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La más gallarda defensa de un puesto comprobada en la historia militar. Los últimos de Filipinas

Saturnino Martín Cerezo y la guarnición de Baler

El legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo

Del 30 de junio de 1898 al 2 de junio de 1899 en Baler

Guerras ultramarinas en el siglo XIX: Los heroicos últimos de Filipinas



Saturnino Martín Cerezo, Segundo teniente de la Escala de Reserva del Batallón de Cazadores Expedicionario n.º 2. Le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando por su actuación al frente del destacamento de Baler, del 30 de junio de 1898 al 2 de junio de 1899, durante la guerra de Filipinas.

Saturnino Martín Cerezo (fotografía tras el sitio)

Imagen de http://www.memoriablau.foros.ws

Este es un hecho donde los españoles dieron cima a una de las hazañas bélicas más asombrosas entre las acometidas por los hombres de cualquier época y país, resaltan los historiadores Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March, en su obra Héroes de Filipinas, inclusa en el 2º tomo de Episodios Nacionales Contemporáneos.
Al fallecer el jefe de la posición de Baler (pequeña población ubicada en la costa occidental de la isla de Luzón) en noviembre de 1898, se hizo cargo del mando el teniente Saturnino Martín Cerezo. A pesar de las bajas tenidas, tanto causadas por el enemigo, como por las enfermedades epidémicas, la escasez de víveres y el mal estado de las provisiones, la falta de vestuario y comunicaciones, pudo prolongar la notoria defensa de Baler el teniente Martín Cerezo manteniendo la disciplina, reprimiendo los intentos de sublevación en su tropa, imponiendo duro correctivo a los promotores y rechazando las repetidas intimaciones de rendición.
El destacamento de Baler estaba compuesto en los albores de julio de 1898 por 50 hombres del Batallón de Cazadores Expedicionarios n.º 2, al mando del segundo teniente Juan Alonso Zayas, quien, además, tenía a sus órdenes al de igual empleo Saturnino Martín Cerezo, al médico provisional Rogelio Vigil de Quiñones y a un cabo y un soldado indígenas y otro europeo, los tres del Cuerpo de Sanidad.
Era comandante político-militar del distrito del Príncipe, con residencia en Baler, el capitán de Infantería Enrique de las Morenas y Fossi, reduciéndose la población europea a los ya citados y al cura párroco fray Cándido Gómez Carreño.
Desde que el destacamento se había establecido en aquel lugar del Distrito del Príncipe, rara vez hubo comunicación con la capital, y llegado el mes de junio cesó por completo, momento en que desertaron los sanitarios indígenas y un cazador, y era evidente que los vecinos del poblado lo abandonaban día tras día. Lo que convenció al comandante del destacamento de que allí, y en toda la isla, iban a producirse sucesos de importancia; por lo dispuso lo necesario para defender el puesto que le había confiado.
Aquella guarnición no podía creer que España hubiera sido derrotada y que Manila, la capital del archipiélago Filipino, estaba en manos de los norteamericanos, cuando ellos no habían recibido comunicación de abandonar el puesto. De ahí que, avanzando en el relato, la cincuentena de soldados y la oficialidad restante, refugiada en la iglesia, resistiese trescientos treinta y tres días el cerco de los tagalos, casi sin víveres, sin hacer caso a las incitaciones a una rendición honrosa y menos aún a las noticias de que España había abandonado la lucha. Esta hazaña asombrosa, más que por la violencia del cerco por la presión psicológica de un aislamiento prolongado, de nuevo demuestra esa cualidad del español, tantas veces incomprensiblemente denostada a lo largo de la Historia, de no rendirse aunque se haya perdido la esperanza de triunfar. Este es, simple y llanamente, el ejemplo que el teniente Saturnino Martín Cerezo y sus hombres dieron al mundo; ellos no conocían la palabra rendición y por eso, además de no rendirse, fueron los únicos españoles que no conocieron la derrota del 98 y dieron un digno final a la presencia de España en ultramar.
Imagen de http://herenciaespanola.wordpress.com

El pueblo de Baler contaba unos dos mil habitantes, tagalos en su totalidad, y su situación entre la cordillera de Caraballo y la costa occidental de Luzón dificultaba enormemente la comunicación con Manila y también con toda la provincia.
Al amanecer del día 27 de junio, Baler registró la fuga de sus habitantes junto a la deserción de los dos sanitarios indígenas de la guarnición y la de un soldado europeo.
La iglesia de Baler fue ocupada por la guarnición española, y en ella se almacenaron los víveres (raciones militares y cuarenta sacos de arroz sin descascarillar) y municiones existentes; era el bastión defensivo ante la amenaza de cerco y ataque. Los acogidos a los muros del edificio (de piedra y mampostería) construyeron fosos y aspilleras para dotarlos de protección, y se extremó la vigilancia de los alrededores practicando reconocimientos diarios. La descubierta del día 30 confirma la presencia de grupos insurrectos al acecho, lo que impuso la retirada a la iglesia.
El primero de julio se presentaron en el poblado numerosas partidas con gran aparato de guerra y algunos cañones antiguos, conminando a la rendición del destacamento mediante esta demostración de fuerza y las noticias al respecto de lo acaecido con otras guarniciones de la zona que ya se habían rendido. A esta demanda de capitulación se adjunta, valga la expresión, una oferta de alimentos y cigarrillos. La respuesta del capitán Las Morenas consistió en una enérgica negativa a la demanda y la oferta, que no daba lugar a dudas, acompañada de una caja de puros y una botella de Jerez, obsequio del mando español a los sitiadores, y de inmediato comenzó el fuego de cañón y fúsil, quedando la iglesia rodeada por un círculo de trincheras. A raíz del episodio, nadie en el destacamento volvió a creer en las noticias difundidas por el enemigo.
Dispuestos a sostener la posición hasta el final, suponiendo la dureza e intensidad de los ataques, los sitiados racionaron las provisiones. Tenían agua, arroz, algunos centenares de cajas de sardinas y abundante munición; pero faltaba carne y sal.

Los meses de julio y agosto fueron de continua respuesta al fuego enemigo, noche y día, sin que decayese el espíritu de los sitiados.
Calixto Villacorta, al frente de la columna sitiadora, el 19 de julio amenaza al destacamento con un ataque masivo si no se rinde; al día siguiente el mando español confirma que seguirán cumpliendo con su deber, y que si logra entrar el enemigo en la iglesia no encontrará más que cadáveres.
El día 7 de agosto los tagalos intentaron asaltar la iglesia mediante un golpe de mano e incendiarla, sin lograrlo.
El 20 de agosto, Villacorta recurre a dos presos españoles para entablar parlamento con los sitiados. Estos presos eran los franciscanos Félix Minaya y Juan López, que habían sido capturados en Casiguran por los “katipuneros”, a modo de bandoleros indígenas, enemigos a muerte de los “castila” o españoles y anticlericales, desde donde fueron enviados a Baler. Pero en vez de parlamentar, los frailes se sumaron a la guarnición dentro de los muros de la iglesia. Félix Minaya, que era escribano, se convirtió en un cronista de excepción de los acontecimientos. Los dos frailes asistieron en su muerte, provocada por el beriberi, al párroco de Baler, fray Cándido Gómez Carreño. Minaya igualmente registra en sus memorias la enfermedad que aquejaba al capitán De Las Morenas: “anemia cerebral que le hacía soñar y delirar, en conversaciones imaginadas, con su esposa e hijos allá en España”.

En septiembre se generalizó la epidemia de beriberi, a consecuencia de la cual también fallecieron el segundo teniente Alonso Zayas, el 18 de octubre, y el capitán De las Morenas, el 22 de noviembre; y las heridas por los sucesivos combates afectaron a varios soldados, al médico Vigil de Quiñones y al segundo teniente Martín Cerezo que, desde la muerte del capitán, mandaba el destacamento compuesto entonces por 35 soldados, 3 cabos y un corneta, el médico Vigil de Quiñones y los dos frailes.
Iniciado diciembre, cumplían cinco meses y medio cercados y soportando las frecuentes intimidaciones provenientes del campo enemigo, y difusión de informaciones referentes a la rendición de Manila, a lo que los españoles continuaban haciendo oídos sordos y redoblando el espíritu que les movía desde el principio del asedio. Pero el acoso de las enfermedades y la carencia de alimentos en condiciones incrementaban el castigo y los padecimientos; la carne se había consumido a fecha de 6 de julio, por lo que el teniente Martín Cerezo ordenó una salida que aliviara la presión sobre la iglesia y procurara víveres renovados para la guarnición.
Fue el día 14 cuando una sección de asalto formada por 15 hombres, mandada por el cabo José Olivares Conejero, abandonaba el recinto defensivo para incendiar algunas casas del poblado, a base de trapos empapados con petróleo, con la finalidad de eliminar las que servían de parapetos (bahais) y trincheras a los sitiadores y despejar las líneas de tiro; lo que meritoriamente consiguieron en un radio de 200 metros. Una oportuna requisa de fruta fresca: calabazas, naranjas, otras provisiones en menor cuantía y útiles para reforzar la estructura como maderas y clavos, añadido a la ampliación de la zona excluida de enemigo, que permitió abrir los portalones de la iglesia para que corriera el aire, contribuyó a la mejoría inmediata de sanos, heridos y enfermos. Escribe el padre Minaya: “La apertura del aire fue ovacionada, los enfermos fueron sacados al sol por vez primera en casi un año, y comieron con fruición tallos de plátano, hojas de calabaza, fuertes pimientos conquistados y otros vegetales, que hicieron casi el milagro de que desaparecieran las hinchazones de aquellos esqueletos ambulantes”.
Desde esa jornada y hasta los primeros días del nuevo año, 1899, la situación se mantuvo. Los disparos desde las trincheras, algo más lejanas, seguían sonorizando el ambiente, pero el principal problema de los sitiados era la falta de provisiones, que se terminaron pronto, y la acción irrefrenable de las enfermedades, a la que no había manera de poner fin.
La Nochebuena se celebró con los instrumentos musicales que había en la iglesia y un menú extraordinario compuesto por  dulce de cortezas de naranjas y café. Hubo pasos de teatro, números de zarzuela y equilibristas. Minaya relata admirado el esfuerzo por despedir el año 1898 con camaradería e ilusión por la llegada de tiempos mejores. Participaron en la improvisada fiesta los dos heridos graves, los quince enfermos de beriberi, los enfermos de disentería y los dos con calenturas tropicales. Al día siguiente, Navidad, Calixto Villacorta anuncia que acuden como parlamentarios al capitán del ejército español, Belloto, y un franciscano, portadores de sendas cartas. Gestión infructuosa porque los “defensores seguían creyendo que todas aquellas noticias sobre la pérdida de Filipinas eran añagazas”.

El 14 de enero de 1899, tras reiterados intentos de los tagalos de establecer una comunicación con los españoles, en el que destaca el protagonizado por el español capitán Barbudo, prisionero desde la rendición de Nueva Écija (provincia en la región central de la isla de Luzón), el identificado como Miguel Olmedo, capitán de Infantería español, a modo de parlamentario consiguió hablar con el teniente Martín Cerezo desde la explanada exterior de la iglesia. El capitán Olmedo dijo que venía comisionado por el capitán general Diego de los Ríos para dialogar con el capitán Las Morenas, al que conocía personalmente. El teniente Martín Cerezo no accedió, considerando aquella intervención como una estratagema para rendirlos; ante lo que el capitán Olmedo entregó unos documentos en los que se comunicaba la rendición de Manila, y por ende de todo el archipiélago.  Martín cerezo les negó validez, al tenerlos por apócrifos; así lo explica en el Diario de operaciones de la defensa de Baler: “La comunicación adolecía para mí de algunas faltas o trámites burocráticos, tal como número de orden, y el de haberse registrado en el libro de salida, el pie de ella no era tampoco el usado en Dependencias Militares”.

Cinco meses más duró tan épica lucha que llenara de orgullo a cuantos contribuyeron a ella; no se dio oído a las proposiciones de los contrarios mientras quedaron víveres y municiones. Hubo en este tiempo un intento de sedición que, descubierto y conocidos los autores, un cabo y dos soldados, fueron mandados arrestar por Martín Cerezo por incitar a sus compañeros a la sedición y a la rendición; uno de ellos logró escapar del confinamiento, mientras que los otros dos, por continuar su actitud rebelde en circunstancia de extrema gravedad para la guarnición, fueron ejecutados el 31 de mayo, en el epílogo del asedio.

Entre el 30 de marzo y el 3 de abril se recrudeció el ataque de los tagalos. Fuego intensísimo que alternó con peticiones de parlamento para negociar un fin deseable para ambas partes, al que no accedía el destacamento español. Los tagalos mostraron a Martín Cerezo  periódicos y documentos que demostraban que ellos, los tagalos, ahora compartían amistad e intereses con los españoles, al declarar enemigos por traición a sus anteriores aliados norteamericanos. Mientras, como era inevitable, las raciones se iban agotando, por lo que a partir del 8 de abril la comida se redujo a unos puñados de arroz y habichuelas más una lata de sardinas por persona y día.
La noche del 11 de abril se produjo un cañoneo en la costa, que oyeron tanto sitiados como sitiadores. A la mañana siguiente, los vigías españoles encaramados a la torre de la iglesia, avistaron un barco que realizaba un intento de desembarco, a no tardar abortado por el fuego enemigo desde posiciones terrestres en el litoral. Martín Cerezo lo consigna en su Diario de operaciones: “El día 12 cuando intentó desembarcar una tropa los tagalos lo impidieron por el fuego, produciéndose un duelo artillero entre el buque y el castillejo donde estaba el mando del enemigo y alguna pieza de artillería”.
Los españoles realizaron descargas de fusilería para hacerse notar, pero el barco, que era el Yorktown, enviado por el almirante Dewey a instancia del arzobispo de Manila para ponerse en contacto con los sitiados y comunicarles el fin de la guerra, desapareció el día 13 mar adentro.
Tras este episodio, el asedio prosiguió como hasta entonces, con bombardeos, hostigamiento continuado de fusilería y proposiciones de rendición honrosa.
El 8 de mayo, una granada que impacta en uno de los muros hiere levemente a los tres presos que allí permanecen confinados, reos de sedición. Mientras Vigil les atiende se les coloca en el centro del templo para reparar el boquete. Al rebajarse la vigilancia, uno de ellos, José Alcaide, logra quitarse los aflojados grilletes y salta por una ventana; y aunque tiroteado por la guardia, logra alcanzar la línea enemiga.
El jefe de la columna sitiadora es el Teniente coronel Tecson, quien ofrece nuevas de paz y digna rendición a los españoles, “y que aceptaría las condiciones que se propusieran”. Añade Minaya que las voces contrarias ofrecían amistad, porque ahora filipinos y españoles luchaban juntos contra el nuevo enemigo común, los Estados Unidos. Como no se creen esas palabras no reciben respuesta de consideración. Tecson se impacienta y el día 27 ordena un ataque en toda regla que la guarnición rechaza con el mismo estilo.
La bandera que ondea en el campanario está rasgada por la metralla, y el viento y descolorida por los aguaceros y el sol, por lo que es preciso sustituirla con las sotanas rojas de los monaguillos y con una tela amarilla de mosquitero; sin bandera no tiene sentido el sacrificio. Se coloca la renovada enseña nacional en lo alto con la solemnidad requerida, formada la tropa a sus pies.
El día 28 de mayo el intento enemigo consiste en impedir el acceso al pozo de agua potable que se había construido en el centro del patio de la iglesia al comenzar la defensa, y que dotaba de agua a la guarnición. Los tagalos abrieron durante la noche aspilleras en uno de los muros del patio de la iglesia, desde donde podían batir el pozo. Pero el teniente Martín Cerezo, alertado sin desmayo, escuchó el ruido esa noche. Por la mañana apostó a sus mejores tiradores en la trinchera que mejor enfilaba los movimientos de la vanguardia enemiga con la orden de disparar a discreción; conseguido el enmudecimiento de las armas enemigas, él y algunos soldados cruzaron a la carrera el patio con cubos de agua hirviendo, oportunamente preparados, y llegados a la tapia donde se habían abierto las aspilleras, los arrojaron a los sorprendidos tiradores que inmediatamente huyeron.
Todas las incidencias y carencias de un asedio tan prolongado, tanto físicas como psíquicas, sumadas a la falta de noticias en un sentido u otro, se iban superando gracias al ingenio, astucia y energía del teniente Martín Cerezo, que supo mantener un alto espíritu durante toda la defensa bien secundado por su fiel y eficaz ayudante el cabo Olivares, el valor y la sobriedad de los soldados y el callado e incesante trabajo del teniente médico Vigil de Quiñones.
Pero una vez agotados los víveres, teniendo a casi todos los supervivientes heridos y anémicos, y ya sin municiones para garantizar mínimamente la defensa de la posición, obligaba a Martín Cerezo a una resolución final que oscilaban entre rendirse, perecer de hambre o intentar a la desesperada una salida hacia el bosque para llegar a Manila o a un puesto español. Sobre la viabilidad de esas alternativas meditaba el teniente, cuando el día 29 de mayo se presentó ante los dura y largamente castigados muros de la iglesia el teniente coronel de Estado Mayor Cristóbal Aguilar y Castañeda, enviado por el capitán general en funciones de las fuerzas en el Archipiélago, Diego de los Ríos, para convencer de una vez por todas al irreductible grupo de valientes que depusiera las armas. Fracasada de nuevo la misión, pues Martín Cerezo no acababa de creer en la autoridad del emisario. Sin embargo, las penalidades y las carencias exigían determinarse entre las posibilidades que se ofrecían a la guarnición; sólo quedaban cuatro cajas de latas de sardinas por todo alimento y apenas munición. Por lo que el día 31 de mayo, Martín Cerezo optó por una salida hacia el bosque en busca del primer puesto español que encontraran. Comunicó esta resolución a sus hombres, distribuyó la munición restante y tras destruir la documentación que no podía acarrear consigo preparó la salida para la noche siguiente.
Maniobra que no pudo ejecutarse porque la intensificación de la vigilancia enemiga la imposibilitaba. Sin embargo, esta circunstancia a todas luces adversa resultó favorable en definitiva.
El historiador militar, general Andrés Mas Chao, en su obra La guerra olvidada de Filipinas 1896-1898 relata que el teniente Martín Cerezo, imposibilitado de actuar como había previsto, e informado a la guarnición a sus órdenes, necesitado de hallar otra salida a la terrible situación, a solas en un rincón de la iglesia se puso a leer el periódico El Imparcial que le había dejado el teniente coronel Aguilar. De repente, leyó una noticia que le convenció de la veracidad del mensaje del que era portador el oficial para ellos: en el periódico figuraba el destino de un compañero suyo que Martín Cerezo sabía que quería solicitar al llegar a la Península. Inmediatamente reunió a sus hombres para comunicarles esta información, de la que no le cupo duda era verdadera, y a consecuencia de la misma la irremisible capitulación. Así lo cuenta Martín Cerezo en su diario: “Conté lo sucedido y les manifesté sin rodeos que me parecía llegado el momento de pactar con el enemigo. Alguno de aquellos valientes, con los ojos arrasados en lágrimas, todavía no se mostraban convencidos… Ahogándome también de llanto y de coraje, insistí… en que no quedaba otro puerto de salvación. Pues entonces, me respondieron, haga Vd. lo que mejor le parezca”. Con esta aprobación expresa los veintinueve hombres útiles y un herido de los cincuenta y siete que formaban el destacamento cuando se inició el asedio, en el que hubo dos muertos por herida de bala, dos heridos que quedaron inútiles, varios más de diversa consideración (entre ellos el propio Martín Cerezo y el médico Vigil de Quiñones), tres muertes por disentería y once por beriberi, culminaron su hazaña.
Félix Minaya, respecto a la actitud de los soldados, anota en su diario: “no querían entregarse, de ninguna manera” y llega a mencionar “aquella especie de sublevación”. Menciona que fue el soldado José Giménez Berro quien invocó la confianza que le inspiraban los dos frailes: “el bien que nos han hecho en un año; ellos saben mejor que nosotros lo que hacer”… Y convenció al resto sobre la decisión del teniente, del médico y de los frailes. Avisado el Teniente Martín Cerezo por Juan López de la determinación de la tropa, aquél ordenó al corneta el toque de parlamento. La corneta vibró con rabia, con dolor: “¡Qué trance! ¡Qué hora!”
Señala el historiador Pedro Ortiz Armengol, una autoridad en los asuntos de Filipinas, que merece una sentida reflexión el que el Teniente Comandante de la posición, Saturnino Martín Cerezo, permitiera que a solas deliberara la tropa respecto a tan decisiva cuestión, de la que no había posible retorno en uno u otro sentido. “En el trágico cierre del gran incendio hispánico, he aquí que se pide la aquiescencia del pueblo para tomar la decisión última, y el pueblo opina. Y la Iglesia, como desde hacía cuatrocientos años, inclina con su fuerza y su prestigio la opinión del pueblo, en este caso la tropa, y se llega al final acuerdo. El trágico colofón de Baler está lleno de significados y de grandeza, la que correspondería en justicia”.

Sin apurar más tiempo, el teniente Martín Cerezo preparó las condiciones a solicitar para la capitulación. Dentro de los muros de la iglesia alzó la bandera blanca de parlamento al despuntar la mañana. Martín Cerezo, jefe de los sitiados, se puso en contacto con el jefe de los sitiadores y expuso sus condiciones. Era el 1 de junio de 1899, fecha histórica en la que el enemigo aceptó las condiciones impuestas por los asediados convencido de que el destacamento de Baler era irreductible de no mediar factores ajenos a la lucha sostenida durante casi un año.
El dos de junio se firmó una honrosísima capitulación que más tarde sería refrendada por el presidente de la República de Filipinas, general Emilio Aguinaldo, que a su vez honra al hombre y a la nación que representa.
Los efectivos del destacamento no fueron hechos prisioneros, saliendo en triunfo de la iglesia donde quedaron enterrados sus compañeros muertos. Atravesaron la isla de Luzón para llegar a Manila donde recibieron muestras de admiración por parte de cuantos les habían combatido o conocieron entonces la bravura de aquellos valientes, cuyos nombres y, singularmente el de su jefe, asociados al poblado de Baler, jamás serán olvidados por los que de corazón amen las glorias de España.
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Emilio Aguinaldo, presidente de la República de Filipinas, firmó el siguiente decreto:
Habiéndose hecho acreedores a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres, aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del Ejército de esta República que bizarramente les ha combatido, a  propuesta de mi Secretario de Guerra y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo en disponer lo siguiente:
ARTÍCULO ÚNICO
Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino, por el contrario, como amigos, y en su consecuencia se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país. Dado en Tarlak a 30 de junio de 1899.
El Presidente de la República, Emilio Aguinaldo.
El Secretario de Guerra, Ambrosio Flores.
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Los sitiadores rinden honores a los defensores de Baler.

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Los últimos días del asedio narrados por Saturnino Martín Cerezo en su obra documental El sitio de Baler
Al decir yo que obedecería las órdenes del General Ríos si él acudía personalmente a dármelas, no me inspiraba otra idea que la de ganar algunos días. Tenía pleno convencimiento de que se me trataba de burlar, y ya dejo expuesto cómo se había ido laborando en mi cerebro juicio tan desdichado, en el cual acabé de ratificarme y afirmarme oyendo a los frailes retenidos por el difunto Las Morenas, que bien podía ser cierto lo del Ministerio de la Guerra, pues creían haber oído que dicho General estaba casado con una filipina.
Mientras le avisan y viene, calculaba yo, se pasa una semana, durante la cual nos dejarán tranquilos esta gente. Aprovechando la calma nos largamos al bosque, y cuando menos lo esperen se hallan con la iglesia vacía porque después de todo, si nos consideran engañados y resueltos a capitular, no es muy difícil que descuiden la vigilancia y podamos tomar las de Villadiego sin tropiezo.
Luego que se retiró el señor Aguilar mandé recoger el paquete de periódicos y nos pusimos a confrontarlos detenidamente con otros que por casualidad poseíamos. Recuerdo que la más importante de las comparaciones tuvo por objeto varios números de El Imparcial, entre los cuales no pudimos hallar otras diferencias que las naturales de redacción. Mucho nos maravilló la semejanza tipográfica, lo exacto del tamaño y aun la calidad del papel; mas recordando la notable destreza que tienen para la imitación aquellos insulares, decía yo, al reparar en todo ello: “Nada; como estos chongos disponen de materiales a propósito, se han dedicado a copiar nuestros diarios en el afán de que nos traguemos el anzuelo”. Sucede con la desconfianza lo mismo que suele ocurrir con el entusiasmo y con el miedo: es contagiosa, y ninguno de mis soldados deseaba la rendición. Acabamos, pues, en lo que menos hubiera podido suponerse, dentro de lo racional y ordinario: en reputar de apócrifos todos aquellos apelotes, desdeñar su lectura, no hacerles caso y apercibirnos para la evasión que meditábamos.
Mandé primeramente quitar dos lámparas que había colgadas ante otros tantos altares de la iglesia y preparar cuidadosamente los cordeles que debían servirnos para el paso de los muchos ríos que seguramente hallaríamos. Algunos individuos no sabían nadar, y yo había proyectado que al llegar ante una corriente invadeable la cruzara un buen nadador llevando él un extremo de aquellas cuerdas y el encargo de amarrarla, ganando la opuesta margen, a un árbol o piedra que ofreciese la conveniente resistencia. Sujetas de nuestro lado en igual forma, y establecida la necesaria tirantez, pasaría el destacamento cogiéndose al pasamanos resultante. Otro nadador cerraría la marcha, y cuando todos hubiéramos salvado el obstáculo, desharía el amarre y se nos reuniría fácilmente.
Dispuse también que se hiciesen abarcas con las carteras y correajes de los muertos, a fin de sustituir las inútiles y calzar a los que no tuviesen ninguna, fijé la salida para la noche del 1º de junio, y en la mañana de este día procedí a quemar todos los fusiles sobrantes, más un Remington y un rifle que habíamos hallado en la Comandancia político-militar; distribuí las municiones que aún quedaban, entregué a cada cual una manta nueva, y en uso de las atribuciones que me conferían los artículos 35 y 36 del Código de Justicia Militar, cediendo, muy contra mi voluntad y sentimientos, a la presión de las circunstancias, mandé fusilar inmediatamente al cabo Vicente González Toca y al soldado Antonio Menache Sánchez, convictos y confesos del delito de traición en puesto sitiado e incursos además en la pena de muerte ordenada por el Capitán General del Archipiélago, D. Basilio Augustí, en su bando terminante del 23 abril 1898.
La ejecución se realizó sin formalidades legales, totalmente imposibles, pero no sin la justificación del delito. Era una medida terrible, dolorosa, que hubiera yo podido tomar a raíz del descubrimiento de los hechos y que hubiese debido imponer sin contemplaciones cuando la intentona de fuga, que había ido aplazando con el deseo de que otros la decidieran y acabasen, pero que ya era fatal y precisamente ineludible. Mucho me afligió el acordarla; busqué un resquicio por donde poder librarme de semejante responsabilidad, y no pude hallarlo si contraer yo mismo la de flojedad en el mando, y, sobre todo, la muy grave y suprema de comprometer nuestra salvación al retirarnos. Fue muy amargo, pero fue muy obligado. Procedí serenamente, cumpliendo mi deber, y por esto, sin duda, ni un solo instante se ha turbado jamás la tranquilidad de mi conciencia.
Para evitar que los enemigos pudieran aprovechar resto ninguno de los armamentos destruidos, hice poner el herraje, antes que los cadáveres de los fusilados, en el hoyo que hubo de hacerse para enterrarlos, y las piezas menudas fueron tirándose por los alrededores de la iglesia. Con esto quedamos aguardando la noche. Mis soldados, tanta era su necesidad, rasaron aquel día todo lo comestible, hojas y tallos, que aún había en nuestras pequeñas plantaciones, y aunque la empresa era de las que sólo pudo aconsejar nuestra desesperación extremada, todos evidenciaron su impaciente alegría porque llegase la hora y abandonar aquella posición lúgubre, donde ya no faltaba, para estar e carácter, ni siquiera el horror de un triste cementerio de ajusticiados.
Obscureció por fin y con el reposo nocturno vimos que se aumentaba de una manera extraordinaria la vigilancia por las trincheras insurrectas. No había luna, pero el cielo estaba completamente despejado y vertía claridad suficiente para que no pudiésemos evadirnos sin ser inmediatamente descubiertos. No hubo, pues, más remedio que hacer de tripas corazón y dejar nuestra marcha para la noche venidera, con la esperanza de que nos favoreciese algún descuido y la firme resolución de que, si no conseguíamos desfilar inadvertidos, cargaríamos desde luego sobre la parte mejor fortificada, esto es, por donde menos era de suponer que buscáramos la salida. Con tal propósito hice jurar a todos que si alguno, desgraciadamente, quedaba en manos del enemigo, no diría palabra ni haría gesto que pudiese indicar la dirección por donde fuésemos [dirección que todos ignoraban].
A la mañana siguiente, no bien amaneció, volví a repasar los periódicos. Toda la noche había estado preocupándome lo extraño del asombroso parecido con que habían logrado hacerlos; pero algo instintivo me aconsejaba su lectura. Sin esperanza, pues, de que se desvaneciesen mis recelos, comencé a ojear sus columnas, maravillándome la imaginación que se había gastado en ellas con el intento de reducirnos y engañarnos. Admirándolo estaba, cada vez a mi juicio más penetrado en lo habilidoso de la obra, cuando un pequeño suelto, de sólo un par de líneas, me hizo estremecer de sorpresa. Era la sencilla noticia de que un segundo Teniente de la Escala de Reserva de Infantería, D. Francisco Díaz Navarro, pasaba destinado a Málaga; pero aquel oficial había sido mi compañero e íntimo amigo en el Regimiento de Borbón; le había correspondido ir a Cuba, y yo sabía muy bien que al finalizarse la campaña tenía resuelto pedir su destino a la mencionada población, donde habitaba su familia y su novia. Esto no podía ser inventado. Aquellos papeles eran, por lo tanto, españoles, y todo cuanto decían verdadero. No era, pues, falso que se habían perdido las Colonias; que habíamos sido villanamente despojados; que aquel pedazo de tierra que habíamos defendido con tanto tesón ya no era nuestro, y, como decía el señor Aguilar, ya no tenía razón de ser nuestra obstinación en conservarlo.
Aquello fue para mí como el rayo de luz que ilumina de súbito la mortal cortadura en que íbamos a caer precipitados. Al retirarme desesperadamente al bosque, no estaba e mis propósitos quedarnos en él como los salvajes igorrotes; y lo de llegar a Manila, sabía yo muy bien que era empresa tan imposible como la de subir hasta las montañas de la Luna; pero esperaba ganar la costa; quedar allí en cualquier refugio solitario esperando el paso de alguno de nuestros barcos de guerra, que desde lo del Yorktown me figuraba que navegarían libremente; llamar, a tiros e izando una bandera muy grande que al efecto habíamos arreglado con los restos de los materiales disponibles, la atención del primero que acertase a pasar, y hacer que nos recogiera y nos salvara. El desastre ocurrido, que ya no me ofrecía duda ninguna, desvanecía también esta última esperanza; y llevar mis soldados a las espesuras de los bosques, era como entregarnos miserablemente a la muerte.
No hallé, pues, más remedio que la capitulación, y acto seguido hice reunir a la tropa; conté lo sucedido, y les manifesté sin rodeos que me parecía llegado el momento de pactar con el enemigo. Alguno de aquellos valientes, con los ojos arrasados en lágrimas, todavía no se mostraban convencidos, y otros me argumentaron “que se hallaba muy reciente lo del agua hirviendo, y que nos iban a quemar vivos”. Ahogándome también de llanto y de coraje, insistí en convencer a los primeros de que ya no nos quedaba otro puerto de salvación; y para desvanecer los temores que aducían los otros, muy fundamentadamente por cierto, les vine a contestar lo siguiente:
El Teniente Coronel Aguilar es, indudablemente, el jefe de las fuerzas que nos rodean. Desde luego habréis advertido que parece persona distinguida y muy perito en cuestiones militares. Creo lo mismo y tengo la seguridad, por tanto, de que no ha de permitir se maltrate a quienes únicamente merecen, como nos ocurre a nosotros, el calificativo de beneméritos soldados, víctimas del amor a la Patria. Lo tenaz de nuestra defensa está fundado en el riguroso cumplimiento de lo prevenido en el Reglamento de Campaña, en el Código de Justicia Militar y en el del Honor; e nuestras Ordenanzas y en los Bandos, por último, del Capitán general del Archipiélago, señor Augustí: no hemos hecho, pues, otra cosa que cumplir con nuestros deberes lealmente, dando, si acaso, un ejemplo más digno de admiración que de castigo; y, finalmente, aunque no lo consideren así, yo soy, después de todo, el único responsable de cuanto ha sucedido, y yo solo he de ser quien pague, máxime habiendo mandado quemar los armamentos.
Pues entonces, me respondieron, haga usted lo que mejor le parezca; usted es quien lo entiende.
Les hice inmediatamente una brevísima nota de las condiciones en que debíamos capitular, proponiéndoles que si no eran aceptadas saldríamos a muerte o a vida, como Dios nos diese a entender; y habiéndolas aprobado por unanimidad, mandé al instante enarbolar la bandera blanca, e hice al corneta que tocase atención y llamada. ¡Momento inolvidable!
Se adelantó en seguida uno de   los centinelas insurrectos, y le grité que llamase al Teniente Coronel Aguilar. Poco después, un Comandante, indígena también, se aproximó y nos dijo que ya no estaba con ellos aquel jefe, pero que al punto venía su Teniente Coronel, que había quedado acabándose de vestir y era quien mandaba las fuerzas sitiadoras.
Tampoco se hizo esperar este último señor, y, cuando estuvo al habla, le participé nuestros deseos, pero apercibiéndole con estas palabras terminantes: No se figuren ustedes que me encuentro con el agua al cuello: todavía me quedan víveres para unos días; y si no acceden ustedes a las bases que pienso proponer, tengan muy por seguro que antes que capitular con otras me marcho al bosque asaltando sus trincheras.
Me contestó que formulase la capitulación en los términos que yo tuviera por conveniente, siempre que no fuesen denigrantes para ellos, y espontáneamente me dijo que se me permitiría la conservación de las armas hasta el límite de su jurisdicción, donde las entregaríamos. Tan generosa oferta, que simboliza el honor más distinguido que se puede hacer en semejantes ocasiones, desvaneció en gran parte nuestros recelos, y no hay que decir si la hubiésemos aceptado con entusiasmo; pero yo, que veía por momentos decaer a mis soldados, cuyas fuerzas parecían abandonarles según íbamos llegando a la solución del arreglo, comprendí lo imposible de que pudiéramos hacer una sola jornada llevando aquellas armas, las cuales, además, podían servir de pretexto para cualquier tropelía, y no quise admitir la propuesta.
Extendí, pues, el acta siguiente, que fue aceptada sin vacilación ni discusiones:
En Baler, a los dos días del mes de junio de mil ochocientos noventa y nueve, el 2º Teniente Comandante del Destacamento Español, D. Saturnino Martín Cerezo, ordenó al corneta que tocase atención y llamada, izando bandera blanca en señal de Capitulación, siendo contestado acto seguido por el corneta de la columna sitiadora y reunidos los Jefes y Oficiales de ambas fuerzas transigieron en las condiciones siguientes:
PRIMERA. Desde esta fecha quedan suspendidas las hostilidades por ambas partes beligerantes.
SEGUNDA. Los sitiados deponen las armas, haciendo entrega de ellas al jefe de la columna sitiadora, como también los equipos de guerra y demás efectos pertenecientes al Gobierno Español.
TERCERA. La fuerza sitiada no queda prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas adonde se encuentren fuerzas españolas o lugar seguro para poderse incorporar a ellas.
CUARTA. Respetar los intereses particulares sin causar ofensa a las personas.
Y para los fines a que haya lugar, se levanta la presente acta por duplicado, firmándola los señores siguientes: El Teniente Coronel Jefe de la columna sitiadora, Simón Terson. – El Comandante Nemesio Bartolomé. – Capitán Francisco T. Ponce. – Segundo Teniente Comandante de la fuerza sitiada, Saturnino Martín. – El Médico, Rogelio Vigil.
Así terminó el sitio de la iglesia de Baler, a los trescientos treinta y siete días de iniciado, cuando ya no teníamos nada comestible que llevar a la boca, ni cabía en lo humano sostener uno solamente su defensa.

Fotograma de la película Los últimos de Filipinas: desfile final.

Imagen de http://www.elcorreodepozuelo.com

Nada hubo de faltarnos en aquel humilde recinto, preparado no más que para escuchar la plegaria religiosa, ni las inclemencias del cielo, ni el rigor del asedio, ni los golpes de la traición y la epidemia. El hambre con su dogal irresistible, la muerte sin auxilios, y el aislamiento con su abrumadora pesadumbre, la decepción que abate las energías más vigorosas del espíritu, y el desamparo enloquecedor que desconsuela; todo concurrió allí para sofocarnos y rendirnos.
Mucho supone en el fragor de la batalla el ataque a la batería formidable; mucho el cruzarse con las bayonetas enemigas; pero aún hay algo más pavoroso, irresistible y difícil en la tenaz resistencia del que, una hora y otra hora, un día y otro día, sabe luchar contra la obsesión que el persigue: sostenerse tras la pared que le derriban y no ceder a los desfallecimientos del cansancio.
Tal es el mérito de los defensores de Baler, de aquella pobre iglesia, donde aún seguía flameando la vadera española diez meses después de haberse perdido nuestra soberanía en Filipinas.
Los que hablan de fantasías, que mediten; los hombres de corazón, que lo valoren.

Frente de la iglesia de Baler concluido el sitio.

Imagen extraída del libro El sitio de Baler, escrito por Saturnino Martín Cerezo, reedición ampliada de la obra original publicada en España el año 2000 por el Ministerio de Defensa.

Post Scriptum
He terminado mi narración, y creo haberla escrito con la sinceridad prometida. Leal e imparcialmente, limpio mi espíritu de bastardas intenciones, he ido refiriendo los acontecimientos y episodios tal como sucedieron, y he procurado bosquejar las circunstancias tal como las sufrimos.
Quizá en algunos momentos, al recordar nuestras decepciones y amarguras, evocando tantas y tantas horas de mortales angustias y de abrumadoras inquietudes, la fibra dolorida se haya dejado manifestar con su gemido, inspirando a mis frases una viveza extraordinaria, bien que reflejo pálido de los estados de mi alma; pero esta misma viveza sólo demuestra la ingenuidad de mi relato. Séame perdonada, en gracia siquiera de lo natural del desahogo.
Por lo que se refiere a los hechos, su misma notoriedad acredita desde luego los de tiempo, situación y recursos, que son los principales ante la Historia; y en cuanto a los demás, no testifico solamente con difuntos: aún alientan por ahí la mayoría de mis animosos compañeros, gozando, casi todos, en la tradicional estrechez del veterano, los gajes de su heroísmo y sufrimiento; aún deben de vivir la mayoría de nuestros sitiadores; y aún, si fuere preciso, creo que no faltarían los documentos comprobativos necesarios.
De propio intento no he determinado censuras: me ha parecido inútil. Cuya sea la culpa del abandono y las contingencias, de la imprevisión y penuria que hubimos de padecer, no soy yo quien debe decirlo: reflexione quienquiera, y, examinado con tranquila imparcialidad lo sucedido, falle después ante su razón y su conciencia.
Respecto de mí, sólo debo añadir lo que ya dije al principio: que me hallo tranquilo y completamente satisfecho, dando muchas gracias a Dios por haberme reservado aquel trance de honor donde pude cumplir mis obligaciones militares. Cuando me vestí el uniforme, supe que contraía con mi Patria una deuda sagrada: la de mi vida, la de mi porvenir, la de toda mi sangre y todos mis alientos. Creo haber demostrado, y esto me basta, que no rehúyo el pago. Y sólo deseo ahora que se me vuelva pronto a pedir la satisfacción de aquel débito, pero que hagan los Cielos sea en la cuesta de la prosperidad y de la grandeza nacional.
Pues para la una y la otra, tenga por seguro esta España tan desdichada que, a pesar de todos los desvanecimientos de leyendas que por ahí se pregonan, no han de faltarle nunca soldados como los soldados de Baler, alguno de los cuales, dicho sea de paso, bien puede ser que tenga que mendigar una limosna.

Lado izquierdo de la iglesia de Baler concluido el sitio.

Imagen extraída del libro El sitio de Baler.
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Conducidos por el trasatlántico Alicante, el 1 de septiembre desembarcaron en Barcelona, y al día siguiente fue licenciada la tropa del destacamento. Tres días después, el alcalde de Barcelona, Antonio Martínez Domingo, saludaba y felicitaba al destacamento con las siguientes palabras dirigidas a Martín Cerezo por medio de oficio:
El Excmo. Ayuntamiento que me honro en presidir, al hacer constar en actas la intensa satisfacción con que vio la llegada a esta capital de los 33 defensores de Baler, resto del heroico destacamento que tan alto sostuvo el pabellón español en Filipinas, en consistorio del día 1º del actual acordó que una Comisión de su seno, en relación con la autoridad militar superior de Cataluña, les visitase para ofrecerles el testimonio de admiración de este Cabildo municipal y les transmitiese el acuerdo de referencia.
La perentoriedad con que dicho destacamento abandonó esta ciudad no dio lugar a que se llevase a cumplimiento el transcrito acuerdo, y por ello esta Presidencia desea que llegue a conocimiento de los interesados, por considerarlo genuina expresión de los sentimientos que en los barceloneses todos produjeron los señalados hechos por ellos realizados, lo notifica a V.S. como digno jefe que fue de aquella fuerza, felicitando al propio tiempo en el de V.S., el heroísmo de todos sus individuos que, en medio de los desastres que han afligido a España, supieron añadir una página más al libro de oro de su Historia.
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El 4 de septiembre (Diario Oficial del Ministerio de la Guerra núm. 195) el general Camilo García de Polavieja, ministro de la Guerra, firmó la siguiente Real Orden:
Enterada S.M. (q.D.g.) de que han llegado a la Península los oficiales y soldados que restan de los que formaron parte de la guarnición de Baler (Filipinas), al mando del segundo teniente de la escala de reserva D. Saturnino Martín Cerezo; considerando que dicha guarnición ha sufrido más de un año de riguroso asedio incomunicada con la Patria y dando señaladas pruebas de su amor a ella y de su culto al honor de las armas; considerando que a las muchas intimidaciones que se le hicieron para rendirse contestó negativamente con heroica entereza hasta que, agotados los víveres y municiones, capituló con todos los honores de la guerra, el Rey (q.D.g.), y en su nombre la Reina Regente del Reino, se ha servido disponer que sin perjuicio de recompensar a cada uno de los oficiales, cabos y soldados del destacamento según sus merecimientos, se les den las gracias en su Real nombre, y se publique en la Orden general del Ejército la satisfacción con que la Patria ha visto su glorioso comportamiento, para que sirva de ejemplo a cuantos visten el honroso uniforme militar. Es asimismo voluntad de S.M., que se abra juicio contradictorio en la Capitanía general de Castilla la Nueva para poder acordar la concesión de la cruz de la real y militar Orden de San Fernando a los que se hubiesen hecho acreedores a ella, según su reglamento.
La Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración española al valor, se concedería al ascendido por méritos de guerra capitán Saturnino Martín Cerezo en julio de 1901. El 28 de septiembre de 1899 se concedió a los dos cabos, corneta y 28 soldados supervivientes la Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo pensionada y vitalicia.
    El 5 de marzo de 1901 le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando al capitán comandante político-militar del Distrito del Príncipe, Enrique de las Morenas y Fussi, quien desde el 1 de julio al 22 de noviembre de 1898 dirigió la defensa del destacamento de Baler, rechazando durante ese tiempo las intimaciones de rendición que el enemigo le hizo en distintas fechas, quedándose en la última con los parlamentarios. Durante su mandato sostuvo varios combates que ocasionaron bajas, además de las sufridas por enfermedades y deserciones que dejaron reducida la fuerza de 57 a 39 defensores.

Cédula de concesión de la Cruz Laureada de San Fernando a Saturnino Martín Cerezo.

Imagen extraída del libro El sitio de Baler.
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Se sumaron a los homenajes y nombraron hijo adoptivo a Saturnino Martín Cerezo, el Ayuntamiento de Miajadas (localidad natal de Saturnino Martín Cerezo), 25 de octubre de 1899: “Con el Alto propósito de honrar al heroico jefe del destacamento de Baler, D. Saturnino Martí Cerezo, a quien este pueblo tiene el legítimo orgullo de contar entre sus hijos, perpetuando a su vez la memoria de los heroicos hechos llevados a cabo por el digno hijo de este pueblo”; el de Cáceres: “Deseando dar a V. (D. Saturnino Martín Cerezo) una prueba de la estimación que le merece por su heroico comportamiento en el Archipiélago filipino”; y el de Trujillo: “Haciéndose eco de los deseos iniciados en el banquete dado en esta ciudad en obsequio al héroe de Baler, D. Saturnino Martín Cerezo, gloria del valor y honra de la historia legendaria de España”.
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En 1904, Saturnino Martín Cerezo publicó su obra El Sitio de Baler (Notas y Recuerdos), primera edición a la que han seguido otras.

Panteón de los Héroes de Cuba y Filipinas en el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena en Madrid.

Imagen extraída del libro El sitio de Baler.
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Proposición de ley que el diputado José Rosado Gil presentó al Congreso el 3 de mayo de 1911.
Meritorio fue conceder una pensión anual de 5.000 pesetas a la viuda, transmisibles a los hijos, del Comandante político-militar del distrito del Príncipe, D. Enrique de las Morenas y Fossi, que falleció el 22 de noviembre de 1898 (en la primera mitad del sitio de Baler, en Filipinas), sufriendo, por consiguiente, una parte de él; y meritorio, en justo y sumo grado, es que se haya concedido otra pensión mensual de 60 pesetas a la pobre tropa del destacamento, que tuvo que arrostrar las privaciones y penalidades más terribles conocidas, en aquella lucha tan desesperada, constante y desigual (100 contra 1), donde desnudos y sin apenas dormir ni comer perdieron más de la mitad de su existencia, quedando casi imposibilitados para poderse dedicar a las rudas tareas de su profesión, constituyendo, a la par que una gloria, una calamidad para sus familias que, faltas de recursos, tenían que sufrir la doble pena de verlos morir por no poder costear los gastos que ocasionan enfermedades tan largas.
El destacamento de Baler sufrió más de un año de riguroso asedio, incomunicado por completo, y desde el 30 de junio de 1898 al 2 de junio de 1899, el enemigo estrechó tanto el cerco que la acción de nuestras fuerzas quedó reducida a defenderse en la iglesia.
El Capitán Las Morenas contaba con la iniciativa de los dos oficiales del destacamento y el concurso eficaz del ilustrado médico provisional D. Rogelio Vigil de Quiñones y Alfaro, mientras que el entonces Teniente Martín Cerezo, sin contar más que con la suya (puesto que el Comandante del referido destacamento, también Teniente D. Juan Alonso Zayas, había fallecido el 18 de octubre de 1898, encargándose este día del mando del mismo), prolongó al defensa seis meses y medio más, durante los cuales tuvo que hacer titánicos esfuerzos, realizando acometividades, las más arriesgadas empresas de quema del pueblo, salidas, emboscadas y sorpresas, que unidas a la perseverancia inquebrantable en la prolongación del sitio, hicieron alcanzar a éste las cumbres de la fama en el mundo entero, que se extrañaba de cómo un pequeño destacamento que empezó con 50 hombres se había podido defender hasta diez meses después de perdido el Archipiélago de una insurrección triunfante y dueña de todo el territorio donde se había rendido nuestro Ejército, facilitándola en abundancia armamento de todas clases, municiones y pertrechos de guerra; y, en cambio, en el destacamento, a medida que el tiempo transcurría, los escasos recursos disminuían hasta acabarse, haciendo cada vez más penosa e imposible la defensa.
Y como los pueblos se honran tanto al perpetuar en mármoles y bronces la memoria de sus muertos ilustres, como al enaltecer y premiar en vida de sus hijos distinguidos los extraordinarios servicios que éstos les prestan, para subsanar al mismo tiempo la omisión de que han sido objeto los dos oficiales y el precitado médico al concederse gracias extraordinarias a todos los demás del destacamento, y con el fin de alejar la idea de que en nuestro país existe el preconcebido propósito de preterir a los que a España dieron gloria, no dedicando la debida atención ni concediéndose la merecida importancia a nuestros hechos heroicos, que reverdecen los laureles de la Patria, el Diputado que suscribe tiene el honor de rogar al Congreso se sirva tomar en consideración y aprobar la siguiente
PROPOSICIÓN DE LEY
Artículo único. Se concede una pensión anual de 5.000 pesetas, compatible con cualquier otro haber que perciban del Estado y transmisibles a sus esposas e hijos, a los dos oficiales del destacamento de Baler (islas Filipinas) D. Saturnino Martín Cerezo y D. Juan Alonso Zayas, así como al médico director de la enfermería D. Rogelio Vigil de Quiñones y Alfaro; siendo transmisible dicha pensión a la esposa e hijos de los que hubieran muerto o fallezcan en lo sucesivo, y de no tenerlos a sus padres.

Parece ser que esta proposición de ley no prosperó.
* * *

La iglesia de Baler, entre cuyos muros tuvo lugar la heroica defensa, fue reconstruida, fijándose en 1939 en su fachada principal una placa recordatorio de los hechos, en la que en lengua inglesa se recoge el siguiente texto:
ASEDIO DE LA IGLESIA DE BALER
Una guarnición española de cuatro oficiales y cincuenta hombres fue asediada en esta iglesia por insurgentes filipinos desde el 27 de junio de 1898 hasta el 2 de junio de 1899. Ofertas de paz y peticiones de rendición fueron rechazadas en cinco ocasiones. Por los periódicos arrojados dentro del patio por un emisario del general Ríos el 29 de mayo, la guarnición supo por primera vez que España había perdido las Filipinas y que desde hacía muchos meses no había ninguna bandera española en Luzón, excepto la que ondeaba sobre la iglesia de Baler, Destrozado por el hambre y por las enfermedades tropicales, el agotado grupo acordó una tregua con los insurgentes, abandonó la iglesia y se dirigió a través de las montañas hacia Manila el 2 de junio de 1899. De la guarnición original dos oficiales, el capellán y doce hombres habían muerto de enfermedad; dos hombres habían muerto por balas insurgentes; dos hombres habían sido ejecutados; dos oficiales y catorce hombres habían sido heridos; seis hombres habían desertado. La resistencia de esta guarnición fue alabada por el general Aguinaldo en un documento público enviado a Tarlac el 20 de junio de 1899. A su regreso a España, los supervivientes fueron recompensados por la Reina Regente en nombre de Alfonso XIII y de la Nación Española.
Imagen de http://www.wikiwand.com
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En 1954, con ocasión de la visita del ministro del Ejército de Tierra español, teniente general Agustín Muñoz Grandes, a Washington, el Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra de los Estados Unidos, el general Matthew Rigdway, dijo con relación a la epopeya de Baler: “La resistencia de aquella guarnición prolongada largos meses después de haberse firmado la paz en aquella guerra es un ejemplo admirable y expresivo de la capacidad de heroísmo y de la firmeza del soldado español”. Añadió el general Rigdway que años antes había recomendado a sus oficiales y subordinados la lectura de un libro escrito por un oficial español detallando la famosa hazaña de la guarnición de Baler símbolo de un gran espíritu.
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Durante los años 1998 y 1999, en distintos ámbitos y con variados protagonistas, hubo en España, principalmente, y en Filipinas, celebraciones conmemorativas del centenario de la gesta de Baler.
El 14 de abril de 2000 tuvo lugar en Baler un emocionante acto al que asistió el embajador de España en Filipinas, durante el cual fue este templo declarado Patrimonio Artístico Nacional.
Imagen de http://www.todocoleccion.net
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Concluye su citado libro el general Andrés Mas Chao con la siguiente reflexión que es, a la par, un encomio de la abnegación, el sacrificio, el patriotismo y el valor del buen soldado:
Contra tantos infundios y descalificaciones que entonces y ahora se hacen de los hombres que protagonizaron el triste episodio del 98, y aun reconociendo los graves fallos de determinados altos mandos españoles, el valor y la entrega del Ejército español en Filipinas fue digno de su tradición e Historia. Este fue el espíritu del soldado español que luchó en Cuba y Filipinas, su pérdida no se les puede achacar pues combatieron más allá de lo imaginable por su bandera y por mantener aquellas tierras para España, aunque ellos no comprendieran las razones por las que tantos otros jóvenes se libraban de aquella terrible guerra pagando un poco de dinero; si a pesar de ellos se perdieron, sólo se puede sentir admiración por su valor y pena por el sacrificio inútil que realizaron por su Patria.
Imagen de http://www.grandesbatallas.es
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Bando del general Augustí
Don Basilio Augustí y Dávila, Teniente General de los Ejércitos Nacionales, Gobernador y Capitán General de las islas Filipinas y General en Jefe de su Ejército,
Ordeno y mando:
Art. 1.º Serán juzgados por los Consejos de Guerra, en juicio sumarísimo, y condenados a muerte como reos del delito de traición:
1.º Los que se concierten con representantes de los Estados Unidos, con individuos de sus ejércitos o escuadras, con ciudadanos norteamericanos o con extranjeros que estén al servicio de dicha nación, para favorecer el triunfo de sus armas o perjudicar las operaciones de los ejércitos españoles de mar y tierra.
2.º Los que faciliten el desembarco de fuerzas norteamericanas en territorio español.
3.º Los que provean al enemigo de provisiones de boca, municiones de guerra, carbón o cualquiera otros elementos que contribuyan a su subsistencia o a mejorar su situación.
4.º Los que le faciliten datos o noticias que le permitan rehuir combate con las fuerzas nacionales, o provocarlo en condiciones más favorables, o realizar algún ataque a puesto militar, plaza, buque de la Armada o de la Marina mercante española.
5.º Los que intenten seducir tropas o marinería que esté al servicio de España con objeto de que deserte.
6.º Los que intercepten canales, esteros, caminos, vías telegráficas o telefónicas, retardando de este modo, o intentando retardar el curso de las operaciones de la escuadra o del ejército nacionales.
7.º Los que promueven rebelión o desórdenes públicos en cualquier parte del territorio de esta Capitanía general.
8.º Los que mantengan con el enemigo relaciones de cualquiera clase, directamente o por medios indirectos; y
9.º Los que reciban armas o municiones de guerra facilitadas por el enemigo.
Art. 2.º Serán también juzgados en juicio sumarísimo y condenados como reos del mismo delito de traición a la pena de cadena perpetua o a la de muerte, según las circunstancias:
1.º Los que propongan la capitulación o rendición al enemigo de plaza, barco o puesto militar o de fuerzas que se encuentren sitiadas, bloqueadas o amenazadas por las enemigas.
2.º Los que viertan noticias o especies que tiendan a desalentar a los defensores de la Patria.
Manila, 23 de abril de 1898. El General en Jefe, Basilio Augustí y Dávila.
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Resumen de artículos publicados en la prensa relativos a los acontecimientos de Baler

El destacamento de Baler
HEROICA DEFENSA
Nos consta de una manera positiva que el día 11 del actual se estaba aún defendiendo con heroísmo incomprensible el reducido destacamento de Baler (Distrito del Príncipe)
Extrañeza grande causará al mundo entero la resistencia prolongada de aquel puñado de españoles que, sin perspectiva alguna de auxilio, y aislados del resto del universo, sostienen con rigor inaudito y con serenidad imperturbable el honor de la bandera jurada, sin más aliento que el recuerdo querido de la Patria ni otra esperanza que la de sucumbir peleando.
Pero más extrañeza que este valor extraordinario causará el abandono en que nuestros gobernantes han tenido y siguen teniendo a aquel puñado de valientes, como si fuese necesario demostrar hasta el último momento de nuestra dominación en Filipinas, la incapacidad de las autoridades llamadas a velar por los intereses españoles en estas Islas.
Sabemos que, por quien corresponde, se telegrafió hace días al Gobierno de Madrid, exponiendo la aflictiva situación en que debe encontrarse el referido destacamento, e indicando la conveniencia de que fuese en seguida un barco de guerra a recoger a aquellos valerosos soldados; y sabemos también que por el Gobierno de la Metrópoli se preguntó dónde estaba Baler, contestándose inmediatamente que en la contracosta de Luzón y señalando al propio tiempo la longitud y la latitud de dicho punto.
El silencio más profundo ha sido la resolución del desdichado gabinete del señor Sagasta.
Por otra parte, se ha telegrafiado también al General Ríos, rogándole despachara para Baler uno de los buques de guerra que en Llo-Llo tiene a sus órdenes, y, a semejanza de nuestro Gobierno, ha dado la callada por respuesta.
¡Qué bien debe gobernarse así!
Pero, dejando ahora aparte las censuras, no debe transcurrir ni un solo momento sin que todos los españoles residentes en Manila gestionemos, por cuantos medios se hallen a nuestro alcance, el auxilio inmediato de aquellos émulos de Numancia y de Sagunto.
Firmada ya la paz entre España y los Estados Unidos, y renunciada por nuestra nación la soberanía sobre Filipinas, resulta un crimen espantoso dejar abandonados a aquellos infelices que, por lo visto, han decidido morir antes que entregarse, y aunque también sabemos que por las fuerzas revolucionarias se ha mandado a un oficial español de los que tienen prisioneros en Nueva Écija para participar al destacamento de Baler el verdadero estado de las cosas, a fin de que cesen en su obstinada resistencia y se rindan al Gobierno filipino, es también muy probable que aquellos valientes no hagan caso de emisario ninguno hasta que reciban noticias oficiales por conducto que aquéllos suponga bastante autorizado. Por esto creemos de urgente necesidad la adopción por nuestras Autoridades d cuantos recursos se hallen a su alcance para libertar al heroico destacamento mencionado.
A nuestro modo de ver, el General Francisco Rizzo [Gobernador militar interino de Filipinas] debería visitar al Almirante M. Dewey y exponerle la desesperada situación en que se hallan aquellos españoles, al propio tiempo que la falta de medios con que él cuenta para poder enviar allí un buque de guerra, solicitando, a este fin, el envío de uno americano que fuera a recoger a los dignos defensores de la cabecera del Príncipe.
Firmada la paz entre España y los Estados Unidos, no hay desdoro alguno para el general Rizzo en obrar como dejamos indicado, y estamos seguros que, tratándose como de trata de una labor humanitaria, el Almirante americano acudiría gustoso a lo solicitado, y los valientes soldaos de Baler podrían llegar en breve a esta capital.
Hay que hacer algo, hay que sacudir esa prolongada inercia de nuestros gobernantes, y ya que ni el Gobierno de Madrid, ni el General Ríos han hecho caso alguno de los avisos recibidos, procure el General Rizzo no aparecer como cómplice en aquel modo de obrar y acepte nuestra modesta indicación, abandonado, por un momento, el solitario retiro donde se ha refugiado.
Proseguir por más tiempo sin auxiliar al heroico destacamento de Baler, constituiría un crimen inaudito y nosotros creemos bastante honrado al General Rizzo para abrigar la esperanza de que procurará a todo trance no se cometa aquél.
Aguardaremos el resultado de nuestra excitación con verdadera ansiedad, pues no podemos alejar de nosotros, ni por un solo instante, las penalidades que deben sufrir los heroicos soldados de Baler.
Asediados constantemente por un enemigo que es dueño absoluto de todo el territorio de la isla de Luzón, excepto de ese pequeño pedazo de tierra, donde todavía ondea orgullosa la bandera de la Patria; sin municiones casi, pues no es posible que las tengan abundantes después de tantos meses de sitio; sin más víveres acaso que los que les proporcione la pesca; con numerosas bajas, ya de enfermos, ya de heridos, el sufrimiento de aquel puñado de valerosos españoles debe ser tan grande como su heroísmo.
Acúdase pronto a su auxilio y no hagamos, con nuestro abandono, estériles tales sacrificios; ya que el destacamento de Baler tiene la gloria de ser el único de Luzón que se sostiene a los cuatro meses de capitulada Manila y de perdida toda la isla, tenga también la satisfacción de ser el único de Luzón que no ha tenido que entregar sus armas.

Artículo de El Diario de Manila excitando se acuda en auxilio de los sitiados, publicado en diciembre de 1898.
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 Lo de Baler
Desde las primeras horas de la mañana de ayer no se habla de otra cosa en los círculos españoles de Manila que de la fracasada misión del Teniente coronel señor Aguilar y de la actitud, al parecer incomprensible, del oficial y de los soldados que componen el destacamento, heroico de toda suerte, que aún defiende la cabecera del Príncipe.
Y como quiera que la opinión anda algo extraviada, vamos a permitirnos algunas observaciones que aclaren las referencias, a nuestro juicio con muy poco acogidas por los periódicos españoles en esta capital.
Como indicábamos ayer, no es posible formarse todavía una idea exacta de lo que ocurre en la cabecera del Príncipe; por eso no quisimos hacernos eco de los mil rumores que, cual bola de nieve, según la frase vulgar, iban de boca en boca, desfigurando los hechos y exaltando las imaginaciones calenturientas.
Pero ya que, como decimos antes, algunos periódicos han cogido esos rumores, creemos un deber nuestro hacer lo posible para que la opinión reaccione y no se deje llevar por impresiones del momento.
Por eso, pasada la agitación que las primeras noticias produjeron, rogamos a nuestros lectores que suspendan todo juicio hasta que pueda éste ser exacto, sometiendo, mientras llega ese día, las siguientes reflexiones a su consideración.
Claro es que todas nuestras observaciones serán hipotéticas, pero no se podrá tampoco negar que son perfectamente lógicas. Y antes de entrar en materia vamos a permitirnos algunas notas aclaratorias.
En primer lugar, no es cierto que la cortesía obligue, como supone un colega, a recibir inmediatamente a un parlamentario que viene del campo enemigo, como era, para el destacamento de Baler, el señor Aguilar.
Y en segundo lugar, tampoco es cierto que de lo sublime a lo vulgar no hay más que un paso, muy fácil de dar, que puede convertir una epopeya dramática y gloriosa en suceso vulgar y corriente, como supone otro periódico. Porque sea cuales fueren los móviles que impulsan a los héroes de Baler a prolongar su defensa, ésta nunca será un suceso vulgar y corriente, sino extraordinario y sublime. ¡Suceso vulgar y corriente la defensa de un poblado por 33 hombres, después de un año de sitio!
Hechas estas dos observaciones, vayamos al grano poniendo el dedo en la llaga.
¿Se ha hecho por nuestras autoridades todo lo posible para salvar a ese famoso destacamento? ¡No y mil veces no! Vamos a demostrarlo.
Desde la misión del capitán Olmedo, en febrero último, si no recordamos mal, esto es, desde el primer emisario enviado por nuestras autoridades y no reconocido por el destacamento, han transcurrido tres meses. ¿Y no es lógico suponer que aquéllos héroes habrán tenido la perfecta convicción de que Olmedo no era enviado de Ríos, cuando han pasado tres meses sin que recibieran nuevas noticias de nuestras autoridades? ¿No es lógico suponer que creyeran a Olmedo un enviado de los filipinos, como lo fue Belloto? ¿No es lógico suponer que el incidente Yorktown les habrá hecho más y más recelosos? ¿No es lógico suponer que al ver al señor Aguilar desarmado se acentuaran sus sospechas? ¿No es lógico suponer que, al ver el Uranus, un buque mercante, aumentaran sus recelos? Pónganse los lectores en su lugar y tengamos todos un poco de sentido común. Si Martín fuese un loco, habría desde luego rechazado el parlamento solicitado por el señor Aguilar, como rechaza todos los que los filipinos solicitan. El hecho de querer ver el vapor Uranus, ¿indica obcecación? ¿No es más lógico suponer que signifique una justificada desconfianza?
Seamos razonables: ¿cuántos parlamentarios han enviado a Baler nuestras autoridades? Dos. Uno, Olmedo, en febrero. Otro, Aguilar, en mayo. Pues bien, si el destacamento de Baler, fíjense bien nuestros lectores, tiene sentido común, para él, Olmedo fue un enviado de los filipinos. Porque es contra el sentido común el que, si Olmedo era realmente enviado por el general Ríos, hayan transcurrido tres meses sin nuevas intimaciones. ¿Qué culpa tiene el destacamento de Baler de que nuestras autoridades carezcan de sentido común? ¿Cómo pueden pensar aquellos héroes que aquí se haya obrado tan torpemente?
El Teniente coronel señor Aguilar iba ya con más garantías, y nótese bien que fue mucho mejor atendido que el señor Olmedo. Ahora bien, como el general Ríos no va a Baler, creerán otra vez los defensores de esta plaza que el señor Aguilar no iba de parte del General Ríos o que el General Ríos carece de libertad.
No se nos diga que el General Ríos no podía ir a Baler, porque, aunque sea ya desgraciadamente demasiado tarde, vamos a demostrar lo contrario.
Si Ríos, al salir hoy de Manila, se hubiese dirigido a Baler con el P. de Satrústegui; si al llegar allí solicitase parlamento con el jefe de las fuerzas filipinas; si, de acuerdo con éste, desembarcase en la ría de Baler y se dirigiera, con cuatrocientos o quinientos soldados, hacia el convento al grito de ¡Viva España!, ¿no creería el destacamento que aquellos eran sus libertadores? Imbécil sería el que dudara ni un momento siquiera de la facilidad con que entonces se verificaría la evacuación.
Y si, lo que es absolutamente imposible, así no sucediera, entonces sí que se habría cumplido con todos los deberes que la Patria impone.
Pero no, ni un solo momento vacilarían aquellos heroicos defensores de nuestra gloriosa bandera al ver a sus compatriotas armados que iban a libertarlos.
Porque, ¿puede nadie creer que estén allí por gusto? ¡Debe ser muy divertido estar sitiados tanto tiempo!
¡Debe ser muy consolador el ver que de los 54 que comenzaron el sitio sólo quedan 33!
“¡Oh! —dicen algunos— es que hay algo que los impide volver a España, por el temor del castigo.” Antes de refutar esa absurda calumnia, que no vacilamos en calificarla de tal, hemos de hacer constar que si tratamos de ella es sólo porque algún periódico se ha hecho ya eco de la misma.
Eso de que el teniente Martín tiene ocho de los treinta y tres soldados que componen el destacamento a su favor, y que esos nueve hombres imponen su voluntad a los otros veintidós, nos parece evidentemente una bola, y permítasenos la frase, tan enorme que no comprendemos cómo haya podido caber en ningún cerebro bien organizado.
Porque, por acobardados que estuviesen los veintidós ante la entereza de los nueve, no sería tan difícil a los primeros desarmar a los segundos, ya cuando estuviesen durmiendo, ya aprovechando cualquiera de sus descuidos, que algunos tendrán por muy vigilantes que sean. En segundo lugar, sería absolutamente imposible que los nueve pudieran sostenerse contra el enemigo exterior y contra los supuestos veintidós descontentos de dentro, a menos que se les suponga dioses. Y, por último, si existiesen esos veintidós descontentos disidentes, ¿no habría aprovechado el parlamento del Sr. Aguilar para ponerse a las órdenes de éste? Cuando Martín estaba haciendo la siesta, ¿por qué los centinelas no dejaron pasar al enviado del General Ríos? Y no se diga que esos centinelas eran de los ocho adictos a Martín, porque es imposible que los veintidós del cuento no oyeran los toques de parlamento y no se apercibieran de la llegada de Aguilar.
Creemos haber dejado suficientemente pulverizada la novela de los veintidós. Sin embargo, aún vamos a permitir otras observaciones.
El heroico y ya legendario destacamento de Baler ha tenido durante el sitio tres jefes: el Capitán señor Las Morenas; el Teniente Sr. Alonso y el actual. Pues bien: al Capitán Sr. Las Morenas le intimó la rendición el coronel filipino Calixto Villacorta, intentando enviarle, como parlamentario, al Capitán español Sr. Belloto. Las Morenas se negó rotundamente a admitir el parlamento. Falleció, según parece, Las Morenas, y se encargó del mando, por sustitución reglamentaria, el teniente Alonso, a quien entregó Olmedo los pliegos del General Ríos., ordenándole la evacuación. Alonso recibió a Olmedo pero no le hizo caso. Muere Alonso y le sustituye Martín. Este recibe a Aguilar, quiere cerciorarse de la legitimidad de los poderes que ostenta el parlamentario, y finalmente, vacila y pide que vaya el General Ríos como prueba de que es cierto lo que dice Aguilar.
Nótese bien que es evidente la unanimidad de criterio de los tres oficiales que han tenido sucesivamente el mando del destacamento. Es indudable que a esa unanimidad de criterio en los tres jefes distintos que ha tenido la guarnición de Baler, corresponde la unanimidad de criterio de ésta. Si hay descontentos deben ser evidentemente en minoría. Y nótese otra cosa más singular aún, y que prueba victoriosamente que no existe esa pretendida obstinación sino sólo un plausible espíritu militar y una exagerada desconfianza que han hecho posible los desaciertos de nuestras autoridades. El hecho singular a que nos referimos es el siguiente: Las Morenas, en diciembre, se niega a recibir a Belloto; Alonso, en febrero, recibe a Olmedo, pero no le contesta; Martín, en mayo, recibe y pide pruebas a Aguilar. ¿Dónde está la obcecación? ¿No se ve claramente la actitud correcta del destacamento?
Queda probado, pues, que no hay nada de lo que se dice por ahí.
Vamos, sin embargo, a refutar la más absurda de todas las verdades acogidas por la prensa.
Dícese que algunos cazadores, desertores del destacamento, y que actualmente se hallan formando parte de las tropas filipinas han dicho algo muy triste sobre la muerte de los Sres. Las Morenas y Alonso. (Entre los insurrectos y traidores que se les unieron, nada tiene de particular que hiciesen circular ciertas manifestaciones como estratagema vulgar para mancillar el nombre de España y empañar el brillo de la defensa; lo raro y lo incomprensible es que tales infamias hayan podido tener eco entre españoles, estimándose por algunos malos patriotas como hechos ciertos y ni siquiera verosímiles, pretendiendo de este modo privar a los defensores de Baler del laurel con que la Patria ciñe las sienes de sus más esforzados defensores).
Suponiendo, y ya es mucho suponer que esto sea cierto, ¿qué crédito merecen esos desertores? Claro está que si han desertado del destacamento tratarán de disculpar su deserción de mil maneras. Porque es absurdo suponer que esos desertores digan que el destacamento cumple con su deber y que ellos son unos traidores. Bastaría, por tanto, que lo dijeran esos desertores para que se pusiera en cuarentena.
Pero aún hay más: suponiendo que fuese cierta esa versión, no explica tampoco la porfiada resistencia del destacamento. Porque si éste creyera que está imposibilitado para volver a España, ¿sostendría con tanto heroísmo el honor de nuestra bandera? ¿Arrostraría las mil penalidades de un sitio tan prolongado por defender el terreno de una nación a la que según los que acogen esas versiones no podrían volver? ¿No es natural que en este caso se hubieran pasado a los filipinos, quienes les hubieran recibido con los brazos abiertos? Esto suponiendo que no pudiesen declarar lo que a todos conviniera, ya que lo que se haya hecho lo habrá sido con el consentimiento de todos.
Y a parte de que, dada la actitud del destacamento, sólo se concibe que hubiera hecho lo que alguien supone, en el caso de que Las Morenas y Alonso hubieran querido rendirse, y entonces nadie podría acusarle, pues Martín había cumplido con su deber fusilando a quien predicaba la entrega, con arreglo a todas las leyes militares y en particular al bando del General Augustí del 21 de abril de 1898.
Creemos, pues, que deben desecharse todas esas novelas, porque lo único que hay en Baler es una leyenda y como tal rodeada de misterios.
No es que creamos nosotros que es vulgar y corriente lo que ocurre en Baler; ¡cómo ha de parecernos corriente una defensa tan heroica!
Pero lo que sí decimos es que carecemos todos, absolutamente todos, de datos suficientes para juzgar estos hechos con el conocimiento de causa necesario.
Entre tanto, locos o héroes, o ambas cosas a la vez, los defensores de la cabecera del Príncipe están demostrando al mundo entero que todo eso de: la leyenda ha concluido; PASARON YA AQUELLOS TIEMPOS; la raza ha degenerado, es música, pura música.
¡Pregúntese a los sitiadores de Baler si ha degenerado la raza!

Artículo de El Noticiero de Manila, publicado el 3 de julio de 1899, impugnando rumores y calumniosas versiones contra el Destacamento.
* * *

Los norteamericanos en Baler
Con el título Un recuerdo, se publica en el Heraldo de Madrid de 5 de octubre de 1900, un telegrama de Filipinas da cuenta de que las fuerzas norteamericanas destacadas en Baler se han rendido a los insurrectos.
Y a continuación se añade el siguiente texto de acompañamiento y complementación:
La rendición de esas fuerzas en el mismo sitio donde un pobre destacamento español, sin municiones, sin víveres, sin esperanza de auxilio, contuvo a una enorme masa de enemigos durante muchos meses es un contraste consolador para España.
La abnegación espartana de aquel puñado de héroes, casi desnudos, hambrientos, pero indomables imponiendo terror y respeto a fuerzas cien veces mayores, escribiendo en la historia de la Patria una de sus páginas más admirables, resulta ahora doblemente grande, doblemente hermosa. Baler está consagrado por la sangre de mártires y de héroes, y hazañas como aquélla no se repiten, no puede ostentarlas nación alguna; la orgullosa Norteamérica podrá tener riquezas inmensas, posesiones dilatadas; pero un sitio de Baler no lo tiene, no lo tendrá nunca.
Tras largos meses de ensañada lucha; de resistir las inclemencias y angustias de la fiebre y del hambre; de rechazar vigorosos y terribles ataques, el destacamento español salió de Baler a banderas desplegadas, victorioso, invencible.
Era un destacamento de agonizantes, de rostros cadavéricos, de cuerpos devorados por la calentura.
Pero debajo de aquellos uniformes rotos, en aquellos pechos que temblaban con el frío febril, el corazón de la Patria latía formidable y entero, capaz, como siempre, de producir asombro al mundo con su valor supremo.
Nos han arrebatado tierras y sangre; justo es que este recuerdo, avivado por la rendición del Baler norteamericano, nos haga volver los ojos, llenos aún con el llanto de la derrota, hacia aquellos hijos que realizaron allí tan bizarra defensa.
Eso no podrán arrebatárselo nunca a España; podrá caer en la desventura, pero sus sitios de Baler la han impuesto y la impondrán en el respeto del mundo.
* * *

El 8 de noviembre de 1910, el periódico El Mercantil, de Manila, publica la carta del general norteamericano Frederic Funston, en la que agradecía se le hubiese remitido una traducción al inglés del libro de Martín Cerezo. Esto dice el general Funston del autor y su obra:
El relato tiene especial interés para mí por dos razones: Yo estaba en San Fernando de la Pampanga en julio de 1899, cuando los 32 supervivientes de aquel heroico puñado de soldados españoles pasaron las líneas norteamericanas en dirección de Manila, y siete meses más tarde establecí la primera guarnición norteamericana en Baler, en cuya pequeña iglesia, de piedra, contemplé con asombro y admiración el escenario de lo que probablemente ha sido la más gallarda defensa de un puesto comprobada en la historia militar. Por centenares de yardas a todos lados, la tierra había sido materialmente removida con trincheras, defensas y reductos, algunas de las primeras a 40 metros de la misma iglesia.
En cuanto a ésta, no había en sus paredes exteriores un solo hueco tan ancho como la palma de la mano que no estuviera acribillado de balazos, ni un metro cuadrado que no presentara las señales de una granada. En este reducido espacio y entre las paredes arruinadas del convento adjunto, un pequeño puñado de héroes, menos de cincuenta al comenzar, con raciones que consumiéndose ordinariamente habrían durado tres meses, se sostuvo por once meses terribles contra una fuerza de 200 a 800 hombres, provistos de media docena de piezas de artillería, una de ellas de modelo moderno. Durante ese tiempo no hubo tregua un solo día en el fuego de Artillería e Infantería. Un oficial filipino que tomó parte en el sitio me dijo en 1901 que los filipinos perdieron, entre muertos y heridos, durante esos once meses, seis veces el número de la fuerza sitiada.
La ropa de éstos se les caía literalmente a pedazos; tenían que hacer salidas para proveerse de grama y hierbas que comer, pero no daban oídos a términos de rendición. Por último, cuando el teniente Cerezo, el único sobreviviente de los tres oficiales de aquel destacamento se convenció por números de los periódicos de Madrid, enviados por los sitiadores, que la soberanía de España en las islas Filipinas ya había cesado hacía varios meses, consintió, no en rendirse sino en una evacuación del puesto, lo que se le permitió, quedándose con su bandera y sus papeles y todos los honores de la guerra, y estipulando que se le dejaría rebasar las líneas americanas para Manila.
Los insurrectos, para honra suya, respetaron estos términos y los cumplieron, y aquel pequeño puñado de bravos retornó a España para recibir los merecidos honores, después de haber dado a su patria uno de los más gloriosos episodios de la historia.
Deseo que cada uno de los oficiales y soldados de nuestro Ejército lea este libro. El que no se sienta animado a grandes hechos por este modesto y sencillo relato de heroísmo y devoción al deber debe verdaderamente tener el corazón de liebre.
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Una epopeya al modo español
Transcripción no literal del apartado Los últimos de Filipinas, correspondiente al capítulo La pérdida de Filipinas, de la obra documental del historiador Agustín Ramón Rodríguez González que lleva por título Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica.

Soldado español destacado en Baler.

Imagen de http://www.guadanews.es

Entre tantos rasgos de valor y decisión que contrastan con la pasividad, errores y derrotismo de los mandos superiores, el mayor, sin duda es el de los heroicos defensores de Baler.
El pueblo situado en la costa de Luzón opuesta a Manila, y aislado de ella por bosques y cadenas montañosas, ya se había hecho tristemente famoso en la guerra anterior, la de 1986, al ver diezmado el destacamento allí situado de 50 soldados, al que evitó de su completo aniquilamiento la oportuna llegada de dos transportes de la Armada que desembarcaron su marinería y la de una columna de Infantería.
Pese a los precedentes, y con una insistencia poco explicable, la autoridad militar española volvió a destacar al mismo lugar otros 50 hombres del Batallón Expedicionario de Cazadores núm. 2.º, unidad que se distinguiría poco tiempo después en Manila al mando del Teniente Ovide.
El pequeño destacamento, mandado por el Capital Enrique de Las Morenas se posicionó tras los muros de la iglesia del pueblo, único lugar que ofrecía garantías para la reducida guarnición. El primer ataque de los insurrectos tagalos tuvo efecto el 27 de junio, fecha en la que dio comienzo un asedio que se prolongaría, para asombro y desespero de unos y gloria y penalidad de otros, hasta el 2 de junio de 1899.
Un asedio con proporciones nada parejas entre los atacantes y los defensores: alrededor de 800 sitiadores, artillados con algunos viejos cañones y uno nuevo, capturado en Cavite, contra esa cincuentena de asediados. Y aparte de la masa humana, suficientemente temible y decisiva, el destacamento tuvo que resistir viviendo en el pequeño edifico carente de comodidades e higiene, con escasos víveres, muy pronto echados a perder, muy pocas medicinas y un vestuario mínimo, el uniforme puesto, o la ropa encima de los sanitarios, el civil, el capellán y los frailes; ninguna muda de recambio.
Pese a tanta adversidad, la guarnición de Baler no se limitó a resistir tras los muros, sino que efectuó varias salidas que aliviaron la presión del enemigo y la del hambre, estrictamente racionadas las semipodridas viandas almacenadas, salvo la reserva de  latas de sardinas, que no la también mortífera presión de las enfermedades, al requisar alimentos frescos y cazar tres carabaos que hubo que ingerir en seguida al faltarles la sal como medio de conserva.
Catorce sitiados fallecieron por enfermedad, entre ellos el Capitán Las Morenas, su sustituto, el Teniente Alonso Zayas, y el párroco de Baler, Cándido Gómez Carreño, quedando al mando desde octubre el Teniente Saturnino Martín Cerezo. Otros dos hombres murieron por el fuego enemigo y dos más quedaron inválidos a consecuencia de las heridas (Jesús García Quijano y Miguel Pérez Leal), igualmente causadas por los disparos de la columna sitiadora.
La guerra ya había acabado, al menos en lo que se refería a España, reanudándose ahora entre los norteamericanos y los filipinos. Pero en el destacamento, creyendo que tales noticias eran fruto de una estrategia para rendirlos, no les dieron crédito. Y sólo cuando en unos periódicos españoles, pudiendo comprobar que lo eran ya que el Katipunán (asociación secreta fundada por Andrés Bonifacio para liberar Filipinas de la colonización extranjera, en concreto la española) contaba con muchos y excelentes tipógrafos, Martín Cerezo comprendió que el dominio español en el archipiélago había terminado meses atrás, de acuerdo con el resto de la guarnición que en un principio mostró su enérgica negativa, y a la que hubo que convencer con razonamientos lógicos, alejados de los sentimientos que permitieron a todos mantenerse firmes en la defensa de España, se decidió parlamentar con los sitiadores para conseguir una capitulación honrosa. Lo que se logró de inmediato.
Los 31 españoles de clase y tropa supervivientes, más el médico Rogelio Vigil de Quiñones, dos frailes capturados por los tagalos ates de comenzar el sitio y pasados a la iglesia aprovechando su envío como emisarios para ofrecer la rendición,  y el Teniente Comandante de la posición de Baler, Saturnino Martín Cerezo, salieron con honor y sus armas, mientras los sitiadores les presentaban las suyas.
El entonces presidente de la República Filipina ratificó el acuerdo con la firma de un decreto al respecto el 30 de junio de 1899, haciendo constar que los defensores se habían hecho acreedores de la admiración del mundo y que no serían considerados como prisioneros sino como amigos.

Los supervivientes de Baler.

Imagen de http://www.abc.es

Tales hechos, si es que son recordados, sólo provocan hoy en algunos una imagen de celuloide rancio y poco más, aunque de haber sido protagonizados por cualquier otra nación serían allí jubilosamente conmemorados y, a no dudarlo, difundidos y puestos de continuo como ejemplo.
Probablemente, estos mismos que en España afloran críticas, desprecios y tendencioso olvido, en cambio sí se conmueven, admiran y halagan la gesta de El Álamo, que, como debiera saberse, apenas resistió unos pocos días el ataque del ejército mejicano, o desconocen, con gusto y ganas, que la gran fiesta tradicional de la Legión Extranjera francesa, el 30 de abril, el “día de Camerone”, celebra que un destacamento de 62 hombres resistiera unas horas parapetado en unos edificios a una fuerza de caballería mejicana antes de ser aniquilado.
No se trata de poner en cuestión el heroísmo derrochado en estas y otras ocasiones por norteamericanos y franceses, con independencia del tiempo resistido y del resultado. De lo que sí tenemos serias dudas, y pruebas sobran, es de que muchos españoles, demasiados, por desgracia, sean capaces de valorar adecuadamente nuestras propias gestas. Claro que para ello es preciso sentirse español, conocer la verdadera historia de España y rendir homenaje a los españoles que en el pasado, con el orgullo del deber cumplido, han dado su genio, su sangre y su vida por la Patria.
Imagen de http://www.diccionariosdigitales.net
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Relación nominal de los sitiados

Enrique de Las Morenas y Fossi, capitán de Infantería, fallecido por enfermedad.
Juan Alonso Zayas, segundo teniente, fallecido por enfermedad.
Saturnino Martín Cerezo, segundo teniente, herido.
Vicente González Toca, cabo, fusilado.
José Chaves Martín, cabo, fallecido por enfermedad.
Jesús García Quijano, cabo, herido grave.
José Olivares Conejero, cabo.
Santos González Roncal, corneta.
Félix Herrero López, soldado 2.ª, desertor.
Félix García Torres, soldado 2.ª, desertor.
Julián Galvete Iturmendi, soldado 2.ª, fallecido por heridas.
Juan Chamizo Lucas, soldado 2.ª
José Hernández Arocha, soldado 2.ª
José Lafarga Abad, soldado 2.ª, fallecido por enfermedad.
Luis Cervantes Dato, soldado 2.ª
Manuel Menor Ortega, soldado 2.ª
Vicente Pedrosa Carballeda, soldado 2.ª
Antonio Bauza Fullana, soldado.
Antonio Menache Sánchez, soldado, fusilado.
Baldomero Larrode Paracuello, soldado, fallecido por enfermedad.
Domingo Castro Camarena, soldado.
Eustaquio Gopar Hernández, soldado.
Eufemio Sánchez Martínez, soldado.
Emilio Fabregat Fabregat, soldado
Felipe Castillo Castillo, soldado.
Francisco Rovira Mompó, soldado, fallecido por enfermedad.
Francisco Real Yuste, soldado.
Juan Fuentes Damián, soldado, fallecido por enfermedad.
José Pineda Turán, soldado.
José Sanz Meramendi, soldado, fallecido por enfermedad.
José Jiménez Berro, soldado.
José Alcaide Bayona, soldado, desertor.
José Martínez Santos, soldado.
Jaime Caldentey Nadal, soldado, desertor.
Loreto Gallego García, soldado.
Marcos Mateo Conesa, soldado.
Miguel Pérez Leal, soldado, herido grave.
Miguel Méndez Expósito, soldado.
Manuel Navarro León, soldado, fallecido por enfermedad.
Marcos José Petanas, soldado, fallecido por enfermedad.
Pedro Izquierdo Arnaiz, soldado, fallecido por enfermedad.
Pedro Vila Garganté, soldado.
Pedro Planas Basagañas, soldado.
Ramón Donat Pastor, soldado, fallecido por enfermedad.
Ramón Mir Brils, soldado.
Ramón Boades Tormo, soldado.
Román López Lozano, soldado, fallecido por enfermedad
Ramón Ripollés Cardona, soldado.
Salvador Santa María Aparicio, soldado, fallecido por heridas.
Timoteo López Larios, soldado.
Gregorio Catalán Valero, soldado.
Rafael Alonso Medero, soldado, fallecido por enfermedad.
Marcelo Adrián Obregón, soldado.
Rogelio Vigil de Quiñones Alfaro, médico provisional, herido.
Alfonso Sus Fojas, cabo indígena, desertor.
Tomás Paladio Paredes, sanitario indígena, desertor.
Bernardino Sánchez Cainzos, civil.
Fray Cándido Gómez Carreño, párroco de Baler, fallecido por enfermedad.
Félix Minaya López, fraile franciscano, acogido en la iglesia de Baler para sumarse a los sitiados.
Juan López, fraile franciscano, acogido en la iglesia de Baler para sumarse a los sitiados.
Fotografía de los supervivientes del destacamento de Baler a su llegada a Manila el 7 de julio de 1899
Imagen de http://www.memoriablau.foros.ws

  1. Saturnino Martín Cerezo, oficial comandante del destacamento.
  2. Gregorio Catalán Valero
  3. Vicente Pedrosa Carballeda
  4. Loreto Gallego García
  5. Ramón Boades Tormo
  6. Miguel Méndez Expósito
  7. José Jiménez Berro
  8. Felipe Castillo Castillo
  9. José Pineda Turán
  10. José Martínez Santos
  11. Eufemio Sánchez Martínez
  12. Ramón Ripollés Cardona
  13. Timoteo López Larios
  14. Pedro Planas Basagañas
  15. Francisco Real Yuste
  16. Luis Cervantes Dato
  17. Juan Chamizo Lucas
  18. Manuel Menor Ortega
  19. Marcelo Adrián Obregón
  20. Marcos Mateo Conesa
  21. Antonio Bauza Fullana
  22. José Hernández Arocha
  23. Eustaquio Gopar Hernández
  24. Santos González Roncal
  25. Miguel Pérez Leal
  26. José Olivares Conejero
  27. Emilio Fabregat Fabregat
  28. Jesús García Quijano
  29. Bernardino Sánchez Cainzos
  30. Domingo Castro Camarena
  31. Pedro Villa Garganté
  32. Ramón Mir Brils

En la histórica fotografía faltan el médico Vigil de Quiñones y los frailes Minaya y López, por no haber estado presentes en el momento de tomarla.

Himno de Baler

Compuesto por el soldado Pedro Planas Basagañas durante el asedio, natural de la gerundense localidad de San Juan de las Abadesas.

La obediencia, el valor, la hidalguía

Nuestro lema constante ha de ser,

Con tan noble divisa a porfía

Siempre sabremos vencer.

De la Patria el recuerdo amoroso

Fijo siempre estará en nuestra mente.

Levantada y erguida la frente

Bien se puede a la Patria volver.

Somos del “2”

Nobles soldados.

Dignos seremos del Batallón.

Siempre en la brecha nos encontramos

Dando la vida

Por la Nación.

Documento publicado por Ricardo Fernández de Latorre en su obra Desde las otras orillas. Evocación americana y filipina de dos Grandes Vuelos españoles: El Plus Ultra y el Madrid-Manila. Editada por el Ministerio de Defensa el año 2001.

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Deseamos que no caiga en el olvido, cual perniciosa costumbre que lejos de crear destruye y sólo beneficia a sus interesados y exclusivos patrocinadores, la gesta de Baler; una hazaña propia de héroes, los últimos de Filipinas y de ese desastroso 98 que, pese a todo, enarbola este episodio como referente de pasadas y futuras glorias de España. La grandeza de una nación radica en la obra de sus gentes.
El sufrimiento y penalidades de aquellos españoles han de permanecer inmarcesibles en la memoria y el corazón de sus compatriotas, y también en el admirado respeto del mundo. En Baler se supo defender hasta el límite a la Patria, luciendo la bandera en lo más alto para muestra de valor y resistencia.
Aquellos soldados cumplieron con su deber; eso fue lo extraordinario, lo que destaca la historia: cumplir con el deber. Así lo refrendo la reina regente María Cristina al recibir en audiencia a Saturnino Martín Cerezo, dándole las gracias. “Únicamente he cumplido con mi deber, Majestad”; a lo que ella replicó: “¡Ay!, Martín, si todos hubieran cumplido con su deber”.
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Fuentes
Saturnino Martín Cerezo, El sitio de Baler. La historia de los últimos de Filipinas relatada por su más destacado protagonista. Publicación del Ministerio de Defensa.
Andrés Mas Chao, La guerra olvidada de Filipinas 1896-1898. Publicación de la Editorial San Martín.
José Luis Isabel Sánchez, Caballeros de la Real y Militar Orden de San Fernando (Infantería). Publicación del Ministerio de Defensa.
Agustín Ramón Rodríguez González, Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica. Publicación de Editorial Actas.
Pedro Ortiz Armengol, La defensa de la posición de Baler (Junio 1898-Junio 1899). Una aproximación a la Guerra de las Filipinas. Publicación del Ministerio de Defensa en Revista de Historia Militar n.º 68.
Pedro Ortiz Armengol y Félix Minaya, Breve comentario sobre el sitio de Baler. Resumen de Marcos Mateo Conesa en http://www.tronchon.info


Artículos complementarios

    Los últimos de Filipinas. Homenaje literario

    La conquista de las islas Filipinas

    Opinión española sobre la guerra contra los Estados Unidos

    Batallas de El Caney, las Colinas de San Juan y Canosa

    Victorias en 1898

    La defensa de la Torre Óptica de Colón

    Prudencia y realismo en la acción

    El torpedo Bustamante

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