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El sitio de Baler: Obra literaria. Saturnino Martín Cerezo y Azorín


Homenaje literario a los heroicos últimos de Filipinas

Guerras ultramarinas en el siglo XIX: Crónica del sitio de Baler



Prólogo escrito por Azorín al libro autobiográfico del general Saturnino Martín Cerezo titulado:

El sitio de Baler
La historia de los últimos de Filipinas relatada por su más destacado protagonista (30-6-1898 a 2-6-1899)


PRÓLOGO

Al cabo de muchos años he vuelto a leer la Numancia, de Cervantes. He leído una obra nueva. He leído una obra maravillosa. No volvía de mi asombro. No me explicaba cómo una obra de tal naturaleza no es conocida, comprendida, admirada por las gentes. La Numancia nos ofrece una mezcla primorosa, exquisita, de lo real y lo alegórico. En el primer acto, al final, aparece la figura de España y también el Duero. Nos sentimos conmovidos. España habla, entre otras cosas, de los obcecados que, nacidos en su suelo, existen en ella. Nos sumimos en una meditación profunda. España habla de la desunión de sus hijos. Volvemos a meditar. En esta tragedia se revela un conocimiento profundo del corazón humano. Hay en estas escenas tragedia de un pueblo y tragedia individual. Se llega en la primera a lo más sublime a que el genio humano ha llegado. Y se llega en la segunda a situaciones de tal hondura, de tal delicadeza, que el lector se estremece todo. No se puede ahondar más ni en el arte, ni en la vida. El punto más doloroso de toda la obra, a nuestro entender, es aquél en que, reinando el hambre en la ciudad, un hambre espantosa, esa necesidad orgánica, imperativa, llega a sobreponerse al amor, es decir, a lo más etéreo, sutil e inmortal. No podemos leer sin emoción profunda esa escena en que una amada, subyugada por el amor, un amor purísimo, casto, se ve forzada a confesar al amado que ella, la cuitada, la pobre, la mísera, tiene hambre. La necesidad física tiene tal fuerza que sojuzga el sentimiento puro. La materia vence al espíritu. Y lo vence en la persona de esta niña inmaculada, castísima. En este minuto, llorosa, acongojada, bajando los ojos, mostrando en la palidez de su cara el último rostro de carmín, hace su confesión. Instinto o arte deliberado en el autor, esta escena es maravillosa. Nos indigna y nos admira. Nos irrita y nos sojuzga. Nos indignamos y lloramos. Sentimos furor contra la materia dominadora brutal del espíritu y tendemos nuestros brazos para estrechar entre ellos a la mísera enamorada.
Numancia era un pueblecito de ocho mil habitantes. Se hallaba a siete leguas de Soria, en el monte Garray. Al pie de ese altozano se levanta hoy el pueblo del mismo nombre. Durante veinte años resistió Numancia a Roma. Se estrellaron contra sus murallas los más famosos capitanes. No nos explicamos hoy ni la obsesión de Roma ni la obstinación de Numancia. ¿Necesitaba Roma el vencimiento de Numancia? Tan lejos como estaba, ¿qué le importaba la indomitez de este pueblecito perdido en la altiplanicie de España? Y a Numancia, ¿qué le importaba el llegar a una composición con Roma? ¡Y sin embargo, el heroísmo es el heroísmo! No se rindió Numancia. No quiso entregarse viva. Entregó sus escombros, sus cenizas, sus ruinas, sus cadáveres. Por encima de todo flota inmortal, sublime, gracias al genio de Cervantes, la figura de esta niña maravillosa, delicadísima, que en un momento de confidencias al amado confiesa que tiene hambre.
No se rindió Numancia y no se rindió Baler. No se acaba en España la santidad. No se acaba el heroísmo. Una santa admirable, María Echeandía, ha habido en España en estos últimos años. Baler nos atestigua que el espíritu de Numancia no se ha extinguido. La guerra con los Estados Unidos fue un desastre; pero fue también una demostración magnífica del espíritu heroico de España. Ninguna página más bella que el heroísmo de los marinos españoles en Cavite. Y en Santiago de Cuba. El combate de Cavite fue entre una escuadra poderosísima, escuadra de acero, y una escuadra debilísima, escuadra de madera. Mostraron los españoles, mandados por Patricio Montojo, una serenidad, un estoicismo, una perseverancia, una intrepidez extraordinarias. Sabían que iban a ser destruidos, aniquilados, y serenamente se presentaron en línea de batalla y abrieron el fuego. Sabían que iban a jugar con ellos, como una fiera juega con un cordero, y se dispusieron sin vacilaciones, resueltamente, al combate. Bien puede citarse al almirante Montojo entre los héroes más simpáticos que España ha tenido. Y allí mismo, en la isla de Luzón, a ciento ochenta kilómetros de Manila, se estaba escribiendo la página más brillante que desde Numancia, sí, desde Numancia, ha escrito el heroísmo español. Cosas muy admirables se han visto en la gran guerra europea; no se ha visto ninguna superior a la defensa de Baler. Enrique de las Morenas, Juan Alonso y Saturnino Martín Cerezo, jefe del destacamento sitiado, son nombres que, con los de los muchachos acaudillados por ellos, pueden citarse junto a los más preclaros.
Baler es un pueblecito situado cabe al mar. Se halla de cara al Pacífico. Contaba con un grupo escaso de casas dispersas y una iglesia. En esa iglesia se refugió el destacamento mandado, primero, por Alonso; después, fallecido Alonso, por Saturnino Martín Cerezo. Cerezo fue el que rigió los destinos de la corta tropa más número de días. Casi toda la defensa de Baler fue dirigida por Cerezo. La iglesia era reducida y de muros débiles. Se encerró en ella una cincuentena de hombres. Se taparon las ventanas. En torno de la iglesia, muy próximo a sus paredes, el enemigo formó una recia trinchera. Comenzó la defensa. Iban pasando los días, las semanas, los meses. Los víveres se acababan. Desde el primer día carecieron de sal; las vituallas almacenadas se fueron averiando. Llegó un momento en que la harina de los sacos estaba hecha pelotones, y los garbanzos carcomidos por los gorgojos, y el arroz reducido a polvo, y putrefactas las sardinas en conserva. El sitio seguía riguroso. La defensa era obstinada. Se les enviaban a los sitiados, de tarde en tarde, mensajeros de paz; pero los sitiados los desdeñaban. Reducidos al interior de la iglesia, tabicadas las ventanas, la ventilación era deficiente; se respiraba un aire denso y viciado. Comenzó a asomar la terrible epidemia del beri-beri. Daba principio el mal por los pies. Se hinchaban las extremidades inferiores con tumefacciones dolorosas; iba ascendiendo el mal, y poco a poco, entre dolores agudísimos, acababa la vida del atacado. Había que mantener centinelas día y noche. Hubo precisión de llevar los enfermos, sentados en sillas, para que durante las seis horas, con el fusil entre las piernas, hicieran la guardia en lo alto de los muros.
La serenidad y constancia de los sitiados no se alteraba. Había formado unas listas en que figuraban todos los más o menos próximos a morir. Estaban los más enfermos los primeros. “Tú vas a ser el primero en morir”, se le decía a un enfermo. Y el enfermo, sonriente, sin dar importancia a su muerte, donaba una cantidad para el que había de abrirle la fosa. Se iban acabando las provisiones. Se sentía ansiedad por comer algo nuevo y fresco. Todo lo que se devoraba eran cosas averiadas, descompuestas. Se ideó el coger en una huertecilla próxima hojas de calabacera; se las comía con delicia. Saturnino Martín Cerezo y el médico Vigil, muchas noches, sin que lo supiera nadie, salían expuestos a las balas enemigas y se daban un banquetazo de grama. El techo fue destruido por el cañón enemigo. Caía la lluvia e inundaba los lechos. Apenas se dormía. La ropa se había gastado. Iban todos vestidos de andrajos. No había calzado. Se iba también casi descalzo. A todo esto el enemigo no cesaba de enviar mensajes de paz. Acabaron los sitiadores por decir que no recibirían ya a ningún emisario. ¡Y nadie se acordaba de los sitiados!
“¡Estaba esto tan solitario y tan lejos!”, dice Saturnino Martín Cerezo en el libro dedicado al sitio.
La bandera española que flameaba en la torre se había consumido por el sol, la lluvia y el viento. Afortunadamente, en la iglesia pudieron encontrar telas de color amarillo y rojo. La bandera que amparaba a todos fue rehecha. Pero la torre, a fuerza de cañonazos, se vino abajo. La defensa había llegado a límites infranqueables. Parecían todos espectros salidos de la huesa. Tal estaban de exangües, pálidos y descarnados. Llegaban los postreros días del sitio. Había comenzado éste en febrero de 1898. Entregadas las Filipinas, no había razón para continuar más la resistencia. Duró la resistencia 337 días. Se escribe eso rápidamente. No se piensa lo que esos 337 días representan en un local cerrado, infecto, sin víveres, sin ropa, inundado por la lluvia, sin sal, sin agua saludable, sin zapatos, azotados por la epidemia, sin poder dormir. ¡337 días de serenidad, de constancia, de heroísmo! Sí, desde Numancia no se ha dado caso tan extraordinario en España. ¡Y casi sin gloria! ¡Sin gloria clamorosa, resonante, trompeteada! ¡Estaba aquello tan lejos y tan solitario!.
La capitulación se hizo con todos los honores, los máximos honores, para los sitiados. Treinta y dos soldados fueron los que quedaron. ¿Qué nación en Europa puede mostrar ejemplo tal de heroísmo?
Madrid, 1935

DE LOS ENTRESIJOS

De los entresijos de un legajo, el cual legajo estaba guardado en un armario, el cual armario se hallaba en una lejana leonera, lejana en la casa, saco el recorte de un periódico, este recorte que arriba habrá leído el lector: un recorte del gran diario La Prensa, en Buenos Aires. Voy pegándolo en anchos folios; no sé lo que dice; no he leído, a hurtadillas, en tanto que lo manejaba, sino un vocablo: Numancia. ¿Y qué es lo que contendrá ese recorte? Lo escrito por mí hace algún tiempo, ¿no lo recordaré yo en estos momentos? No es posible que una gesta tan memorable como la de Baler se haya borrado de mi mente. No se han borrado ni Numancia, ni Zaragoza, en sus dos sitios, ni Gerona; no se han desvanecido en lo incircunscrito, en lo nebuloso, en lo vago, en lo inaprensible, todos esos hechos obsidionales. Pero, en este caso, las circunstancias serían más graves; el tiempo pasado no es tanto; los hechos rememorables están más cercanos. Y, sin embargo, he de confesarlo: no logro evocar, con todos sus detalles, un hecho ya histórico, con historia no lejana, que yo mismo he descrito.
¿Cuándo ocurrió este hecho? ¿Cuándo lo he descrito yo? Están ante mí los blancos folios, con el recorte, y no me decido a recorrerlos con la vista. Deseo ponerme a prueba; quiero ver, en mi persona, hasta dónde llega el olvido, o el recuerdo, de las gentes que van pasando. Y torno a esforzarme en el recordar. Poco a poco van surgiendo en mi memoria visiones fragmentarias. No desconfío de mí; no desconfío, en el caso de tales heroicidades, de las generaciones sucesivas. En la vorágine de los pormenores queda indemne, como en el sitio de una plaza fuerte, algo que es esencial: el valor, la perseverancia, la constancia, el ánimo igual que no se abate. Y si esto ocurre en el caso de Numancia, en los dos sitios de Zaragoza, en Gerona, no habrá que desesperar; se habrá salvado lo esencial, lo intangible, lo que más importaba.
No han perecido, en la memoria, quienes realizaron tan heroicas hazañas. Ante la mesa en que están colocados los folios con la crónica del hecho, en Baler, experimento, al fin, un profundo consuelo. He salvado la lección que me importaba salvar; veo con toda claridad cuál es la eficiencia de Numancia, de Zaragoza y de Baler. Se ha salvado Baler; se han salvado los defensores de Baler. Siempre, en un trance difícil, esforzado, nos acordaremos de Baler; sentiremos a Baler; viviremos, con mayor o menor intensidad, Baler. Las cuartillas, por ejemplo, estarán en la mesa; nosotros tendremos que cumplir una tarea difícil; nuestro ánimo estará contristado por algo luctuoso; nos faltarán las fuerzas; flaqueará la esperanza; nos sentiremos desconfiados de nosotros mismos. Y con todo, pensando en Baler, como pensando en los demás hechos mencionados, comenzaremos la labor, la iremos prosiguiendo; sentiremos, conforme la vamos cumpliendo, que nuestras fuerzas son mayores de lo que creíamos; la esperanza del triunfo, del triunfo sobre nosotros mismos, habrá ido recobrándose. Llegará un momento en que, a pesar de todo, por encima de todo, hayamos realizado la labor; allí estará, en forma de obra artística, delante de nosotros. Y ello ha sido logrado por un estímulo interior; por el recuerdo vivo, palpitante, de Baler ¿Creíamos que Baler, con Martín Cerezo, con los compañeros de Martín Cerezo, estaba desvanecido en nosotros? ¿Juzgaba yo, en este caso, que lo que se contiene en el recorte se había, desventuradamente, evanescido?

EN LA CALLE DE LA PUEBLA

¿Y qué es lo que no había de evanescerse? ¿Y qué es lo que se dice en la crónica copiada? Al pasar, diez, quince, o veinte años atrás, por la calle de la Puebla, en Madrid, me he parado ante el escaparate de una litografía; suelo yo mirar, en las litografías, las tarjetas expuestas; las miro como observo, en las fotografías, las muestras que se exponen. Y entre las tarjetas contenidas en la vitrina de esta litografía estaba una que decía: Saturnino Martín Cerezo, general. Nada más, ni nada menos. El estupor mío fue profundo.
Había yo leído, en la edición original, la única entonces, la gesta de Baler. Tenía de Martín Cerezo una idea singular: acaba la gesta, Martín Cerezo se había desvanecido; como algo que simboliza una idea grande, idea ya realizada, ya cumplida en todos sus pormenores, idea que desde la nebulosa había de cumplirse, Martín Cerezo, con sus compañeros, pasó súbitamente a la historia. No había ya ni rastro de ellos; cumplida su misión histórica, no tenían más que hacer. Habían sido héroes y estaba ya en la historia, en el pretérito glorioso, siendo héroes. Y de pronto, en un pedacito de cartulina, aparece Saturnino Martín Cerezo como general; el antiguo capitán, o comandante, o lo que fuera, se ha transformado, imprevistamente, en general. No lo podemos creer; no nos decidimos a creer que desde los nimbos de la inmortalidad haya retornado al presente Saturnino Martín Cerezo, para proseguir en paz su carrera, ya conclusa en Baler, y llegar a general. Seguramente que el personaje de esta tarjeta no es nuestro personaje. Habrá una coincidencia de nombres. Hemos dejado en Baler a nuestro héroe, en un tiempo determinado, y nos lo encontramos de nuevo aquí: prosaicamente en la calle de la Puebla. Ante el pedacito de cartulina permanecemos absortos. No sabemos que consecuencia sacar del hecho imprevisto; no nos atrevemos a deducir una lección.
El tiempo ha pasado, con toda su labor, y nosotros no nos hemos percatado de su paso. Saturnino Martín Cerezo ha continuado viviendo, y nosotros no hemos pensado jamás que podía seguir su vida. En el interregno de su vivir, ¿qué habrá sido de él? En el tiempo en que no ha sido nada en nuestra conciencia, ¿cuál habrá sido la trayectoria de su vida? Allí, debajo de su nombre, está consignado, en un solo vocablo, lo que deseamos saber: General. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Cuáles fueron los trances, desde entonces hasta hoy, de los defensores de Baler? Comenzamos a dudar de nosotros mismos; antes estábamos seguros de nuestra visión real, y ahora, ante esta tarjeta, con todo lo que supone esta tarjeta, sospechamos que todo ha sido un sueño. No ha existido Baler; no ha existido Saturnino Martín Cerezo; no han existido sus compañeros. En la madrugada, fruyendo del silencio absoluto, el ánimo fluctúa entre lo real y lo ficticio. Nos hemos resistido a leer la antigua crónica, la que hemos puesto en los anchos folios, y sentimos ahora vehementes deseos de ir repasando lo que antaño escribiéramos.
De un estante, en la biblioteca, hemos tomado dos ejemplares de la edición primera del libro escrito por Martín Cerezo: El sitio de Baler, Guadalajara, 1904. No será acaso preciso que leamos, en estos momentos, todo el volumen; bastará que pasemos la vista por los renglones manuscritos que antaño pusimos en la cubierta, en el respaldo de la cubierta: “Once meses, página 7; —de 12 de febrero 1898 a 2 junio 1899, página 40—; Gregorio Catalán, página 57 y siguientes —cortesías, página 60—; Numancia, página 62…” Pero de estos registros pasamos al texto; era indefectible que, con el libro en la mano, no resistiéramos al deseo de irlo recorriendo. Todo el sitio de Baler resucita de pronto. El núcleo primitivo, en nuestra conciencia, se va completando. La tarjeta, en la vitrina, nos dice una cosa: el libro nos dice otra. ¿Podremos aglutinar, en un todo, una y otra visión? ¿Lograremos completar, con lo que nos dice el libro, lo que nos dice la tarjeta? ¿Y es que nos alegraríamos que hubiera entre un hecho y otro una perfecta continuidad? ¿No nos parecería mejor que el nombre de la tarjeta, en la calle de la Puebla, no tuviera relación ninguna con el libro que en este momento volvemos a tener entre las manos? Baler, con Saturnino Martín Cerezo y sus compañeros, ha ido hace tiempo a reunirse con Numancia, con Zaragoza, con Gerona. Y ahora, sin pensarlo, de pronto, Baler retorna: retorna, como nos dice el papelito de cartulina, de un modo que no podíamos presumir. Aquí está hecho general el antiguo capitán, o comandante, o lo que fuera, que conocimos en Baler. No pensamos nunca volver a verle.

ENTRE EL AZUL REMOTO

Entre el azul remoto vemos una isla, un grupo de islas. Está muy lejos de España lo que estamos viendo: el azul es intenso; en la isla crece el boscaje. En esta isla habrá, sin duda, una iglesia; en esa iglesia estará, no sabemos cómo, un grupo de soldados con unos jefes. El cielo es de añil, y el mar es añil. ¿Qué hacen ahí esos hombres? ¿Cómo pueden sostenerse en ese recinto tanto tiempo? Y cuando no los hostilizan, en los respiros de la lucha, ¿qué es lo que hacen? Están lejos y están cerca; han pasado y subsisten. Separado de toda adherencia, el esfuerzo heroico se nos aparece entre el azul del mar, bajo el azul del cielo. Entre el azul, la constancia heroica, maravillosa, de unos españoles abandonados a sí mismos. Todo ha terminado, y ellos continúan la lucha; ya no son de sí mismos: son de algo que ellos mismos ignoran: están fuera del tiempo y del espacio. Entre el azul se ha disuelto lo contingente, lo terreno, lo efímero: queda sólo lo eterno. Desde este azul, los defensores de Baler pasarán a la región de la inmortalidad. Y entre el azul, ¿no habrá unas notas verdes, la hojarasca de unas verduras que harán resaltar más la turquí del mar y del cielo? ¿Y no habrán desempeñado un papel importante esas anchas, vellosas, blandas hojas de calabacera? ¿No nos dirá ahora la ciencia, con la revelación de las vitaminas, lo que no podía decirles entonces a los defensores de Baler?
Transcurre ante nosotros la gesta heroica con todas sus incidencias; ha pasado el tiempo; se han dispersado los héroes; la iglesia defendida está solitaria. ¿No habrá ocurrida nada en ella desde entonces? ¿No estará señalado ese recinto, lugar heroico, para otras gestas? Si estaba predestinado al heroísmo, ¿cuál habrá sido la suerte de los nuevos defensores de Baler? ¿Habrán igualado que no superado a Saturnino Martín Cerezo y sus compañeros? Acaso nos estamos entregando al ensueño; hemos leído, sin embargo, algo que suscita el ensueño: lo convierte en real materia histórica. Es algo en otro sitio de Baler, con otros defensores, que en el recinto de la iglesia se han sostenido también. No sabemos cuántos días, ni conocemos el resultado de la lucha; todo está absorbido, en nosotros, por el hecho primigenio. Nos basta con él, y todo lo demás es adherencia superflua. La iglesia está empapada de perennidad heroica: por los siglos de los siglos serán Martín Cerezo y sus compañeros los que emanen, del edificio, en las páginas de la historia, un misterioso efluvio que envolverá al lector. ¿Y qué más podemos pedir? ¿Y qué más podemos desear?

¿CÓMO ES ESA PELÍCULA?

¿Cómo es esa película del sitio de Baler? No la he visto; temo que lo concreto empezca a lo imaginado; lo poético vale más que lo real. Sin duda, en esa película habrá un techo, el de una iglesia desmantelada, que se llueve, y del que se desprenden pedazos; en tanto que esto ocurre, en una lejanía remota veremos en Madrid, o donde sea, no lo sabemos, un salón confortable y unos personajes que lanzan el humo aromático de sus cigarros. Veremos las anchas hojas de la calabacera famosa, y contemplaremos unos suculentos mantenimientos, no sabemos tampoco en qué sitio.
Contrastando con el esfuerzo y la constancia de los defensores de Baler, habrá asimismo, en un conjunto, flaquezas y abandonos, expresados con el color, con la forma, con gestos y con ademanes, que no podemos precisar. Una bandera, o mejor, jirón de bandera, flamea en el aire, y en una calle, de cualquier ciudad, la gente discurre presurosa, olvidadiza, sin saber que en un país remoto hay, en una techumbre, un pedazo viejo de tela roja y gualda que se mueve a impulsos del céfiro. Nos miran ansiosos unos ojos de fiebre, y contemplamos, de pronto, una intensa llamarada que sube de unas ruinas a un cielo de azul intenso. Entre el ir y venir de soldados exangües, atisbamos, en un rincón, acurrucado, un cuerpo casi exánime, que tirita violentamente a causa de la fiebre. Los trenes corren por no sabemos dónde; los barcos surcan el piélago; las salas de espectáculos están llenas de un público jovial, sereno; la vida toda hierve con intensidad y voluptuosidad: aquí, en este ángulo, un puntito invisible en el planeta, hay una vida, con la fiebre, con el hambre, con el desamparo, que es superior a la otra vida.
¿Y cuál escogeremos nosotros, puestos a escoger: la heroica o la apacible? ¿El tumulto de la muchedumbre o la soledad del rincón en Baler?

AZORÍN

Madrid, febrero 1946.

La iglesia de Baler


Los últimos de Filipinas

* * *

Saturnino Martín Cerezo

Azorín (José Martínez Ruiz)

Edita: Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica, 2000, Madrid
NIPO: 076-00-059-8
ISBN: 84-7823-753-4
Depósito legal: M-26344-2000


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