza.


Monumento a Blas de Lezo en Madrid

Imagen de eluniversal.com


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