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Por su prosa rica e intensa. Camilo José Cela

Maestría verbal



La extensa producción literaria de Camilo José Cela Trulock abarca todos los géneros. Nacido en Iria Flavia, provincia de La Coruña, en 1916, ha escrito de novela a cuento y relato, de libro de viajes a crónica periodística y de diccionario comentado a teatro y poesía; además de crear la revista Papeles de Son Armadans.
    Autor de estilo muy personal y con fuerte carácter en cada una de sus páginas, su obra, homogénea pese a la diversidad, posee la nota común de la maestría verbal; y en temas como el sexo y el lenguaje bajuno o las hablas propias de lugar, demuestra su erudición habiéndonos legado obras de referencia. La riqueza de su léxico, la brillante inserción de metáforas, la musicalidad de los textos y el dominio del anticlímax con que deliberadamente enfrenta la ternura y la violencia de un mundo mostrado con acritud y desesperanza, equivalente en la descripción del ser humano, son también aspectos destacados de su genio literario. Como lo son de su inquietud intelectual y el deseo por conservar lo que merece la pena, su fundación y la universidad que lleva su nombre.

En 1957, apadrinado por Vicente Aleixandre, Gregorio Marañón y Joaquín Calvo-Sotelo, ingresó en la Real Academia Española ocupando el sillón Q.
    A lo largo de su vida fue distinguido con veinticinco doctorados Honoris Causa por 16 países de 4 continentes, siendo traducida su obra a más de 40 idiomas.
    En cuanto a los premios literarios recibidos baste citar el Nacional de Literatura, en 1984; el Príncipe de Asturias, en 1987; el Nobel, en 1989, máximo galardón de las letras universales, “por su prosa rica e intensa”; y el Cervantes, máximo galardón de las letras españolas, por el conjunto de su obra, en 1995.
Desde su primera novela, La familia de Pascual Duarte, a su autobiografía, La rosa – Memorias, entendimientos y voluntades, Camilo José Cela despliega fuerza expresiva, alcanzando cotas de tremendismo, análisis social e individual oscilando entre la tragedia realista y la irreverente comicidad, e innovación narrativa, que a su vez traslada a los estudios lexicográficos y a su denominada dictadología tópica.
    Apreciable en el conjunto de su obra es el dominio expresivo y la fuerza dramática, situando a los personajes en el estricto límite de su cotidianidad, referidos al detalle los antecedentes y los consecuentes. Muy dado a la experimentación, en algunos de sus libros desaparecen los elementos narrativos, lo que incluye los signos ortográficos, mientras en otros el motivo es el paisaje recorrido a pie y con gentes del lugar, siguiendo la ruta de las costumbres y las peculiares filosofías que alrededor de ella surgen. A modo de puente que une ambas tendencias, su faceta didáctica abunda para el lector y el estudioso en la senda del conocimiento de la muy rica, variada y antigua lengua española.
    Citada la primera, cabe proseguir con novelas de distinta trama y ambientación, todas ellas, sin embargo, inequívocas en la autoría: La colmenaMadera de BojVísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en MadridLa cruz de san AndrésCristo versus ArizonaEl asesinato del perdedorMazurca para dos muertosPabellón de reposoMrs. Caldwell habla con su hijo; libros de difícil encaje en categoría concreta: El solitarioOficio de tinieblas 5; teatro: La extracción de la piedra de la locura o El inventor del garroteMaría Sabina; diccionarios: Diccionario secretoDiccionario geográfico popular de España; crónicas de viajes, artículos, relatos y cuentos agrupados bajo títulos genéricos: Viaje a la Alcarria o Judíos , moros y cristianos (ejemplos de libros de viajes), El espejo y otros cuentos o Nuevo retablo de don Cristobita (ejemplos de cuentos), El juego de los tres madroños o Vuelta de hoja (ejemplo de artículos periodísticos), A bote prontoHistorias familiares El huevo del juicio (ejemplo de relatos).

Camilo José Cela Trulock

Imagen de http://www.abc.es

Rasgos del autor expuestos en su obra
Señalamos al hombre nombrando lo inmediato, aquello que ve y que toca e intuye propio o semejante (su proximus y su locus natalis), pero desentendido de las nociones abstractas y aun de los presentimientos y las sensaciones, esto es, dando de lado a todo lo que no fuere él mismo y su prójimo enmarcados ambos en su peculiar parcela, en su decorado patrimonial, en el rincón geográfico y humano, e incluso psíquico, sentimental y cultural en el que vive, y mecido por su propio instinto y la huella de la tradición a la que se debe: hablamos del escenario con el que se funde incluso a espaldas de su inabdicable albedrío y aun de su talante.
    El hombre, al encararse en trance de asombro o de alegría o miedo con cuanto le rodea, habla y habla, y en su voz cobran entidad tanto el vecino como el contorno a los que define con sometimiento, diríase que atávico, a determinadas premisas no conscientes, a ciertos hábitos indeclinables y automáticos o inhibitorios y quizá no deliberados o fatales y al margen de su voluntad. Una mínima porción de esto que el hombre habla, permanece a lo largo del tiempo y se instala en ese rincón seguro —pero también,  a veces, deformante— al que llamamos la memoria histórica popular: son los decires geográficos, aquellos acroámata y aquellas paremias notables por la sentencia, por la oportunidad o por cualquier otro motivo, por nimio que pareciere, que el hombre habló a su paso por la vida, que el pueblo recuerda de memoria y transmite de viva voz y que no por minúsculas, en sí o en el hecho o la circunstancia a que aluden, dejan por eso de ser históricas y pueden llegar, en su maduración, a confundirse con la historia misma.
Diccionario geográfico popular de España I

El buen juicio es, por esencia, justo, y la vara que ha de medir (y también imponer) la justicia no ha de doblegarse, al decir de Cervantes, con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia Nótese por escépticos, descreídos y demás suerte de desconfiados que el buen criterio habita en el meollo del huevo del juicio, cuya clave es tan fácil, aunque parezca tan difícil, como la del huevo de Juanelo Turriano, el cremonense que inventó un ingenio para subir las aguas del Tajo hasta la imperial Toledo. ¿Sabe usted, gentil mocita con mirar de gacela enamorada, de qué color era el caballo de Santiago?
    Sí, bajo el prisma del huevo del juicio ha de contemplarse el arco iris de la minúscula o inmensa historia que nos rodea —¡cualquiera sabe!— y por cuyas aguas navegamos como mejor podemos y nos dejan. El mundo es ya muy viejo, quizá demasiado viejo, pero los hombres utilizamos muy raquíticas herramientas para medir el tiempo del mundo: el cumplido y el que ha de cumplir. Quizá sea esa —y no ninguna otra— nuestra gran defensa y lo que nos salva del hastío. El reloj y el calendario son maquinitas de no mucha confianza ni precisión, pero tampoco tenemos otras que mejor nos valgan y la conformidad —recuérdese— es una de las más ciertas señales de la sabiduría.
    El hombre, ese aburrido animal que se muerde la cola de la monotonía, no ha desaparecido aún del planeta porque, aunque muy harto, todavía no está harto del todo y sin remisión posible.
El huevo del juicio

Las compañías convenientes no son las buenas o, al menos, no son siempre y únicamente las buenas. Las compañías, no más que por serlo, ya son convenientes —las buenas y las malas— y, a las veces, una mala compañía puede ser necesaria ya que, al decir de Séneca, ningún bien se goza en soledad. Ni ningún mal —pudiéramos seguir aquí— se conlleva si no es reclinado sobre el fragante corazón de otro.
    Las compañías convenientes y otros fingimientos y cegueras

Si supiera qué cosa es la novela, podría argumentar aquí el por qué estas páginas que hoy publico son —o distan mucho de ser— una novela. Pero acontece que, por más que pienso, ignoro —por lo menos de una manera científica y de fiar— cuáles son las lindes del género, quizás porque cada día que pasa veo más clara la convencionalidad —y consiguientemente, la ineficacia— de la clasificación que venimos usando para parcelar el movedizo suelo literario, el violento —y por ende imparcelable— torrente de la literatura. Sólo una cosa sé: la literatura es la vida misma, no ya su crónica artística o emocionada, y sólo otra cosa intuyo: vestir a la literatura con chaquetas y pantalones de confección —e incluso con chaquetas y pantalones lujosos y a la medida— es vano propósito porque la literatura, al final, sale por el arbitrario registro de la mala crianza y se baja los pantalones a destiempo o se presenta, ¡qué descaro!, con la chaqueta al hombro y el culo al aire. Entonces, cuando la literatura se enseña de esa guisa, ¿qué es lo que procede hacer? La respuesta es obvia: quemar los tratados de preceptiva y esperar a que a alguien se le ocurra una ordenación más lógica de las cosas. El que hoy la ignoremos, no significa que no exista.
Tobogán de hambrientos

Yo he procurado escribir como se habla aunque, claro, no sé hasta qué punto lo habré conseguido. A mí me cuelgan el sambenito de los tacos, pero injustamente. Por ejemplo, en la conversación no suelo decir tacos, y en todo caso creo que estoy por debajo de la media española, soy uno de los españoles menos mal hablados que hay. Sin embargo, en algunos libros, si creo que el personaje lo requiere tengo que hacérselos decir, claro, naturalmente. Porque los tacos tienen que estar en su sitio. Bueno, pues la gente se rasga las vestiduras. Ya se sabe, la farsa. Lo que es evidente es que esos que se escandalizan de ciertas palabras, usan esas mismas palabras en el casino. El español, con frecuencia, tiene una lengua para la familia y otra para el casino, y esto es una farsa, sí, la hipocresía en el uso del lenguaje. Cuando publiqué mi Diccionario secreto, que es un diccionario de autoridades, me limité a ordenar y a estudiar estas voces, sin pronunciarme sobre si su uso es preconizable o no, que probablemente en muchos ámbitos no lo sea y en otros muchos dé exactamente igual. La gente utiliza el taco, habla así naturalmente. Y el que piense lo contrario, allá él, será que vive en una especie de campana neumática, en el limbo. Cuando en televisión, hace muchos años, dije aquellas tres palabras famosas, lo único que hice fue responder a la pregunta que se me había formulado: “¿Cuáles cree usted que son los tres tacos más utilizados?” Y yo los dije. Si hubiera dicho “cáspita”, “córcholis” y “caramba”, hubiera mentido. Dije las que me parecía que eran más frecuentes, que no hay por qué repetirlas ahora. Es un vocabulario que usa todo el mundo. Y es que no hay una lengua poética y una lengua no poética, y el taco, si está fuera de su sitio, es detonante.
Cachondeos, escarceos y otros meneos

Todas las cosas, ya es sabido, quieren su tiempo. Nunca he sido demasiado partidario de andar de prisa —porque lo que se hace de prisa, de prisa se aja y aún más de prisa muere— y, de otra parte, en la enmarañada selva de mis apuntes carpetovetónicos, he tardado incluso varios años en ver con claridad. Lo primero que necesité fue hacerme a la idea de que un apunte carpetovetónico no es un artículo; al apunte carpetovetónico le viene ancha, por innecesaria, toda posible articulación; el apunte carpetovetónico puede ser rígido como un palo y no precisa articularse en pos de demostrar ni esto, ni aquello, ni aquello otro; el apunte carpetovetónico, a diferencia del artículo, no nace ni muere, sino que, simplemente, brota y desaparece, igual que un venero de agua clara: el apunte carpetovetónico puede muy bien no tener ni principio ni fin —cosa que al artículo, por definición, no le está permitido.
    Tampoco el apunte carpetovetónico es un cuento; el cuento puede permitirse una abstracción que el apunte carpetovetónico se niega; también se premia, a veces, con un subjetivismo que al apunte carpetovetónico le está vedado.
    En realidad, el apunte carpetovetónico no es necesario que sea ni literatura.
    El apunte carpetovetónico pudiera ser algo así como un agridulce bosquejo, entre caricatura y aguafuerte, narrado, dibujado o pintado, de un tipo o de un trozo de vida peculiares de un determinado mundo: lo que los geógrafos llaman, casi poéticamente, la España árida.
    Como género literario, el apunte carpetovetónico, aunque siga vivito y coleando, tampoco es ninguna novedad. En España es viejo como su misma literatura.
    Nos llevaría a todos muy lejos de mi modesto propósito de hoy el intento de desarrollar, aunque muy someramente, la idea de que la literatura española (en cierto modo como la rusa, por ejemplo, y a diferencia, en cierto modo también, de la italiana) ignora el equilibrio y pendula, violentamente, de la mística a la escatología, del tránsito que diviniza al bajo mundo, al más bajo y concreto de todos los mundos, del pus y la carroña y, rematándolo, la calavera monda y lironda de todos los silencios, todos los arrepentimientos y todos los castigos.  Pero me basta con dejar constancia de que en uno de esos pendulares extremos —ni más ni menos importante, desde el punto de vista de su autenticidad— habita el apunte carpetovetónico: como un pajarraco sarnoso, acosado y fieramente ibérico. Y que no puede morir, por más vueltas que todos le demos, hasta que España muera.
El gallego y su cuadrilla

Los límites de su excursión es algo que ha dado mucho que pensar al vagabundo.
    Naturalmente, el vagabundo, a pesar de todas sus teorías, después, ya sobre el camino, andará, como siempre hace, un poco a la buena de Dios, otro poco por donde le apetezca, y siempre no más que por donde le dejen. Es la eterna, la vieja ley de los caminos: las misteriosas y nunca escritas ordenanzas que orientan la brújula loca y espantada que anida en el corazón de los errabundos.
    Lo contrario sería, quizás, un fraude. Un fraude de tan extraño signo como los pensamientos del ocio, esa bendición que el hombre no suele saber gastar, deleitosamente, despaciosamente, desconfiadamente, los lomos reclinados sobre el chaparro de la cuneta, la bota al alcance de la mano, el pitillo en la boca y la mente poblada de imprecisos pájaros voladores, de inciertos y bien pintados pájaros voladores.
    Y el vagabundo no quiere defraudar. El vagabundo quiere decir, como siempre se cuentan las grandes verdades, las mínimas e inmensas grandes verdades, a la pata la llana, que su viaje no será mucha más cosa que un viaje sentimental, corazonal, como se dice en los tangos.
    Quizá la más saludable preocupación que pueda tener el vagabundo, recién calzadas de nuevo sus botas de siete leguas, sea la de echarse al camino completamente despreocupado y a lo que salga, que algo siempre saldrá.
    Ya veremos lo que sale.
Judíos, moros y cristianos

Las potencias del alma son tres, memoria, entendimiento y voluntad, y con las memorias, los entendimientos y las voluntades de todos se convive o se malvive, se ama o se odia, se juega o se pelea y, en definitiva, se escribe la historia.
Memorias, entendimientos y voluntades

La linde que separa las voces admisibles de las no admisibles, o las admitidas de las no admitidas, es siempre movediza y, como obra de humanos, con frecuencia pintoresca, esclava de las latitudes y de los vientos que soplen en cada latitud y momento y, lo que es peor, desorientadora. No se me oculta que se precisa cierto valor para enfrentarse, cara a cara y en público, con el toro violento de la lengua, pero entiendo que alguien tenía que echarse, con todas sus consecuencias, al ruedo, ya que a los llamados a preconizar una lengua amplia y eficaz (los escritores), de raíz tradicional ( la Academia) y de base científica (los gramáticos), sí cabe exigirles, como al torero en la plaza, el valor necesario para que puedan, si no llevar a último buen fin su cometido, sí al menos ponerlo en el camino que a él pudiera conducirle.
Diccionario secreto

A mí me parece que para el novelista es peligroso encorsetarse en una manera determinada y creer que son malas todas las demás. Por lo menos, yo he intentado, hasta donde he podido, todo lo contrario: creer que todas las formas son igual de buenas o igual de malas, y que lo que prevalece, a la postre, es el talento del escrito, suponiendo que los escritores puedan ser capaces de tenerlo, cosa que más bien me inclino a no admitir.
Mrs. Caldwell habla con su hijo

A veces pienso que nadie sabe ni supo jamás hasta qué punto el comentario sobre la manera de hacer en Literatura —sobre eso que la gente llama, yo no me explico por qué, oficio— puede suscitar el interés, la mera curiosidad, de las gentes.
    Es todo quizá excesivamente elemental, sencillo en demasía.  Un hombre con una pluma en la mano, sentado a su mesa de escribir y rodeado de blancas cuartillas por donde navegar, es algo tan admirable —o tan deleznable—, ya apoye su razonar sobre nutridos rimeros de fichas y documentos, ya sostenga su discernir sobre esa lejana memoria de las cosas que la imaginación a viva y hace fructificar.
    Se ha hablado demasiado de técnicas y se han olvidado un tanto las únicas apreciaciones que valen en Literatura: las dimanadas por línea directa de los resultados obtenidos.
    No vale aplicar a los géneros literarios postulados que, si ciertos en otras disciplinas, quiebran en ésta. El resultado, esto es: la Novela, el Poema, el Drama; el resultado, digo del lento y mantenido esfuerzo del escritor, es algo que pertenece al orden de las valoraciones absolutas.  Nada, fuera de lo subjetivo, cabe alrededor o dentro de estos ulteriores resultados de que hablo, porque su valoración —por olvidado se ha caído en errores literarios de bulto— a nada, sino a su esencia misma, puede referirse.
    Trataré de explicarme un poco. Si fray Luis de León, por ejemplo, o Calderón de la Barca, o Cervantes, o Rojas, han alcanzado en la Poesía, en el Teatro o en la Novela el justo renombre que alcanzaron, no lo fue por haber sido más grandes que otros tres o cuatro contemporáneos o inmediatos sucedidos suyos, sino simplemente porque ese valor tremendo que dentro de sí llevaron, y que a sus obras supieron transmitir, era algo que no se sujetaba ni se refirió jamás a metro o patrón alguno.
    Ni se es ni se deja de ser por ser mayor o menor que nadie; y esto, que todo el mundo afirma como cierto, muy poca gente se atreve a practicar. Existe una preocupación, tan desmedida como nefasta, por la comparación, por el parangón, y quienes esto hacen y por esto se preocupan olvidan que no es posible la obra literaria concebida con horizontes o nortes inmediatos.  Sólo un absoluto desprecio, una total despreocupación por el paisaje donde la obra será enmarcada por quienes puedan hacerlo, es lo que produce la lozanía de lo producido, su interés, su valor.
Balada del vagabundo sin suerte y otros papeles volanderos


Artículos complementarios

    Miguel de Cervantes

    Estudios y tratados sobre la lengua española

    Luis Coloma

    Mariano José de Larra

    Santiago Ramón y Cajal

    Jacinto Benavente

    Fabulistas  

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